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Mensajes del libro «Administración de la iglesia y el ministerio de la palabra, La»
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CAPÍTULO SEIS

EDIFICAR EN AMOR Y CONOCER A LAS PERSONAS

  Juan 13:34-35 dice: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como Yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois Mis discípulos”. La cláusula conocerán todos que sois Mis discípulos puede también ser traducida “conocerán que sois aquellos que Me siguen”. Juan 17:21 dice: “Para que todos sean uno; como Tú, Padre, estás en Mí, y Yo en Ti, que también ellos estén en Nosotros; para que el mundo crea que Tú me enviaste”. El versículo 23 añade: “Yo en ellos, y Tú en Mí, para que sean perfeccionados en unidad, para que el mundo conozca que Tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a Mí me has amado”. Cuando las personas del mundo observan la unidad de los servidores, pueden creer que el Señor fue enviado por Dios y que Él es el Cristo de Dios. Ésta es la unidad del Dios Triuno.

  Los versículos previos muestran que la armonía en amor es la característica que distingue a aquellos que son edificados por Dios. Cuando la gente percibe esta característica en los creyentes, puede percatarse de que tales personas son seguidoras de Cristo. Dicha característica que consiste en amarse unos a otros, en una armonía en la esfera del amor, no sólo le permite a la gente darse cuenta de que nosotros somos seguidores del Señor, sino que los conduce a creer que el Señor es el Cristo. En Juan del 14 al 17 el Señor habla de amarse unos a otros. Si estudiamos estos capítulos cuidadosamente, podremos saber el significado de amarse unos a otros.

AMARSE UNOS A OTROS

  Un creyente que no haya sido edificado por el Señor no poseerá un amor genuino por los demás. Todo nuevo creyente ama a los hermanos y hermanas. Aunque este amor proviene del Señor, es simplemente un amor en la etapa inicial y no dura mucho, debido a que no es el amor que se menciona en el Evangelio de Juan. El amor que se menciona en el Evangelio de Juan es el resultado de permanecer en el Señor, tener comunión con Él y ser uno con aquellos que pertenecen al Señor. Aquellos que han sido edificados por Dios poseen tal clase de amor.

  Pablo era una persona que había sufrido los tratos disciplinarios del Señor y que había sido edificado por Dios. Su amor por las iglesias, por los hermanos y por los colaboradores no provenía de su emoción natural ni de su buena intención, ni tampoco de tener el mismo temperamento que los demás. El amor que Pablo poseía brotaba de la experiencia de haber sido edificado en el Señor. Este amor se muestra en sus Epístolas a través de sus palabras, actitudes y acciones, ya fuera hacia las iglesias, los creyentes o los colaboradores, y se expresara o por medio de reprensiones o por medio de alabanzas. Él sentía una profunda preocupación por todas las iglesias. Si algún colaborador, iglesia o santo estaba débil, él también se mostraba débil. Y si a ellos se les hacía tropezar, él se llenaba de tristeza y se indignaba por aquello que causaba tal tropiezo (2 Co. 11:28-29).

APRENDER A PREOCUPARNOS POR LOS DEMÁS

  Aunque nuestra situación es mejor que la de aquellos que se hallan en el mundo, puede percibirse una carencia de amor y preocupación entre los servidores. Es posible que algunos tengan preferencia por cierto hermano y coordinen muy bien con él, pero eso no es amor. El Señor desea que nos amemos unos a otros tal como Él nos ama. El amor del Señor por nosotros no brota de una emoción. Él no nos ama porque merezcamos Su amor. Nosotros no somos adorables ni tratamos al Señor de una manera digna de Su amor. Si fuéramos dignos de Su amor y lo tratáramos con dulzura, podríamos merecer ser amados, aunque tal amor podría brotar de una emoción. Sin embargo, no hay nada en nosotros que nos haga dignos de ser amados. Así que, el amor del Señor para con nosotros no se basa en una emoción. Él nos ama simplemente porque nosotros necesitamos Su amor.

