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Mensajes del libro «Cómo ser útiles para el Señor»
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CAPÍTULO SEIS

CÓMO SER ÚTILES EN LAS MANOS DEL SEÑOR

LA VIDA QUE ESTÁ EN LOS CRISTIANOS ES UNA VIDA DE SERVICIO

  Aquel que sirve a Dios se pregunta con frecuencia: “¿Cómo puedo ser una persona útil para el Señor? ¿Cómo puedo ser útil en las manos del Señor, uno que verdaderamente sirve al Señor?”. Primero, necesitamos ver que la vida del Señor que está en nosotros, es una vida que sirve. Se requiere de revelación para que podamos ver esta característica. Muchos cristianos posiblemente sepan que la vida del Señor es santa, bondadosa, humilde, resplandeciente, etc., pero no saben que la vida del Señor que está en ellos es una vida de servicio. ¿Por qué no saben eso? Debido a que su conocimiento espiritual a menudo está limitado por los conceptos naturales que tienen. En nuestro concepto natural, quizás pensemos acerca de la santidad, la bondad y la humildad, pero pocas veces pensamos respecto a cómo servir a Dios. De hecho, la vida de Dios ha entrado en nosotros a fin de que sirvamos a Dios.

TODAS LAS CARACTERÍSTICAS INHERENTES A LA VIDA DEL SEÑOR TIENEN COMO META EL SERVICIO

  Apocalipsis 21 y 22 nos muestran que, por una parte, en la Nueva Jerusalén todo es santo y resplandeciente (21:11, 18, 21, 23-25), y que, por otra, en la Nueva Jerusalén —nuestro destino final— le rendiremos un servicio eterno a Dios (22:3-5). Esto indica claramente que los que están en la Nueva Jerusalén son santos a fin de que puedan servir a Dios. Ellos están llenos de luz, con el fin de que sirvan a Dios; asimismo, son bondadosos con el objetivo de que sirvan a Dios. La vida de la nueva creación, la cual ellos poseen, tiene como meta que ellos sirvan a Dios. Todas las características inherentes a la vida del Señor, la cual está en nosotros, tienen como meta el servicio. El amor tiene como meta el servicio, la luz tiene como meta el servicio, al igual que la santidad, la justicia, la bondad y la espiritualidad. Todas las cualidades especiales inherentes a la vida del Señor, tienen como meta el servicio.

  Podríamos decir que el servicio es la meta, mientras que las cualidades especiales inherentes a la vida del Señor son las habilidades y los requisitos necesarios para que lleguemos a la meta. Una vida que no es santa no puede servir a Dios; una vida que no es resplandeciente no puede servir a Dios; una vida que no es justa no puede servir a Dios; una vida que no es espiritual no puede servir a Dios. Las características de la vida divina no son la meta; más bien, dichas características son provechosas para que alcancemos la meta única: servir a Dios.

LA VIDA PRESENTADA EN LOS EVANGELIOS

  Muchos cristianos anhelan ser santos, espirituales y victoriosos. Sin embargo, debemos preguntarnos por qué anhelamos estas cosas. ¿Por qué aspiramos a ser santos? ¿Por qué aspiramos a ser espirituales? ¿Por qué aspiramos a vencer? Nosotros debemos aspirar a estas cosas con un solo propósito: servir a Dios. La vida presentada en los Evangelios es una vida santa, resplandeciente, bondadosa, espiritual, celestial, fuerte y victoriosa. Sin embargo, debemos recordar que el propósito de dicha vida es el servicio. El Señor Jesús fue santo con el fin de servir; Él fue justo a fin de servir; y fue fuerte y venció también con el fin de servir. Los Evangelios nos muestran que la vida de Jesús de Nazaret fue una vida dedicada al servicio.

LA VIDA DESCRITA EN LAS EPÍSTOLAS

  Romanos es un libro que presenta un bosquejo de la salvación que Dios efectúa, un bosquejo de las experiencias espirituales del cristiano y un bosquejo de la vida espiritual del cristiano. En su inicio, Romanos nos muestra cómo somos salvos y cómo obtenemos la vida del Señor. Luego, nos muestra cómo debemos ir en pos de la santidad y la victoria. Después de que hayamos experimentado la santificación y la victoria proseguimos al capítulo doce, el cual afirma que debemos ofrecer nuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, y que esta clase de servicio es racional (v. 1). Esto significa que al consagrarnos deberíamos experimentar una crisis, lo cual redundará en que abandonemos la esfera donde no servimos a Dios y entremos en una esfera donde sí servimos a Dios. No obstante, muchas personas no ven este asunto. Ellas no se dan cuenta de que la vida divina que está en nosotros tiene como meta el servicio, que somos salvos para servir, que somos santificados para servir, y que vencer tiene como meta el servicio. Todas nuestras virtudes espirituales tienen como objetivo el servicio.

