
Lectura bíblica: Sal. 42:1-2; 27:4; 62:1; 104:34; 145:5; 29:2; 150:1; Gn. 18:22, 33
En este capítulo y en el siguiente consideraremos cómo disfrutar a Dios por medio de la oración y la lectura de la Palabra. La oración y la lectura de la Palabra son los medios más cruciales para recibir a Dios y disfrutarle.
Aunque la oración y la lectura de la Palabra son muy comunes entre nosotros, hay muchos detalles que considerar. Muchas personas oran, pero no conocen el significado de la oración. Asimismo, algunos leen la Biblia, pero no conocen el significado de la lectura de la Palabra. Cuanto más común sea una práctica, más ciencia hay al respecto. Nunca debemos pensar que tan pronto como alguien se hace cristiano, automáticamente sabe cómo orar y leer la Palabra. No es así de sencillo. Si un cristiano verdaderamente llega a conocer la clave de la oración y la lectura de la Palabra, estará en el camino que lo conducirá a disfrutar a Dios diariamente. Veamos ahora cómo disfrutar a Dios por medio de la oración.
La oración no consiste principalmente en acudir a Dios para pedirle algo. El significado de la oración no es pedirle a Dios que haga algo por nosotros. El principal significado de la oración es inhalar a Dios, absorber a Dios. Cuando oramos, no debemos tener el menor motivo o intención de pedirle a Dios que haga algo por nosotros; en vez de ello, nuestra intención debe ser inhalar a Dios y absorberlo. Lamentablemente, muchos cristianos no entienden correctamente el significado de la oración y piensan que debemos orar a Dios para pedirle Su ayuda porque hay cosas que no podemos hacer. Permítanme decirles enfáticamente que eso no es oración. La verdadera oración no tiene nada que ver con pedirle a Dios Su ayuda.
En palabras sencillas, la oración es nuestra respiración espiritual. Todos sabemos qué es respirar. Cuando exhalamos, expulsamos el dióxido de carbono que está en nuestro organismo; y cuando inhalamos, tomamos el oxígeno que está fuera de nosotros. Esto es lo que sucede cuando inhalamos y exhalamos. En la oración hacemos lo mismo; exhalamos lo que hay dentro de nosotros e inhalamos lo que está en Dios. Todo lo que tenemos en nuestro ser natural puede ser comparado al dióxido de carbono y todo lo que Dios es puede ser comparado al oxígeno. Cuando oramos, exhalamos todo lo indeseable e inhalamos todo lo de Dios.
Hace poco encontramos un buen himno sobre la oración (Himnos, #119). Este himno dice que cuando acudimos a Dios, exhalamos lo que somos y todo lo que tenemos, e inhalamos a Dios y todo lo que es de Él. Al inhalar y exhalar, somos librados de nosotros mismos y somos introducidos en Dios. Esta clase de respiración elimina lo que hay en nosotros y nos trae todo lo de Dios. Cuando exhalamos, nuestros pecados son exhalados, y cuando inhalamos, la santidad de Dios es inhalada. Al exhalar, nos deshacemos de la debilidad; y al inhalar, recibimos el poder de Dios. Tal vez estemos llenos de tristeza y dolor, pero en cuanto nos acercamos a Dios y exhalamos, la tristeza y el dolor se van. Después de exhalar, debemos inhalar. Cuando inhalemos, el gozo de Dios y Su consuelo entrarán en nosotros. Éste es el significado de la oración. La oración consiste en inhalar a Dios, así como respiramos el aire. Cada vez que oramos, inhalamos a Dios. La oración es nuestra respiración espiritual delante de Dios y en Dios. Aunque muchas veces no sabemos qué decir mientras esperamos en Dios, dentro de nosotros hay un gemido. Este gemido es como la respiración. Nuestra experiencia demuestra que cuando gemimos un poco, el peso que llevamos sobre nuestros hombros desaparece; nos sentimos completamente liberados y aliviados, y desborda en nosotros una sensación de dulzura. Muchas veces sentimos que nos hundimos en tinieblas y confusión, sin saber qué camino escoger, qué debemos hacer o incluso cómo debemos orar. Pero mientras esperamos en el Señor, gemimos desde lo más profundo de nuestro ser. Es interesante que después de gemir por unos minutos, las tinieblas y la confusión se desvanecen, vemos todo despejado y con claridad, y sabemos cómo proseguir. Esta experiencia maravillosa es el significado de la oración. La verdadera oración es nada menos que esperar en Dios e inhalarlo. Cuando inhalamos, exhalamos todo lo que somos e inhalamos todo lo que Dios es.