  Debería existir esta clase de amor entre aquellos que sirven juntos y entre todos los hermanos y hermanas. No debemos amar a los santos por el hecho de que sean amables, ni debemos amar a un hermano porque sea cordial con nosotros. Debemos amar a los hermanos simplemente porque son nuestros hermanos y porque hemos pasado por la obra de quebrantamiento del Señor y hemos sido edificados por Él.

  No necesitamos exhortar a los santos a que se amen unos a otros. Sin embargo, cuanta más edificación haya entre nosotros, más se expresarán las características del amor y la preocupación de unos por otros. Entonces, la administración de la iglesia y el ministerio de la palabra producirán resultados positivos. Y además, los hermanos y hermanas amarán a los demás. El hecho de que los hermanos y hermanas puedan amar a otros depende de la administración de la iglesia y de la persona de aquellos que ministran la palabra. Dar un mensaje acerca de amarse unos a otros tal vez no sea muy eficaz, pero nuestra administración de la iglesia puede causar que los hermanos y hermanas se amen mutuamente. En ocasiones, cuanto más hablamos de amarnos unos a otros, menos los santos se aman unos a otros.

  En algunas iglesias los que ministran la palabra nunca hablan acerca del amor; sin embargo, los santos se aman unos a otros. Tal vez los ancianos no exhorten a los hermanos a que se amen unos a otros, pero bajo su administración los hermanos y hermanas se aman unos a otros de manera espontánea. Esto sucede cuando los hermanos que administran la iglesia han sido edificados juntamente por el Señor. Hay algo en ellos que los lleva a preocuparse por otros, a amarlos y a interesarse por ellos.

  Permítanme citar un ejemplo. Un hermano de la casa de los obreros permaneció enfermo por dos días enteros, pero ninguno de los otros hermanos lo visitó. Los cuatro hermanos que normalmente desayunaban con él no parecían notar que él faltaba. Tal vez pensaban: “No soy yo el que falto, así que tomaré mi desayuno y luego me iré a ocuparme de mis asuntos”. ¿Puede una persona así servir al Señor? Alguien que ha sido edificado por el Señor debe aprender a preocuparse por los demás. Si existiera un amor genuino, los cuatro hermanos inmediatamente hubieran indagado sobre la condición del hermano que faltaba. Esto sería lo apropiado.

  Si notamos que los calcetines de un hermano están desgastados, deberíamos indagar si son los únicos que tiene. Si no tiene otro par, deberíamos comprarle unos sin que supiera quién se los da. Esto es amarse unos a otros. Si carecemos de este tipo de amor, ciertamente nos hemos degradado. Es inútil que demos muchos mensajes atractivos. Si observamos que cierto hermano siempre usa la misma camisa, deberíamos indagar y ver si tiene otras. Necesitamos esta clase de preocupación por los demás.

  Si no tenemos tal preocupación, nos será difícil servir al Señor. Quizás seamos capaces de administrar la iglesia de una manera ordenada, pero en nuestra administración tal vez no haya edificación. O quizás seamos muy capaces para dar mensajes, pero los santos no podrán entrar en la edificación con ello. El conocimiento envanece, pero el amor edifica (1 Co. 8:1). Esto no quiere decir que necesitamos dar mensajes sobre el amor; más bien, lo que necesitamos es ser tratados por el Señor y edificados por Él. Entonces nos preocuparemos por otros y los amaremos.

  Cuando compremos un par de zapatos, debiéramos considerar si el hermano que sirve con nosotros tiene otro par de zapatos. Debemos tener esta consideración también cuando compramos ropa. Es triste que no exista tal práctica entre nosotros. No sólo debemos cuidar de nosotros, sino también del hermano que está a nuestro lado. Éste es un asunto muy importante y solemne. En una ocasión alguien me acusó de usar dinero para controlar a otros. Tal palabra era un insulto para mí y para los demás hermanos. El Señor sabe que no tengo la intención de controlar a los hermanos. Mi único deseo es que las necesidades de los hermanos sean suplidas. Ninguno de los hermanos que sirve debe pasar necesidades.

