
Lectura bíblica: Sal. 27:4; 43:4; 1 Jn. 2:27-28
La Biblia revela que a través de los siglos Dios ha venido haciendo una sola cosa en el hombre, a saber: ha estado mezclándose con él. El concepto humano es que Dios quiere que el hombre le adore y le sirva. Él es considerado como Aquel que es soberano y que está muy lejos en los cielos, al cual los hombres de la tierra han de adorar y servir. Éste es el concepto humano. Sin embargo, la Biblia muestra que Dios no exige tales cosas de nosotros; antes bien, Él desea mezclarse con nosotros. Dios desea forjar todo Su ser en el nuestro al grado de llegar a ser nuestra constitución. Él desea entrar en nosotros para ser nuestro contenido; desea ser nuestra vida y nuestra naturaleza; desea ser el amor en nuestra parte emotiva, los pensamientos en nuestra mente, y las decisiones y deliberaciones que tomamos en nuestra voluntad. Él incluso desea ser nuestra capacidad y discernimiento. En resumen, Dios desea entrar en nosotros y ser el todo para nosotros. Nosotros simplemente nos toca ser un vaso en las manos de Dios con miras a Su expresión.
Esta intención divina la podemos ver en el Señor Jesús. El Señor Jesús es único entre el linaje humano. Externamente Él era un hombre, un hombre perfecto. En todo aspecto, Él era un hombre completo. Sin embargo, Dios estaba dentro de este hombre. Interiormente, Él estaba lleno de Dios, y Dios se expresaba por medio de Él. Cuando estuvo en la tierra, los que le seguían a menudo preguntaron: “¿Quién es este hombre?”. Él tuvo hambre y también tuvo sed; estuvo cansado e incluso exhausto. Él estaba confinado en un cuerpo al igual que nosotros. Pero si miramos más allá de la superficie, nos daremos cuenta de que en el interior de este hombre había una sabiduría insondable, un poder ilimitado, una vida inconmensurable y un discernimiento eterno. Casi nadie pudo responder a esta pregunta cuando Él estuvo en la tierra, pero nosotros sabemos hoy quién es Él. Él es Dios mezclado con el hombre. Él es Dios que entra en el hombre, llega a ser la vida y la naturaleza del hombre, y se expresa por medio del hombre. En el Señor Jesús se manifiesta la intención eterna que Dios tiene con respecto al hombre.
Hermanos y hermanas, debemos entender que a menos que Dios se mezcle con nosotros en nuestra adoración y servicio, éstos no valen nada delante de Dios. La verdadera adoración que se le rinde a Dios es aquella en la cual Dios se mezcla con el adorador. Esto también se aplica al servicio. El verdadero servicio a Dios es aquel en el cual el que sirve se mezcla con Dios. Cuando vayamos a predicar el evangelio, debemos recordar que el Señor, quien está mezclado con nosotros, debe ser el que predica el evangelio. Ésta es la única predicación que cuenta. Cuando oramos, el Señor debe ser el que ora por medio de nosotros, es decir, el que ora al mezclarse con nosotros. Únicamente estas oraciones son verdaderas oraciones. Si aquí en la tierra estamos orando a un Dios que está muy lejos en el cielo, y no tenemos nada en común con Él, entonces nuestras oraciones no son verdaderas, sino simplemente peticiones religiosas. En la verdadera oración, la que Dios desea, Él entra en nosotros, se mezcla con nosotros y ora por medio de nosotros. Toda oración que se considere genuina es una oración doble. Externamente nosotros oramos, pero interiormente Dios está orando; externamente nosotros ofrecemos peticiones, pero interiormente Él hace las peticiones; externamente nosotros hablamos, pero interiormente el Espíritu Santo es quien habla. Solamente esta clase de oración doble cuenta como una oración genuina.
Esto se aplica tanto a la oración como también a la predicación del evangelio. Si únicamente yo hablo y el Señor no habla, mi predicación no tiene valor alguno; es simplemente un discurso humano. La verdadera predicación y el verdadero mensaje de parte del Señor es aquel en el cual el Señor en Su humanidad habla por medio de nosotros. Externamente nosotros hablamos, pero el Señor es quien habla desde nuestro interior. Aparentemente nosotros somos la fuente de lo que decimos, pero en realidad la fuente es el Señor. Por lo tanto, éste es un hablar doble y solamente esta clase de hablar tiene valor.