Veamos ahora diez puntos que nos muestran cómo inhalamos a Dios por medio de la oración.
A fin de inhalar a Dios por medio de la oración, debemos comparecer delante de Dios. El salmista dice que tenía sed de Dios. Su alma tenía sed de Dios así como el ciervo anhela las corrientes de agua. Él dice: “¿Cuándo iré y compareceré / delante de Dios?” (Sal. 42:2). ¿Comparecemos delante de Dios cuando oramos? ¿Tenemos sed de contactarlo en nuestro espíritu? Cada vez que inhalamos a Dios, primero debemos ejercitarnos para comparecer delante de Él. No debemos pensar que Dios está únicamente en el cielo, pues Él mora en nuestro espíritu. Cuando oramos, cerramos nuestros ojos no sólo para concentrarnos, sino también para detener nuestro ser exterior. Nuestro ser exterior muchas veces vaga con la mirada. Pero al cerrar nuestros ojos cuando oramos, cerramos la puerta de nuestros ojos, cerramos la puerta al mundo exterior y hacemos que nuestro ser esté orientado hacia nuestro espíritu. Después de hacer detener todo nuestro ser y de cerrar la puerta al mundo exterior, podremos volvernos a la parte más profunda de nuestro ser y ejercitar nuestro espíritu. Cuando ejercitamos nuestro espíritu de esta manera, de inmediato tocamos a Dios y comparecemos delante de Él en nuestro espíritu.
Después de tocar a Dios en nuestro espíritu, debemos aprender la lección de no apresurarnos a abrir nuestra boca. No necesitamos gritar ni clamar cuando tocamos a Dios; debemos permanecer calmados y en silencio. Cuanto más silenciosos y calmados estemos, mejor.
Muchos de nosotros no podemos orar cuando nos dicen que debemos estar en silencio. En cuanto estamos callados, nuestra mente empieza a vagar y estamos confusos. Por ello sentimos que necesitamos gritar y clamar para concentrarnos. Esto demuestra que no hemos aprendido la lección apropiada de la oración.
Debemos aprender una lección muy seria en cuanto a la oración. Debemos abstraernos completamente del mundo externo. Debemos detener todo nuestro ser y volvernos a nuestro espíritu a fin de comparecer delante de Dios. El salmista dice que desea morar en la casa de Jehová para contemplar Su hermosura (27:4). La casa de Jehová es nuestro espíritu. Debemos volver todo nuestro ser a nuestro espíritu y permanecer allí en silencio. Esto es algo que requiere práctica.
A fin de hacer oraciones en las que inhalamos a Dios, debemos primero volvernos a nuestro espíritu para tocar a Dios. Después de tocar a Dios, debemos guardar silencio delante de Él. Esto incluso es así en la comunicación humana. Una persona probablemente no es muy cercana a nosotros si al encontrarnos con ella sólo podemos hablarle a voz alta. Pero cuanto más íntima sea nuestra relación, más silenciosos podremos estar cuando estemos juntos. Sencillamente podremos comunicarnos nuestros sentimientos con la mirada, sin decir palabra alguna. Lo mismo podemos decir con respecto a alguien que tiene experiencia en tocar a Dios. Cuando dicho hermano toca a Dios, está en silencio. Incluso si se siente conmovido al punto de llorar, su llanto es interno, y no externo. Si desea decir algo, lo dice en voz baja; no necesita clamar ni gritar. Todo el que aprende a inhalar a Dios aprende esta lección. Al tocar a Dios en nuestro espíritu, lo mejor que podemos hacer es estar callados delante de Él.
