
Lectura bíblica: 1 Jn. 4:13, 16; Jn. 15:5
En la Biblia se encuentra un principio muy importante según el cual la primera vez que se menciona un asunto se establece un principio rector eterno para ese asunto por el resto de la Biblia. La manera en que se presenta cierto asunto por primera vez determina el significado de asuntos similares que se mencionan posteriormente. En la primera ocasión que la Biblia nos habla de la relación que Dios tiene con el hombre, Dios se presenta al hombre en forma de alimento. Esto nos muestra que Dios desea que el hombre le disfrute. Después que Dios creó al hombre, lo puso frente al árbol de la vida para que el hombre disfrutara del fruto de ese árbol. El árbol de la vida representa a Dios mismo. Esto muestra que Dios desea ser el disfrute del hombre. El primer pensamiento que Dios tuvo después de crear al hombre fue que el hombre comiera y bebiera, y lo principal que debía comer y beber era Dios mismo.
¿Cómo podemos demostrar esto? Cuando el Señor Jesús estuvo en la tierra, Él repetidas veces reveló que Él era alimento que el hombre podía comer y disfrutar. Lamentablemente, cuando el Señor tuvo contacto con el hombre, nadie tenía el concepto de que Dios pudiera ser el disfrute del hombre. El concepto que tenía el hombre era que Dios era alguien a quien debía adorar y servir. Si leemos los cuatro Evangelios cuidadosamente, veremos que las personas que vinieron al Señor tenían muchas opiniones diferentes en cuanto a Él. Algunos le preguntaron lo que debían hacer para heredar la vida eterna; otros le preguntaron cuál mandamiento era el mayor de todos. Los que vinieron al Señor tenían diferentes conceptos, pero ninguno tenía la perspectiva correcta de que el hombre debía venir a Dios con el pensamiento de disfrutarle.
Un día el Señor hizo un milagro: alimentó a cinco mil con cinco panes y dos peces, y hubo muchas sobras. Cuando las personas vieron esto, pensaron que Él era el más grande de los profetas. Ellos esperaban que un profeta como Él les hiciera milagros y se ocupara de sus necesidades. Este concepto era completamente equivocado; por esta razón, el Señor les habló algo para que cambiaran sus conceptos. Les dijo que ellos estaban buscando la comida que perece, la comida que no tiene valor eterno. Él no vino para darle al hombre comida corruptible, sino el alimento incorruptible del cielo. Cuando ellos oyeron esto, no entendieron qué clase de comida el Señor quería darles. El Señor entonces les explicó que Él mismo es la comida; Él quería darse a Sí mismo a ellos como su alimento para su disfrute. Era como si estuviera diciendo: “No es suficiente que vosotros me conozcáis como el Señor soberano que hace milagros. No es suficiente que esperéis que les haga milagros y obras poderosas. Soy mucho más que esas cosas. No sólo haré señales externas, sino que también seré vuestra comida y entraré en vosotros para ser vuestro disfrute. No es suficiente que me conozcáis como un gran profeta, ni aun como el Creador. Necesitáis conocerme como el Creador que ha llegado a ser vuestro alimento. Os he dado Mi carne como comida y Mi sangre como bebida para poder entrar en vosotros. El que come Mi carne y bebe Mi sangre tiene vida eterna, porque esta vida eterna es simplemente Mi propia persona. Si vosotros me coméis y me bebéis, Yo entraré en vosotros y espontáneamente tendréis vida eterna”. A los que le oyeron les pareció muy dura esta palabra y no pudieron recibirla. Aquí vemos que una persona maravillosa les dijo a otros que Él era el pan que descendió del cielo, que Su carne y Su sangre podrían ser su comida y bebida, y que Él entraría en ellos para que recibieran vida eterna. Al oír estas palabras, ellos quedaron perplejos (Jn. 6).