  El hecho de darles cosas a otros no necesariamente es una muestra de amor. Ello podría ser simplemente un asunto que proviene de nuestra emoción. Debemos tener un amor que se preocupa genuinamente por otros y cuida de ellos. Si un hermano está enfermo o una hermana tiene un problema, debemos sentir como si nosotros mismos fuésemos los afectados. Debemos siempre tener presentes las necesidades de nuestros hermanos. Cuando compramos un par de zapatos, debemos pensar si nuestro hermano necesita zapatos; cuando compramos un traje, debemos considerar el traje de nuestro hermano. Deberíamos tener tal clase de consideración.

  No debemos pensar que preocuparnos por aquellos que sirven con nosotros implica una pérdida para nosotros. Aun si lo fuera, ciertamente es una gloria. Alguien que sólo se preocupa por sí mismo es muy pobre. Quien tiene la condición más pobre es aquel que ante todo se preocupa por sí mismo. En cambio, alguien que aprende a cuidar de los demás es rico. Si nos preocupamos por los demás y llevamos sus cargas, somos ricos. No debemos llevar solamente nuestras propias cargas. Debemos aprender a llevar también las cargas de otros. Por la misericordia del Señor debemos ser capaces de testificar que, cuanto más llevamos las cargas de otros, más el Señor llevará las nuestras y nos fortalecerá. No podemos servir al Señor sin cuidar de aquellos que sirven con nosotros. Si cuidamos de aquellos que sirven con nosotros, seremos capaces de edificar juntos a los santos al ministrar la palabra y administrar la iglesia.

  Si un anciano desea que su administración de la iglesia produzca edificación, debe aprender a amar y cuidar a los demás. En una ocasión durante una conferencia hubo un brote de gripe, y muchos hermanos se enfermaron. Uno de los hermanos que servía en la limpieza del salón también tenía gripe. No lo vi durante varios días. Cuando me enteré de que había enfermado, fui a visitarlo. Al verlo, me di cuenta de que nadie había cuidado de él, ni siquiera aquellos que vivían con él. Estaba en la cama con mucha fiebre y no tenía ni siquiera un vaso de agua junto a él. Me sentí muy triste al ver dicha situación. Si todos actuamos de esa manera, no es necesario compartir ni volver a escuchar mensajes, pues éstos son infructuosos. Este hermano estaba tirado en la cama con fiebre y a todos les era indiferente su situación. Si alguien que es indiferente llega a ser un anciano o a ministrar la palabra, tal vez pueda edificar a los santos en su crecimiento espiritual y personal; pero no será capaz de edificar corporativamente a los hermanos. La edificación personal beneficia a un individuo, pero la edificación corporativa causa que los santos sean edificados juntamente. Dios no desea obtener individuos; antes bien, lo que Él desea es obtener un edificio. Dios nunca estará satisfecho con una obra que produce resultados individuales. A fin de que la voluntad de Dios sea cumplida, nuestra obra debe producir un resultado corporativo.

  Tal vez un hermano no sea capaz de dar mensajes muy dinámicos; pero cuando él administra la iglesia, los santos son compenetrados y edificados los unos con los otros. Esto es la iglesia, pues la iglesia no es otra cosa que la edificación de una entidad corporativa. La iglesia no es la reunión de varios miles de personas que viven de manera independiente sin ser edificados corporativamente. El edificio de Dios no se halla en medio de ellos.

  Dios necesita Su edificio, un edificio corporativo. Cuando los hermanos y hermanas sirven juntos y se congregan en amor, su predicación del evangelio será prevaleciente y muchos serán conducidos a la salvación por medio de ellos. En cambio, hay algunas reuniones en que los hermanos y hermanas carecen de poder cuando predican el evangelio. Con ellos no hay ninguna edificación; sólo se percibe desolación y dispersión. Una iglesia en la cual los hermanos se interesan unos por otros es una iglesia que tiene futuro. Cuando nuestra preocupación proviene de la obra de edificación que el Señor efectúa en nosotros, y no es el resultado de alguna exhortación, tenemos la verdadera edificación. Pero si los servidores no se interesan unos por otros, no debemos esperar que nuestra obra redunde en la edificación.

