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Mensajes del libro «Estudio-Vida de Romanos»
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Mensaje 23

LA ELECCIÓN DE DIOS, NUESTRO DESTINO

(2)

  Lectura bíblica: Ro. 10:4-21

V. POR MEDIO DE CRISTO

A. Cristo, el fin de la ley

  Romanos 10:4 dice: “Porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree”. Cristo es el fin de la ley, lo cual significa que Él completó la ley y puso fin a ella. Él vino para cumplir la ley (Mt. 5:17) y, al hacerlo, puso fin a ella y la reemplazó. Como resultado, la justicia de Dios es dada a todo aquel que cree en Cristo. Cristo completó la ley y puso fin a ella cuando murió en la cruz; la ley llegó a su fin en Él. Ya que la ley fue terminada en la cruz de Cristo, no debemos seguir estando sujetos a ella. Lo único que debemos hacer es recibir la justicia de Dios al creer en Cristo.

  Los judíos valoraban la ley e intentaban guardarla a fin de establecer su propia justicia ante Dios. Ellos no vieron que Cristo había completado la ley y puso fin a ella. Si hubieran visto esto, habrían desistido de sus intentos por guardar la ley. Nunca más habrían tratado de establecer su propia justicia ante Dios, sino que habrían tomado a Cristo como su justicia.

  El principio es el mismo con muchos cristianos hoy en día. Después de ser salvos, se resuelven hacer el bien para agradar a Dios. Como resultado espontáneo formulan muchas reglas para sí mismos, que pueden ser consideradas como leyes hechas por ellos mismos, y se esfuerzan para cumplirlas con esperanzas de agradar a Dios. Al igual que los judíos, ellos tampoco ven que Cristo es el fin y la conclusión de todos los preceptos, y que ellos deben tomarle como su vida para poder vivir rectamente ante Dios. Además, necesitan ver que la justicia genuina delante de Dios es Cristo, Aquel que puso fin a la ley para ser la justicia viviente para todo aquel que cree en Él. Romanos 10 revela mucho acerca de Cristo de modo que podamos saber cómo participar de Él y disfrutarle como nuestra justicia real y viviente ante Dios.

B. El Cristo encarnado y resucitado

  Necesitamos leer los versículos del 5 al 7: “Porque acerca de la justicia que procede de la ley Moisés escribe así: ‘El hombre que haga estas cosas, vivirá por ellas’. Pero la justicia que procede de la fe habla así: ‘No digas en tu corazón: ¿Quién subirá al cielo?’ (esto es, para traer abajo a Cristo); o, ‘¿quién descenderá al abismo?’ (esto es, para hacer subir a Cristo de entre los muertos)”. Los escritos de Pablo son muy profundos. Aparentemente estos versículos no mencionan la encarnación de Cristo ni Su resurrección, pero en realidad ambos eventos están incluidos en este pasaje. Aunque Pablo no usa las palabras encarnación ni resurrección; no obstante, tenía en mente dichos eventos cuando escribió esta parte de Romanos. Pablo cita Deuteronomio 30:12, diciendo: “No digas en tu corazón: ¿Quién subirá por nosotros al cielo?”. Luego indica que esto significa “traer abajo a Cristo” y que se refiere a la encarnación de Cristo, porque Cristo descendió de los cielos en Su encarnación. Además, Pablo dice que no debemos preguntar: “¿Quién descenderá al abismo?”. Descender al abismo significa “hacer subir a Cristo de entre los muertos” y se refiere a la resurrección de Cristo. Descender al abismo significa morir y entrar en el Hades. Cuando Cristo murió, descendió al abismo, y en Su resurrección subió de entre los muertos, es decir, salió del abismo. Cristo es Aquel que pasó por la muerte y la resurrección. Por lo tanto, podemos decir que Él es el Cristo “procesado”, el Cristo encarnado y resucitado.

