
Lectura bíblica: Mt. 15:21-28; Lc. 14:15-16; 15:22-24; 1 Co. 3:2; 1 P. 2:2
La Biblia es un libro extraordinario. Las ideas y los temas que recalca están, por lo general, fuera de nuestro alcance y además son contrarios a nuestros conceptos. Por lo tanto, cuando leemos la Biblia, debemos hacerlo despojándonos de nuestros conceptos. Debemos decirle al Señor desde lo profundo de nuestro ser: “Señor, líbrame de mis conceptos; quita mis velos para poder ver la luz pura contenida en Tu Palabra y para tocar el sentir puro que Tú tienes”.
Muchos hemos leído el Nuevo Testamento varias veces. Creo que al hacerlo nos hemos percatado de muchas enseñanzas bíblicas, pero si las examinamos detenidamente, descubriremos que la mayoría son conceptos que nosotros ya teníamos y eran parte de nuestra mentalidad. Podríamos decir que al leer la Biblia no adquirimos conceptos nuevos, salvo los que ya se encontraban en nuestra mente.
¿Por qué leemos la Biblia como si fuera un libro de ética o de moral? Porque nuestros conceptos giran en torno a lo ético y lo moral. ¿Por qué cuando leemos la Biblia, lo único que vemos es que debemos servir al Señor, laborar para El y tener celo por Sus asuntos o hacer obras para El? Esto se debe a que dichas nociones residen en nuestra mente.
Quisiera decir que si bien todos estos conceptos éticos y morales son válidos y constan en la Biblia, como por ejemplo, servir al Señor y trabajar para El, son en realidad el resultado de la vida que la Biblia contiene. Lo podemos comparar con un ramo de flores, el cual tiene cierta apariencia, forma y color; sin embargo, estas características externas son la manifestación de la vida que contienen las flores. Cada especie de vida tiene su propia esencia, fuerza y forma. Si uno permite que cierta vida se desarrolle, ésta manifestará su forma externa y su apariencia. Por consiguiente, la apariencia que se ve por fuera es la expresión de la vida que lleva por dentro.
Hoy en día cuando leemos la Biblia, es muy fácil ver la apariencia y la forma externa, pero no es fácil tocar la vida que está en lo interior. Esta es la dificultad fundamental que tenemos al leer las Escrituras. ¿Cómo podemos ver la vida que la Biblia contiene? En palabras sencillas: podemos hacerlo comiendo.
Usemos el ejemplo de Mateo 15, donde se narra que el Señor se retiró de la tierra de Judea a la región gentil de Tiro y Sidón. Una mujer cananea se le acercó y clamó: “¡Ten misericordia de mí, Señor, Hijo de David! Mi hija sufre mucho estando endemoniada” (v. 22). Aunque ella era gentil, llamó al Señor Jesús Hijo de David, según la tradición judía, pero el Señor le respondió: “No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos” (v. 26). La mujer usó el título religioso “Hijo de David”; la respuesta de Jesús se refería a pedazos de pan. ¡Qué enorme diferencia entre las palabras dichas por estas dos personas!
El Hijo de David, un descendiente de la nobleza y heredero al trono era un hombre muy importante. En el concepto religioso del hombre, Cristo era un hombre increíblemente grandioso y era el Heredero de la familia real. Pero la respuesta de Jesús indica que El era el pan para los hijos. ¿Quién es mayor, el Hijo de David o los hijos? Todos concordaríamos en que el Hijo de David es mayor. Ahora bien, ¿quién es mayor, los hijos o el pan de éstos? Sobra decir que los hijos son mayores que el pan que comen. Examinemos lo siguiente: ¿quién es mayor, nosotros o el Señor Jesús? Deberíamos decir confiadamente que nosotros somos mayores, porque nosotros somos los hijos y El es el pan; sin embargo, no nos atrevemos a decirlo por la influencia de los conceptos religiosos y de las tradiciones. Decir que uno es mayor que el Señor no es una blasfemia para el Señor, sino una expresión genuina que es fruto de conocer al Señor. Con un corazón sincero, podemos decir: “Señor, te agradezco y te alabo porque llegaste a ser mi alimento. El que come es mayor que la comida. Señor, Tú te hiciste suficientemente pequeño para llegar a ser el alimento que yo puedo comer”.
