
Lectura bíblica: Mt. 22:2-4; 1 Co. 10:17-21; 11:23; 5:7-8; Ap. 3:20-21; 19:7-9
En el Nuevo Testamento vemos que cuando el Señor salva al hombre, dirige la atención al asunto de comer. Los versículos citados nos muestran que el evangelio es un gran banquete. Ser convidado a este banquete es ser invitado a disfrutar. De veras quisiera que leyésemos y orásemos con estos versículos reiteradas veces. Entonces veremos que si comer no fuera importante, no se repetiría tanto en el Nuevo Testamento. Se menciona en Mateo, luego en 1 Corintios y por último en Apocalipsis. Desde el punto de vista de Dios, Su evangelio no se centra en pedirle al hombre que se arrepienta y crea, y mucho menos en pedirle que se una a cierta religión. El evangelio consiste en invitar a las personas a un banquete. Asistir al banquete significa estar ahí para disfrutar al Señor Jesús.
No obstante, nuestros conceptos naturales están demasiado lejos de este hecho. Si no fuera por el hecho de que este asunto consta en la Biblia, jamás lo aceptaríamos como parte de nuestra mentalidad. Pensaríamos que recibir el evangelio equivale a creer y recibir la verdad. En realidad, estas cosas, no son recibir el evangelio. Recibir el evangelio es recibir al Señor para poder comerle, beberle y disfrutarle.
En el Nuevo Testamento la palabra fiesta usada en 1 Corintios 5:8, que dice: “Celebremos la fiesta”, tiene la misma connotación que en el Antiguo Testamento, en el cual Dios deseaba que Su pueblo le celebrara ciertas fiestas. Ese era solamente el tipo, y su cumplimiento se halla en el Nuevo Testamento. El cumplimiento consiste en que disfrutamos al Señor Jesús. Toda la vida cristiana consiste en celebrar la fiesta. Cada día celebramos la fiesta. Cuando nos reunimos, celebramos la fiesta. Cada vez que nos juntamos para cantar, para orar-leer, para compartir del Señor en mutualidad, seguimos el principio básico de celebrar fiesta.
En el evangelio de Mateo el Señor dice que el reino de los cielos es semejante a un rey que preparó una fiesta de bodas para su hijo y envió a los siervos a traer los invitados a la fiesta (22:2-4). Más adelante, al final de Apocalipsis, dice: “Han llegado las bodas del Cordero ... Bienaventurados los que son llamados a la cena de las bodas del Cordero” (19:7, 9). Vemos que el Nuevo Testamento comienza con una fiesta y también termina con una fiesta. ¿Qué hacemos hoy en la vida cristiana? Si decimos que asistimos a conferencias o a servicios religiosos, eso no es una buena respuesta. Estamos aquí para celebrar una fiesta. ¿Qué fiesta? La fiesta de bodas del Cordero. No estamos solamente en una fiesta sino en una fiesta de bodas. Esta fiesta de gran gozo es la fiesta de las bodas de Cristo. ¿Cuándo empezó esta fiesta? En el día de Pentecostés, poco después de que el Señor Jesús ascendió a los cielos. La fiesta de bodas no dura dos horas ni dos días. Empezó en Pentecostés y continúa en la actualidad.
El mensaje que escuchábamos cuando estábamos en la cristiandad era producto de los conceptos naturales. Piensen en lo primero que les vino a la mente cuando fueron salvos. Inmediatamente, algunos tuvimos la idea de que debíamos ir a más reuniones, aprender más verdades, prestar más atención a la Biblia y otras exigencias de esta índole. ¿Alguno de nosotros, cuando fue salvo, declaró gozoso que estaba invitado a una fiesta y que asistiría a la fiesta de bodas del Cordero? Yo creo que nadie tiene tal reacción. Pero el Señor nos dice claramente que ser salvos equivale a ser invitados a una fiesta. Dios preparó una gran fiesta de bodas universal, una fiesta para Su Hijo. Dios dijo: “Venid, porque todo está preparado”.
No somos librados del mundo por hacer un gran esfuerzo ni por oír sermones ni por ser exhortados ni por ser corregidos; sino por alimentarnos de Cristo. Cuando le hemos gustado y le hemos comido, perdemos el interés por el mundo y sus cosas, y no lo tomamos ni aunque nos lo ofrezcan. Si otros se enredan en el mundo, no es problema nuestro. Nuestro único interés es celebrar la fiesta cada día, comer a Cristo y disfrutarle continuamente. Por eso Pablo dice que debemos celebrar la fiesta.