  Cristo pasó por un largo proceso desde Su encarnación hasta Su resurrección. En este proceso Él cumplió con todo lo requerido por la justicia, santidad y gloria de Dios, y realizó todo lo necesario a fin de capacitarnos para participar de Él. Él fue el Dios encarnado como hombre, y como tal fue transfigurado por medio de la resurrección y hecho el Espíritu vivificante (1 Co. 15:45). Ahora en resurrección, como Espíritu vivificante, Él está disponible a nosotros, y podemos recibirle y tomarle en todo momento y en cualquier lugar.

  Necesitamos decir algo acerca del “abismo” mencionado en el versículo 7. La palabra en griego, abyssos, se usa en Lucas 8:31 para referirse a la morada de los demonios; en Apocalipsis 9:1, 2, 11, para denotar el lugar del cual saldrán las “langostas” cuyo rey es Apolión; en Apocalipsis 11:7 y 17:8, para denotar el lugar del cual subirá la bestia, que es el anticristo; y en Apocalipsis 20:1 y 3, para especificar el lugar donde Satanás será echado y donde estará encarcelado durante el milenio. La Septuaginta, la traducción griega del Antiguo Testamento, usa esta palabra en Génesis 1:2 (traducida allí “abismo”). Aquí, en Romanos 10:7, la palabra abismo denota el lugar que Cristo visitó después de Su muerte y antes de Su resurrección; dicho lugar, conforme a Hechos 2:24 y 27 es el Hades. Ahí se revela que Cristo entró en el Hades después de que murió, y que subió de aquel lugar en Su resurrección. Así que, conforme al uso bíblico, la palabra abismo siempre se refiere a la región de la muerte y del poder de tinieblas de Satanás. Esta región se refiere a las partes más bajas de la tierra (Ef. 4:9), adonde Cristo descendió después de Su muerte, la cual Él venció y de la cual ascendió en Su resurrección.

C. Cristo, Aquel que está cerca

  Por favor, preste atención a lo que Pablo dice en el versículo 8: “Mas ¿qué dice? ‘Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón’. Ésta es la palabra de la fe que proclamamos”. El Cristo resucitado como la Palabra viviente está cerca de nosotros, en nuestra boca y en nuestro corazón. En este versículo Pablo inesperadamente usa el término la palabra intercambiándola con el título Cristo, indicando con esto que, sin lugar a dudas, la Palabra es Cristo mismo. Cristo, como Espíritu vivificante y en resurrección, es la Palabra viviente. Esto corresponde a la revelación neotestamentaria de que la Palabra es el Espíritu. Si usted lee Efesios 6:18 en el griego, descubrirá que el Espíritu es la Palabra. Por lo tanto, Cristo en Su resurrección es tanto el Espíritu como la Palabra. Él es el Espíritu que podemos tocar y la Palabra que podemos entender. Podemos recibirle como el Espíritu y como la Palabra. El Cristo resucitado como Espíritu vivificante es la Palabra viviente que está tan cerca a nosotros. Él está en nuestra boca y en nuestro corazón. Con nuestra boca le invocamos y con nuestro corazón creemos en Él. Así que, podemos invocarle usando nuestra boca y podemos creer en Él con nuestro corazón. Cuando le invocamos somos salvos, y cuando creemos en Él somos justificados.

  Habiendo sido procesado por medio de la encarnación y la resurrección, Cristo ahora es el Señor que está sentado en el trono de Dios en los cielos, y también es el Espíritu vivificante que actúa sobre la tierra. Así que, Él está cerca y disponible a nosotros, tan cerca que aun se encuentra en nuestra boca y en nuestro corazón. Nadie puede estar más cerca que esto. Él está tan disponible que todo aquel que crea en Él con su corazón y con su boca le invoque, podrá participar de Él. Él lo realizó todo y pasó por todo proceso. Ahora Él se halla actuando sobre la tierra, listo y disponible para todo aquel que le reciba.