Aunque debemos entender las palabras del Señor cuando leemos la Palabra, me atrevería a decir que incluso hoy muchos cristianos no tienen el concepto adecuado en cuanto a Dios. Por ejemplo, es posible que hayamos sido salvos por muchos años, pero no hayamos reflexionado mucho respecto al asunto de disfrutar a Dios. Es posible que no hayamos tenido el concepto de que Dios se dio a Sí mismo a nosotros para que le disfrutemos. Quizás esta mañana mientras tuvimos contacto con Dios en oración, aún teníamos el concepto religioso común de que debemos adorarle de una manera piadosa. Probablemente hayamos pensado en lo que debemos hacer hoy, y en lo que no debemos hacer hoy. Con base en estos preceptos de hacer o dejar de hacer ciertas cosas, quizá hayamos orado: “Dios, ten misericordia de mí para que pueda agradarte haciendo esto o aquello”. Esta clase de oración es enteramente el producto de conceptos religiosos. Dios no quiere que nosotros oremos así. Cada vez que nos acercamos a Dios, Él se presenta a nosotros como la grosura, como el alimento que nos satisface. Sin embargo, el hombre caído es incapaz de reconocer esto.
Todos los hijos de Dios deben centrar su atención en este asunto. Según la Biblia, después que Dios creó a Adán, no le dijo: “Debes adorarme de esta manera”, o: “Debes servirme de aquella manera”. Al contrario, después de crear a Adán Dios lo puso frente al árbol de la vida. Con esto Dios parecía decirle: “Adán, ven aquí. Simplemente disfruta. Yo soy el árbol de la vida y estoy aquí para que me disfrutes. Mi intención no es que hagas esto o aquello por Mí. No deseo que me sirvas ni me adores de esta manera o de aquélla. Sólo quiero presentarme a ti en forma de alimento. Lo único que deseo es que me disfrutes”.
En los cuatro Evangelios vemos la misma historia. Un día el árbol de la vida vino en calidad de Palabra encarnada, quien fijó tabernáculo entre nosotros, llena de gracia y de realidad (Jn. 1:14). Una vez más, Él se puso frente al hombre en calidad de árbol de la vida para que el hombre pudiera “recoger” el fruto de este árbol. Sin embargo, nadie sabía que podía recoger el fruto de este árbol. En los cuatro Evangelios los que vinieron a Él le preguntaron qué debían hacer y cuál era el gran mandamiento en la ley (Mt. 19:16; 22:36). Eso fue todo lo que preguntaron. Pero Su respuesta fue siempre la misma: “Yo soy el pan que descendió del cielo. Mi deseo no es que vosotros hagáis esto o aquello, ni que Me sirváis y adoréis de esta o de aquella manera. Lo que quiero es que me recibáis, me disfrutéis. Yo soy el árbol de la vida. La vida está en Mí. Yo soy la vida, y Yo vine para que los hombres tengan vida y la tengan en abundancia (Jn. 10:10). Yo soy como el árbol de la vida que estaba en el huerto de Edén. Fui puesto delante de ustedes como el árbol de la vida para que extiendan su mano en fe para recibirme. Deseo impartirme en ustedes; quiero ser su alimento para entrar en ustedes y ser su propia vida. Mi pensamiento es simplemente que me disfruten”.
El concepto natural del hombre ha dominado el cristianismo por dos mil años, y hasta el día de hoy todavía no estamos libres de su influencia. Incluso muchos siervos del Señor no pueden cambiar sus conceptos. Muchas veces hemos pensado sobre cómo debemos adorar y servir a Dios, y sobre cómo hacer esto o aquello para Dios, pero nunca se nos ha ocurrido que al Señor Jesús no le interesan estas cosas. El Señor simplemente desea que el hombre lo disfrute. Él se encarnó para ponerse frente a nosotros como el árbol de la vida. Él dijo que era la vida y que vino para que tuviéramos vida. Él no vino para pedirnos hacer algo; no, Él vino con la intención de que nosotros nos abramos a Él y lo recibamos. Su deseo es que nosotros lo recibamos cada día y no simplemente el día de nuestra salvación. Diariamente debemos aprender a permanecer en Él, y debemos darle el espacio necesario para que Él permanezca en nosotros. Dios no tiene la menor intención de que hagamos algo para Él, ni tiene ningún deseo de que logremos algo para Él. En lugar de ello, Él desea permanecer en nosotros. El Señor desea que todos abramos nuestro ser a Él, le permitamos permanecer en nosotros y no nos alejemos de Él. Si Él logra permanecer y morar en nosotros, Sus riquezas y Sus elementos vendrán a ser nuestro disfrute y bendición. Cuando nosotros le disfrutamos y permitimos que Él llegue a ser nuestra porción bendita, todas Sus riquezas llegan a ser nuestro suministro y nos llenan interiormente. Sus riquezas incluso fluyen por medio nuestro y llevan abundante fruto.