Cuando el Señor se retiró a las regiones de Tiro y de Sidón, se le acercó una mujer cananea que estaba en una condición lamentable, pobre y vil. Para ella el Señor era el Hijo de David, un noble descendiente de la familia real. Pero el Señor fue sabio y le dio una formidable respuesta, la cual fue sencilla y profunda a la vez: “No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos”. El quería que la mujer cananea comprendiera que si El adoptaba la posición de Hijo de David no podría venir a ella, pues estaría en el trono, no en Tiro ni en Sidón, y ella no tendría derecho a clamar a El. Ella debía saber que El era el pan de los hijos, y que ella tenía su propio lugar. Aun como pan de los hijos, ella no tenía derecho a comerle. Ella era un perro gentil. Es decir, no conocía bien al Señor, ni se conocía bien a sí misma.
El Señor fue verdaderamente sabio, y el significado de Su respuesta fue profundo. Además, en ese momento, el Espíritu Santo operó en aquella mujer e hizo que su entendimiento se abriera al oír las palabras del Señor. Ella no discutió ni se molestó. Fue como si ella hubiera dicho: “Señor, tienes razón. Tú eres el pan de los hijos, y yo sólo soy un perro pagano. No obstante, los perros tienen su porción, que es las migajas que caen de la mesa. Los perros no pueden comer el pan que se sirve sobre la mesa, pero ¿no podrán comer las migajas que caen de la mesa?” La respuesta de la mujer cananea también estaba llena de significado. Es asombroso decir: “Señor, aunque Tú eres el pan de los hijos, éste ya no está en la mesa, pues los hijos lo arrojaron de la mesa. Como un perro pagano, yo estoy bajo la mesa, mas Tú también estás debajo de la mesa. Yo estoy en la región de Tiro y Sidón, y Tú no estás en Jerusalén; por lo tanto, Tú eres mi porción”.
Hermanos y hermanas, debemos ver lo significativo de este caso. Las personas se dirigen al Señor según sus propios conceptos religiosos y lo consideran un hombre grandioso, pero El nos revela claramente que eso no es acertado. No debemos conocerle según nuestros conceptos religiosos, sino según lo que nos revela Su Palabra. En la actualidad, la mayoría de las personas ven a Cristo como lo vio la mujer cananea. Por eso, algunos afirman que El era un maestro religioso, otros, que El fue el fundador de una religión o que fue un hombre muy destacado. Eso es lo que dicen los incrédulos. Para los creyentes, Cristo es mayor y más elevado. No niego que el Señor sea grandioso y altísimo, pero sí debemos comprender que tales conceptos concuerdan con las ideas religiosas del hombre. Desde que Dios creó al hombre, se le ha revelado y se le presentó como árbol de vida. Sabemos que los árboles frutales no son muy altos. Por ejemplo, el manzano y la vid no son árboles altos. Pero árboles como el abeto o el ciprés, cuya madera se usa para hacer postes, son bastante altos. Si los árboles frutales tuvieran una altura de cien metros, sería muy difícil comer su fruto. Por eso, estoy convencido de que el árbol de la vida presentado en la Biblia era pequeño y de baja altura. Algunos eruditos piensan que el árbol de la vida era una vid, porque el Señor declaró: “Yo soy la vid verdadera”. Aparte de este argumento, el árbol de la vida con seguridad no podía ser muy alto.
¡Aleluya! Cuando Dios apareció al hombre por primera vez, no se le presentó como un árbol enorme, sino como un árbol que estaba a su altura. Más tarde, cuando vino Jesús, el hombre lo consideró un gran líder religioso, pero El dijo: “Yo soy el pan de vida”. El pan es aún más pequeño que un árbol. Dios siempre se presenta al hombre como un ser accesible, y no como un ser enorme. Ello se debe a que solamente siendo pequeño puede entrar en el hombre. Cuando le ingerimos, El se deleita.
