
Lectura bíblica: Dt. 12:5-9, 17-18; 14:22-23; 15:19-21; 16:9-10, 13-17
Agradecemos al Señor porque ahora estamos aprendiendo a comerle. Sin embargo, según lo revelado en Deuteronomio, hay muchos aspectos específicos relacionados con comer, beber y disfrutar al Señor. Por un lado, el Señor es el pan de vida, y nosotros sencillamente debemos comerle; por otro, según Deuteronomio 12, 14 y 15, el Señor Jesús, a quien comemos, es el producto de nuestra labor; El es producido de lo que sembramos en la tierra y del ganado y las ovejas que criamos. Por lo tanto, según Deuteronomio, el deleite que tenemos de las riquezas del Señor es el resultado de lo que laboramos en El.
Puedo describir con más detalles el tipo de comer. Por ejemplo, si uno lee la Biblia, invoca el nombre del Señor y ora-lee la Palabra, puede disfrutar al Señor ahora mismo. No obstante, ésta es sólo la etapa inicial; no es el deleite que se tiene al recoger toda la cosecha, porque carece de nuestra labor. Podemos disfrutar al Señor simplemente abriéndonos a El, utilizando nuestro espíritu al invocar Su nombre y orando-leyendo Su Palabra. El deleite que tenemos al sembrar no es el mismo que tenemos al cosechar.
Muchos podemos dar testimonio de cuánto disfrutamos al Señor, pero casi todo gira en torno a aquel comer que experimentamos al sembrar. Necesitamos llegar al nivel de comer al recoger la cosecha. La siembra inicial es relativamente fácil, pero recoger la cosecha al final, no es tan fácil. Después de sembrar las semillas, no sabemos con certeza si obtendremos una cosecha. Hasta ese momento, lo que comemos del Señor se halla en la etapa inicial, la etapa de la siembra.
Debo dejar bien en claro que nosotros no debemos detenernos en el deleite que experimentamos al sembrar, sino que debemos avanzar al deleite que tenemos al cosechar. Cuando sembramos, lo único que hacemos es depositar la semilla en la tierra. En lo sucesivo, debemos velar por que brote, crezca y lleve fruto. Solamente entonces tenemos el deleite de la cosecha. Al disfrutar en sembrar, recibimos algo del Señor en nuestro interior. Cuando invocamos al Señor y oramos-leemos Su Palabra, recibimos una porción del Señor como una semilla en nosotros. Esto puede producir una cosecha si estamos dispuestos a permitir que la semilla crezca. Si lo hacemos, habrá una cosecha, si no, no habrá cosecha alguna.
Según lo que he observado, el deleite que los hermanos y las hermanas tienen es mayormente el deleite de sembrar. Muchas de las semillas sembradas en nosotros no producen mucho resultado. ¿A qué se debe esto? A que después de comer, beber y disfrutar al Señor, no le permitimos crecer ni madurar ni llevar fruto en nosotros.
Supongamos que digo: “Oh, Señor Jesús”. Creo que invocar al Señor tiene efectos evidentes en nosotros, ya que no podemos invocar al Señor sin que esto traiga repercusiones. Cuando le invocamos, El viene a nosotros. Por un lado, El viene a reconfortarnos y, por otro, tal vez venga a incomodarnos. Si un esposo invoca al Señor, es posible que el Señor le toque el corazón y le diga: “¿Te diste cuenta de que ofendiste a tu esposa?” El esposo dice: “Señor, límpiame con Tu sangre preciosa”. Pero el Señor añade: “En verdad la sangre te puede limpiar, pero no puede confesar tus pecados por ti. Ve y confiésale esto a tu esposa”. ¿Qué debe hacer este esposo? Algunos hermanos pueden endurecer su corazón y no obedecer. Si se rehúsan a cambiar de actitud, es posible que el Señor los abandone. Si nos hallamos en esa situación y tratamos de invocar al Señor, no obtendremos el mismo resultado que antes. El Señor Jesús conoce nuestra situación. Así que, cuando le invoquemos de nuevo, El no actuará. Todos hemos tenido experiencias de esta índole. Anteriormente el Señor venía cuando le invocábamos diciendo: “Oh, Señor”, pero ya no viene. Cuanto más le invocamos, menos resultados obtenemos y más desanimados nos hallamos. Es posible que empecemos a preguntarnos si la práctica de invocar al Señor en verdad trae resultados y lleguemos a dejar de invocar. ¿No es esto lamentable? Solamente sembramos la semilla en la tierra, pero no la dejamos crecer hasta culminar en una cosecha. Con el tiempo, el deleite que teníamos de la semilla también se esfumará.