Este principio no sólo se aplica a nuestra oración y predicación, sino también a toda la esfera de nuestra vida cristiana. Cuando la gente dice que un hombre tiene doble carácter, por lo general lo dicen en un sentido despectivo; no obstante, ésta es una descripción muy apropiada de la vida cristiana. La verdadera vida cristiana debe ser una vida doble. Si vivimos como una sola persona, no estamos viviendo como cristianos; simplemente vivimos como cualquier ser humano. Como cristianos genuinos que somos, aparentemente somos nosotros los que vivimos, pero interiormente Dios vive por medio de nosotros. Todo cristiano debe ser como Jesús de Nazaret; debemos ser Dios manifestado en la carne. Externamente somos hombre, pero interiormente somos Dios. Toda la vida cristiana debe ser una vida en la cual Dios se mezcle con el hombre.
Los hijos de Dios necesitan ver este asunto básico: que Dios no desea recibir adoración ni servicio de parte del hombre; tampoco desea hacer cosas para el hombre ni que el hombre haga cosas para Él. Lo único que Él desea es que cada parte de nuestro ser sea llena de Su elemento a medida que Él se mezcla con nosotros y llega a ser el elemento constitutivo de nuestro ser. Una vez que seamos llenos del elemento de Dios, le disfrutaremos y conoceremos al máximo. Únicamente cuando permitamos que Él nos llene y llegue a ser cada parte de nuestro ser, podremos conocerle verdaderamente, así como Él quiere que le conozcamos. Este conocimiento no es un conocimiento en doctrina, no es un entendimiento mental ni comprensión intelectual. Podemos conocerle en lo más profundo de nuestro ser como Aquel a quien gustamos en nuestro vivir y en nuestra experiencia práctica. Esto es lo que significa disfrutar a Dios.
Veamos ahora la manera en que podemos disfrutar a Dios. ¿Cómo puede Dios llegar a ser cada parte de nuestro ser? ¿Cómo podemos nosotros en la práctica disfrutar a Dios en nuestro vivir diario? Damos gracias al Señor porque hace mucho tiempo Él nos preparó el camino. A fin de que disfrutáramos a Dios y lo recibiéramos como el elemento constitutivo de nuestro ser, Él dio cuatro pasos.
En el primer paso Dios, al crear al hombre, le dio un espíritu humano. Aunque hemos hablado de este asunto muchas veces en el pasado, por el bien de los nuevos creyentes tenemos que repetir este punto.
Cuando Dios nos creó nos dio a todos un estómago para que pudiéramos disfrutar la comida. Si no tuviéramos un estómago, no tendríamos un lugar donde recibir el alimento que comemos, y nos sería imposible disfrutar la comida. La función de nuestro estómago es permitirnos disfrutar el alimento que comemos. De manera semejante, a fin de que recibiéramos a Dios y lo disfrutáramos, Él nos dio un espíritu cuando nos creó. El espíritu que está en nuestro interior tiene como finalidad que recibamos a Dios y le disfrutemos.
Un hombre pobre puede pensar que únicamente necesita ropa, alimento, un lugar donde vivir y un medio de transporte. Mientras tenga comida, vestido, viva cómodamente y tenga transporte, estará satisfecho. Sin embargo, después de ser satisfecho con estas cosas, descubrirá que tiene otra necesidad en su interior. Se dará cuenta de que necesita entretenimiento en su ser psicológico y entonces participará en diferentes formas de entretenimiento, como la música, la literatura u otras diversiones. Después que ha sido poseído por estas cosas y ha gustado y disfrutado de ellas, estará muy consciente de otra necesidad en lo profundo de su ser. Esta necesidad no es física ni psicológica, sino que se origina en su espíritu.
Cuando un hombre es muy rico, piensa en adorar a Dios, y cuando sufre dolor o se encuentra en una situación desesperada, también piensa en adorar a Dios, porque cuando es rico o sufre dolor, descubre que tiene una necesidad en su espíritu. Cuando un hombre disfruta la vida debido a que tiene riquezas, deleitándose en toda bendición y en todas las cosas buenas que la vida le da, descubre que aún tiene una necesidad en su espíritu. En cambio, cuando no es ni pobre ni rico, ni experimenta dolor ni gozo, no siente ninguna necesidad de adorar a Dios. Cuando no tiene ninguna preocupación respecto a sí mismo, no siente ningún interés por Dios. Sin embargo, cuando sufre grandemente, experimenta una pobreza extrema o está enfermo casi al punto de morir, empieza a pensar en Dios. En contraste, cuando una persona es extremadamente rica y experimenta todas las bendiciones que hay bajo el cielo puede preguntarse: “¿Qué sentido tienen todos estos placeres? Estas cosas no me satisfacen”. Entonces puede empezar a buscar a Dios y a procurar encontrar maneras de adorarlo. Este principio se aplica a todas las razas de la sociedad humana, sean civilizadas o primitivas, refinadas o vulgares y ordinarias.