Aunque los puntos que mencionamos no siguen un orden fijo ni legalista, debemos aprender a contemplar la hermosura del Señor en silencio (v. 4). Muchos cristianos nunca han oído de esta práctica. Contemplar la hermosura del Señor es mirar al Señor en nuestro espíritu y fijar nuestros ojos en Él. Cuando comparecemos delante de Dios en oración, debemos aprender a detener nuestras palabras, a no decir nada y simplemente volvernos a nuestro espíritu para presentarnos delante de Él, tocarle, contemplarlo en silencio y fijar nuestros ojos en Él. Debemos mirarle una y otra vez, contemplándole, apreciándolo e incluso considerándolo nuestro tesoro. Esto es muy precioso y necesario. Nunca debemos pensar que la oración simplemente consiste en pedirle a Dios que haga algo por nosotros; no, el objeto y el tema de la oración no son cosas. Tanto el objeto como el tema de la oración son Dios mismo. Así que, primeramente debemos tocarle. Luego debemos guardar silencio delante de Él, y después de esto contemplarle, mirándole y fijando nuestros ojos en Él. Éste el significado de absorber a Dios y disfrutarle.
Cuando abrimos nuestra boca, no necesitamos pedir ni suplicar nada, pero sí podemos inquirir. Muchos hermanos y hermanas nunca han consultado al Señor, sino que únicamente piden y ruegan. Dicen: “Dios, mi hijo está enfermo. Me hace falta esto y aquello”. Su petición luego se torna en un ruego: “Sana a mi hijo. Cuida de mí. Dame lo que necesito”. ¿Qué es esto? Esto es rogar. Éstas no son buenas oraciones. La mejor oración es aquella en la cual consultamos a Dios. Mientras tocamos a Dios, esperamos silenciosamente, contemplamos Su hermosura y conversamos con Él, podemos preguntarle: “¿Quieres que te hable ahora de cierto asunto?”. Esta clase de oración es la más dulce y preciosa.
Mientras Abraham aún estaba delante de Jehová (Gn. 18), no se apresuró a decir nada, sino que esperó delante de Dios, consultó a Él y le contempló. Hay momentos en los que actuamos basados en la mirada de una persona; decimos algo conforme a la expresión de su rostro. Es así como debemos orar. El salmista expresó su deseo: “Morar en la casa de Jehová / todos los días de mi vida, / para contemplar la hermosura de Jehová / y para inquirir en Su templo” (v. 4). Debemos volvernos a nuestro espíritu, contemplarle y después inquirir delante de Él.
Me temo que muchos hermanos y hermanas nunca han orado de esta manera. Tal vez a una hermana que ora por la salud de su esposo le resulte difícil conversar de ese asunto con Dios. Es difícil encontrar a una persona que diga: “Dios, ¿puedo orar acerca de este asunto? ¿Puedo hablarte de este tema ahora? ¿Qué debo pedir?”. No es así como comúnmente oramos. Si el esposo está enfermo, cuando la esposa se arrodille a orar, dirá: “Dios, mi esposo está enfermo. Te pido que por favor lo sanes rápidamente para que recupere su salud y aun esté más saludable que antes”. ¿Cómo sabe esta hermana que Dios quiere sanar a su esposo rápidamente o que esté más saludable de lo que estaba antes? ¿Y qué si Dios quiere que esté enfermo o desea llevárselo? ¿Cómo sabe ella lo que Dios desea hacer? Ella debería conversar acerca de este asunto con Dios. Si ella no conversara sobre este asunto, sino que simplemente le implora a Dios cuando ora, en realidad, ella es el Señor en este asunto; todo gira en torno a ella. Hermanos y hermanas, ¿hemos aprendido la lección de inquirir delante de Dios? Los que nunca han aprendido esta lección hacen oraciones alocadas e imprudentes.