D. Cristo, en quien creemos y a quien invocamos

  Necesitamos leer los versículos del 9 al 13: “Que si confiesas con tu boca a Jesús como Señor, y crees en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, y con la boca se confiesa para salvación. Pues la Escritura dice: ‘Todo aquel que en Él crea, no será avergonzado’. Porque no hay distinción entre judío y griego, pues el mismo Señor es Señor de todos y es rico para con todos los que le invocan; porque: ‘Todo aquel que invoque el nombre del Señor, será salvo’”. Pablo dice que con el corazón se cree para justicia. Para es un equivalente de una preposición griega que, en muchos casos, quiere decir “dando por resultado”. Por lo tanto, el resultado de creer con el corazón es la justicia, mientras que el de confesar con la boca es la salvación. Si queremos ser justificados, es decir, tener la justicia de Dios, debemos creer en el Señor Jesús. Si queremos ser salvos, tenemos que confesar al Señor Jesús, lo cual consiste en invocarle.

  En Romanos 9:21 y 23 se nos dice que según la elección de Dios, nosotros los llamados fuimos hechos vasos de misericordia para honra y gloria. Sin embargo, aún debemos darnos cuenta de que los vasos, por sí mismos, están vacíos; necesitan un contenido. Aunque Romanos 9 nos dice que somos vasos, no nos da la manera de ser llenos. Es maravilloso ser un vaso de misericordia para honra y gloria, pero es lamentable estar vacío. Necesitamos ser llenos, y la manera de ser llenos se halla en Romanos 10. Cada vaso tiene una boca, una abertura; si no tiene boca, no es vaso. Las herramientas, tales como los martillos, los cuchillos y las hachas, no tienen boca. Pero nosotros somos vasos y, como tales, tenemos una abertura: nuestra boca. ¿Sabe usted para qué tiene una boca? Tiene una boca para poder ser lleno de las riquezas de Cristo. Nuestra boca fue hecha para invocar el nombre del Señor Jesús. ¡El Señor es tan rico! Él es rico para todo el que le invoca. Hay un versículo en los salmos que dice: “Abre tu boca, y Yo la llenaré” (81:10). Por ser vasos vacíos con una boca, debemos abrir nuestra boca para poder llenarnos de las riquezas del Señor.

  A fin de ser salvos es necesario invocar el nombre del Señor. Sin embargo, invocar Su nombre no sólo nos salva, sino que también nos da la manera de recibir las riquezas de Cristo. El Señor es rico para todo el que le invoca. Cuando le invocamos, participamos y disfrutamos de Sus riquezas. ¿Quiere usted participar y disfrutar de las riquezas de Cristo? Si es así, no debe permanecer en silencio; abra su boca e invóquele. En los últimos años el Señor nos ha revelado mucho acerca de este asunto de invocar Su nombre. Hace unos diez años aún sabíamos muy poco acerca de ello, pero agradecemos al Señor que Él nos ha dado claridad al respecto. Apreciamos el capítulo 10 de Romanos, en especial el versículo 12: “Porque no hay distinción entre judío y griego, pues el mismo Señor es Señor de todos y es rico para con todos los que le invocan”. Se ha utilizado bastante el versículo 13 en la predicación del evangelio, pero también debemos relacionarlo con el versículo 12, no con miras a la predicación del evangelio, sino a llenar todos los vasos vacíos con las riquezas de la Deidad. Si usted abre completamente su boca e invoca al Señor, las riquezas de la divinidad serán su porción. Ahora tenemos la manera de llenar los vasos vacíos: tenemos una boca con la cual invocarle y ser llenos de Él, y un corazón con el cual creer en Él y retenerle.