Nunca veremos un perro, un gato o un mono adorar a Dios cuando estén en una situación desesperada. Aun cuando los animales experimenten suma alegría o sufrimiento, no se volverán a Dios ni lo adorarán. Ellos no tienen necesidad de adorar a Dios, porque no tienen un espíritu. Pero el hombre es diferente. Hay un espíritu dentro del hombre, y este espíritu tiene una necesidad. Un hombre indiferente no percibe la necesidad en su espíritu; pero en circunstancias extremas, ya sea que experimente extrema euforia o extrema desesperación, la necesidad en su espíritu se hará manifiesta. Él sentirá una profunda necesidad en su interior, una necesidad que ninguna persona, cosa o asunto en la tierra puede satisfacer. Nada material podrá satisfacer esta necesidad. Es en esos momentos que el hombre pensará en adorar a Dios. Hay un espíritu dentro del hombre, y Dios creó al hombre con este espíritu a fin de que pudiera recibir a Dios y disfrutarle.
La diferencia entre el hombre y todas las demás criaturas es que él tiene un espíritu en su interior. No es de extrañar que los sabios de la antigüedad dijeran que el hombre es el espíritu de todas las cosas. Solamente el hombre tiene un espíritu. Por lo tanto, entre todas las cosas creadas, solamente el hombre posee un espíritu. El hombre es, sin duda, el ser más elevado de toda la creación. Aparte de la vida de Dios, la vida humana es la vida más elevada, porque el hombre tiene un espíritu en su interior. El espíritu del hombre es un órgano que Dios preparó para que el hombre lo recibiera y disfrutara.
La salvación diaria de un cristiano tiene que ver con su espíritu. No importa si es rico o pobre, si experimenta sufrimiento o gozo, todo cristiano puede testificar de la misma experiencia. Cuando abre su ser a Dios y tiene comunión con Él, encuentra gozo y satisfacción en su espíritu, y cuando no abre su ser a Dios ni tiene comunión con Él en su espíritu, siente una carencia y que le hace falta algo, y no está contento. La razón por la cual nos sentimos así es que no hemos absorbido a Dios. Si dedicáramos un tiempo cada día para orar delante del Señor, es decir, para detener nuestra mente, ejercitar nuestro espíritu y tener comunión con Él, contactándolo, absorbiéndolo y abriendo nuestro ser para ser llenos de Él, experimentaremos una indecible satisfacción, frescura y alivio.
Si permanecemos mucho tiempo en un cuarto con las ventanas cerradas, sentiremos el ambiente muy cargado y pronto querremos salir a respirar aire puro por cinco minutos. Después de respirar hondo, nos sentiremos aliviados, refrescados, reconfortados y satisfechos. Como hijos de Dios que tienen comunión con Él, cada uno de nosotros puede testificar de estas experiencias. Cuando apartamos unos minutos para estar con Dios cada día, cuando detenemos nuestros pensamientos y ejercitamos nuestro espíritu para tener comunión con Él, para absorberlo y para ser llenos de Él, sentimos una indecible dulzura, frescura, libertad y satisfacción. Este sentimiento es una prueba de que hemos comido y bebido una buena porción de Dios.
Todos seguramente hemos tenido esta clase de experiencia. Es dudoso que seamos verdaderos cristianos si nunca hemos gustado la dulzura de Dios. Quizás seamos cristianos nominales que simplemente han experimentado algo del cristianismo. Debemos ver que Dios es alguien a quien podemos gustar; Él es comible y bebible. Podemos absorber a Dios y disfrutarle. A veces mientras absorbemos a Dios en la mañana, debemos decir: “Voy a estar muy ocupado hoy, así que quiero dedicar un poco más de tiempo para absorberte y almacenarte dentro de mí este día”. Podemos tener esta experiencia en nuestro espíritu. Dios nos creó con un espíritu, y este espíritu es la parte más profunda de nuestro ser. Éste es el órgano con el cual recibimos a Dios y el medio por el cual lo disfrutamos. Éste es el primer paso que Dios dio por nosotros.