  Además, el servicio no es meramente un comportamiento externo; más bien, el servicio proviene del crecimiento de la vida divina en nosotros. Al comienzo del capítulo doce de Romanos, Pablo nos exhorta a pasar por la crisis de la consagración, a fin de que salgamos de la esfera donde no servimos a Dios y entremos a la esfera donde sí le servimos. Aparentemente, según el versículo 1, el servicio consta de acciones externas, pero en realidad, el servicio surge de la vida divina que está en nosotros. Pienso que todos hemos experimentado esto. Cuando nos arrodillamos para orar y nos consagramos al Señor para amarlo un poco más, para acercarnos a Él un poco más y para permitirle que Su vida gane más terreno en nosotros, inmediatamente sentimos el deseo de servir a Dios. En nosotros hay algo inexplicable que nos compele a servir a Dios, a predicar el evangelio, a ayudar a los hermanos y hermanas, y a servir en la iglesia. Si no servimos, nos sentimos incómodos e inquietos, como si algo nos faltara. Pero cuando servimos, nos sentimos tranquilos, sosegados, cómodos y gozosos. ¿Qué significa esto? Significa que la vida divina que está en nosotros, es una vida de servicio.

  Muchas veces oímos que las personas alaban de la siguiente manera: “Oh Señor, te alabamos porque Tu vida es santa, poderosa, resplandeciente y espiritual”. Sin embargo, pocas veces escuchamos que las personas digan: “Oh Señor, te alabamos porque Tu vida es una vida de servicio”. Muy pocos de nosotros hemos visto que la vida cristiana es una vida que ministra, una vida que sirve a Dios. Debemos orar pidiendo que el Señor nos dé esta luz y esta revelación, ya que dicha revelación neotestamentaria es muy importante. La vida presentada en los Evangelios tiene como meta el servicio; al igual que la vida descrita en Romanos, Corintios y Efesios. En el capítulo cuatro de Efesios, Pablo dice que a medida que esta vida va creciendo hasta alcanzar la madurez, “todo el Cuerpo, bien unido y entrelazado por todas las coyunturas del rico suministro y por la función de cada miembro en su medida, causa el crecimiento del Cuerpo para la edificación de sí mismo en amor” (v. 16). ¿Qué es esto? Esto es el ministerio y el servicio.

LA VIDA PRESENTADA EN APOCALIPSIS

  Al final del Nuevo Testamento, cuando la vida divina ya ha alcanzado el pleno crecimiento y la madurez, vemos la Nueva Jerusalén. ¿Cuál es el resultado final de la Nueva Jerusalén? Apocalipsis 22:3-5 dice que los que están en la Nueva Jerusalén servirán a Dios por los siglos de los siglos. En los capítulos veintiuno y veintidós vemos la manifestación de la Nueva Jerusalén en los cielos nuevos y la tierra nueva por la eternidad futura. La Nueva Jerusalén es el producto final de la obra de Dios a lo largo de los siglos, tanto en la antigua creación como en la nueva creación, es decir, tanto en la obra creadora como en la obra redentora. Desde el comienzo del capítulo veintiuno hasta el versículo dos del capítulo veintidós, vemos la naturaleza intrínseca de la Nueva Jerusalén. Luego siguen tres versículos cortos, los versículos del tres al cinco, que nos muestran lo que hará el pueblo en la Nueva Jerusalén, esto es, servirá a Dios eternamente.

LAS FUNCIONES QUE DESEMPEÑAMOS EN EL SERVICIO SURGEN DEL CRECIMIENTO DE LA VIDA DIVINA EN NOSOTROS

  El día en que fuimos salvos entró en nosotros la vida de Cristo. Si amáramos más al Señor, nos consagráramos a Él, renunciáramos a nuestro futuro, permitiéramos que nuestra vida natural y nuestra manera de ser fueran quebrantadas, obedeciéramos la luz espiritual y viviéramos en Cristo, entonces la vida divina tendría la oportunidad de crecer en nosotros. Dicho crecimiento en vida equivale a nuestra función, o sea, nuestro servicio. Con el tiempo, la función de profeta surge en un santo, mientras que la función de maestro surge en otro. En un tercer santo surge la función de anciano, mientras que la función de diácono se manifiesta en otro, e incluso en otro surge la función de mostrar misericordia. Todo tipo de funciones surgen de la vida interior del creyente.