¿Cómo celebramos la fiesta? Lo hacemos comiendo el pan sin levadura de sinceridad y verdad. En dicho pan, hay muchos ingredientes, como por ejemplo, amor, verdad, iluminación, santidad, poder y paciencia. El pan sin levadura, un pan de sinceridad y verdad, es Cristo. Nosotros celebramos la fiesta no estudiando las verdades ni oyendo mensajes, sino comiendo a Cristo. Cuanto más comemos a Cristo, más tenemos Sus elementos.
Dios no desea que nosotros laboremos ni luchemos ni nos esforcemos. Es cierto que la Biblia dice: “El reino de los cielos es tomado con violencia, y los violentos lo arrebatan” (Mt. 11:12), pero estas palabras indican la necesidad de disfrutar a Cristo en nuestro espíritu. La era neotestamentaria no es una era de labor sino de fiesta. Tengamos presente que en el tipo del Antiguo Testamento no estaba permitido trabajar durante las fiestas. En los demás días del año se debía trabajar, pero durante la fiesta no era permitido trabajar; más bien, se instaba a todo el pueblo a comer, beber y disfrutar. Además, durante las fiestas no comían poco, sino que comían manjares y celebraban.
¿Por qué celebramos con frecuencia la reunión en la que partimos el pan? ¿Y qué significa partir el pan? Nótese la expresión de 1 Corintios 10:21, la mesa del Señor. La reunión de la fracción del pan es lo que llamamos la mesa del Señor, la fiesta del Señor. En la mesa, en esta fiesta, comemos el cuerpo del Señor y bebemos Su sangre. Es decir, comemos y bebemos al Señor. Al mismo tiempo, cuando partimos el pan, declaramos y atestiguamos ante el universo que somos un grupo de creyentes que viven festejando a Cristo, comiéndole y disfrutándole diariamente. Cuando partimos el pan, exhibimos nuestra vida diaria. En nuestra vida normal comemos al Señor, le bebemos y le disfrutamos. En consecuencia, el domingo nos reunimos para exhibirle ante todos y ante toda la creación, declarando que nuestra vida es sustentada por disfrutar al Señor.
En la mesa del Señor que celebrábamos anteriormente, retuvimos algunos conceptos de la tradición de adorar, ya que prestábamos atención a la manera de alabar al Hijo y de adorar al Padre, lo cual aprendimos de la Asamblea de los Hermanos. Aunque dichas prácticas no son incorrectas, no pasan de ser una tradición. En realidad, lo importante en la mesa del Señor no es si alabamos o no, sino si abrimos nuestro espíritu y exhibimos una vez más para que los ángeles y Satanás vean que nosotros ingerimos a Cristo. Ante tal exhibición, tal vez alabemos al Señor, o tal vez no.
Creo que los Hermanos tuvieron mucha luz, pero ésta fue limitada debido a sus conceptos humanos y naturales. Por consiguiente, no podemos seguir en ese viejo camino. Si lo hiciéramos, nuestro espíritu quedaría paralizado. Así que, el énfasis de la mesa del Señor es que nos abramos al Señor para recibirle y disfrutarle.
Por ejemplo, dos hermanos vienen a la mesa del Señor. Uno de ellos tiene una conducta excelente y lo consideramos un buen hermano. Antes de entrar en la reunión, se examina a sí mismo para ver si ha ofendido a alguien o si ha cometido algún pecado. Después de sentarse en la reunión se comporta con rectitud y rigidez. Cuando otro canta, él canta a la par; si otros oran, él dice amén; cuando pasan el pan, él toma un pedacito, y cuando pasan la copa, bebe un poco. El alaba al Señor y adora al Padre. Aún así, no hay cambio alguno en él. Al salir de la reunión está en la misma condición que cuando entró. Tal vez no suceda lo mismo con el segundo hermano. Este tal vez sea bastante inquieto y travieso; quizá haya discutido con alguien el día anterior. Con todo, cuando asiste a la reunión del partimiento del pan, tal vez toque al Espíritu y se abra al Señor de par en par. No está consciente de si alaba o no, pero en la reunión de la mesa recibe al Señor en su interior. Al recibir al Señor, su ser cambia, y exclama ¡Aleluya!. En ese momento se remonta a las nubes. No es necesario que le hablemos de los pecados ni de las cosas de la tierra. No hay nada nublado en él. Si le decimos que no se enoje contra otros, de inmediato lo derribamos y lo bajamos de la experiencia que está teniendo. Cuando él se abre desde lo profundo de su ser y recibe al Señor, se eleva por los cielos. Por otro lado, el hermano que es recto es como un insecto que se arrastra por la tierra y no escala las montañas. Esta es la diferencia entre uno que disfruta a Cristo y uno que no lo hace.