Nuestro Dios no es ni alocado ni imprudente. Él no contenderá con personas alocadas ni obstinadas. Tanto en la manera en que Dios se revela como Jehová en el Antiguo Testamento como en la manera en que se revela como Jesús en el Nuevo Testamento, Él se presenta como una persona muy civilizada y fina; Él no actúa descontroladamente. Juan 11:1-44 es un buen ejemplo de esto. Marta y María le pidieron al Señor que viniera inmediatamente a sanar a su hermano enfermo. Ésta fue una petición alocada y llena de obstinación. Sin embargo, el Señor dio a entender que no estaba listo para ir. A las dos hermanas les pareció que ése era el momento indicado, pero el Señor aún no estaba listo para ir. Así que permaneció en el lugar donde estaba por dos días más, y después vino. Cuando Marta lo vio, se quejó, diciendo: “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto” (v. 21). María después repitió las mismas palabras. A pesar de que eran mujeres, se comportaron de manera alocada e imprudente. Sin embargo, el Señor fue muy fino y gentil, y en vez de reaccionar precipitadamente, le dijo que Él era la resurrección y la vida, y que aunque su hermano estaba muerto, se levantaría de nuevo. Marta ya había respondido, diciendo: “Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero” (v. 24). Ella dio un salto que mostraba su falta de control, pues saltó del tiempo presente hasta el fin del siglo. Después de decir esto, fue y llamó a su hermana en secreto para decirle que fuera al Señor: “El Maestro está aquí y te llama” (v. 28). Estas palabras procedieron de Marta. Más tarde el Señor preguntó dónde habían puesto a Lázaro y pidió que quitaran la piedra. Marta una vez más habló imprudentemente, diciendo que era inútil abrir la tumba porque ya el cuerpo hedía. Sin embargo, el Señor les dijo que hicieran lo que les mandaba y entonces clamó a gran voz, diciendo: “¡Lázaro, ven fuera!” (v. 43). Lázaro respondió y salió, y el Señor les dijo: “Desatadle, y dejadle ir” (v. 44). Esto muestra cómo el Señor contesta a las oraciones, y cuán diferente es la manera en que la gente le ora. Muchos oran de forma alocada, pero el Señor contesta de una manera muy fina. Él contesta la oración del hombre de una manera gentil y apropiada.
Es difícil encontrar a una persona que no ore a Dios de manera alocada. No estamos acostumbrados a contemplar Su hermosura en silencio; no estamos acostumbrados a vivir guiados por la expresión de Sus ojos. Esto es lamentable. Debemos aprender a ser personas que le consultan en oración. Debemos preguntarle al Señor: “¿Puedo presentarte este asunto ahora?”. Debemos mirarlo a los ojos. Si Él no está contento, no debemos proseguir, pero si su expresión es de aprobación, podemos continuar preguntándole cómo debemos orar. Eso es lo que significa inquirir. Algunos dirán: “Eso es demasiado lento; las cosas serán retrasadas y algunas personas incluso morirán”. Debemos recordar que el tiempo está en las manos de Dios. Él está por encima del tiempo. El Señor puede salvar a un hermano si está enfermo, puede resucitarlo aun si ha muerto y puede hacer que vuelva a estar fresco si ya hiede. Debemos creer que nuestro Señor jamás se retrasa en ninguna obra. La mejor oración es aquella en la cual inquirimos, pero sólo podemos inquirir cuando estamos calmados. Si jamás hemos tocado a Dios ni hemos estado calmados delante de Él o nunca hemos contemplado Su hermosura, entonces no sabemos lo que significa inquirir.
Debemos aprender a esperar en Dios. Ésta es una lección que nos pone a prueba. Incluso en las relaciones humanas esperar es un elemento importante. Supongamos que yo quiero que un hermano me ayude. Si él está ocupado cuando voy a verlo, no puedo pedirle ningún favor, sino que tengo que esperar a que ya no esté ocupado antes de abrir mi boca. No debemos pensar que podemos saltarnos este paso cuando oramos. Muchas veces cuando Dios nos pide que hagamos algo para Él, Él no nos obliga, sino que espera hasta que estemos listos. Si Dios puede esperarnos a nosotros, ¿no debemos nosotros esperar a Dios?