  Las funciones que ejercemos sirviendo al Señor no se enseñan en los seminarios; más bien, surgen como resultado del crecimiento de la vida divina en nosotros. No es necesario que una persona tenga un título universitario para que sirva al Señor. Sin embargo, el que sirve al Señor ciertamente es un miembro del Cuerpo. La función que realiza cualquier miembro depende del crecimiento y del vigor de la vida que está en ese miembro. ¿Cómo llega un niño a ser adulto? Para crecer, el niño no requiere de enseñanzas. Lo que él necesita es que le proveamos varios tipos de alimentos a fin de que coma apropiadamente y se cumplan así los requisitos necesarios en cuanto al crecimiento. De esta manera, el niño crecerá hasta llegar a ser un adulto.

  Muchas personas piensan que el Señor sólo usa a los que son sabios, y como ellas no lo son, consideran que nunca podrán ser de utilidad al Señor. Esto no es cierto. No diga: “No soy elocuente, no sé cómo hablar ni sé predicar la palabra; por tanto, ¿en qué soy útil? Sólo los que son elocuentes, los que hablan con fluidez e interminablemente, pueden ser útiles para el Señor. Sólo ellos son de utilidad para el Señor”. Esto no es verdad. El que seamos útiles o no para el Señor depende de que le hayamos dado a Su vida la oportunidad de crecer en nosotros. Debemos preguntarnos: “¿Amo al Señor? ¿Me he consagrado a Él? ¿Le he dado a la vida del Señor la oportunidad de crecer en mí? ¿Le doy cabida a la vida del Señor en mí? ¿He puesto a un lado mi futuro? ¿Estoy dispuesto a permitir que mi vida natural y mi carne sean aniquiladas y que mi yo sea quebrantado?”. Nuestra utilidad en las manos del Señor no depende de nuestra habilidad o capacidad, sino, más bien, de que la vida divina haya crecido en nosotros.

SERVIR AL SEÑOR CONFIANDO EN LA VIDA ETERNA, LA FUENTE QUE ESTÁ EN NUESTRO INTERIOR

  Esto es cierto: la medida en que una persona ceda y le dé cabida a la vida del Señor, es el grado en que ella puede ser útil en Sus manos. Permítanme compartirles un testimonio. Hoy yo soy muy diferente de cuando era niño. En mi niñez, era tímido y me aislaba de las personas. Rehuía la compañía de los demás y me gustaba sentarme solo. En la escuela, hablaba muy poco con los otros estudiantes; no me gustaba participar en actividades y casi no me relacionaba con las personas. En casa, cuando había visitas, aprovechaba cualquier oportunidad para retirarme, porque cada vez que veía a la gente me ruborizaba y los labios me temblaban al hablar. Ese era mi yo natural. Pero un día, el Señor me llamó para que me pusiera de pie y hablara por Él, y desde aquel día me consagré diariamente, fui quebrantado diariamente y aprendí a vivir en el Señor diariamente. En 1947, mientras estaba en Shangai, conocí a un hermano que me dijo: “Hermano Lee, usted debe haber sido un estudiante muy popular y un hábil orador cuando era joven”. A lo que le contesté: “Hermano, usted se equivoca. Si le pregunta a mis compañeros de escuela, ellos le dirán que soy completamente diferente de cuando era joven. Es como si ahora fuese otra persona completamente distinta”.

  Sin importar cómo sea usted en su hombre natural, si está dispuesto a ceder y darle cabida a la vida de Cristo, Él se expresará en su vida. Él cambiará el ser de usted y lo hará diferente, totalmente diferente de lo que era antes. Antes, quizás a usted no le gustaban las actividades, pero ahora Él quiere que usted participe en ellas. Quizás antes a usted no le gustaba la quietud, pero ahora Él quiere que usted esté quieto; quizás no le gustaba hablar, pero ahora Él quiere que usted hable; no le gustaba relacionarse con las personas, pero ahora Él quiere que usted se relacione con ellas. Él lo cambiará a usted por completo.

