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Mensajes del libro «Cómo disfrutar a Dios y cómo practicar el disfrute de Dios»
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CAPÍTULO CUATRO

LA MANERA EN QUE EL HOMBRE PUEDE DISFRUTAR A DIOS

  Lectura bíblica: 1 Ti. 3:16; He. 10:19-20; Ro. 8:26-27; Jud. 20

LOS CUATRO PASOS QUE DIOS DIO CONSTITUYEN LA BASE DE NUESTRO DISFRUTE DE ÉL

  En el capítulo anterior vimos los cuatro pasos que Dios dio para llegar a ser nuestro disfrute. En el primer paso, Él nos creó dotados de un espíritu. Nuestro espíritu es el órgano con el cual podemos recibir a Dios. En el segundo paso, Dios se hizo carne en la plenitud del tiempo; se mezcló con la humanidad. Este hombre era el Señor Jesús. En el tercer paso, el Señor Jesús fue crucificado en la cruz en el tiempo señalado. En la cruz, Él derramó Su sangre para quitar todo lo que era incompatible con Dios, y también crucificó y puso fin a la vieja creación y el yo. En el cuarto paso, resucitó de los muertos y se hizo el Espíritu. Su muerte y Su resurrección introdujeron al hombre en Dios. La humanidad ahora se halla plenamente en el Espíritu. Los asuntos que se encuentran en el Espíritu son muy ricos, pues incluyen el hecho de que Dios entrara en el hombre, la muerte de cruz, la resurrección y el hecho de que el hombre entrara en Dios. Estas riquezas ahora se encuentran en el Espíritu.

  Les daré un ejemplo sencillo. Cuando añadimos azúcar, jugo de uvas y otros ingredientes a un vaso con agua, en un sentido general, sigue siendo un vaso de agua; pero si lo analizamos, veremos que contiene otros ingredientes. El azúcar ha sido añadido al agua y también el jugo de uvas. Si ponemos el vaso en la estufa y lo calentamos, el elemento del calor también se añadirá. Otros ingredientes también pueden ser añadidos. De este modo, dejará de ser simplemente un vaso de agua, pues ahora contendrá muchos ricos ingredientes. El que se tome el contenido de este vaso recibirá todos estos ricos ingredientes.

  De la misma manera, cuando el Espíritu descendió el día de Pentecostés, Él no simplemente era “agua”, sino una “bebida” que incluía muchos ricos elementos. Los elementos de la encarnación, la crucifixión, el derramamiento de Su sangre, la aniquilación de la vieja creación, Su resurrección de entre los muertos y la acción de introducir la humanidad en la divinidad, todos ellos, eran parte del Espíritu que descendió en Pentecostés. Cada vez que alguien recibe al Espíritu, todos los ricos elementos que se encuentran en el Espíritu entran en él. Ya sea que esté consciente de ello o no, todos estos elementos están en él. Esto es como beber un vaso de agua que contiene muchos ingredientes. Ya sea que nos percatemos de ello o no, todos los ingredientes que se encuentran en el agua entran en nosotros. Hoy en día cuando una persona recibe al Espíritu, se activan las funciones de todos los elementos que se encuentran en el Espíritu, como por ejemplo la mezcla de Dios con el hombre, la mezcla del hombre con Dios, la limpieza de los pecados y la aniquilación del yo. A medida que pongamos en práctica vivir en este Espíritu, gradualmente experimentaremos todos estos elementos que Dios logró por nosotros. Los pasos o maneras en los cuales podemos disfrutar a Dios se basan en los cuatro pasos que Él dio. Por lo tanto, ahora tenemos cuatro pasos en los que podemos disfrutar a Dios.

El primer paso: ejercitar nuestro espíritu

  El primer paso para disfrutar a Dios es ejercitar nuestro espíritu, el cual Dios creó. Cada vez que deseemos contactar a Dios y disfrutarlo, debemos primeramente aprender a ejercitar nuestro espíritu. ¿Qué significa ejercitar nuestro espíritu? Cuando yo le doy un puñetazo al hermano Hwang, ejercito mi mano; cuando hablo, ejercito mi voz; cuando miro a otros, ejercito mis ojos; y cuando otros me escuchan, ejercitan sus oídos. A fin de poder contactar a Dios y disfrutarle, debemos ejercitar nuestro espíritu.

  A fin de ejercitar nuestro espíritu cuando nos acercamos a Dios, debemos orar conforme al sentir que tenemos en lo profundo de nuestro ser. Debemos olvidarnos de nuestros pensamientos y no estar preocupados con lo que hemos de decir. Simplemente debemos volver nuestro ser y orar conforme al sentir que tenemos en nuestro interior. Este profundo sentir es el sentir del espíritu. Cuando oramos conforme a este sentir, ejercitamos nuestro espíritu en oración.