  Nuestro amor los unos por los otros no es una simple reacción emocional, ni una costumbre de comportarnos amablemente con los demás. Cuando usted no esté enfermo ni tenga problemas, tal vez no lo visite durante un par de meses, ya que usted no lo necesita tanto. Sin embargo, cuando se encuentre enfermo y en necesidad, definitivamente estaré a su lado para apoyarlo. Si nos amamos genuinamente, nos preocuparemos por los hermanos sin importar la clase de problemas que puedan tener. El hecho de que nos preocupemos por otros es un indicio de que nuestro amor es genuino. Tal preocupación es el resultado de que el Señor ha estado forjándose en nosotros. Cuanto más una persona ha experimentado los tratos del Señor y ha sido edificada por Él, más se preocupará por otros, los cuidará y tendrá amor por ellos.

  Las cosas inanimadas que carecen de vida no necesitan amor. En una casa la madera no necesita amar a los ladrillos ni los ladrillos amar a los mosaicos, porque dichos materiales carecen de vida. Sin embargo, los seres vivos deben amarse unos a otros a fin de permanecer juntos. En algunas localidades, aunque los hermanos estén juntos, existen discordias entre ellos y hay carencia de amor. No existe ninguna edificación entre ellos. Algunos compañeros de cuarto que viven en la misma habitación y no discuten pueden albergar discordias entre ellos debido a que no han sido edificados. Ésta es una situación lamentable.

  Es penoso cuando sólo podemos notar que un hermano trae calcetines nuevos, pero no cuando trae sus calcetines muy gastados. La condición normal debería ser que no notáramos cuando un hermano trae calcetines nuevos, pero que nos percatáramos cuando alguien trae calcetines muy gastados. Si éste es nuestro caso, entonces podremos llevar a cabo una obra sólida. Tenemos que amar a los hermanos y hermanas y cuidar de ellos, pero tal amor debe estar basado en sus necesidades y no en nuestros sentimientos. Cuando ellos tengan una necesidad, somos nosotros quienes la tenemos. Debemos aprender a llevar las cargas de los hermanos (Gá. 6:2). Entonces la administración de la iglesia y el ministerio de la palabra traerán mucha edificación a la iglesia.

  No es una tarea fácil edificar la iglesia. Conducir personas a la salvación y edificarlas individualmente es algo sencillo, pero edificar la iglesia no es tan simple. No necesitamos aprender tantas lecciones para conducir personas a la salvación y edificarlas individualmente. Sin embargo, a fin de edificar la iglesia, es decir, de edificar corporativamente a un grupo de creyentes, es necesario aprender una serie de lecciones. A fin de que la administración ejercida por los ancianos edifique la iglesia y a fin de que el ministerio de la palabra redunde en la edificación de la iglesia, tenemos que prestar atención a los puntos antes mencionados. Si no aprendemos todos estos puntos, no cabe esperar que la administración de la iglesia y el ministerio de la palabra realizados por nosotros logre edificar la iglesia.

  Algunos piensan que los ancianos necesitan ser humildes y cuidadosos y que aquellos que ministran la palabra deben ser muy cautelosos con sus palabras. Tal vez esto sea correcto, pero el hecho de que sean humildes, cuidadosos y cautelosos no es lo más importante. Dichas cualidades por sí mismas no pueden lograr que los hermanos tengan un gran aprecio por los ancianos, ni mucho menos lograr que sean edificados corporativamente. En lugar de ello, el hecho de que ellos sean edificados corporativamente depende de si se ponen en práctica los puntos que consideramos anteriormente. Es preciso que aprendamos dichos puntos y seamos equipados con ellos.