El libro de Salmos nos habla mucho acerca de este asunto de esperar en Dios. En las oraciones de los salmistas la palabra esperar se menciona muchísimas veces. Debemos esperar en Jehová (37:9). Nuestra alma debe esperar en silencio solamente en Dios (62:1). No podemos inhalar a Dios sin antes esperar en Él. Esperar en Dios es dejar que Él decida el tiempo. Nosotros no podemos dictar el tiempo; Él lo dicta. Nosotros debemos esperar. Cuando oremos, debemos inquirir delante de Dios, y también debemos esperar en Dios.
También debemos aprender a reflexionar o meditar en todo lo relacionado con Dios. Debemos meditar en la hermosura de Dios, en Su amorosa bondad, en Su dignidad, en Su gloria, en Sus atributos y en Sus obras. Debemos aprender que cuando inhalamos a Dios en oración, no sólo debemos inquirir ante Él y esperar en Él, sino también meditar en Él y reflexionar en Sus obras.
No debemos pensar que es una pérdida de tiempo dejar de lado otros asuntos en nuestras oraciones mientras meditamos en Dios. Dios ya conoce nuestras necesidades. Lo que más conmueve Su corazón y hace que tenga el pensamiento más dulce es que reflexionemos meditativamente acerca de Él en Su presencia. Es por ello que el salmista dice: “Séale agradable mi meditativa reflexión” (104:34). Debemos permanecer en Su presencia y contemplarlo en silencio. Mientras le contemplamos de esta manera, inquirimos ante Él, esperamos en Él y reflexionamos de manera meditativa sobre Él. Podemos reflexionar sobre Su trato con nosotros y sobre Su trato con los santos de la antigüedad. También podemos reflexionar sobre la dulzura de Su persona. Podemos meditar en Su deseo, amor, paciencia, carácter, gloria y dulzura. Al reflexionar de esta manera, absorbemos a Dios y Sus elementos nos llenan. Debemos adquirir esta experiencia y aprender esta lección.
Les ruego que confíen en mis palabras. Debemos dejar en las manos de Dios todos nuestros asuntos, ocupaciones, salud, familia, finanzas y sustento, y recordar Su promesa de que nuestro Padre celestial sabe que tenemos necesidad de estas cosas (Mt. 6:32). Debemos echar sobre Él toda nuestra ansiedad (1 P. 5:7). No es necesario que pasemos mucho tiempo orando por estas cosas; no es necesario que oremos por cada asunto. Debemos creer que Él se hace cargo de todas nuestras necesidades. En nuestras oraciones debemos olvidarnos de nosotros mismos y dedicar más tiempo a reflexionar meditativamente sobre Él, permitiendo que Él y Sus obras sea lo único que ocupe nuestros ojos espirituales y sentidos internos. Dios valora grandemente esta clase de meditativa reflexión; Él aprecia esta clase de meditación. Cuando nosotros le disfrutamos reflexionando sobre Él, Él se imparte a nosotros y se ocupa de todas las otras necesidades que tenemos. Debemos estar en paz y centrar nuestra atención en Su dulzura en vez de centrarla en nuestros propios asuntos. Debemos dedicar tiempo a reflexionar meditativamente en Su dulzura.
Mientras le tocamos, permanecemos en Él, contemplamos Su hermosura, conversamos con Él, inquirimos ante Él, esperamos en Él y reflexionamos meditativamente sobre Él, debemos adorarle. Debemos adorarle en nuestro espíritu y con todo nuestro ser. Debemos hacer que todo nuestro ser esté en armonía con Su esplendor santo y adorarle en esplendor santo (Sal. 29:2). Debemos postrarnos ante Él y ofrecerle nuestra adoración.
Asimismo debemos alabar a Dios. La alabanza viene después de la adoración. Al meditar en cierto asunto, de nuestro interior deben fluir alabanzas.