Aunque las ramas de un árbol frutal pueden llevar mucho fruto, ninguno de los frutos es producido por el esfuerzo de las ramas. Las ramas simplemente absorben la savia, las riquezas del árbol, y el fruto crece. Si dijéramos a las ramas: “Ustedes han trabajado mucho”, ellas le contestarían: “No es cierto, nosotros simplemente hemos producido fruto”. En realidad, ellas están disfrutando; no necesitan contribuir con nada ni realizar ningún trabajo, sino que simplemente absorben las riquezas del árbol. Cuanto más absorben, más fruto producen. Cuanto más ellas experimentan este disfrute interno, más llevan fruto externamente. El fruto no proviene de las ramas sino del árbol, y las ramas son simplemente canales por donde fluye la savia. Este proceso en el que la vida pasa por medio de las ramas es un disfrute. En esto consiste la vida cristiana.
Dios no tiene la menor intención de que hagamos algo para Él. Él no tiene la intención de que nosotros lo adoremos o sirvamos de cierta manera. Espero que entendamos esto y no lo malinterpretemos. Dios desea ser sólo una cosa para nosotros; Él se presenta a nosotros y se introduce en nosotros con el propósito de ser nuestro disfrute. Cuanto más nosotros le disfrutamos, más bendecidos somos. Cuanto más le disfrutamos, más lo conocemos y podemos llevar fruto. Cuanto más permanecen las ramas en el árbol, más ellas permiten que los elementos del árbol permanezcan en ellas. La savia y las riquezas del árbol fluyen por medio de las ramas, y a partir de ellas llevan mucho fruto. Esto es lo que Dios desea de nosotros.
Tenemos que cambiar nuestro concepto. Es preciso que recibamos una visión. He conocido a muchos hijos de Dios en diferentes lugares, y cuanto más hablaba con ellos, más me desanimé. Es difícil encontrar a una persona que conozca a Dios. Es casi imposible encontrar a alguien que conozca la gracia de Dios. Cuando nos encontramos con un hijo de Dios, tal vez nos parezca que es piadoso, es decir, que es un hombre que teme a Dios y le busca. Sin embargo, no es fácil encontrar a un hombre que sepa que Dios desea que el hombre le disfrute.
Una hermana una vez se quejó diciéndome que aunque había tratado de ser paciente por muchos años, aún lo hallaba difícil. Dijo que había estado tratando de lograrlo por medio de la oración. Cuando le pregunté cómo oraba, ella respondió: “Mi paciencia únicamente soporta cinco pruebas y después de eso se acaba. Por eso le digo al Señor que no tengo paciencia y le pido que me conceda paciencia. Lo único que puedo hacer es pedirle al Señor que me ayude”. Ésa es la oración de un novato. Una persona experimentada les aconsejaría a los demás no hacer ese tipo de oración. Cuanto más oremos de esta manera, menos paciencia tendremos. Cuando le pregunté si al orar le era posible dejar de pensar en su deseo de ser paciente, ella dijo: “Pero mi problema es la falta de paciencia. Tengo que acudir a Dios para que me ayude a vencer este problema. Si no oro pidiéndole que me dé paciencia, ¿para qué debo orar entonces? ¿Está usted queriendo decir que si me enojo y me impaciento, está mal que ore? Si oro, ¿no debo orar entonces pidiéndole al Señor que me dé paciencia?”. Yo le sonreí y dije: “Hermana, es correcto que ore, pero ciertas clases de oración no son en realidad oraciones. Es como si usted tratara de comer con la nariz en vez comer con la boca”. El problema de esta hermana no era su falta de paciencia, sino su carencia de Dios. Lo que ella necesitaba no era más paciencia; su necesidad era Dios. Ella debía olvidarse de querer ser paciente y echar mano de Dios. A algunos quizás les parezca muy fuerte la expresión echar mano; pero lo que ella necesitaba era pasar tiempo delante del Señor y disfrutarle. Ella necesitaba absorber a Dios. Si Dios se añadiera a ella, ella sería paciente.