En el segundo paso Dios mismo se hizo hombre en el tiempo señalado. Ésta es la historia de la encarnación. Cuando el Señor Jesús vino a la tierra, Dios se mezcló completamente con el hombre. En los seis mil años de historia humana solamente ha existido un hombre único. Él era un verdadero hombre, y cada parte de Su interior era Dios. El Señor Jesús era un hombre, pero al mismo tiempo era Dios. La diferencia entre el Señor Jesús y nosotros es que cada parte de nuestro interior es humana, mientras que cada parte de Su interior era Dios. El Salvador en quien creemos y al cual hemos recibido no es simplemente Dios ni tampoco es simplemente hombre. Él es Dios mezclado con el hombre. Dentro de cada parte del hombre de Nazaret, nuestro Salvador, estaba Dios. Todo lo de Dios estaba mezclado con este hombre de una manera completa y sin merma.
Nuestro Salvador es una persona maravillosa, y Dios demostró Su propósito eterno en Él. El propósito eterno de Dios consiste en mezclarse a Sí mismo con el hombre para ser el elemento del hombre y su disfrute. A fin de lograr esto, cuando Él salva al hombre, se mezcla con él. Nuestro Salvador es Aquel en quien Dios está mezclado con el hombre.
Esto tal vez le parezca extraño a un nuevo creyente, pero gradualmente entenderá. A fin de ser nuestro disfrute, Dios no solamente nos creó con un espíritu para que lo recibiéramos, sino que además en el tiempo señalado entró en el hombre para mezclarse plenamente con él, y así ser el Salvador de los hombres. Cuando lo recibimos como nuestro Salvador, se efectúa una obra de mezcla en nuestro interior.
En el tercer paso, nuestro Salvador, quien era tanto Dios como hombre, murió en la cruz. Él efectuó dos cosas importantes en la cruz. En primer lugar, derramó Su sangre para quitar todo lo que impedía que Dios se mezclara con nosotros. En otras palabras, Su sangre eliminó todas las barreras entre Dios y nosotros; Él eliminó todo lo que nos impedía contactar a Dios o tocarle, y todo lo que nos descalificaba para presentarnos confiadamente delante de Él.
Si queremos contactar al Señor y tener comunión con Él, es preciso que veamos el significado de la sangre. Dios es absolutamente justo, y nosotros absolutamente injustos. Por lo tanto, necesitamos de la sangre para poder tener comunión con el Dios justo. Cada vez que los hombres sucios e impuros que somos queremos tener comunión con Dios, quien es absolutamente santo, necesitamos la sangre. Sin la sangre derramada sobre la cruz, no nos atreveríamos a acercarnos a Dios, y mucho menos a hablar de contactarlo. Nos sería imposible acercarnos a Él, pues moriríamos en Su luz; caeríamos muertos delante de Su santidad. Pero ahora la sangre derramada en la cruz nos ha limpiado. Todas nuestras injusticias, suciedad, pecados, transgresiones, errores y delitos cometidos contra Dios, así como todo lo que es incompatible entre nosotros y Dios, han sido quitados mediante la limpieza de la sangre. La sangre ha resuelto todos nuestros problemas. Ahora, por medio de la sangre, podemos acercarnos confiadamente a Dios. Podemos contactar gozosamente a Dios bajo la sangre. Incluso podemos permanecer en Su presencia y vivir delante de Su rostro. Nosotros, pecadores injustos, impíos y sucios que somos, podemos ahora contactar al Dios santo y vivir en Él, y Él puede vivir en nosotros y tener comunión con nosotros. Todo esto es posible gracias a la limpieza que efectuó la sangre derramada en la cruz.
La Epístola de 1 Juan, un libro que trata sobre la comunión entre el hombre y Dios, empieza diciéndonos que la vida de Dios entró en el hombre y que ésta lo capacita para que tenga comunión con Dios. Pero Dios es luz y Él es justo, mientras que el hombre es perverso y está en tinieblas. ¿Cómo podemos tener comunión con Dios? Según 1 Juan 1:7, podemos tener comunión por medio de la sangre de Jesucristo. La sangre del Hijo de Dios nos limpia de todo pecado. Por medio de la sangre podemos tener comunión con Dios, y aparte de la sangre no existe posibilidad alguna de tener comunión. A fin de que haya comunión entre Dios y nosotros, no sólo es necesaria la vida, sino también la sangre. El primer aspecto de la cruz es que ella nos provee la sangre, la cual quita todas las barreras entre nosotros y Dios.