Perdónenme si soy muy franco. Algunos posiblemente hayamos venido a la mesa del Señor todos los domingos por dieciocho años y seamos un “insecto que se arrastra sobre la tierra” y que se porta muy bien. Tal vez hayamos sido creyentes durante dieciocho años y siempre nos hayamos conducido rectamente. Nuestra esposa nos dice que somos buenos y nuestros amigos nos elogian. Nadie nos critica, y seguimos siendo insectos que se arrastran sobre la tierra. Todos caen, pero nosotros nunca. Sencillamente seguimos arrastrándonos lentamente y con paso seguro.
Tal vez un hermano ha dado problema antes, pero en la reunión toca al Señor. Después de esto, regresa cada domingo a tocar al Señor. Dicho hermano no viene a recibir la “Sagrada Comunión” ni a conducirse rectamente ni a adorar al Padre. El viene sólo a tocar al Señor y es como un enorme avión que desciende a llenar el tanque de combustible. La mesa del Señor es el aeropuerto donde llena el tanque para toda la semana, y así regresa la semana siguiente.
Por lo tanto, asistir a la mesa del Señor es asistir a un banquete, y también es volver a cargar combustible. No se trata de recibir enseñanzas, ni corrección, ni exhortaciones, sino de reunirnos con el Señor interiormente. Es por eso que nuestra reunión no necesita ningún precepto. ¿Para qué sirven los preceptos? ¿Qué mérito tienen? Basta con que toquemos al Señor interiormente. En tanto que llenemos nuestro interior de combustible, si nos conducimos rectamente, si gritamos o si rodamos por el piso o si saltamos; todo ello estará bien.
Sin embargo, no animo a nadie a inventar algún tipo de ardid, ya que eso carecería de sentido. Ser astuto es una cosa, pero tocar al Señor es completamente otra. No deseamos establecer preceptos porque no queremos limitar a los santos ni impedirles que toquen al Señor.
Puesto que la mesa del Señor es una declaración, ésta debe estar respaldada por la vida. Si nuestra vida privada no es la misma que declaramos, entonces la reunión deja de ser una declaración y se convierte en una actuación, un espectáculo. Si en nuestra vida privada no disfrutamos a Cristo y asistimos a la reunión sólo para dar la impresión de que lo hacemos, eso será una falsedad. La reunión de la mesa del Señor que celebramos no es un simulacro ni una actuación, sino un testimonio y una declaración, que anuncia a todo el universo que vivimos por comer al Señor, por beberle y por disfrutarle; por lo tanto, nos reunimos para dar testimonio ante todo el universo de que somos personas que comemos, bebemos y disfrutamos al Señor.
Creo que cuando volvamos a la mesa del Señor, nuestro concepto será otro. No estaremos allí con ningún precepto. De hecho, no es necesario guardar ninguna norma. Abriremos nuestro espíritu y tocaremos al Señor en nuestro espíritu. No tenemos normas ni restricciones. Es así como debemos vivir cada día, sin ritos ni preceptos, sino abiertos al Señor en nuestro espíritu comiéndole y bebiéndole continuamente. Entonces, al llegar el domingo, nos reunimos y declaramos una vez más que ésta es la manera en que vivimos. Celebramos la fiesta todos los días. ¿Hasta cuándo celebraremos la fiesta? El Señor Jesús nos dijo que lo hiciéramos “hasta aquel día en que lo beba nuevo con vosotros” (Mt. 26:29). Un día celebraremos la fiesta con El cara a cara. En la actualidad, empezamos el banquete y continuamos hasta el día cuando celebremos la cena en la fiesta nueva.
Examinen la degradación de las iglesias de Efeso y Laodicea. Estas decayeron porque dejaron de disfrutar al Señor y se dedicaron a laborar y dedicaron mucha atención a las doctrinas y a las enseñanzas. Se degradaron a tal extremo que llegaron a pensar que entendían todas las doctrinas. Es como si el Señor les dijera: “Puesto que no eres ni frío ni caliente, te voy a expulsar de mi fiesta. Yo estoy afuera llamando a la puerta. Debes abrirte a Mí, para que yo pueda entrar y cenar contigo, y tú conmigo. Estuviste en esta fiesta cuando fuiste salvo, pero te saliste de la fiesta y caíste en el cristianismo degradado. Te llamo a que seas un vencedor y a que no te pierdas la fiesta. Abrete a Mí, y déjame entrar en ti para que celebremos juntos”. Esta fiesta continuará hasta la fiesta de las bodas del Cordero, descrita en Apocalipsis 19. En ese entonces, seremos los convidados a la fiesta. ¡Aleluya!