APRENDER A CONOCER A LAS PERSONAS

  Otro asunto que también es crucial al administrar la iglesia y ministrar la palabra es aprender a conocer a las personas. Debemos conocer a las personas para poder administrar la iglesia, y también debemos conocer a las personas a fin de ministrar la palabra. Si no conocemos a las personas, no podremos edificar la iglesia; al contrario, la iglesia caerá en confusión y se derribará. Una persona que quiere edificar la iglesia tiene que conocer a las personas. Debe conocer la condición de los hermanos y hermanas, percibir sus intenciones ante Dios y conocer la condición en que se hallan con respecto a su carne y a su espíritu. Todo constructor especializado debe tener un conocimiento muy completo de los materiales de construcción, ya sea piedra, mosaico o madera. Debe ser capaz de discernir la naturaleza de la madera, si es madera blanda o madera dura. Si no conoce las características de los distintos tipos de madera y la usa indiscriminadamente, será riesgoso vivir en una casa que él haya construido.

  La capacidad de conocer a las personas varía según el grado de quebrantamiento que hemos experimentado. Si el Señor ha tratado con nosotros en cierta área, nos será más fácil conocer a las personas que tengan problemas en esa área. Si el Señor nunca ha tocado nuestros motivos íntimos, será difícil para nosotros discernir si otros son puros en sus motivos. Si nuestras intenciones, nuestros motivos y nuestros propósitos han sido juzgados profundamente por el Señor, cuando tengamos contacto con otros, discerniremos sus intenciones, sus motivos y sus pensamientos, y de inmediato sabremos cuál es el origen de sus problemas. Sabremos cuando actúan de una manera pura. Si el Señor nunca ha tratado con nuestra carne y nunca hemos aprendido la lección del quebrantamiento en carne propia, no podremos saber cuándo otros actúan en su carne. Así que, nuestro conocimiento de los demás depende de nuestro conocimiento de nosotros mismos. Alguien que es severo y estricto consigo mismo será capaz de conocer a otros.

  Es muy importante que los ancianos, quienes administran la iglesia, puedan discernir las intenciones, motivos y propósitos de los hermanos. Los ancianos necesitan conocer la condición espiritual de los hermanos y hermanas y saber en dónde ellos están delante de Dios. Si no conocen la condición de los hermanos, pueden cometer muchos errores. Si alguien cortés, elocuente, preparado, ferviente y que es muy capaz para dar mensajes viene a la iglesia, los ancianos pueden pensar que él es apto para servir en la coordinación. Sin embargo, cuando es introducido a la coordinación, podría ocurrir que todo el grupo de servicio se derrumbe.

  Los ancianos, quienes administran la iglesia, no deben ser volubles. Es inapropiado que ellos cambien constantemente su evaluación de los hermanos. No deben afirmar que alguien es espiritual y al poco tiempo decir lo contrario. Es imprescindible que tal cosa sea evitada en la administración de la iglesia. Podemos evitar esto sólo al conocer a las personas y al seguir aprendiendo a conocerlas.

  Los ancianos que hayan aprendido tal lección y que hayan sido disciplinados por el Señor tendrán un claro conocimiento de las personas; sabrán la situación en que otros se encuentran y en qué condición está su espíritu, sin importar la manera en que actúen. Sabrán detectar si las palabras que dice una persona concuerdan con la verdadera condición de su espíritu. Sabrán si tal persona está llena de las impurezas de su yo y de su vida natural debido a que su espíritu nunca ha sido liberado de la cáscara del yo.