Asimismo debemos aprender a participar en la obra intercesora. Si el tiempo lo permite y podemos pasar más tiempo delante de Dios, Él ciertamente nos dirá las cosas que son de Su interés. En cuanto nos enteremos de estas cosas, debemos realizar la labor de intercesión. Abraham permaneció delante de Dios. Mientras permanecía en Su presencia, Dios pareció decirle: “¿Ocultaré Yo a Abraham lo que voy a hacer? Tengo que decirle que voy a destruir a Sodoma. Pero hay un hijo mío en Sodoma. Por un lado, tengo que destruir Sodoma; por otro, quiero salvar a Lot. Ése es Mi deseo”. En cuanto Abraham escuchó esto, enseguida inició su labor intercesora delante de Dios. En su oración, dijo: “Supongamos que haya cincuenta justos dentro de la ciudad: ¿en verdad destruirás y no perdonarás el lugar por amor a los cincuenta justos que estén dentro de él? [...] El Juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?” (Gn. 18:24-25). La intercesión de Abraham fue hecha totalmente a manera de inquirir; él no pidió ni rogó nada. Abraham continuó inquiriendo hasta el final. Ésta es la mejor clase de intercesión. A medida que permanecemos en Dios, reflexionamos de manera meditativa en Él, le adoramos y alabamos, Él nos revelará Su deseo y nosotros intercederemos al inquirir. Ésta clase de oración es muy dulce.
Nosotros también debemos permitir que Dios termine de hablar. Esto es lo que Abraham hizo. Él oró, pero Dios habló. Las Escrituras dicen: “Jehová se fue, luego que acabó de hablar con Abraham” (v. 33). Muchas veces en nuestras oraciones nos vamos tan pronto como nosotros terminamos de hablar, en vez de dejar que Dios se vaya cuando Él termine de hablar. En nuestras oraciones no se nos ocurre que Dios desea hablar. Sencillamente nosotros decimos lo que queremos, y después de orar, decimos: “En el nombre de Jesús, amén”, y entonces nos marchamos. No nos importa si Dios se fue o se quedó allí. Permítanme decirles esto a modo de broma: quizás es bueno que la presencia de Dios no esté con nosotros cuando hacemos ese tipo de oración. Si Dios estuviera con nosotros se sentiría muy solo. Es una descortesía nuestra si cuando conocemos a alguien, no lo dejamos hablar y después nos vamos en cuanto terminamos de hablar. Sin embargo, es así como muchas personas oran a Dios.
Aunque Abraham inquirió en su oración, Dios era quien hablaba. En su oración Abraham no terminó de hablar y después se marchó; no, en lugar de ello, Jehová terminó de hablar y después se fue. Después que Jehová partió, Abraham se fue. ¿Podemos esperar a que Dios haya terminado de hablar antes de decir: “En el nombre de Jesús, amén”? Muchas veces nosotros, en cuanto terminamos de hablar, decimos amén. Tal vez digamos amén a esa oración, pero ¿ha dicho Dios amén? Nosotros hemos terminado, pero Dios aún no ha terminado. Ésta es una condición lamentable. Nunca hemos aprendido a absorber a Dios, a recibirlo ni a inhalarlo. Nosotros oramos de manera alocada e imprudente. Nunca hemos sido adiestrados en lo relacionado con la oración. Nunca nos hemos rendido en este asunto; nunca hemos permitido que Dios hable. Por consiguiente, no ganamos mucho de Dios al final de nuestras oraciones. No hemos absorbido ni recibido mucho de Él.
En resumen, cuando nos acerquemos a Dios para inhalarlo, primero debemos volvernos a nuestro espíritu a fin de tocarle. Debemos estar calmados, contemplarle, inquirir delante de Él y aprender a esperar en Él. Además de esto, debemos reflexionar de manera meditativa sobre Él, adorarle, alabarle y aprender a interceder delante de Él. Después debemos permitir que Él termine de hablar. Entonces podremos dejarle saber que estamos satisfechos. Ésta es la mejor clase de oración. Ésta es una oración en la que recibimos a Dios y le absorbemos. Si siempre oramos de esta manera, sin duda alguna recibiremos mucho más de Dios y tomaremos más posesión de Él, y Él ciertamente será nuestro verdadero disfrute. Esto es lo que significa disfrutar a Dios mediante nuestra oración. ¡Que el Señor en Su gracia nos capacite para que vivamos en esta realidad!