Leemos en Isaías 55:10: “Da semilla al que siembra, y pan al que come”. Yo siembro la semilla en la tierra, y produce treinta granos; entonces consumo quince, y me quedan quince para sembrar el año siguiente. ¿Cuál es nuestra situación? La semilla que sembramos se nos acabó porque no se reprodujo. Así que, nos quedamos sin semilla. ¿Por qué se nos acaba la semilla? Porque no la dejamos crecer.
Cuando invocamos al Señor y El nos indica que ofendimos a nuestra esposa, si confesamos de inmediato nuestro agravio ante el Señor y ante nuestra esposa, reconocemos que cometimos una falta y pedimos perdón, entonces la semilla crece con rapidez. Cuando volvemos a invocar al Señor, el sabor será completamente nuevo. Aún así, el Señor sigue incomodándonos. Cuando le invocamos de nuevo, El viene y nos muestra que nuestro cabello no tiene un corte decoroso y que debemos cortarlo como es debido. Si le obedecemos al instante y vamos a cortarnos el cabello, tendremos mucho gozo. Cuando esto sucede, el resultado es sorprendente. Nuestro ser viene a ser un campo, un huerto enorme del cual se obtendrá una abundante cosecha todos los días. Esto cumple en verdad lo dicho por Isaías, de dar semilla al que siembra y pan al que come. Quisiera que nos examinemos y nos preguntemos si como sembradores tenemos semilla y si como comensales tenemos pan. Es posible que sólo tengamos medio plato de arroz, que no alcanza ni para una persona. Si uno no puede alimentarse a sí mismo debidamente, ¿cómo espera alimentar a otros? ¿A qué se debe esta escasez? A que sembramos las semillas, pero no laboramos para que crezcan.
Cuando un agricultor labra la tierra, tiene que quitar las piedras, arrancar la maleza, regar el plantío, añadir abono al suelo y, en ocasiones, aplicar pesticidas. ¿Qué hacemos nosotros? Comer al Señor orando-leyendo Su palabra, lo cual está bien, pero si no quitamos las piedras ni arrancamos la maleza ni regamos la tierra ni la abonamos ni aplicamos pesticidas, al final será como si no hubiésemos sembrado nada. Si no sembramos la semilla, la podemos retener, pero si la sembramos, la perdemos. Algunas personas se reservan una pequeña porción del Señor, pero después de ganar de El al orar-leer la Palabra, no obedecen puesto que no laboran; de este modo, pierden la presencia del Señor, y El se aleja de ellos.