  Además, sabrán si dicha persona llevaría a cabo su labor dependiendo únicamente de sí misma. Es posible que un creyente tenga cierta experiencia y sepa cómo conducirse sin que jamás haya sido liberado de su yo. Si sus puntos de vista y su conocimiento son mundanos, no podrá rendir un servicio espiritual. Si dicha persona llega a ser un anciano, sólo derribará la iglesia aunque tenga la capacidad para ministrar la palabra. Cualquier responsabilidad y coordinación que él asuma en el servicio será una obra que dañe la edificación. Será algo semejante a instalar una bomba de tiempo en un edificio; en su tiempo, la bomba explotará colapsando el edificio entero. Designar a tal persona para que sea un anciano sólo causará derrumbe y no edificación. En lugar de ser útil para edificar, resultará ser como una bomba de tiempo. En el momento en que tal persona pierda la paciencia, toda la situación se saldrá de control. Tal vez él sea muy bueno para atraer personas y logre ganar amigos mediante su humildad, su conocimiento, su elocuencia y sus palabras persuasivas; pero todo ello se conforma a su carne. La iglesia será arruinada en sus manos. Ésta es la verdadera situación en algunas localidades. Equivocarse al evaluar a una persona puede arruinar cinco años de labor. Y algunos daños no pueden ser restaurados en poco tiempo. Es posible que el Señor necesite hasta cinco años para poder empezar la obra de nuevo.

  Algunas personas oran guiados por sus propias convicciones y no siguen la dirección del Espíritu. Otros comparten basándose en sus propios juicios sin buscar la dirección del Espíritu. No debemos animar a tales personas asignándoles alguna responsabilidad o alguna posición en el servicio. Ciertamente no podemos impedir que alguien hable en las reuniones de la iglesia, pero debemos observarle y detectar si su proceder es apropiado. Si su manera de conducirse es impropia, debemos exhortarle de modo que se dé cuenta de que no aprobamos ni respaldamos su manera de actuar. Esto le producirá cierta sensación. No debiéramos excomulgarlo por haber hablado algo inapropiado; pero si insiste en hablar de la misma manera, debemos decirle que su manera es inadecuada. Debemos hacerle ver que su proceder no cuenta con nuestra aprobación. Esto le brindará la ayuda apropiada para cambiar.

  Cuando los ancianos no tienen esta clase de discernimiento, es posible que llamen para el servicio a un hermano mayor que parece ser humilde y tener el debido conocimiento, y también tiene la experiencia de haber llevado cierta responsabilidad en el servicio. Pero posteriormente, cuando los problemas aparezcan en la iglesia y ésta sea dañada, ellos se darán cuenta de que no deben conocer a nadie según la carne. Esta situación ha sucedido en muchos lugares.

Discernir los motivos del hombre

  Si nuestro discernimiento de las personas es inexacto, nuestra administración de la iglesia resultará en daño para la misma. Nuestra falta de conocimiento acerca de las personas sólo causará que la iglesia sufra pérdida, aunque no tengamos la intención de derribarla.

  Si hemos de conocer a las personas, debemos aprender a discernir si sus motivos e intenciones son puros delante de Dios. Si alguien no tiene un motivo puro, no debemos asignarle ninguna responsabilidad en el servicio. Nuestra capacidad para conocer los motivos de la gente se basa en el quebrantamiento que hayamos recibido de parte del Señor con respecto a nuestros propios motivos. Si nuestros motivos nunca han sido tratados por el Señor, no debiéramos pensar que somos aptos para discernir los motivos de otros. Pero si nuestros propios motivos han sido tratados por el Señor y son puros, cuando ministremos la palabra, no produciremos efectos secundarios ni nada que contenga mixtura; más bien, seremos sencillos y puros para con Dios.

  Necesitamos tomar medidas con respecto a nuestros propios motivos en todo aspecto, no únicamente al ministrar la palabra. Cuando logremos aprender esta lección, seremos capaces de discernir con facilidad los motivos internos de aquellos que acuden a nosotros. Una vez que nuestros propios motivos han pasado bajo el escrutinio del Señor, será fácil para nosotros discernir los motivos de las personas con las que tenemos contacto. Tal vez no seamos capaces de percibir la pureza misma en sus corazones, pero podremos reconocer inmediatamente la impureza que hay dentro de ellos. Seremos capaces de discernir si alguien es sencillo y puro o si es impuro en sus motivos. Podremos fácilmente conocer a las personas.