  Al principio, cada vez que me ponía de pie para hablar por el Señor, tenía problemas estomacales y sufría un dolor indescriptible. Lo único que podía hacer era orar y consagrarme; así que, siempre que hablaba por el Señor, tenía que orar y consagrarme nuevamente. Fue debido a mi urgente desesperación que, en las manos del Señor, pude abrirme paso y salir adelante. Allí es donde reside nuestra utilidad. Ser útiles para el Señor no es algo que poseemos de forma natural ni es algo que recibimos por nacimiento. Más bien, seremos útiles sólo cuando Cristo encuentre el camino, la oportunidad y la apertura para fluir a través de nosotros.

  Una hermana ya anciana siempre me dice: “Hermano Lee, parece que usted nunca termina de hablar. Después que habla, todavía tiene algo más que decir”. La verdad es que estoy aquí por la misericordia y la gracia del Señor. Tengo mucho que decirles porque dentro de mí hay una fuente, a saber, la vida eterna, la cual es una fuente ilimitada. Lo único que debemos preguntarnos es: ¿estamos limitando al Señor? Si lo limitamos, no tendremos manera de seguir adelante y estaremos vacíos. Lo que nuestra mente ha aprendido es muy limitado, pero la vida eterna que está en nosotros es una fuente ilimitada.

  Puedo testificar que muchas veces lo que hablé desde la plataforma fue algo que no había considerado ni siquiera media hora antes de la reunión. He hallado un secreto para hablar. El secreto radica en que cada vez que me preparo para dar un mensaje, me consagro firmemente y oro: “Oh Señor, aquí tienes a una persona que antes había sido un poco suelta en su hablar, pero que en este momento desea ponerse totalmente en Tus manos, se niega a sí mismo por completo y se olvida totalmente de sí mismo. Señor, exprésate. Sé Tú el que opere y fluya a través de mí”. Algunas veces he hecho esto media hora antes de la reunión; pero en otras, no sucedió hasta cuando terminamos de cantar el primer himno y alguien me dijo: “Hermano Lee, por favor hable”. En este caso, ¿qué podía decir? Tuve que ceñirme inmediatamente, no de forma externa sino interiormente, y decirle al Señor: “Señor, estoy en Tus manos. Por favor, sé Tú el que hable”. De esta manera, las palabras empezaron a fluir y di el mensaje.

  Por consiguiente, servimos al Señor, no al confiar en nosotros mismos sino al depender de Aquel que vive en nosotros. Nuestro capital y nuestros recursos no son las habilidades naturales que poseemos; más bien, nuestro capital y nuestros recursos son la vida divina que está en nosotros, o sea, el Cristo viviente, el Cristo ilimitado. El problema radica en que, aunque tengamos a tal Cristo, no le cedemos terreno alguno. Tenemos tal vida, pero no le damos la oportunidad de crecer en nosotros. No nos consagramos totalmente al Señor, y no hemos sido plenamente quebrantados ni disciplinados. Como no le damos a Él el terreno ni la oportunidad de crecer en nosotros, Él no puede brotar de nosotros; por tanto, no podemos ministrarle Cristo a las personas. Todos los aspectos de nuestro servicio emanan de Su vida. Lo que ministramos es Su vida, y la fortaleza para ministrar también es Su vida. Una vez que Él tenga cabida en nosotros, seremos útiles y podremos ministrar y servir. ¡Esto es algo maravilloso!

LA VIDA MANIFIESTA FUNCIONES DIFERENTES EN LOS DIVERSOS SERVICIOS

  La vida y las células sanguíneas que fluyen a los oídos y nos capacitan para que oigamos, también fluyen a los ojos para que veamos, y fluyen a la boca para que hablemos y a las piernas para que andemos. La vida es la misma, y las células sanguíneas son las mismas, pero manifiestan diferentes funciones en los diversos miembros. Todos nosotros tenemos exactamente la misma vida en nosotros: la vida de Cristo. Cuando esta vida tenga cabida en usted, quizás se manifieste la función de maestro; cuando tenga cabida en otra persona, quizás se manifieste la función de anciano; cuando tenga cabida en mí, quizás se manifieste la función de diácono. Aunque las funciones manifestadas son diferentes, la vida es la misma, y Cristo es uno solo.

  La diferencia no radica en la naturaleza de la vida divina, sino en su función; y las diferentes funciones se manifiestan en los diversos servicios. El servicio surge como resultado de esto y se basa en esto. Cuando la vida de Cristo tiene cabida en nosotros, se manifiesta determinada función. En esto consisten el ministerio y el servicio.