  La Biblia revela claramente que la manera de participar y disfrutar del Señor es invocar Su nombre. Deuteronomio 4:7 dice que el Señor está “cerca a nosotros siempre que le invocamos” (heb.). Salmos 145:18 dice: “Cercano está Jehová a todos los que le invocan”. Salmos 18:6 y 118:5 dicen que David invocó al Señor en su angustia. En Salmos 50:15 el Señor nos pide que le invoquemos en el día de la angustia, y en Salmos 86:7 David lo hizo así. Salmos 81:7 afirma que los hijos de Israel hicieron esto mismo (Éx. 2:23), y que el Señor les dijo: “Abre tu boca, y Yo la llenaré” (v. 10). En Salmos 86:5 leemos que el Señor es bueno y perdonador, y que está lleno de misericordia para todo aquel que le invoca. Salmos 116:3-4 dice: “Me rodearon ligaduras de muerte, me encontraron las angustias del Seol; angustia y dolor había yo hallado. Entonces invoqué el nombre de Jehová”. El versículo 13 del mismo salmo dice: “Tomaré la copa de la salvación, e invocaré el nombre de Jehová”. Para tomar la copa de la salvación, esto es, para participar y disfrutar de la obra salvadora del Señor, necesitamos invocar el nombre del Señor. Isaías 12:2-6 nos dice que el Señor es nuestra salvación, nuestra fortaleza y nuestra canción, y que podemos sacar con gozo aguas de los pozos de la salvación. La manera de sacar agua de las fuentes de la salvación, o sea, de disfrutar al Señor como nuestra salvación, es alabarle, invocar Su nombre, cantar a Él, y aun clamar y gritar. En Isaías 55:1-6 encontramos el maravilloso llamamiento de Dios para Su pueblo. Él llama a los sedientos a venir a las aguas, a disfrutar las riquezas de Su provisión, tal como el vino, la leche y el buen alimento, y a deleitarse en las grosuras de Su casa. La manera de obtener esto es buscar al Señor y invocarle “en tanto que está cercano”. Isaías 64:7 nos muestra que al invocar al Señor nos avivamos y así nos asimos de Él (heb.).

  Lamentaciones 3:55-57 declara que cuando invocamos al Señor, Él se acerca a nosotros, y que invocarle es respirar y clamar. En esto podemos entender que invocar al Señor no es sólo clamar a Él, sino también experimentarle como nuestra respiración espiritual (Éx. 2:23), mediante la cual exhalamos todo lo que está dentro de nosotros, ya sea agonía, dolor, presión o lo que sea. Jeremías hizo esto cuando invocó al Señor desde la cárcel profunda, es decir, desde el pozo abismal. Siempre que nos encontramos en un calabozo espiritual o en un abismo bajo cierta opresión, podemos invocar al Señor y exhalar la pesadez que se halle dentro de nosotros; así seremos librados del pozo más profundo. Invocar al Señor de esta manera no sólo nos permite exhalar las cosas negativas de nuestro interior, sino que también nos deja respirar o inhalar al Señor mismo con todas Sus riquezas como nuestra fuerza, nuestro disfrute, nuestro bienestar y nuestro reposo. De esta forma participamos de las riquezas del Señor. Por lo tanto, aquí en Romanos 10:12 Pablo nos dice que “el Señor es rico para con todos los que le invocan”. Hoy en resurrección el rico Señor está listo y disponible para que participemos de Él y disfrutemos de Sus riquezas. Simplemente necesitamos invocarle en todo momento. Invocándole podemos participar y disfrutar de todas Sus riquezas.

  Invocar al Señor es distinto a simplemente orar a Él. La palabra griega traducida “llamar” o “invocar” significa invocar a una persona, llamándola por su nombre. Aunque es posible orar al Señor en silencio, invocar al Señor requiere que clamemos a Él o nos dirijamos a Él audiblemente. La palabra hebrea traducida “llamar” en Génesis 4:26, primeramente significa “exclamar a” o “clamar hacia”. Isaías 12:4 y 6 muestran que invocar el nombre del Señor equivale a “clamar y gritar” (heb.). Lamentaciones 3:55 y 56 revelan lo mismo, que invocar el nombre del Señor es “clamar” al Señor. Por esto, David dijo: “Invoqué a Jehová, y clamé a mi Dios” (2 S. 22:7). Invocar al Señor es clamar a Él.