  Lamentablemente, muchos hermanos y hermanas no oran de esta manera. Es posible orar por muchos asuntos conforme a nuestra mente y no tocar a Dios. Por lo tanto, pese a que oramos, nos sentimos secos interiormente. Estoy seguro de que muchos de nosotros hemos experimentado esto. Especialmente un nuevo creyente ora con su mente. Tal vez considere cómo debe orar, es decir, si debe orar por su padre, por su madre, por sí mismo, por sus finanzas o por sus estudios. Cuando una esposa se prepara para orar, es posible que piense: “¿Debo orar por mi esposo y por sus negocios, o debo pedir que mis hijos no tengan un accidente de tráfico?”. Éste no es el ejercicio del espíritu, sino el ejercicio de la mente. Está bien que ejercitemos nuestra mente cuando estamos en la escuela, pero es completamente equivocado ejercitar nuestra mente de esta manera cuando oramos. Cuanto más pensamos así, más desaparece Dios. Cuanto más ejercitamos nuestra mente, más lejos “se nos escapa” Dios. En realidad no es que Dios desaparezca o se escape; antes bien, nosotros simplemente estamos usando el órgano equivocado. No podemos usar nuestros ojos para oír ni nuestros oídos para identificar los colores. Si alguien nos habla de una taza roja, el color rojo “desaparecerá” si tratamos de verla con nuestros oídos. O si algunos hermanos tratan de escuchar una voz fuerte con sus ojos, la voz “desaparecerá”. En realidad, la voz no ha desaparecido; el problema es que se está usando el órgano equivocado para darle sustantividad. De la misma manera, no podemos orar a Dios con nuestra mente. Dios no está en nuestra mente; Él está en nuestro espíritu.

  Permítanme decir algo más para que podamos entender mejor este asunto. En español tenemos la palabra sustancia, la cual significa “materia” o “realidad”. Con base en este sustantivo tenemos la frase verbal dar sustantividad, que significa “hacer real” o “hacer que algo se materialice”. El sonido es un ejemplo de una sustancia; es decir, es algo real, algo sustancioso. Sin embargo, si no tenemos oídos o si somos sordos, no percibiremos dicha sustancia como sonido; en otras palabras, no podremos dar sustantividad al sonido. Lo mismo se aplica a los colores. Aunque algo sea real o sustancioso, si no tenemos ojos o si somos ciegos, no podremos ver esta sustancia. En otras palabras, no podremos dar sustantividad al color. Debemos recordar que Dios es Espíritu y, por ende, es una “sustancia”. Aunque Dios es una “sustancia”, y nuestro espíritu es una “sustancia”, en tanto que ejercitemos nuestra mente en vez de nuestro espíritu, no podremos dar sustantividad a Dios. Pero si ejercitamos nuestro espíritu, de inmediato nos daremos cuenta de que Dios existe, es decir, daremos sustantividad a Dios.

  Cuando acudamos a Dios, debemos olvidarnos de nuestras consideraciones y orar con nuestro espíritu. Siempre y cuando usemos nuestro espíritu, enseguida tocaremos a Dios, percibiremos Su presencia y le recibiremos. Una vez que un creyente aprenda esta lección, en lugar de ejercitar su mente, aprenderá a orar desde su espíritu. Desde el momento en que se arrodille, ejercitará su espíritu en lugar de vagar en su mente con diferentes pensamientos. Cuando en su espíritu él sea redargüido de estar completamente centrado en el yo, de amarse a sí mismo en vez de amar a Dios, clamará a Dios, diciendo: “Estoy completamente centrado en mi ego; solamente me amo a mí mismo, no te amo en absoluto”. Esta sencilla oración de inmediato lo pondrá en contacto con Dios. Los que han tenido alguna experiencia de esto saben de lo que estoy hablando. Cuanto más oramos desde nuestro espíritu, más contacto tenemos con Dios, más lo recibimos y más somos llenos de Él. Después de orar, seremos personas que están llenas de Dios. Nos sentiremos satisfechos, refrescados, liberados, consolados, reconfortados e iluminados. Ésta es una oración de comunión, una oración que nos lleva a tocar a Dios, una oración que incluye el ejercicio del espíritu y una oración que realmente cuenta.