CINCO ASUNTOS EN LOS CUALES DEBEMOS EJERCITARNOS

  Pregunta: ¿Cuál es la razón por la que, con muchos cristianos, su función delante del Señor no se manifiesta?

  Respuesta: Analicemos cuál es nuestra utilidad delante del Señor. Es posible que seamos muy fervientes, que estemos dispuestos a ir en pos del Señor y que asistamos regularmente a las reuniones, pero ¿cuál es nuestra utilidad en las manos del Señor? Pienso que probablemente todos dirán que no saben. En todas las iglesias locales vemos muchos hermanos y hermanas que son muy fervientes en el Señor, que aman al Señor, que lo buscan de corazón y que asisten a todas las reuniones; sin embargo, no saben cuál es su utilidad en las manos del Señor. No sólo no saben cuál es dicha utilidad, sino que, de hecho, la utilidad de ellos no ha sido manifestada. ¿A qué se debe esto?

  El problema radica en que no hemos amado al Señor de manera absoluta, no nos hemos consagrado incondicionalmente a Él, no hemos renunciado a nuestro futuro, no hemos permitido que nuestro yo sea quebrantado ni hemos experimentado el aniquilamiento de nuestra carne. Si alguien verdaderamente ama al Señor, se consagra completamente a Él, renuncia a su futuro y experimenta el quebrantamiento y el aniquilamiento, entonces Cristo tendrá cabida en él y logrará obtener la apertura para ser expresado. Entonces, ya sea que él se percate de ello o no, será manifestada la función que él ejerce. Discúlpenme por decir que en la iglesia hoy muy pocos han sido llamados, muy pocos son útiles, muy pocos son los que hacen una diferencia, muy pocos pueden servir y muy pocos son útiles para el Señor. La razón principal, la única razón, se debe a que no amamos incondicionalmente al Señor y no nos hemos entregado completamente en Sus manos, no nos hemos consagrado a Él, ni hemos renunciado a nuestro futuro, ni hemos experimentado el verdadero quebrantamiento y aniquilamiento.

  Si todos nos ejercitáramos diligentemente en estos cinco asuntos —amar al Señor incondicionalmente, consagrarnos completamente a Él, renunciar a nuestro futuro, permitir que nuestro hombre natural sea quebrantado y dejar que nuestra carne sea aniquilada— poco a poco Cristo tendrá la posibilidad de expresar Su vida por medio de nosotros. De esta manera, tendremos la certeza de que un día seremos útiles en las manos del Señor. Actualmente, la razón por la que no sabemos si somos útiles o no en las manos del Señor, se debe a que no ponemos en práctica estos cinco asuntos; es decir, no ponemos en práctica amar al Señor de manera incondicional, consagrarnos, renunciar a nuestro futuro, ser disciplinados y ser quebrantados. Nuestro yo todavía permanece y ha sido preservado. Así que, somos fervientes, pero no servimos; asistimos a las reuniones, pero no somos útiles; y nos congregamos a menudo, pero nuestra función no ha sido claramente manifestada. En muchos casos, no se ha manifestado con claridad entre nosotros quienes son ancianos, quienes son diáconos o quienes son maestros.

  Muchas veces cuando nosotros, los obreros, hemos ido a las iglesias para ayudarlas en la designación de ancianos, después de examinar todos los nombres de los hermanos —después de considerarlos y orar por ellos—, no hemos podido hallar uno que pudiera ser anciano. Es como si todos fueran iguales: el hermano A es igual que el hermano B, y el hermano B es igual que el hermano C, y el hermano C es igual que el hermano D. No existe gran diferencia entre ellos. Difícilmente hemos podido encontrar uno que tuviera la capacidad de ser anciano, o que desempeñe la función de diácono. Todos ellos amaban al Señor, todos eran fervientes y buscaban más del Señor, y todos asistían regularmente a las reuniones; sin embargo, no podían ser ancianos ni diáconos porque la vida divina en ellos no manifestaba claramente una función particular.