Mis palabras la confundieron y entonces preguntó: “¿Cómo puedo disfrutar a Dios? ¿Cómo puedo absorberle?”. La confusión que sintió esta hermana es la experiencia típica de muchos cristianos que no tienen claro el concepto de disfrutar a Dios. Incluso nosotros mismos no tenemos esto claro; somos como principiantes en el asunto de conocer a Dios, disfrutarle, contactarlo y tener comunión con Él. Aunque deseamos a Dios, la manera en que lo buscamos es a menudo equivocada e inútil. Tratamos de tener comunión con Dios, pero la manera en que lo hacemos es equivocada. Muchas de nuestras oraciones las ofrecemos de la manera equivocada. Estamos equivocados porque nos centramos en otras cosas que no son Dios; nos aferramos a otras cosas en lugar de Dios; pedimos cosas en vez de pedir más de Dios. Es por ello que no disfrutamos a Dios ni le absorbemos.
Permítanme ponerme de ejemplo. Cuando empecé a servir al Señor, lo más difícil para mí fue ministrar la palabra. Me era difícil seleccionar un tema de los sesenta y seis libros de la Biblia y no sabía qué tema escoger. ¿Debía hablar acerca de Adán y Eva o de Pedro y Jacobo? ¿Debía hablar sobre el amor y la humildad o sobre la luz y la santidad? Había demasiados temas para escoger, y esto era un verdadero problema para mí. Incluso después de seleccionar un tema, me preocupaba acerca del contenido del mensaje. ¿Cómo debía empezar, y cómo debía terminar? ¿Cómo debía ser desarrollada cada sección y qué ejemplos debía usar? Todos estos puntos eran difíciles para mí. Cuando no me surgía la idea correcta, oraba. Al parecer esto es lo que debía hacer un cristiano. Sin embargo, tan pronto como me arrodillaba y le pedía al Señor que me diera el tema, mi mente empezaba a dar vueltas. ¿Debía ser el tema el cielo o el infierno, la cruz o el pesebre, Jerusalén o Samaria? Todos estos pensamientos me venían al mismo tiempo. ¿Debía hablar de Génesis, Éxodo, Apocalipsis, el Evangelio de Juan o el libro de Hechos? Mi mente estaba llena de estos temas, pero el Señor no se hallaba por ningún lado. Muchas veces permanecía en esa incertidumbre por más de media hora. Finalmente, sencillamente escogía un tema. Pero después de que tenía el tema, empezaba a preocuparme por el contenido y oraba nuevamente, diciendo: “Señor, ¿cuál debe ser la primera frase? ¿Con qué palabras debo concluir? ¿Cuáles son las diferentes partes en que debo dividir el mensaje?”. Puesto que temía olvidarme de los puntos del mensaje, también oraba: “Señor, ayúdame a recordar cada uno de los puntos”. Mientras oraba, tenía la mente ocupada con estas cosas, por lo que no tenía contacto con el Señor en absoluto. Cuando llegaba la hora de dar el mensaje, me sentía lleno de temor y temblor. El resultado muchas veces fue un rotundo fracaso, y quedaba totalmente devastado. Más tarde me preguntaba por qué el Señor no había contestado mi oración. Yo sufrí esta agonía por muchos años, pero no tuve a nadie que me ayudara a encontrar el camino correcto.
Después de la experiencia dolorosa de buscar una respuesta por aproximadamente diez años, poco a poco descubrí la clave en el transcurso de mi vida cristiana. Descubrí que mi experiencia de oración no era en realidad oración. La oración consiste en absorber a Dios y en disfrutarle. Consideremos una vez más el asunto de ministrar la palabra. Al orar respecto a dar un mensaje, no debemos preocuparnos si el mensaje debe ser sobre Génesis, Apocalipsis, el pesebre o la cruz. Tampoco debemos preocuparnos respecto a lo que hemos de decir primero y lo que hemos de decir después. No es necesario que nos preocupemos por estas cosas. Necesitamos acudir al Señor para contactarlo. Debemos olvidarnos del mensaje y del tema, y simplemente contactarlo y tocarlo. Mientras tenemos contacto con el Señor, Él nos dará un sentir de que hay problemas, obstáculos y barreras entre nosotros y Él. Es posible que hayamos culpado a otros, les guardemos rencor o los envidiemos. Es posible que haya otras barreras entre nosotros y el Señor. Debemos tomar medidas respecto a todas estas barreras y quitarlas una tras una por medio de la sangre. Después de esto, podemos adorarlo y, mientras contemplamos Su hermosura en Su presencia, podemos orar: “Señor, Tú eres dulce y todo codiciable. Eres mi vida y mi fuerza. Eres mi palabra y mi tema. Eres todo para mí”. Mientras tenemos comunión con Él de esta manera, no simplemente dejamos de orar por el mensaje, sino que nos olvidamos del mensaje. Nos encontramos de lleno disfrutando al Señor mismo, y conectados a Él de la misma manera que una bombilla está conectada a la fuente de energía. Tan pronto como nos conectamos, la “electricidad” fluye en nosotros. Ésta es la manera correcta de orar por el mensaje que vamos a compartir. No es necesario que nos preocupemos por el tema ni por el contenido. Tan pronto como nos conectemos con el Señor, lo toquemos y tengamos Su presencia en nuestro interior, podremos ponernos en pie para hablar porque el Señor está en nosotros como nuestro disfrute y nuestro todo. Ministrar la palabra de esta manera puede ser comparado con la manera en que las ramas de un árbol llevan fruto. Interiormente nosotros absorbemos al Señor, y exteriormente estamos dando el mensaje. Esto es lo que significa dar un mensaje.