  Sin embargo, a menudo nuestra mente nos causa muchos problemas. Mientras oramos con un espíritu ejercitado, de repente puede venirnos un pensamiento relacionado con nuestra obra o con nuestra familia. Una vez que somos interrumpidos por estos pensamientos, nos volvemos de nuestro espíritu a nuestra alma. Estos pensamientos interrumpen nuestra comunión con Dios, y nos sacan del espíritu. Entonces se nos hace difícil volvernos a nuestro espíritu. Esto nos muestra que contactar a Dios por medio de la oración es un asunto enteramente relacionado con el espíritu. Cada vez que estamos en la mente en vez de estar en el espíritu, nuestra comunión con Dios de inmediato se acaba. No podemos tener comunión con Dios en nuestra mente. Dios se reúne con nosotros en nuestro espíritu, y nosotros nos reunimos con Él en nuestro espíritu. El Señor Jesús dijo que Dios es Espíritu y que debíamos adorarlo en espíritu (Jn. 4:24). Adorar a Dios es tener comunión con Él y contactarlo. Espero que aprendamos a seguir los pasos que Dios dio en la obra que Él realizó, a fin de poder contactarlo. El primer paso que Dios dio fue crearnos con un espíritu; por lo tanto, al contactarlo a Él, el primer paso que debemos dar es ejercitar nuestro espíritu.

  Queridos hermanos y hermanas, cada vez que oremos debemos desechar nuestros pensamientos, los cuales nos causan problemas y tropiezos. Cuando nos acerquemos a Dios en oración, debemos aprender a desechar nuestros pensamientos. Debemos aprender a rechazarlos y negarnos a ellos. Cuando nos acerquemos a Dios, debemos aprender a volvernos a nuestro espíritu y a orar desde nuestro espíritu. Esto es lo que significa contactar a Dios mediante el ejercicio de nuestro espíritu.

El segundo paso: aplicar el principio de encarnación

  El segundo paso que Dios dio es la encarnación, en la cual se mezcló con el hombre. Éste es el gran misterio de la piedad. El segundo paso que nosotros debemos dar para contactar a Dios debe estar relacionado con la manifestación de Dios en la carne. Quizás al principio no nos resulte fácil entender esto. A fin de entender cómo la manifestación de Dios guarda relación con el hecho de contactarlo a Él, debemos ver claramente el principio de que la voluntad de Dios y Su deseo fundamental es que nosotros le proveamos a Él oportunidades para mezclarse con nosotros. Conforme al concepto religioso común, Dios está lejos en los cielos y el hombre en la tierra debe adorarlo. Sin embargo, ése no es el deseo de Dios. Según la Biblia, el deseo de Dios es completamente diferente de este concepto. Su único deseo es entrar en el hombre y mezclarse con él. Él no tiene ningún deseo de permanecer lejos en Su trono en el cielo y de recibir la adoración del hombre en la tierra. Esto de ningún modo es Su intención. Su única intención es descender del cielo a la tierra, entrar en el hombre, morar en él y mezclarse con él.

  Tanto en el Nuevo Testamento como en el Antiguo podemos ver lo que desea Dios. Aunque Dios mora en Su santuario en lo más sublime y nadie puede tocarle, Él desea morar con el contrito (Is. 57:15; 66:1-2). Si bien Dios desea que nosotros le alabemos, Él no desea la alabanza que es de una sola vía; la alabanza que a Él le agrada es aquella que es producto de la mezcla de Él con nosotros. Dios quiere que nosotros le adoremos, pero Él no está contento cuando sólo nosotros somos la fuente de dicha adoración. Dios desea una adoración en la cual Él se mezcle con nosotros y adore por medio de nosotros y con nosotros.

  La vida cristiana debe ser una vida que involucra dos naturalezas. La adoración y el servicio que involucra una sola naturaleza, la naturaleza humana, no agradarán a Dios. Nuestra adoración debe estar mezclada con Dios, y nuestro servicio debe estar también mezclado con Dios. Incluso nuestra oración debe estar mezclada con Dios. Si nosotros somos los únicos que oramos, y Dios no está mezclado con nuestra oración, es decir, no ora junto con nosotros, entonces nuestra oración tiene una sola naturaleza. Dicha oración jamás será agradable a Dios. Toda oración que sea agradable a Dios tiene dos naturalezas. Externamente, nosotros somos los que oran, pero interiormente Dios ora por medio de nosotros. Esta oración es la mezcla de la divinidad con la humanidad.

  Toda oración de valor que nos lleva a tocar a Dios, a tocar el trono, es una oración en la cual Dios se mezcla con el hombre. Externamente nosotros oramos, pero interiormente Él es quien ora. Andrew Murray dijo una vez que toda oración que sea verdaderamente valiosa es una oración en la cual el Cristo que está en nosotros ora al Cristo que está en el trono. Esto es un misterio. El Dios que está en nosotros ora al Dios que está en el trono. En esta oración Dios ora por medio de nosotros en nuestra oración. Esta oración toca Su trono y hace que Él conteste. Dios nunca escucha oraciones que involucran una sola naturaleza. Todas las oraciones que carezcan del elemento de la mezcla con Dios son oraciones ajenas al deseo de Su corazón.