  Debemos entender que toda persona salva es alguien útil para el Señor. La vida del Señor es una vida de servicio, y dicha vida entra en nosotros para que podamos servir. No obstante, a menudo nuestra capacidad para servir no se ha manifestado. ¿A qué se debe esto? La razón radica en que la capacidad para el servicio, la cual es inherente a la vida que está en nosotros, no ha sido desarrollada. Si por amor al Señor todos nosotros una vez más nos sometemos a Él, nos consagramos a Él, renunciamos a nuestro futuro y somos quebrantados y disciplinados, en menos de un año muchos hermanos y hermanas serán manifestados como aquellos que han sido llamados, como obreros, como ancianos, como diáconos, y como aquellos que tienen negocios y ganan dinero exclusivamente para el Señor. Todos los problemas radican en el hecho de que la vida de servicio que está en nosotros no tiene cabida en nuestro ser ni ha podido crecer. En tal situación, de nada sirve animar, enseñar o exhortar; más bien, lo que necesitamos es permitir que la vida divina en nosotros sea liberada.

  Un hermano que pertenecía a una familia muy rica había seguido al Señor por largo tiempo y también se había consagrado a Él, pero la función en vida, o sea, la vida de servicio, aún no se había manifestado en él. En la primavera de 1948, cerca del Año Nuevo Chino, llegué a una ciudad llamada Ku-lang-yu, y los hermanos dispusieron que me hospedara en la casa de este hermano. Él tenía una enorme y magnífica casa de estilo occidental, y me brindó una excelente hospitalidad. Sin embargo, la cosa más dolorosa para mí fue que no hubo una persona con quien tener comunión mientras estuve allí. Si no hubiera sido por el hecho de que la gracia del Señor se había constituido en mí a lo largo de los años, posiblemente me habría secado.

  En cada célula de este hermano figuraba el dinero, y esto era lo único en que él pensaba. Algunas veces me llevaba a la montaña a pasear, y en el camino me hacía muchas preguntas que posiblemente él sabía que yo no podía contestar. ¿Cómo puede uno hablar con una persona que sólo vive en función del dinero? Con todo, puesto que él era el anfitrión y yo era el huésped, hubiera sido descortés no responder a sus preguntas, así que le contestaba algo, aunque sabía que mi respuesta no servía de nada. El punto crucial de esta historia es que desde aquel momento, en mis oraciones le pedía al Señor que se recordara de este hermano. Yo decía: “Señor, este hermano ha recibido a Tus siervos y a Tus siervas. Me hospedó a mí, y también a algunas hermanas que Te sirven. Señor, Tú tienes que visitarlo. Tú tienes que forjar Tu gracia en él”. Claro, sin necesidad de ser exhortado, cualquier obrero hubiera orado así. Ese hermano era salvo, iba en pos del Señor, estaba interesado en cosas espirituales y no tenía ningún problema en la vida de iglesia; pero el gran problema era que estaba ocupado con el dinero, y el dinero lo consumía. Por tanto, la vida de Cristo estaba restringida en él. Así que, aunque era salvo y estaba interesado en cosas espirituales, la vida de servicio no podía ser liberada en él.

  Cuando se presentaba un sacrificio a Dios, primero debía ser llevado al altar, luego lo mataban, era destazado, era desollado, era preparado de varias maneras y, finalmente, era quemado en el fuego y ofrecido a Dios. Así que, todo el proceso por el que pasaba el sacrificio ocurría después de que éste era presentado y consagrado. En otras palabras, podemos considerar que nuestra consagración es la base sobre la cual el Señor nos quebranta. ¿A qué se debe esto? Si vemos esto con simple lógica, el Señor pudo haber empezado a quebrantarnos tan pronto como fuimos salvos, a fin de que Él pudiera expresarse más y más en nosotros; pero muchos de nosotros no consentimos ni estuvimos de acuerdo con esto. Puesto que el Señor nunca nos obliga a hacer algo que no queremos, Él nos atrae y nos motiva a que nos consagremos y digamos: “Oh Señor, acepto la disciplina y el quebrantamiento”. Responder de esta manera equivale a consagrarnos; nuestra consagración es nuestra respuesta afirmativa.