En Deuteronomio vemos que laborar para cultivar y extraer el producto de la tierra es muy diferente a recoger el maná en el desierto. En verdad, la tierra de Canaán fue dada por Dios, lo mismo que la semilla y todo lo necesario para su crecimiento, como por ejemplo, el aire, el sol y la lluvia. No obstante, además de estos elementos gratuitos, el pueblo tenía que laborar. Si no labraban los campos, el Señor no haría nada más. En la tipología, el Señor mismo era la semilla, la luz del sol, la lluvia y aun la fuerza física para que el pueblo sembrara y labrara la tierra. Aún así, se requería que el pueblo cooperara con El. Ellos no podían recoger el producto de la tierra, a menos que cooperaran con el Señor. El producto de la tierra era diferente al maná, ya que éste les caía del cielo. El hombre no tenía que sembrar ni recoger el producto de la tierra en cooperación con Dios, aunque se sobreentiende que para comer el maná había que madrugar y recogerlo. Si alguno era perezoso y se levantaba tarde, ya no hallaba qué recoger. Podría decirse que salir de la tienda en la madrugada era cooperar, pero esta cooperación era mínima en comparación con la labor necesaria para obtener el producto de la tierra, ya que para esto se requería la cooperación del hombre de principio a fin. Dios daba el agua, la luz del sol, el aire y la semilla, pero no laboraba por ellos, ya que esto era lo que le correspondía al pueblo.
Permítanme preguntar: ¿qué es mejor y más elevado: el maná o el producto de la buena tierra de Canaán? Obviamente, el producto de la tierra es superior. ¿En qué aspecto es superior? En primer lugar, el producto de la tierra se puede presentar como ofrenda. El maná descendía del cielo y era bueno a los ojos del hombre, pero Dios no deseaba que se hiciera ninguna ofrenda de maná. El no dijo que se le debía ofrecer maná en el holocausto, ni en la ofrenda mecida, ni en la ofrenda elevada, sino que instó al pueblo a comerlo. El maná sólo sirve para comerse, no está al nivel de presentarse como ofrenda. Por medio de las ofrendas se adora a Dios. El maná es alimento, pero no sirve para adorar. Si deseamos adorar a Dios, debemos traer el producto de la buena tierra de Canaán, pues sólo éste puede usarse para adorar a Dios. No importa cuánto maná comamos, al igual que el pueblo de Israel que comió el maná durante cuarenta años, éste no basta para adorar a Dios. Tenemos que comer del producto de la tierra de Canaán, ya que sólo este producto puede convertirse en adoración para Dios. Por eso decimos que el maná es inferior al producto de la tierra de Canaán.
Pregunto ¿qué comemos hoy: el maná o el producto de la buena tierra? Algunos podrían decir que comen maná, y otros afirmarían que comen ambos. Ambas respuestas son válidas, pero espero que los que comen el maná dejen de hacerlo gradualmente, ya que el maná se comía exclusivamente en el desierto. De modo que comer maná es una clara evidencia de que uno todavía está vagando. ¿En dónde se comía el producto de la buena tierra? En Canaán. Además, la décima porción de la cosecha de la tierra, la mejor porción —que era el primogénito del ganado y de las ovejas, y las primicias del grano—, no se comía en casa, sino que se llevaba al templo y se comía delante de Dios. Esto muestra que el peregrinaje había cesado.
¿Deseamos ser creyentes que comen maná o que comen el producto de la buena tierra? Todos quisiéramos estar en el segundo grupo. Es cierto que el maná es bueno, pero no es suficiente, porque es la dieta de los que vagan por el desierto. Josué 5 nos muestra claramente que el maná dejó de caer del cielo tan pronto como los hijos de Israel entraron en Canaán y comenzaron a comer el producto de la tierra (v. 12). Una vez que uno gusta el producto de la buena tierra, no necesita volver a comer maná, porque ha experimentado algo más profundo y mejor. Desde ese momento uno deja de comer maná. Es cierto que Cristo es el maná, pero es la provisión que Dios nos da mientras estamos en nuestro peregrinaje. Debemos entrar en la buena tierra, cuyos productos son mucho mejores que el maná.