  Según lo relatado en las Escrituras, los hombres empezaron a invocar el nombre del Señor en la tercera generación del linaje humano. Desde los tiempos de Enós “los hombres empezaron a invocar el nombre del Jehová” (Gn. 4:26). Luego, Abraham (Gn. 12:8), Isaac (Gn. 26:25), Job (Job 12:4), Moisés (Dt. 4:7), Jabes (1 Cr. 4:10), Sansón (Jue. 16:28), Samuel (1 S. 12:18), David (2 S. 22:4; 1 Cr. 21:16), Jonás (Jon. 1:6), Elías (1 R. 18:24), Eliseo (2 R. 5:11), Jeremías (Lm. 3:55), todos ellos solían invocar el nombre del Señor. Además, en Joel 2:32, Sofonías 3:9 y Zacarías 13:9 se profetizó que los hombres invocarían el nombre del Señor.

  En el día de Pentecostés, los creyentes neotestamentarios también invocaron el nombre del Señor para recibir el derramamiento del Espíritu como el cumplimiento de la profecía de Joel (Hch. 2:17-21). Dios vertió Su Espíritu, y los creyentes abrieron sus bocas para recibir al Espíritu invocando el nombre del Señor. El Espíritu ha sido derramado por Dios, pero nosotros tenemos que recibirlo; la manera de hacerlo es abrir nuestras bocas e invocar al Señor. Por lo tanto, los creyentes neotestamentarios, como Esteban (Hch. 7:59), lo hacían. Cuando invocaban al Señor, daban a conocer que eran seguidores del Señor (Hch. 9:14). Cuando Pablo aún era Saulo, el perseguidor de la iglesia, él tenía la intención de arrestar a los creyentes, reconociéndoles por el hecho de que invocaban el nombre del Señor. Después de que Pablo fue convertido, se le aconsejó que se lavara de sus pecados (los cuales constaban principalmente de su persecución de aquellos que invocaban al Señor) al invocar el nombre del Señor (Hch. 22:16). Indudablemente esta práctica era muy común entre los santos de la iglesia primitiva.

  Pablo, en su primera epístola a la iglesia en Corinto, se dirigió a “todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo” (1 Co. 1:2), lo cual indica que todos los primeros creyentes solían invocar al Señor. En su segunda epístola a Timoteo, le encargó que siguiera las cosas espirituales “con los que de corazón puro invocan al Señor” (2:22). Así que nosotros también debemos poner esto en práctica. Los santos del Antiguo Testamento invocaban al Señor diariamente (Sal. 88:9) y por toda su vida (Sal. 116:2). ¿Y qué diríamos acerca de nosotros? Nosotros debemos hacerlo más, invocando al Señor “de corazón puro” (2 Ti. 2:22) y con pureza de labios (Sof. 3:9). Si lo ponemos en práctica, ciertamente participaremos de las riquezas del Señor y las disfrutaremos. Invocar al Señor no solamente nos trae salvación, sino también nos permite disfrutar al Señor y todas Sus riquezas.

  La Primera Epístola a los Corintios empieza con la práctica de invocar el nombre del Señor, lo cual revela que este libro trata sobre el disfrute del Señor. Nos dice que Cristo es nuestra sabiduría y nuestro poder (1 Co. 1:24), y que Él fue hecho nuestra justicia, santificación y redención (1:30), además de muchos otros aspectos de Él que podemos disfrutar. Finalmente, en resurrección Él llegó a ser el Espíritu vivificante de quien podemos beber (1 Co. 15:45; 12:13). Bebemos de Él como el Espíritu vivificante al invocar Su nombre. Así que, 1 Corintios 12:3 indica que si nosotros decimos: “Señor Jesús”, estamos inmediatamente en el Espíritu. Clamar: “Señor Jesús”, es invocar el nombre del Señor. Jesús es el nombre del Señor, y el Espíritu es Su persona. Cuando invocamos el nombre del Señor, obtenemos la persona misma del Señor. Cuando invocamos: “Señor Jesús”, obtenemos al Espíritu. Al invocar el nombre del Señor de esta manera, no sólo respiramos espiritualmente, sino que también bebemos espiritualmente. Cuando invocamos el nombre del Señor, le respiramos como el aliento de vida y le bebemos como el agua de vida. La segunda estrofa del himno 73 de nuestro himnario inglés dice:

  ¡Salvador, tan Poderoso!     Colmas mi necesidad. Respirar, Jesús, Tu nombre     Es beber vida de verdad.