  La verdadera consagración equivale a permitir que Dios opere en nosotros. No se trata de que nosotros laboremos para Dios, como muchas personas piensan. La consagración genuina consiste en permitir que Dios trabaje en nosotros, y no en que nosotros trabajemos para Él. Muchas personas piensan que después de que se han consagrado, tienen que laborar para el Señor. No saben que la consagración equivale a permitir que Dios opere en ellos, es decir, dar el consentimiento de que el Señor lleve a cabo la labor de quebrantarlos. Mediante nuestra consagración, el Señor obtiene el derecho y recibe la respuesta que le permiten empezar a operar en nosotros. Por tanto, primero nos consagramos, y luego, somos disciplinados por el Señor. Indudablemente, hay excepciones. Algunas veces el Señor desea ganar a alguien para Sí mismo, pero éste no quiere consagrarse. El Señor desea ganarlo para Sí, pero la persona se niega a dar su consentimiento. El Señor desea operar en ella, pero ella no accede ni le da permiso. Entonces, ¿qué debe hacer el Señor? El Señor se ve forzado a propiciar un entorno que le aseste un golpe a tal persona, a su negocio y a su salud. Esto aún no es el quebrantamiento, sino sólo un golpe que obliga a esa persona a no tener más alternativa que consagrarse, a estar de acuerdo con el Señor y a darle su consentimiento. La disciplina y el quebrantamiento genuinos provenientes del Señor ocurren después de nuestra consagración. Sólo hasta después que nos consagremos podremos ser quebrantados por el Señor.

  Los golpes que mencioné anteriormente son externos. Aun la enfermedad ocurre en la esfera física. Estos son los golpes que recibimos mediante el entorno, y no el quebrantamiento de nuestro yo interiormente. Desde el momento en que nos consagramos, el Señor empieza a lidiar severamente con nuestro yo para quebrantarlo. Todos sabemos que Pablo no fue quebrantado de una vez por todas, sino que estuvo bajo disciplina durante mucho tiempo. Pablo dijo que le fue dado un aguijón en su carne, por lo cual tres veces había rogado al Señor que se lo quitara (2 Co. 12:7-9). El Señor permitió que el aguijón permaneciera, así que ese sufrimiento nunca se apartó de él. ¿Cuál es la razón de ello? La razón es que Pablo todavía estaba en la carne. Siempre debemos recordar que antes de que seamos transfigurados y arrebatados, sin importar cuánto hayamos sido quebrantados por el Señor, nuestra carne jamás cambiará. Así que, necesitamos vivir bajo la disciplina del Señor diariamente.

  Es paradójico, pero una persona que no ha sido quebrantada no se percata de que es carnal. Todos los días, la carne de tal persona está muy activa y, sin embargo, ella no lo percibe. Por el contrario, una persona que está siendo quebrantada diariamente se percata con claridad de que es carnal y que su carne está presente. Tal parece que si habla, es carnal, y si no habla, también es carnal. No importa lo que haga, se percata de que es carnal. Esta experiencia es normal. Cuanto más somos quebrantados, más nos percatamos de nuestra carne. Así que, nos sometemos al Señor y le decimos: “Señor, te necesito urgentemente”. Esta es una buena situación, o sea, una situación dulce. Si usted piensa que después de que haya sido quebrantado una sola vez, ya todo fue un éxito —que su carne fue quebrantada completamente y que usted ya no es una persona natural—, se engaña a sí mismo. El hecho es que usted todavía no ha sido quebrantado.

  Aun cuando Pablo escribió el libro de Filipenses, él dijo que todavía no lo había alcanzado, que todavía no había sido perfeccionado y que todavía no lo había obtenido; él aún proseguía y estaba siendo quebrantado por el Señor (Fil. 3:12-14). Es cierto que algunas personas, incluso cuando han envejecido, todavía no son útiles en las manos del Señor. ¿A qué se debe esto? Se debe a que, si bien están más avanzados de edad, todavía no permiten que el Señor los quebrante. Nunca podemos graduarnos y dejar de estar bajo la disciplina del Señor.

CÓMO SER QUEBRANTADOS

  Respecto al quebrantamiento, hay tres puntos o etapas en cuanto a nuestra experiencia. Primero, que el Señor nos ilumine; segundo, por parte nuestra, el que pongamos en ejecución lo recibido; y tercero, todas las circunstancias a nuestro alrededor. ¿Qué significa ser quebrantados? Esto es similar a que un vaso se caiga y se rompa en pedazos; esto es lo que significa ser quebrantados. Todos debemos entender esto claramente. Considere su propia situación: su vida natural, su temperamento, su manera de ser y su carne, todo está entero y completo. Sin embargo, ahora que usted ha sido salvo, la vida de Cristo ha entrado en usted. Esa vida debe ser liberada y fluir de su espíritu, pero no puede porque está rodeada y cercada. ¿Qué la rodea? La rodea la vida natural de usted, su carne, su temperamento y su manera de ser. Lo que usted es rodea la vida de Cristo, impidiéndole que ésta sea liberada. Por tanto, todo lo que se halla en usted, lo cual está entero y completo, necesita ser quebrantado. Solamente cuando estas cosas sean quebrantadas, será liberada en nosotros la vida de Cristo.