Para recoger el maná no tenemos que trabajar, pero para obtener el producto de la tierra de Canaán, sí. Mientras disfrutamos al Señor y le recibimos en nuestro ser, El muchas veces ocasiona circunstancias difíciles y permite dificultades que a la postre redundan en nuestro bien, a fin de que la semilla crezca en nosotros y se reproduzca. Por ejemplo, una hermana cuyo esposo la mortifica continuamente, ora diariamente pidiéndole al Señor que haga que su esposo lo ame a El como ella lo ama. No obstante, cuanto más ora, él menos ama al Señor; cuanto más ella invoca al Señor y ora-lee la Palabra, menos interés muestra el esposo por las cosas de Dios. Antes el esposo iba a dos reuniones por semana, pero ahora no va ni a media. ¿Qué hace uno en ese caso? Todo ello acontece como resultado de que el Señor incita al viento del norte a soplar en nuestra dirección (Cnt. 4:16). En vez de pedirle al Señor que cambie al esposo, pídale más bien que crezca en usted. Dígale: “Señor, quiero estar dispuesta a aceptar lo que Tú estás haciendo. Señor, subyúgame desde mi interior. Haz que me someta a Tu mano y acepte el quebrantamiento”. Más tarde, usted agradecerá y alabará al Señor, ya que por estar dispuesta a ser quebrantada, la vida divina creció en usted.
Usted empieza a aceptar el quebrantamiento que le sobreviene cuando la vida que está en su interior crece un poco hoy, y un poco más al día siguiente. Sin embargo, el tercer día sus hijos tal vez estén del lado de su esposo y la quebranten a usted aún más. ¿Qué debe hacer en tal caso? Una vez más es el viento del norte que sopla para quebrantarla. Aprenda a aceptarlo. ¿Sabía que cuando aceptamos el quebrantamiento e invocamos de nuevo al Señor, el sabor es maravilloso? Cuando invocamos al Señor, El viene, y entonces, tenemos la cosecha. De este modo tenemos un suministro abundante de semilla para sembrar y de pan para comer. Al mismo tiempo, podemos traer a la reunión esa décima parte que es nuestra mejor porción, las primicias de nuestros productos, a fin de comer y disfrutar con los santos. Nuestra adoración consiste en comer así. Esto es lo que falta en el cristianismo y también en nuestro medio, y es esto lo que el Señor desea recobrar. Sin este elemento, es muy difícil que la iglesia madure, que la novia se prepare y que el Señor regrese; por eso es tan decisivo.
Hermanos y hermanas, tengo la certeza de que el Señor está recuperando estas cosas en la actualidad. El no está recobrando nuestras virtudes ni nuestra victoria ni nuestra santidad. Lo que El desea es un grupo de personas que entren en Su Palabra y en Su plan eterno. No es asunto de controlar nuestro mal genio ni de ser victoriosos ni de tratar de ser santos, sino de tocar al Señor verdaderamente y de permitirle que crezca y madure en nosotros. Cuando tenemos una cosecha abundante, tenemos suficiente para comer nosotros y para invitar a los hermanos y hermanas a comer con nosotros. Además, tendremos la mejor porción, la cual podremos traer a las reuniones para ofrecerla a Dios. Esta es la vida auténtica de iglesia. En la reunión todos damos testimonio de Cristo. Ofrecemos este Cristo a Dios, y le disfrutamos junto con los hermanos y las hermanas después de satisfacer a Dios. Esta es la reunión normal de la iglesia; es su adoración, su vida práctica y su testimonio.