  Creo que muchos santos han experimentado esto. A veces cuando acudimos a Dios, somos los únicos que oran. Tales oraciones son totalmente oraciones nuestras, que se originan en nuestros propios pensamientos. En el ejemplo de la hermana que pensaba en su esposo y en sus hijos cuando oraba, la oración se originaba en su mente, pues en su oración su espíritu no era motivado, y el Espíritu Santo no era invocado. De manera semejante, algunos con frecuencia oran conforme a sus propios gustos y preferencias. Si quieren ir a estudiar en los Estados Unidos, oran de esta manera: “Señor, dame Tu gracia y bendice esta gestión”. Nunca le piden a Dios que les muestre Su deseo. Su oración absolutamente proviene del yo. El Espíritu Santo no puede moverse en tales personas. Cuanto más ellas oren, más secas estarán, más lejos estarán de Dios y más difícil les será percibir la presencia de Dios.

  Ésta no es una oración apropiada. En una oración apropiada, ya sea antes de orar o mientras oramos, el Espíritu Santo iniciará algo en nuestro espíritu. Él obrará primeramente dentro de nuestro espíritu. Por ejemplo, muchos santos oraron durante el día por esta reunión. Mientras estaban ocupados en sus trabajos, el Espíritu Santo operaba en ellos. Aunque tenían muchos deberes que hacer en el mundo, fueron motivados en su espíritu para orar por la reunión. Cuando el Espíritu Santo nos motive en nuestro espíritu, debemos dejar lo que estemos haciendo y acudir al Señor para orar, no conforme a nuestro sentir o nuestros pensamientos, sino conforme al impulso que sentimos en nuestro espíritu. Nuestra oración externa debe ser el resultado de la motivación interna del Espíritu Santo en nosotros. Yo no puedo entrar en el hermano Hwang y empujarlo desde adentro, pero sí puedo ponerme detrás de él y empujarlo. Si lo empujo una vez, él dará un paso hacia delante. Mientras siga empujándolo, seguirá moviéndose hacia delante. Aunque aparentemente él anda por su propia cuenta, soy yo quien lo empuja. Es así como debemos orar. Oramos movidos por el Espíritu Santo, quien nos empuja desde adentro. Cuando el Espíritu Santo nos empuja, oramos: “Señor, acuérdate de la reunión de esta noche”. Si el Espíritu Santo nos vuelve a empujar, proseguiremos orando: “Señor, abre nuestros ojos para ver que Tú eres disfrutable”. Al parecer, nosotros somos los que expresamos estas palabras, pero en realidad el Espíritu Santo es quien nos motiva interiormente a decir estas palabras.

  Éste es el principio de la encarnación. Éste es el Espíritu Santo que se mueve dentro de nosotros hasta el punto de que oramos externamente. Éste es el gran misterio de la piedad. Esto es Dios manifestado en la carne. Cada vez que un hermano o una hermana ora de esta manera, Dios es manifestado en la carne. Dios se mueve dentro de tales hermanos, y este mover se manifiesta en su hablar. Puedo testificar que una vez visité a un hermano que estaba orando en su habitación. Aunque no vi su rostro, escuché su oración, y su oración causó en mí la sensación de que Dios estaba siendo manifestado en la carne. Aunque era él quien oraba, al mismo tiempo pude escuchar la voz de Dios en su oración. Pude escuchar el gemido de Dios y Su gran anhelo, y el corazón de Dios fue plenamente revelado por medio de dicha oración. Este hermano era el portavoz de Dios y Su expresión. Así, Dios fue manifestado por medio de sus oraciones.

  Esto no sólo se aplica a las oraciones que ofrece un individuo. Cuando la iglesia se reúne para celebrar la reunión del partimiento del pan, la reunión de comunión o la reunión de oración, algunos hermanos y hermanas hacen este tipo de oraciones; es decir, sus oraciones son resultado del mover del Espíritu Santo. Sus oraciones no involucran solamente una naturaleza sino dos. Sus oraciones son motivadas por el Espíritu Santo quien se mueve en su interior. Estos santos son portavoces del Espíritu Santo. Por ello, cuando oran, uno tiene la sensación de que Dios es manifestado. Sus oraciones son una expresión de Dios, una revelación de Dios y una manifestación de Dios. Estas oraciones se hallan en la realidad del principio de encarnación, es decir, el principio de Dios manifestado en la carne. Un hombre en la carne está orando, pero expresa plenamente a Dios; Dios es manifestado. El deseo de Dios, Sus inclinaciones y Sus anhelos se expresan por medio del hombre. Es difícil determinar si el que ora es un hombre o es Dios. Podemos decir que el que ora es un hombre, pero también podemos decir que es Dios. De hecho, Dios ora en el hombre y a través del hombre. Ofrecer esta clase de oración es la manera de tocar a Dios.