  Primero, Dios nos ilumina con Su luz para mostrarnos que todo lo que tenemos —incluyendo nuestra vida natural, nuestra carne, nuestro temperamento y nuestra manera de ser— son enemigos de la vida de Cristo, y son estorbos y obstáculos para dicha vida. Dios también nos mostrará que todas estas cosas ya fueron crucificadas porque Dios las ha rechazado y, además, que son enemigas de Dios y que obstaculizan la vida de Cristo en nosotros. Después que veamos tal luz, inmediatamente el Espíritu Santo en nosotros vendrá y aplicará dicha luz a los asuntos grandes y pequeños de nuestra vida diaria. Antes de que viéramos esta luz, no nos sentíamos incómodos ni percibíamos condenación alguna cuando nos enojábamos y nos comportábamos de manera carnal; pero ahora, después de ver la luz, el Espíritu Santo aplica dicha luz a nuestra vida. Cuando nos conducimos según nuestra vida natural y nos enojamos, el Espíritu Santo nos hace percibir que esto es nuestra carne, nuestra vida natural, nuestro yo y nuestro temperamento, todo lo cual debemos condenar y rechazar porque ya se le dio fin en la cruz. Entonces, por el poder del Espíritu Santo, no aprobamos estas cosas y aplicamos la crucifixión sobre ellas. En ese momento, la crucifixión deja de ser simplemente una verdad objetiva, y se convierte en una experiencia subjetiva para nosotros. Esto es lo que se menciona en Romanos 8:13, a saber, hacer morir por el Espíritu los hábitos del cuerpo. Esto también equivale a que seamos entregados a muerte por causa de Jesús, como se menciona en 2 Corintios 4:11-12.

  Sabemos que la vida de Cristo contiene el elemento de la muerte, y cuando dicho elemento pasa por nosotros, la muerte opera en nosotros. Esto es similar a las células sanguíneas, las cuales tienen por lo menos dos funciones. La primera función consiste en matar a los enemigos del cuerpo, es decir, a los microbios; y la segunda función consiste en suministrar simultáneamente a nuestro cuerpo los nutrientes que éste necesita. Vimos esta luz hace algunos años, pero no hablamos de ello porque no tuvimos suficiente valor para decir que la vida de Cristo contiene la eficacia de Su muerte. No obstante, en nuestra experiencia hemos entendido esto con más claridad. Recientemente vimos que el hermano Andrés Murray también dijo lo mismo; él dijo que en la vida de Cristo está el poder aniquilador, el elemento de muerte, o sea, la eficacia de la muerte de Cristo.

  Una vez que el Espíritu Santo tenga cabida en nosotros, nos guiará diariamente a dar muerte a nuestra vida natural y a nuestra carne. Este aniquilamiento, esta muerte, es el quebrantamiento. Además, a fin de ayudarnos, Dios también nos proporciona la disciplina del Espíritu Santo externamente al disponer nuestras circunstancias, de modo que Él pueda trabajar en nosotros de forma coordinada tanto por dentro como por fuera. La vida de Cristo opera desde adentro, mientras que las circunstancias trabajan desde afuera. Cuando deseamos ser quebrantados, inmediatamente se produce la coordinación de las cosas internas y externas, y el Espíritu Santo comienza a producir en nosotros el quebrantamiento. Con todo, si el deseo de nuestro corazón y nuestro espíritu no cooperan con el aniquilamiento que el Espíritu Santo realiza, entonces todas las circunstancias —por muchas que sean— no sirven para nada. Las circunstancias externas trabajan en coordinación con el Espíritu Santo que mora en nosotros, y entre estos dos factores se halla un tercer factor necesario: nuestra cooperación.

  El Espíritu está por dentro, las circunstancias están por fuera, y entre estos dos nosotros tenemos que cooperar y poner en ejecución. De esta manera, día tras día y momento a momento, serán quebrantados nuestra vida natural, nuestra carne y nuestro yo. Entonces, cuando estemos a punto de enojarnos, ya no podremos dar rienda suelta a la ira, porque habremos sido quebrantados, lo cual lo evidencian las muchas heridas que nos marcan.

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