El segundo aspecto de la cruz es que ella pone fin a la vieja creación. Por medio de la muerte de cruz, nuestra carne, nuestro yo y nuestra vieja naturaleza han llegado a su fin. A simple vista, la única barrera que nos impide tener comunión con Dios parece ser el pecado. Por ello estamos llenos de agradecimiento al Señor porque Su sangre nos limpia de todo pecado y nos capacita para tener comunión con Él. Sin embargo, todavía permanece escondido en nuestro ser otro problema, el cual es el problema de la carne, el yo, el hombre natural y la vieja creación. Todos éstos nos impiden mezclarnos con Dios.
Por ejemplo, un hermano que se ha limpiado con la sangre puede acercarse a Dios y tener comunión con Él. Sin embargo, cuando se presenta delante de Dios, es posible que esté lleno del yo, lleno de sus propias opiniones, sus propios pensamientos y sus propios deseos. En todo aspecto está lleno del yo. Esto hará difícil que él tenga comunión con Dios. Pese a que sus pecados han sido lavados con la sangre, su yo permanece intacto. Por lo tanto, la muerte de cruz necesita ser aplicada a esta situación. La cruz no solamente nos provee la sangre, sino que además nos da muerte. La sangre derramada en la cruz quita nuestros pecados, pero la crucifixión pone fin a nuestro yo, acaba con nuestro viejo hombre. Éste es el tercer paso.
En el cuarto paso, después que nuestro Señor fue crucificado, Él resucitó de los muertos y llegó a ser el Espíritu. Son muy pocos los que entienden claramente el significado de que el Señor llegara a ser el Espíritu. Necesitamos ver que en la resurrección Él se hizo el Espíritu. Al hacer esto, Él introdujo al hombre perfecto en Dios. Hemos dicho que en la encarnación el Señor Jesús introdujo a Dios en el hombre. Ahora, en la resurrección, Él introdujo al hombre en Dios. Si sólo tuviéramos la encarnación, la mezcla de Dios con el hombre se efectuaría sólo a la mitad, es decir, Dios sólo habría entrado en el hombre, pero el hombre aún no habría entrado en Dios. Sin embargo, después de la resurrección del Señor Jesús, la mezcla de Dios con el hombre se efectuó de manera completa, pues Dios entró en el hombre y el hombre entró en Dios. En la encarnación el Señor Jesús introdujo a Dios en el hombre, y en la resurrección introdujo al hombre en Dios. Hoy en este universo el hombre Jesús está sentado en el trono. Él es Dios que se hizo hombre, y también es un hombre que entró en Dios. Este maravilloso Salvador es Dios mezclado con el hombre y el hombre mezclado con Dios. Como tal, Él es el Espíritu. Esto quizás no lo entiendan tan fácilmente los nuevos creyentes, pero espero que hagan lo posible por entenderlo. Poco a poco, comprenderán esto en su propia experiencia.
Nuestro Salvador hoy en día es el Espíritu. Él trasciende el tiempo y el espacio. Él está en todas partes. No importa dónde estemos, mientras abramos nuestro corazón y nuestro espíritu, y lo toquemos, Su Espíritu entrará en nosotros, y podremos tener una comunión de “espíritu a espíritu”. Su Espíritu tocará nuestro espíritu, y nuestro espíritu recibirá Su Espíritu. El Espíritu no sólo incluye la divinidad, sino también la encarnación —la eficacia de la sangre derramada en la cruz, la cual resuelve el problema de los pecados del hombre—, la obra aniquiladora de la cruz —la cual resuelve el problema de la carne y del yo—, y la resurrección, que introduce al hombre en Dios. Este Espíritu incluye todas estas cosas. Cuando creemos en Él y abrimos nuestro espíritu para contactarlo, Él entra en nosotros. Cuando entra en nosotros, disfrutamos a Dios y le absorbemos.
Hemos dado apenas un vistazo a estos cuatro pasos. Dios nos creó dotados de un espíritu con el propósito de que lo recibiéramos. También vino en carne para mezclarse con nosotros. Además de esto, fue crucificado. En la cruz derramó Su sangre para quitar la barrera del pecado que estaba entre Él y nosotros, y puso fin al yo y la vieja creación. Por último, resucitó e introdujo la humanidad en la divinidad, con lo cual hizo que Dios y el hombre se mezclaran plenamente. Dios dio estos cuatro pasos con el fin de llegar a ser nuestro disfrute.