  Cada vez que nos acerquemos a Dios en oración, primeramente debemos ejercitar nuestro espíritu. En segundo lugar, debemos aprender a no orar por nosotros mismos. En lugar de orar simplemente por nosotros mismos, debemos permitir que Dios se mueva en nuestra oración. Cuando Él desee orar en nosotros, debemos orar con Él. Quisiera darles un testimonio que es bastante vergonzoso. Muchas veces el Señor desea orar, pero yo no quiero orar. Es como si me dijera: “Quiero orar ahora. ¿Quieres orar?”. A veces lo rechazo, y Él tiene que esperar. En otras ocasiones de inmediato respondo y oro, y el resultado es muy dulce y placentero. Otras veces no quiero orar pero rápidamente me arrepiento y digo: “Señor, perdóname; estoy listo ahora para orar”. En esos momentos no es raro que Él me exprese Su desagrado, y parezca decir: “Tú estás listo, pero Yo no”. No piensen que exagero. Los que han tenido comunión íntima con el Señor han experimentado lo mismo. A veces podemos tomar la iniciativa y decir: “Señor, estoy listo para orar. ¿Podemos orar, por favor?”. Podemos preguntarle, y a Dios le gusta que le preguntemos. Si sentimos que Él no quiere orar, es principalmente porque nuestra condición no es la apropiada. Si nuestra condición es la apropiada, Él responderá y nos dirá: “Sí, quiero orar contigo. He estado esperando orar contigo. He estado esperando que seas mi compañero de oración”. Si conocemos esta clave, comprenderemos el valor de la oración. Ya no haremos oraciones vanas, diciendo una retahíla de palabras que no conmueven Su corazón. En tales oraciones el Señor no se une a nuestra oración, ni nosotros nos unimos a Su oración. Estas oraciones involucran sólo una naturaleza; no son oraciones según el principio de Dios manifestado en la carne.

  En asuntos grandes y pequeños, la vida cristiana es, de principio a fin, una historia de la mezcla de Dios con el hombre. Si yo soy el único que habla, y Dios no habla en mí, aun este mensaje es vano y vacío. No impartirá un suministro espiritual a los hermanos y hermanas. Dios debe ser quien me empuja y motiva mientras hablo. Cada palabra que hablo debe ser una palabra que Él ya haya hablado en mi interior. Su hablar en mí debe constreñirme a hablar. Tales palabras involucran dos naturalezas; son palabras expresadas como resultado de que Dios se mezcle con el hombre. Ustedes pueden olvidar las palabras que son habladas, pero algo dentro de estas palabras los conmoverá interiormente, y no tendrán más alternativa que volverse a Dios y acercarse a Él. No son las palabras mismas las que nos convencen, sino el propio elemento de Dios, el elemento del Espíritu, que se halla en las palabras, lo que nos conmueve interiormente. Este principio debe regir cada aspecto de nuestra vida cristiana. Siempre que nos acerquemos a Dios, debemos adherirnos al principio de encarnación; es decir, debemos permitir que Dios se mezcle con nosotros a fin de disfrutarle de manera práctica.

El tercer paso: aplicar la sangre y la muerte de cruz

  El tercer paso para disfrutar a Dios es confiar en la sangre y en la muerte de cruz. La sangre resuelve el problema de nuestros pecados, mientras que la muerte de cruz resuelve el problema de nuestra persona. Cuando nos acerquemos a Dios, ejercitemos nuestro espíritu y aprendamos a cooperar y a mezclarnos con Él, descubriremos que tenemos dos problemas. Tenemos el problema de los pecados exteriormente y el problema de nuestra persona interiormente. Tenemos las transgresiones fuera de nosotros y el yo dentro de nosotros; tenemos los errores fuera de nosotros y la vieja creación dentro de nosotros. Quienes han tocado la presencia de Dios son conscientes de estos dos niveles de estorbos.