Muchos conocemos las epístolas de Pablo. Permítanme preguntar: en dichas epístolas ¿cuántas veces se nos exhorta a inclinar la cabeza y postrarnos ante Dios? Sólo en unos cuantos casos, pero con frecuencia Pablo usa las expresiones “Cristo en mí” y “Cristo en vosotros”. Por ejemplo, dijo: “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí”; “agradó a Dios ... revelar a Su Hijo en mí”; “Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros”; “Cristo en vosotros, la esperanza de gloria”; “para que Cristo haga Su hogar en vuestros corazones” (Gá. 2:20; 1:15-16; 4:19; Col. 1:27; Ef. 3:17). Cuando algo entra en uno, ¿qué es mayor: la persona o lo que ingirió? ¡Aleluya! La persona es mayor. Cuando alabe al Señor puede decirle confiadamente: “Señor, te alabo porque soy más grande que Tú. Señor, Tú eres más pequeño que yo”. Si uno no se atreve a alabar al Señor así, demuestra que lo detienen sus conceptos religiosos. En la madrugada, trate de decirle al Señor con osadía: “Aleluya. Yo soy grande, y Tú eres pequeño”. Si lo hace, le garantizo que su espíritu brincará de gozo. El Señor le dirá: “He aquí un hombre que me conoce bien”.
No me entiendan mal. No digo que la persona del Señor Jesús sea menor que nosotros. El en Sí mismo es muy superior a nosotros. Sin embargo, El se hizo pequeño, el hombre Jesús, a fin de que le podamos comer y disfrutar. Además, cuando El salió de Jerusalén y se retiró a la región de Tiro y Sidón, se convirtió en las migajas que caen de la mesa. El pan que está sobre la mesa es relativamente grande, comparado con las migajas que caen, las cuales son muy pequeñas. “Jesús. Te alabo por ser las migajas que caen bajo la mesa. Ahora Tú no eres el Jesús entero, sino Jesús en migajas”.
Hace unos quince años en un adiestramiento que tuvimos aquí, me dediqué a escudriñar toda la Biblia buscando todos los títulos adjudicados al Señor que pudiera encontrar. El es Cristo, Emmanuel, el Hijo de Dios, y así sucesivamente. Encontramos unos doscientos setenta títulos, pero no incluí el título “migajas”. Esta mañana quisiera añadirlo. El Señor Jesús también es llamado migajas. El no sólo es el pan de vida, sino también las migajas.
Repito que Jesús mismo es grandioso, pero a fin de que nosotros le pudiéramos comer, El estuvo dispuesto a humillarse y a tomar la forma de esclavo. El hombre, en sus ideas religiosas, le llama Hijo de David, lo cual concuerda con la forma en que la tradición se dirige a El, pero el Señor Jesús dijo: “Yo soy el pan de los hijos; más aún, soy las migajas. No soy ni siquiera las migajas que quedan sobre la mesa, sino las que caen bajo la mesa”. El Señor Jesús vino al mismo lugar donde nosotros estamos, a la condición caída de Tiro y Sidón. Estas dos ciudades no eran lugares de prestigio, pero el Señor Jesús descendió allí. Aunque el es santo, se humilló y se solidarizó con nosotros, para acercarse a los pecadores y los injustos. Aunque es el gran Dios, se acerca a los hombres viles.
La mujer cananea se le acercó al Señor y le pidió que le hiciera un favor; le pidió que sanara a su hija enferma. Pero la respuesta del Señor no le dio la menor esperanza de que fuera a hacerle favor alguno. Le dijo que El era el pan que la podía alimentar. Esto nos muestra que lo que necesitamos no es que el Señor Jesús haga obras en beneficio nuestro, sino comerle. Hermana, ¿está enfermo su esposo? No le pida al Señor que lo sane. La razón por la cual su marido está enfermo es que usted pueda comer al Señor Jesús, y entonces su esposo sanará. ¿Está abatida por la desobediencia de sus hijos? Usted ora con frecuencia pidiéndole al Señor que haga el milagro de hacer que sus hijos sean obedientes. Pero cuanto más ora, menos eficaz parece la oración y peores se vuelven sus hijos. Ahora usted sabe lo que debe hacer: comer más al Señor. Coma bien al Señor, y su hijo sanará.
Cualquier necesidad que tengamos es una evidencia de que necesitamos comer al Señor Jesús. ¿Está desempleado? No le pida al Señor que le dé un trabajo; lo único que debe hacer es comer al Señor Jesús, y el trabajo aparecerá. Cuando los incrédulos oyen estas palabras, piensan que esto es una necedad, pero los que tienen experiencia saben que el trabajo viene como resultado de comer al Señor. No le pidamos al Señor que haga algo fuera de nosotros. Más bien, coma al Señor e ingiéralo.