Tengo el claro sentir de que en lo que habíamos visto acerca del testimonio de la iglesia y acerca de que ésta es la expresión de Cristo, había elementos naturales, y no veíamos claramente los aspectos de comer y crecer. Hace veinte años, cuando yo observaba hermanos que tenían un buen carácter, una conducta recta y que daban la impresión de estar bien, los valoraba mucho. Pero ahora, al mirar atrás, aunque estos hermanos tenían todas estas virtudes, no llevaban fruto. Por el contrario, eran algunos hermanos que eran descuidados y desaliñados los que traían personas a la salvación. La vida de iglesia y el testimonio de la iglesia no depende de la conducta ni de ser personas impecables, sino de comer al Señor como la semilla y de permitirle crecer en nosotros. Igual que el agricultor, debemos quitar las piedras, arrancar la maleza, regar el plantío, abonarlo y echarle pesticidas para que el Cristo que está en nosotros crezca gradualmente hasta producir una cosecha. Eso no está determinado por el comportamiento, el cual está en el ámbito del bien y el mal, sino que se halla en una esfera completamente diferente. Nos referimos a la esfera de Cristo. Estamos llenos de Cristo y traemos nuestra mejor porción ante Dios para disfrutarla con los santos en la reunión. Esta es la manera en que nos reunimos. El énfasis de la reunión no es cantar, orar, alabar, hablar en lenguas ni funcionar, sino traer nuestra mejor porción del Cristo que hemos producido. Yo traigo mi porción, y usted la suya, y presentamos a Cristo sin ninguna formalidad.
Tengo el sentir de que la gran necesidad que tenemos hoy de traer a Cristo a las reuniones obedece a que nuestra cosecha es demasiado pequeña. Es por eso que cuando tratamos de dar un testimonio, utilizamos los recursos que tenemos a mano. No sugiero con esto que debemos dejar de usar todo tipo de método, sino que temo que éstos carezcan de contenido. Los recursos se utilizan para adornar, pero no son el contenido. Prefiero no tener recursos ni usar métodos, siempre y cuando lo que diga tenga contenido. No podemos obtener algo de peso para nuestros testimonios en unos cuantos días; es necesario que laboremos por un tiempo considerable.
Hermanos y hermanas, necesitamos volvernos al Señor para obtener una cosecha. Debemos laborar y cultivar para producir algo. Algunas veces el Señor es como un grano sembrado en nosotros, y otras es como un arbusto, el cual puede ser un olivo, una vid, una higuera o un granado. Debemos cultivarlo para que crezca y lleve fruto. Después, al ir a las reuniones, tenemos frutos para ofrecer a Dios.
El problema más común hoy es que cuando vamos a las reuniones, sólo sabemos liberar el espíritu e invocar el nombre del Señor, pero no podemos presentar nada de peso para traer deleite a los demás. Esto se puede comparar con ir a un banquete sin traer nada, o ir sólo con una tórtola, que sólo alcanza para una pequeña comida. Ya que carecemos de productos para presentar, tenemos que recurrir a alguna actividad que entretenga a los asistentes. Lamentablemente, todos los oyentes quedan vacíos.
Si tenemos una cosecha rica, grano en abundancia, vino fresco, toros, ovejas y tórtolas, podemos traer nuestros productos en grandes cantidades. Podemos presentar nuestros toros, nuestras ovejas, nuestras tórtolas y nuestras frutas. Esto será muy rico. Todos recibirán su provisión y desearán volver.
Espero no invertir energía en ardides, y más bien esforzarme por producir algo que tenga contenido. Debemos sembrar nuestra parcela, cultivar los árboles frutales, apacentar el ganado y cuidar las tórtolas. Con el tiempo, la tierra rendirá su cosecha, los árboles darán fruto, y el ganado, las ovejas y las tórtolas crecerán. De este modo, seremos ricos porque todo esto crecerá continuamente. Así, el sembrador tiene semilla para sembrar y pan para comer, y el oferente tiene algo que presentar. Cuando cada uno trae sus riquezas a las reuniones, las reuniones estarán libres de los viejos caminos.
Sólo quisiera añadir que ya aprendimos a comer; aprendimos que hay dos niveles de comer. Uno es comer sembrando, y el otro es comer en la cosecha. Comer al sembrar no produce material para adorar a Dios; para esto necesitamos comer al recoger la cosecha. Cuando traemos a la reunión lo que comemos en la cosecha, ello constituirá la verdadera adoración y la vida genuina de iglesia. La iglesia necesita esto en la actualidad. Tenemos que acudir al Señor y abrirnos a El para aprender a ejercitarnos en comer.