  Nuestra falta de sensibilidad de que somos personas pecaminosas, y nuestra falta de conocimiento de que somos un problema, son pruebas contundentes de que no hemos tenido suficiente contacto con Dios, de que no vivimos guiados por Su rostro. Cada vez que toquemos a Dios y vivamos a la luz de Su rostro, nos daremos cuenta de que somos sucios y estamos llenos de pecados. También nos daremos cuenta de que nuestra persona, que pertenece a la vieja creación, es un gran estorbo para Dios. En esos momentos inmediatamente aplicaremos la sangre y diremos: “Señor, límpiame con la sangre. Límpiame con la sangre”. Cuanto más acudamos a Dios y ejercitemos nuestro espíritu para cooperar con Él, más nos mezclaremos con Dios y más sentiremos la necesidad de la sangre.

  Cada parte de nuestro ser, desde la circunferencia hasta el centro, está completamente contaminada. La falta de conciencia de que somos personas contaminadas y sucias demuestra que no vivimos a la luz del rostro de Dios. Si vivimos delante de Su rostro, no podremos abrir nuestra boca para orar sin antes pedir que nos sea aplicada Su sangre. Antes que el profeta Isaías viera el rostro de Dios, podía jactarse de sí mismo. Pero cuando vio la gloria de Dios y estuvo delante de Su rostro, clamó: “¡Ay de mí, porque soy muerto! Pues soy hombre de labios inmundos, y habito en medio de un pueblo de labios inmundos” (Is. 6:5). Él no pudo permanecer en pie delante del Señor de gloria, sino que sintió la necesidad de la sangre. Cada vez que nosotros contactemos nuestro espíritu, y cada vez que contactemos a Dios y percibamos Su presencia y que Él se mezcla con nosotros, nos daremos cuenta de que somos impuros. Aun si pasamos una hora pidiendo ser limpios, sentiremos que aún necesitamos ser limpiados con la sangre por una hora más. Es solamente cuando tocamos a Dios que descubrimos, conocemos y vemos nuestra suciedad. Un creyente dijo una vez: “Incluso mis lágrimas de arrepentimiento requieren la limpieza de la sangre”. Debemos arrepentirnos incluso por nuestro arrepentimiento de nuestros pecados.

  ¡Cuán impuras son nuestras partes internas! Nuestros motivos y pensamientos son impuros, y están mezclados con acciones del yo e intereses personales. Nuestros pensamientos, opiniones, palabras y actitudes no pueden resistir el escudriñamiento de Dios bajo Su luz. Incluso si decimos que somos los creyentes más limpios, descubriremos que de hecho somos los más impuros una vez que Dios resplandece sobre nuestra condición interna y externa. Es bajo esta luz que sentimos más necesidad de ser limpios con la sangre.

  Sin la sangre, Dios no nos aceptará. Sin la sangre, incluso nuestra conciencia nos reprobará (He. 10:19; Ro. 2:15). Una conciencia que ha sido iluminada y limpiada siempre nos condenará por ser personas sucias, siempre nos reprenderá. Tal vez pensemos que dijimos algo en amor, pero nuestros motivos fueron impuros. Tal vez pensemos que amamos a los hermanos, pero el orgullo y la auto-glorificación se hallan escondidas en nuestro amor. El hecho de criticar a otros por no tener tanto amor como nosotros indica que nuestro amor está mezclado con la expresión y manifestación del yo. Cuando el Señor resplandezca sobre nosotros, nos daremos cuenta de que lo que consideramos el amor más santo es completamente sucio y necesita la limpieza profunda de la sangre. Por un buen tiempo yo estuve dedicando cuarenta minutos a la oración y de ese tiempo pasaba treinta minutos confesando mis pecados. Sólo unos pocos minutos me quedaban para la intercesión. Puedo testificar que cuanto más uno toca la presencia de Dios y Su rostro, y cuanto más uno se mezcla con Dios y coopera con Él, más siente la necesidad de la limpieza de la sangre.