Discernir su carne

  Una persona cuya carne nunca ha sido juzgada o quien jamás ha aprendido ninguna lección acerca de la carne, no es apta para coordinar en el servicio. Tal vez podemos permitirle que sirva, pero de ninguna manera debemos asignarle ningún servicio. Hacer esto sería un gran error. Ya que es difícil hallar a alguien cuya naturaleza carnal haya sido absolutamente quebrantada, no deberíamos designar a alguien para el servicio de una manera incondicional. En otras palabras, el grado en que a una persona se le asigne cierto servicio debe corresponder al grado en que su naturaleza carnal haya sido quebrantada. Cuanto más su carne haya sido subyugada, más podemos permitirle participar en el servicio. Si su carne ha recibido poca restricción, no podemos darle mucha responsabilidad en el servicio; si lo hacemos, eso podría crear muchos problemas.

  Supongamos que un hermano ama al Señor, es muy ferviente y tiene deseos de servir. No debemos alegrarnos en el momento que él exprese su deseo de servir y, por ende, permitirle que participe en el servicio de la iglesia. Eso no daría como resultado la edificación. Nadie edifica una casa así de rápido. Un carpintero primero necesita revisar su material a fin de considerar la naturaleza, calidad y medidas de los materiales que usará en la construcción. Sólo entonces podrá empezar a edificar. Primero tiene que calcular y evaluar la condición de los materiales para luego distribuirlos según sus características y su condición; únicamente de este modo podrá hacer un trabajo apropiado de edificación.

  Sin embargo, los ancianos de algunas iglesias locales no proceden así. Ellos se gozan tan pronto ven que un hermano ama al Señor y se apresuran a nombrarlo como responsable de una reunión de grupo. Pero en vista de que este hermano tiene motivos impuros y que su yo no ha sido aún quebrantado, su “jugada” dura poco y pronto queda en evidencia. Aunque los santos pueden haberse encariñado con él, tal como los hijos de Israel se sintieron atraídos por Absalón, al final la iglesia sufrirá un daño considerable. En ocasiones el daño no puede resarcirse en años, y la iglesia termina sufriendo una gran pérdida.

  Esto afecta la habilidad de una iglesia para predicar el evangelio con poder, limita la capacidad de levantar a más hermanos y causa que las reuniones no estén llenas de vitalidad. Toda la iglesia parecerá sufrir síntomas de envenenamiento, produciendo en los santos un sentir de impotencia. Esto es lo que sucede cuando los ancianos no saben cómo administrar la iglesia y no tienen la capacidad para conocer a las personas. Tales ancianos serán semejantes a un carpintero que no conoce bien sus materiales. Si éste es el caso, será difícil que lleven a cabo una obra de edificación.

  No es difícil predicar el evangelio y conducir personas a la salvación, y resulta fácil ministrar la palabra para edificar individualmente a las personas; pero no es muy sencillo edificar corporativamente a las personas. Por esta razón, el apóstol Pablo dijo: “Yo como sabio arquitecto puse el fundamento [...] pero cada uno mire cómo sobreedifica” (1 Co. 3:10). Verdaderamente no es fácil edificar la iglesia. No podemos dejar que los hermanos y hermanas crezcan por sí mismos como puedan. Debemos estar conscientes de que la iglesia requiere una administración, y que la administración depende en gran parte de nuestra habilidad para conocer a las personas y discernir sus motivos y su carne.

Discernir el nivel espiritual del hombre

  Discernir el nivel espiritual de alguien equivale a detectar si su condición espiritual es rica, fuerte, elevada y pura, o no lo es. Por ejemplo, puede haber unos hermanos cuyo corazón sea puro y cuya carne haya sido subyugada; pero debido a que su espíritu es débil y no se ejercita, no son aptos para hacer nada.

  En cuanto a conocer a las personas, necesitamos aprender a conocer sus motivos, su carne y su espíritu. Además, hay otros aspectos que también debemos conocer de ellos, pero estos tres son los más importantes. Asignarle a una persona su responsabilidad en el servicio basándonos en un conocimiento cabal de estos tres aspectos dará por resultado la debida edificación.