La oración en la que la hermana pedía más paciencia era equivocada porque la paciencia era el tema de su oración. Todas las oraciones genuinas tienen a Dios como tema. No es necesario que estemos preocupados por tener más paciencia. Simplemente debemos pasar tiempo cada día para contactar a Dios y tener comunión con Él. Cuanto más lo disfrutemos, más seremos llenos de Él. Cuando seamos llenos de Él de esta manera, es posible que ni siquiera nos acordemos de la palabra paciencia pero, por otro lado, experimentemos la paciencia en nuestro vivir. Cada situación redundará en gozo porque el Dios de gozo llena nuestro corazón. Podremos soportarlo todo con gozo, y nada nos perturbará ni irritará. Interiormente seremos refrescados y llenos de gozo. Ni siquiera la paciencia estará en nuestros pensamientos. Aunque la palabra paciencia no esté en nuestros pensamientos ni hablemos de ella, nuestra vida diaria estará llena de paciencia. Esta paciencia proviene del Dios a quien disfrutamos. Mientras le absorbemos y disfrutamos, Él llegará a ser nuestra paciencia, nuestra vida y nuestro elemento constitutivo. Así, interiormente seremos refrescados, satisfechos y reconfortados. No importa qué situación afrontemos, la paciencia espontáneamente estará en nosotros sin ningún esfuerzo por parte nuestra. Esta paciencia no será el resultado de nuestro esfuerzo; más bien, será Dios mismo que vive en nosotros y se expresa por medio de nosotros. Aunque no digamos nada acerca de la paciencia, los demás dirán que estamos llenos de paciencia. Ésta es la maravilla de la vida cristiana.
Lamentablemente, la mayoría de nuestras oraciones no son oraciones en las cuales absorbemos a Dios; en lugar de ello, nuestras oraciones son religiosas. Tal vez oremos de esta manera: “Oh Dios, voy a predicar el evangelio hoy. Te pido que estés conmigo y me des la elocuencia que necesito”. Mientras oramos, estamos pensando en la elocuencia. “¿Qué debo decirle a mi profesor de química? ¿Cuál debe ser el tema de la conversación? ¿Debo hablarle del poder atómico o de los satélites?”. Aunque podemos orar de esta manera por media hora, pensamos únicamente en la elocuencia y las palabras que debemos decir. Pero en realidad no hemos orado. Estas oraciones son inútiles porque no nos llevan a tocar a Dios ni a contactarlo y absorberlo.
Si queremos predicar el evangelio, debemos primero pasar media hora o una hora contactando al Señor, contemplando Su gloria, teniendo comunión con Él y alabándole. Debemos decir: “Señor, Tú eres todo codiciable. Tú eres nuestro Salvador, y Tú eres el Salvador de todos los hombres. Venimos a disfrutarte, a absorberte y a vivir delante de Tu rostro. Queremos morar en la casa del Señor”. No es necesario que pensemos que tenemos que predicar el evangelio. No es necesario que nos preocupemos por usar las palabras correctas ni por lo que debemos decir. Podemos olvidarnos de todo ello. Después que absorbamos al Señor y seamos llenos de Él, no seremos nosotros los que hablemos con nuestro profesor, sino que el Señor mismo a quien hemos absorbido es quien hablará por medio de nosotros. Las palabras que hablemos serán el Señor mismo a quien hemos absorbido, y será imposible que los demás no sean bendecidos.