  En la mañana todos nosotros debemos tocar la presencia del Señor, volvernos a nuestro espíritu y orar de tal modo que nos mezclemos con Él. Si hacemos esto, no nos comportaremos tan libre y despreocupadamente como en el pasado. Una vez que toquemos a Dios y cooperemos con Él, la luz resplandecerá en nosotros y veremos que somos muy sucios con respecto a esto y que estamos mal con respecto a aquello. Si estamos mal con respecto a nuestra actitud hacia nuestro cónyuge y en nuestros pensamientos para con nuestros hijos, confesaremos diciendo: “Señor, límpiame con Tu sangre”. Antes que hayamos terminado de confesar esto, nos vendrá otro pensamiento acerca de lo mal que tratamos a nuestros padres. Mientras confesamos esto, podría venirnos un tercer pensamiento en cuanto a lo altivos que fuimos al hablar con cierto hermano. Es posible que a esto respondamos, diciendo: “Señor, perdóname. Límpiame con Tu preciosa sangre”. En cuanto hagamos esta confesión, podría venirnos otro pensamiento que nos muestra que la oración que hicimos durante la reunión de la mesa del Señor estaba llena de orgullo y auto-glorificación. Entonces de inmediato oraremos, diciendo: “Señor, perdóname. Límpiame una vez más”. En cuanto digamos estas palabras, podría venirnos otro pensamiento de lo mal que nos comportamos con nuestra empleada doméstica. Después de confesar esto, es posible que nos venga otro pensamiento. Todos estos sentimientos de condenación tocan un punto tras otro. Al darnos cuenta de que estamos llenos de problemas, se nos hará casi imposible de proseguir a interceder. Tal vez se nos vaya todo el tiempo de oración en oraciones de confesión, en las cuales pedimos ser perdonados y limpiados. Si ésta es nuestra condición, somos bienaventurados, pues hemos tocado a Dios, nos hemos encontrado con el Señor.

  Nuestra oración muy probablemente se encuentra fuera de Dios si en cuanto nos arrodillamos podemos orar fácilmente por este asunto y por aquel, sin tener ninguna conciencia de haber cometido pecados y errores. Eso significa que no hemos tocado a Dios. Debemos leer Daniel 9 una vez más y examinar su oración. De hecho, a lo largo de su oración, él dijo: “Nuestros padres han pecado contra Ti. Hemos pecado contra Ti, y yo he pecado contra Ti. Si no nos concedes Tu misericordia, no podemos seguir adelante”. Daniel era un hombre que se hallaba bajo la luz. Él se conocía a sí mismo, estaba consciente de su propia corrupción y, por tanto, confesó y se afligió por largo rato. Él hizo una confesión tras otra y oró pidiendo ser perdonado. Después de confesar, simplemente hizo una corta oración de intercesión al final: “¡Oh Dios, acuérdate de Tu santa morada y de Tu santa ciudad por amor de Ti mismo!” (cfr. v. 19). Más del noventa por ciento de esa larga oración estuvo dedicada a la confesión; solamente la última parte fue de intercesión, pero esto fue suficiente para conmover el corazón de Dios.

  Supongamos que un hermano acude a Dios y ora en espíritu al cooperar con Dios. Como resultado, toca a Dios y percibe Su presencia, y la luz de Dios resplandece sobre él, exponiéndole todos sus fracasos y pensamientos ocultos. En ese momento él llega a estar consciente de sus malas acciones y pecados, y deposita su confianza en la sangre. Él ve que la sangre derramada en la cruz no es solamente eficaz para salvarlo del infierno, sino también para ayudarle a mantener su comunión con Dios. Cuando se acerca a Dios de esta manera, disfruta la eficacia de la sangre. Él puede referirse a incidentes específicos y decir: “Señor, aplico la sangre a éste y a aquel asunto”. Cuanto más ora de esta manera, más su conciencia es purgada, más su espíritu es avivado, más su corazón está en paz y más su ser interior es lleno de la presencia de Dios. Es probable que toda su oración sea simplemente una larga confesión, y que no haga muchas peticiones. Sin embargo, después de orar, él se sentirá interiormente lleno de la presencia de Dios y Dios mismo desbordará en él; habrá disfrutado a Dios y gustado de Él.

  No debemos orar por tantas cosas diferentes. La Palabra del Señor dice que debemos buscar primeramente Su reino y Su justicia, y todas estas cosas nos serán añadidas (Mt. 6:33). Los gentiles oran exclusivamente por estas cosas porque no conocen a Dios. Pero como aquellos que conocen a Dios, nosotros no debemos orar de la misma manera. En lugar de ello, debemos tocar la presencia de Dios en nuestro espíritu y orar en cooperación con Él. Cuando descubrimos que hay algún pecado en nosotros, debemos confesar, pedir la limpieza de la sangre y disfrutar de la redención que proviene de la cruz.