  Ésta es la forma de participar y disfrutar del Señor. Todos debemos hacer esto. Que el Señor nos bendiga en este asunto. Que la práctica de invocar Su nombre sea recobrada totalmente en estos días.

E. Cristo, proclamado y oído

  En Romanos 10:14-15 Pablo dice: “¿Cómo, pues, invocarán a Aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en Aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les proclame? ¿Y cómo proclamarán si no son enviados? Según está escrito: ¡Cuán hermosos son los pies de los que anuncian las nuevas de cosas buenas!”. Para invocar al Señor uno necesita creer en Él, para creer en Él es necesario oír de Él, y oír de Él exige la predicación de las buenas nuevas. Si el evangelio ha de ser proclamado, alguien debe ser enviado por Dios. Aquellos que son enviados por Dios proclaman las buenas nuevas para que los demás puedan oír, creer, invocar el nombre del Señor y ser salvos. Después de haber creído en el Señor e invocarle, debemos también proclamarlo. Cristo ha sido predicado y oído a través de toda la tierra. Él ha sido proclamado por Sus enviados y escuchado tanto por judíos como por los gentiles. Muchos son los que han creído para justicia y han invocado para salvación.

F. Cristo, recibido o rechazado

  En los versículos del 16 al 21 vemos que Cristo es recibido por unos y rechazado por otros. Por un lado, Cristo fue recibido por los gentiles, pero por otro, fue rechazado por Israel.

  Los capítulos 9 y 10 de Romanos tratan del mismo tema: la elección de Dios. La elección de Dios es nuestro destino. La elección es por Dios, quien llama; es por Su misericordia y Su soberanía; se efectúa por la justicia de la fe; y se tiene por medio de Cristo.

  De todos los capítulos del libro de Romanos, el capítulo 10 es el que presenta más acerca de Cristo. En Romanos 10:4 Cristo es llamado “el fin de la ley”. En ninguna otra parte del Nuevo Testamento Cristo es designado de tal manera. Por lo tanto, Romanos 10 nos presenta un título crucial de Cristo, a saber: “el fin de la ley”. Este Cristo se encarnó al descender de los cielos, y resucitó al subir del abismo. Después de pasar por este proceso, Cristo, quien es el fin de la ley, llegó a ser la Palabra viviente. Él está cerca a nosotros, aun en nuestra boca y en nuestro corazón. Estas dos expresiones, en nuestra boca y en nuestro corazón, dan a entender que Cristo es como el aire. Sólo el aire puede estar en nuestra boca y en nuestro corazón. El Cristo resucitado es la Palabra viviente, que es el Espíritu. Él es semejante al aire, o al aliento, que respiramos y recibimos dentro de nuestro ser. Todo lo que tenemos que hacer es usar nuestra boca para respirarle, nuestro corazón para recibirle y nuestro espíritu para retenerle. Si hacemos esto, seremos salvos y recibiremos el suministro de todas Sus riquezas al invocar Su nombre. También necesitamos proclamar a este Cristo. Cuando lo proclamamos y las personas oyen nuestro mensaje, algunos creerán en Él y otros le rechazarán.

  Romanos 10 presenta una excelente descripción y definición de Cristo, con el fin de que participemos de Él. No sólo tenemos que creer en Él con nuestro corazón, sino también invocarle con nuestra boca. Tenemos que invocarle, no sólo para ser salvos, sino también para disfrutar de Sus riquezas. Fuimos hechos vasos para contenerle, es decir, fuimos escogidos y predestinados para ser Sus envases. Por nuestra parte, debemos cooperar al tomarle y recibirle en nuestro interior. Para esto necesitamos abrir todo nuestro corazón e invocarle desde lo más profundo de nuestro espíritu. Así que, en el capítulo 9 tenemos los vasos, y en capítulo 10 se nos da la manera de llenar esos vasos con las riquezas de Cristo. Ésta es la economía de la elección de Dios, el propósito del deseo de Su corazón.

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