Moisés pasó cuarenta días y cuarenta noches en el monte delante de Jehová, sin hacer otra cosa que absorberlo a Él. Él no sintió nada cuando descendió del monte, pero los hijos de Israel vieron el resplandor en su rostro. ¿Por qué su rostro resplandecía? Dios no hizo nada por él. Moisés simplemente pasó cuarenta días delante del Señor, teniendo comunión con Él y absorbiéndole. Él se olvidó de todo y únicamente se ocupó del Señor. Por cuarenta días y cuarenta noches, Moisés estuvo completamente concentrado en Dios y fue lleno de Él. Como resultado, su rostro resplandeció. Cuando él se presentó ante los hombres, no tuvo necesidad de decir nada acerca de Dios, pues ellos vieron la gloria de Dios en su rostro. En esto radica lo asombrosa que es la vida cristiana. Cuanto más pedimos poder, más el poder se nos escapa. Pero si nos olvidamos del poder y, en lugar de ello, tenemos comunión con Dios, le absorbemos y disfrutamos, tendremos poder sin darnos cuenta de ello.
Muchas veces he escuchado a los hermanos y hermanas hablar sobre el asunto de recibir dirección de parte del Señor. No saben cómo recibir dirección de parte del Señor. Algunos me han dicho: “Hermano Lee, cuanto más buscamos la dirección del Señor, más confundidos estamos, y más fácil es que cometamos errores. Después que dijimos que algo era la dirección del Señor, descubrimos que en realidad no era así. ¿Cómo podemos saber cuál es la dirección del Señor?”. Siempre que escucho esto, hago esta pregunta: “¿En su búsqueda le ha pedido usted al Señor que le muestre Su dirección?”. Por lo general responden que sí, y entonces les pregunto cómo han orado. Típicamente me doy cuenta de que en su oración han pedido recibir dirección en lugar de disfrutar al Señor. Oran diciendo: “Señor, ¿debo ir a este lugar o a aquél?”. Mientras oran, su mente está muy activa con estas preguntas. En realidad no oran al Señor, sino que oran con respecto a cosas. Después de orar, consideran las opciones y luego deciden cuál es la opción que es conforme a la voluntad y dirección del Señor. Es así como muchas personas oran. Por esta razón, no es de extrañarnos que no reciban la dirección del Señor. Si sabemos en qué consiste tener comunión con el Señor, no necesitaremos orar de esa manera. Podemos olvidarnos de todas estas cosas y simplemente contactar al Señor, absorberle y disfrutarle. Éste es el atajo, el camino más corto. Al absorberle y disfrutarle, tendremos Su presencia, la cual es Su dirección. Mientras no tengamos Su presencia, no tenemos Su dirección. Su dirección es Su presencia.
Consideremos la columna de fuego y la columna de nube. Su presencia guiaba a los hijos de Israel. La columna de fuego y la columna de nube son simplemente Dios mismo. ¿Tenemos la presencia de Dios cuando vamos a predicar el evangelio? ¿Tenemos Su presencia cuando vamos a hablar de un tema particular? Si al predicar el evangelio nosotros somos los únicos que están activos, y Dios no se mueve ni nos da Su presencia, lo que hacemos no es conforme a Su dirección. No tenemos la columna de fuego ni la columna de humo si somos los únicos que hablamos y Dios no habla. Ésta no es Su dirección. Él tiene que hablar en nuestro hablar. Externamente nosotros somos los que hablamos, pero internamente Él debe hablar. Tanto Él como nosotros debemos hablar. Esta clase de hablar está saturada de la presencia del Señor, y esta clase de hablar constituye Su dirección. Esto no tiene nada que ver con lo correcto y lo incorrecto ni con lo bueno y lo malo. Todo depende de si tenemos la presencia del Señor. Si tenemos Su presencia, todo está bien; pero si no la tenemos, todo está mal.