Hermanos y hermanas, ya vimos que el Señor Jesús verdaderamente se hizo alimento para nosotros. Nuestra mentalidad necesita un cambio. Los ancianos de todas las localidades administran fielmente las iglesias, las llevan en sus corazones y desean ardientemente que avancen. Pero estar ansiosos por el progreso de las iglesias, aunque sea una preocupación genuina, no ayuda. No le pidamos al Señor que nos ayude a cuidar bien a las iglesias; lo que debemos hacer es comer algunas migajas del Señor Jesús. Cuando comemos más de El, las iglesias son avivadas.
Esta es la perspectiva primordial del Nuevo Testamento. El Señor no vino a hacer obras en favor nuestro, sino a alimentarnos. Es una equivocación pedirle al Señor que, como primogénito del ganado, labre la tierra para nosotros, y también es un error despojarlo de su lana para embellecernos nosotros. Cuando la mujer cananea mencionada en Mateo 15 le pidió al Señor Jesús que sanara a su hija enferma, El le contestó algo así: “No me pidas que sea como los bueyes para labrar tu tierra; soy las migajas que puedes comer. No te preocupes si tu hija está enferma o sana, sólo ¡cómeme! Cómeme, y tu hija sanará”.
Tenemos problemas en nuestra vida familiar porque no comemos a Jesús. Cuando la esposa come a Jesús, el esposo cambia para bien, y cuando el esposo come a Jesús, es ella la que cambia. Cuando los hijos comen a Jesús, los padres dejan de ser un problema. Cuando los padres comen al Señor Jesús, los hijos se vuelven a Dios. Necesitamos ingerir al Señor y dejar que sea nuestra vida, nuestro alimento y nuestro todo; sólo entonces las circunstancias cambiarán.
De hecho, ni siquiera nos preocupa si las circunstancias cambian; sólo nos interesa comer y disfrutar al Señor. El es comestible. Primero comemos las migajas que caen de la mesa; después de cierto tiempo, comemos lo que está sobre la mesa. Cuando los perros gentiles comen a Cristo, llegan a ser hijos de Dios. Después de que los hijos comen más de Cristo, llegan a ser piedras preciosas. En Apocalipsis 2, el Señor le dice al mensajero de la iglesia en Pérgamo: “Al que venza, daré a comer del maná escondido, y le daré una piedrecita blanca” (v. 17). La piedrecita blanca es el que vence. El que come el maná escondido llega a ser una piedra blanca en el edificio de Dios.
Cuando el hijo pródigo regresó a casa, fue cubierto por fuera con el mejor vestido, el cual su padre tenía preparado, pero interiormente todavía tenía hambre. Por lo tanto, el Padre dijo: “Traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y regocijémonos” (Lc. 15:23). Este es el concepto neotestamentario, el cual se ve en toda la Biblia.
El Señor Jesús dijo que la predicación del evangelio es semejante a un hombre que preparó un gran banquete. Cuando nosotros predicamos el evangelio, por lo general instamos a las personas a arrepentirse y les hablamos del pecado. Pero en esta parábola el Señor Jesús dijo: “Id y traed a los convidados a la cena, pues todo está preparado”. ¿Traedlos para qué? ¡Traedlos para que coman! No nos preocupemos si los incrédulos no confiesan sus pecados ni se arrepienten. Cuando coman al Señor, se regocijarán. Luego, cuando comprendan que son pecadores, llorarán. Este llanto y la confesión de pecados que conlleva son mejores que lo que hubieran hecho si los hubiésemos convencido de que eran pecadores. Por lo tanto, cuando prediquemos el evangelio, debemos instarles a comer. El hombre necesita comer al Señor, ingerirlo.
Pablo dice en sus epístolas que él alimentaba a los creyentes con leche. Pablo también afirma que los recién nacidos anhelan la leche pura y no adulterada. La leche no sólo se puede beber sino también comer. La leche es un alimento nutritivo. Por lo tanto, el concepto bíblico radica en comer. La Biblia es un libro que habla de comer. ¡Comer, comer y comer! ¡Necesitamos comer al Señor Jesús!