  Una persona que ministra la palabra y habla de parte del Señor necesita conocer la verdadera condición de las personas si desea que sus palabras tengan efecto en ellos. Si no conocemos la condición real de las personas, no podemos saber lo que realmente necesitan. En ocasiones un hermano puede dar un mensaje dirigido específicamente a una persona porque se siente incómodo de hablar personalmente con dicha persona. Hacer esto no es ministrar la palabra, sino reprender a un hermano. Todos los que escuchan el mensaje sabrán que este hermano está siendo reprendido, y el hermano mismo también lo sabrá. Esto no es correcto.

  En ocasiones, una sola persona en la audiencia representa a la totalidad de los santos. Por ejemplo, puede haber algunos hermanos que no han entendido cuál es la clave de la oración, y uno de ellos se halla en la audiencia. Si nosotros hemos aprendido la lección del Señor en esta área específicamente, podemos dar un mensaje acerca de la clave de la oración. De este modo nadie sentirá que el mensaje va dirigido a un hermano en particular. Aunque nosotros sabemos que estamos dirigiéndonos a cierto hermano en específico, nuestras palabras tocarán a toda la audiencia porque todos necesitan esta palabra. Si el mensaje es eficaz, este hermano estará entre los primeros que se levanten a testificar que han sido tocados por dicho mensaje. Tal mensaje se debe a que conocemos a las personas.

  No debemos dar mensajes a los hijos de Dios sin antes conocerlos bien. Si lo hacemos, nuestro hablar será vacío y no tendrá efecto en ellos. Los hijos de Dios no necesitan tales mensajes. Nuestros mensajes no les traerán ninguna ayuda si no los conocemos. Éste es un gran problema. Nuestros mensajes darán en el blanco sólo cuando conozcamos a las personas. Si queremos dar mensajes que dan en el blanco y que están llenos de poder, debemos conocer a las personas. Y si queremos ser capaces de conocer a la gente, necesitamos aprender las lecciones necesarias para ello.

  Si nosotros mismos no hemos sufrido ningún trato con respecto a la oración, ni conocemos la clave para orar, no podremos saber cuándo los demás necesitan un mensaje respecto a la clave de la oración. Si no hemos aprendido a conocer a las personas, nuestros mensajes serán imprácticos. Si deseamos que nuestros mensajes sean efectivos, necesitamos conocer a los demás. Esto requiere que aprendamos esta lección día tras día.

  Los ancianos quienes administran la iglesia deben estudiar continuamente a fin de ser aptos para discernir la condición de los demás, conocerlos y discernir los motivos, la carne y el espíritu de ellos. Uno que ministra la palabra tiene que aprender a detectar las necesidades de los demás. Ninguna de las Epístolas del Nuevo Testamento se escribió por alguien que primero recibió una revelación de parte de Dios y luego pudo aplicarla al presentarse ciertas necesidades. Al contrario, con respecto a las Epístolas, cada una se escribió después de primero detectar la necesidad específica de las personas y luego recibir la palabra de parte de Dios para satisfacer dicha necesidad.

  Las dos epístolas dirigidas a los corintios fueron escritas de esta manera. Pablo fue capaz de escribirlas porque había visto personalmente los problemas y la condición de la iglesia en Corinto. Este principio también se aplica al hecho de dar mensajes. A menos que conozcamos y observemos a los hermanos y hermanas, no seremos capaces de darles una palabra. Aquellos que ministran la palabra deben conocer la verdadera condición de los que escuchan y presentar dicha condición ante Dios. El hermano Nee en una ocasión dio un mensaje dirigido particularmente a uno de los ancianos. Cuando nosotros mencionamos el problema de dicho hermano, el hermano Nee nos dijo que el mensaje del día del Señor fue dado específicamente para él. Si queremos que nuestra administración de la iglesia sea llevada a cabo por el bien de la edificación, tenemos que conocer a las personas. Las hermanas que visitan a otras hermanas y tienen comunión con ellas deben hacer esto basadas en el conocimiento que tienen de los problemas y condición de dichas hermanas. Esto requiere que aprendamos ciertas lecciones de una manera seria.

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