Dios no desea que nosotros hagamos nada para Él. Como hijos de Dios que somos, debemos cambiar nuestros conceptos y ver que lo único que Dios desea es darse a nosotros como nuestro disfrute. El secreto de la vida cristiana no es cuánto laboramos para Él, sino cuánto le disfrutamos. No se trata de qué hacemos para Él, sino de cómo le disfrutamos. Debemos aprender este secreto. No es necesario que nos preocupemos por hacer esto o aquello. Simplemente debemos aprender a volver nuestro ser a Dios para disfrutarle. Cuando oremos, no es necesario que estemos preocupados por nuestras dificultades y nuestras cargas, como por ejemplo, el hecho de tener un hijo gravemente enfermo. Si nos olvidamos de ello, el Señor no se va a olvidar, pero si lo tenemos presente, el Señor muchas veces parecerá ignorar la situación. Aun cuando digamos: “Mi hermano Lázaro está enfermo”, el Señor no actuará más rápidamente por causa de nosotros. Cuanto más queramos que Él venga y se ocupe de un asunto, menos vendrá. Él sabe que nuestro “Lázaro” está enfermo, pero no contesta nuestra oración. Es solamente cuando nosotros desistimos que Él viene. Cuanto más le insistimos, más se tarda hasta que “Lázaro” finalmente muere, es sepultado y empieza a heder. Es así como procede el Señor. Él no desea que nosotros hagamos algo para Él; lo único que desea es que aprendamos a absorberlo y disfrutarlo.
Marta estaba siempre ocupada haciendo cosas para el Señor. Ella no sabía cómo detenerse y absorber al Señor. Tenemos que aprender a detenernos. En particular, cuando oremos, debemos aprender a desligarnos de tantos asuntos. No debemos tener nuestra mente ocupada con tantos asuntos mientras oramos. Ya sea que oremos por media hora o sólo por diez minutos, debemos absorber al Señor y disfrutarlo. Debemos alimentarnos de Él hasta que estemos llenos. Dejemos que los niños estén enfermos; dejemos que las dificultades sigan allí; dejemos que las cargas se resuelvan solas. El Señor sabe de todas estas cosas. Nosotros debemos disfrutarle y alimentarnos de Él. Simplemente debemos disfrutar al Señor y absorberlo una y otra vez. Si hacemos esto, seremos llenos de Dios, y nuestro rostro resplandecerá. Estaremos llenos de la presencia del Señor. ¡Cuán glorioso será esto!
Lamentablemente, hoy sucede todo lo contrario. Muchos hermanos y hermanas son como los dos discípulos que iban camino a Emaús. Están muy afligidos. Predican el evangelio con el ceño fruncido. Visitan a las personas con rostros sombríos. Van con sus tristezas, no con el Señor. Como resultado, aquellos a quienes visitan acaban por sentirse más tristes. Algunos ancianos son ancianos que están llenos de tristeza. Cuando piensan en los santos del salón número veintiocho, menean la cabeza. Cuando consideran a los santos del salón dos, se lamentan por la situación. Cuando oran en la mañana, dicen: “Señor, acuérdate de los santos del salón veintiocho, y no te olvides de los del salón dos”. Esto no es orar al Señor; es orar acerca de los salones de reunión. Los ancianos deben olvidarse de todo ello. Cuando acudan al Señor en la mañana, deben contemplar Su hermosura, absorberlo, recibirlo y disfrutarlo. Mientras se alimentan del Señor y son llenos de Él, sus rostros resplandecerán. Entonces cuando visiten a los santos del salón veintiocho en la noche, todos los hermanos y hermanas dirán que “Moisés” ha venido. Ellos se maravillarán al ver el rostro resplandeciente del hermano y dirán: “El rostro de este anciano ha cambiado. Su rostro ya no es un rostro de tristeza sino un rostro resplandeciente. Cuando se pone en pie para hablar, el Señor es expresado”. Ése es el secreto, y eso es lo que significa ser un cristiano.
No es necesario que oremos por tantos asuntos. Simplemente debemos tocar al Señor, debemos contactarlo. Nuestra relación con el Señor no se basa en asuntos. Él no desea que nosotros hagamos nada para Él ni tampoco desea hacer nada por nosotros. Nuestra relación con el Señor no se basa en hacer cosas sino en disfrutarle. Él dijo: “Tomad, comed” (Mt. 26:26). Esto significa que Él desea que nosotros lo recordemos; que lo tomemos y bebamos. Él se dio a Sí mismo a nosotros para que le disfrutemos. Él no desea hacer nada por nosotros, sino simplemente ser nuestro disfrute. Él no quiere que hagamos nada para Él; solamente desea que nosotros le disfrutemos. Eso es todo lo que desea y lo único que importa. Él vino a ser nuestro disfrute. Nosotros simplemente tenemos que disfrutarle, y Su gloria se expresará por medio de nosotros. En esto consiste la vida cristiana, y éste es el significado de ser un cristiano. Hermanos y hermanas, es sólo de esta manera que encontraremos luz, poder, victoria y santidad. Es sólo de esta manera que encontraremos al propio Señor de gloria.