  Cuando toquemos a Dios, no sólo veremos los pecados externos, sino también el yo interno. Veremos que todo nuestro ser está lleno del yo. El yo incluso es el centro de todas nuestras relaciones; es el centro de nuestra relación con nuestro esposo, con nuestra esposa, con nuestros hijos, con nuestros padres y con la iglesia. En consecuencia, Dios no puede mezclarse de manera profunda con nosotros; estamos llenos del yo, el cual se halla escondido. En todas las cosas nuestra única consideración es nuestro yo; es decir, nosotros somos el número uno, el número dos, el número tres y el número cuatro; somos el primero y el último, y somos todo lo de en medio. El Espíritu Santo nos mostrará que no sólo estamos llenos de pecados, sino también del yo y de la vieja creación. Entonces el Espíritu Santo nos guiará a la muerte de cruz. Cuando el Espíritu nos hace ver nuestros pecados, recibimos la limpieza de la sangre. Del mismo modo, cuando el Espíritu pone al descubierto el yo, no tenemos otra alternativa que aceptar la muerte de cruz. Entonces nos condenaremos a nosotros mismos, y nos aborreceremos, nos rechazaremos, nos negaremos a nosotros mismos y aplicaremos la muerte de cruz por medio del Espíritu que mora en nosotros. De este modo, disfrutaremos la muerte de cruz. Entonces la crucifixión de la vieja creación ya no será una doctrina para nosotros, sino que será nuestra experiencia práctica. En nuestra relación con Dios en Su presencia experimentaremos la muerte de Cristo de una manera muy real y práctica. Por medio del Espíritu que mora en nosotros, el yo será aniquilado. Por un lado, experimentaremos la limpieza de la sangre; y por otro, experimentaremos la muerte de cruz.

El cuarto paso: vivir en el Espíritu de la resurrección

  A medida que experimentemos los primeros tres pasos, espontáneamente experimentaremos el cuarto paso, el cual es estar en resurrección. Como personas que han sido limpiadas, redimidas y crucificadas, inmediatamente seremos introducidos en la resurrección y la ascensión. Estaremos en el Espíritu Santo y estaremos libres y todo lo trascendemos. El Espíritu Santo nos llenará, se derramará sobre nosotros, nos alimentará y se mezclará con nosotros. Tendremos la presencia del Espíritu en todo. Nuestros pecados serán limpiados, el yo será crucificado, y todo nuestro ser estará en el Espíritu de resurrección. Así, seremos introducidos en la esfera de la resurrección, la esfera del cielo, o en otras palabras, en la esfera de Dios. Seremos personas que están en Dios, personas que le disfrutan, son llenas de Él y que saben cómo aplicarlo en todo. Dios no solamente se mezclará con nosotros, sino que también nosotros seremos introducidos en el propio ser de Dios.

  En esta esfera de la resurrección y ascensión nosotros seremos santificados, resplandeceremos y seremos victoriosos. En esta esfera Dios llegará a ser nuestra presencia y nuestro guía. Cuando nos pongamos en pie para hablar, Dios será nuestro hablar, nuestro mensaje y nuestra elocuencia. Cuando prediquemos el evangelio, Dios será nuestro evangelio y nuestro poder. En esta esfera Dios será nuestro todo y en todo. Él vendrá a ser todo lo que necesitamos. No sólo estaremos en Dios, sino que Él también estará en nosotros. Además de contactarlo con nuestro espíritu y de cooperar con Él en oración, seremos limpiados y crucificados, y llegaremos a ser personas que en términos de la experiencia disfrutan la obra redentora del Señor y la crucifixión de Su cruz. En esta experiencia de redención, experimentamos la muerte de cruz, y el Espíritu de resurrección nos introduce en la esfera de la resurrección. Todo nuestro ser estará en Dios; estaremos plenamente en Dios, es decir, en el espíritu, en el cielo, en resurrección, en vida y en la nueva creación. Seremos personas que están en la nueva creación, en vida, en resurrección, en el cielo, en el espíritu y en Dios. Más aún, nuestro ser interior será Dios mismo, y nuestra expresión externa será Su expresión. Cada parte de nuestro ser será Dios, y seremos personas que disfrutan plenamente a Dios.

  Sin embargo, esto no es una experiencia que se tiene una vez y para siempre; tampoco puede alguien alcanzar esta cumbre en el primer intento. Por lo tanto, necesitamos tener experiencias continuas de esto. Tal vez en un momento dado sintamos que hemos llegado a la cumbre; sin embargo, nos daremos cuenta más tarde que ésta no era la cumbre y que aún necesitamos profundizar más y subir más. Aunque podemos experimentar mucha gracia al tocar nuevamente la presencia del Señor, también volveremos a estar conscientes de nuestros pecados y necesitaremos nuevamente la limpieza de la sangre. Al estar bajo este resplandor descubriremos más del yo que se esconde, y sentiremos la necesidad de entregarnos a una muerte más profunda. Al tener repetidas veces este tipo de experiencias, experimentaremos una resurrección más profunda y, de una manera más profunda, contactaremos, absorberemos y disfrutaremos a Dios y tomaremos posesión de Él. Éste es el camino que nos conduce a la gracia y a la bendición. ¡Que el Señor tenga misericordia de todos nosotros y nos introduzca en esta esfera!

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