
Hemos visto que en su estatus después de ser salvos, los creyentes son niños de Dios, hijos de Dios y participantes de la naturaleza divina. En este mensaje consideraremos el estatus de los creyentes como herederos de Dios.
Gálatas 4:7 dice: “Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por medio de Dios”. Aquí un heredero es un hijo mayor de edad según la ley (la ley romana es usada por Pablo como ejemplo), el cual está habilitado para heredar las propiedades de su padre. Los creyentes neotestamentarios no llegan a ser herederos de Dios por medio de la ley ni tampoco por su padre carnal, sino por medio de Dios, incluso el Dios Triuno: el Padre que envió al Hijo y al Espíritu (vs. 4, 6), el Hijo que realizó la redención para darnos la filiación (v. 5) y el Espíritu que lleva a cabo la filiación dentro de nosotros (v. 6).
El Nuevo Testamento se refiere a los creyentes como niños de Dios, hijos de Dios y herederos de Dios. Nuestra relación inicial, o primaria, con Dios consiste en ser niños. Podemos ser niños sin tener el crecimiento correspondiente a un hijo, o también podemos ser hijos sin ser aptos para ser herederos. Por tanto, debemos crecer a fin de llegar a ser hijos de Dios. Después necesitamos de crecimiento adicional, esto es, crecer hasta alcanzar plena madurez, a fin de ser herederos de Dios. Como herederos habremos de heredar la herencia divina.
Cristo es el Heredero de todo (He. 1:2), y los creyentes están destinados a ser coherederos con Cristo. Romanos 8:17 dice: “Si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con Él, para que juntamente con Él seamos glorificados”. Hay una progresión en el pensamiento expresado en este versículo, pues se avanza de ser hijos a ser herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo. Sin embargo, no debiéramos pensar que simplemente porque somos hijos de Dios también somos coherederos con Cristo. Los niños no pueden ser legítimos herederos. A fin de llegar a ser herederos legítimos, los niños tienen que crecer hasta llegar a ser hijos, y los hijos tienen que crecer hasta poder ser herederos. Cuando llegamos a la etapa de crecimiento correspondiente a ser coherederos con Cristo, habremos de ser glorificados.
Aparte de creer en Cristo, no hay ninguna otra condición que se nos haya impuesto para poder ser niños de Dios. Siempre y cuando el Espíritu dé testimonio juntamente con nuestro espíritu (v. 16), podemos tener la certeza de que somos hijos de Dios. Sin embargo, para que progresemos de ser niños de Dios a ser coherederos con Cristo hay una condición, y esta condición consiste en que padezcamos juntamente con Cristo para que juntamente con Él seamos glorificados. El crecimiento genuino en la vida divina requiere de sufrimiento. Cuanto más sufrimos con Cristo, más crecemos y más rápidamente maduramos para llegar a ser coherederos con Cristo.
Gálatas 3:29 revela que los creyentes son herederos según la promesa dada por Dios a Abraham: “Si vosotros sois de Cristo, ciertamente descendencia de Abraham sois, y herederos según la promesa”. Abraham tiene una sola descendencia: Cristo (v. 16). Así que, para ser descendencia de Abraham tenemos que ser de Cristo, o sea, ser parte de Él. Por ser nosotros uno con Cristo, también somos descendencia de Abraham, herederos según la promesa, quienes heredan la bendición prometida por Dios, la cual es el Espíritu todo-inclusivo como máxima consumación del Dios Triuno procesado que llega a ser nuestra porción. En la economía neotestamentaria de Dios, los creyentes como pueblo escogido de Dios, siendo hijos de Dios, son tales herederos, quienes no están bajo la ley sino en Cristo. Sin embargo, los judaizantes que permanecían bajo la ley y se mantenían alejados de Cristo eran como Ismael (4:23), descendencia de Abraham conforme a la carne, mas no como Isaac (v. 28), herederos de Abraham según la promesa. Los que creen en Cristo son tales herederos, quienes heredan la bendición prometida.
Gálatas 3 revela que Dios se había propuesto dar la promesa a Abraham según Su propósito eterno. Antes que esta promesa se cumpliera, la ley fue dada para que sirviera como custodio del pueblo escogido por Dios. Después, en el tiempo señalado, Cristo, la descendencia prometida, vino para cumplir la promesa que Dios le hizo a Abraham. Cuando Cristo vino, el cumplimiento de la bendición prometida por Dios también vino. Ahora estamos en Cristo —Aquel que da cumplimiento a la promesa— para heredar la promesa cumplida y disfrutar la bendición de la promesa hecha a Abraham. Esta bendición es el Dios Triuno procesado como Espíritu vivificante y todo-inclusivo.
Tito 3:7b dice que los creyentes son “herederos conforme a la esperanza de la vida eterna”. En este versículo vemos que los creyentes no son solamente hijos, sino también herederos aptos para heredar los bienes del Padre (Ro. 4:14; 8:17; Gá. 3:29; 4:7). Nacimos de Dios (Jn. 1:12-13) con Su vida eterna (3:16). Esta vida eterna nos capacita no solamente para vivir y disfrutar a Dios en esta era, sino también para heredar, en la era venidera y en la eternidad, todas las riquezas de lo que Él es para nosotros. Además, la vida eterna implica esperanza. Con la vida temporal no tenemos verdadera esperanza, pero con la vida eterna hay esperanza. Debido a que la vida eterna es imperecedera y no puede ser aniquilada, ella nos da esperanza. Por tanto, tenemos la esperanza de la vida eterna. La vida eterna de Dios es nuestro disfrute hoy y nuestra esperanza para mañana.
Debemos comprender que somos herederos conforme a la esperanza de la vida eterna. La vida eterna es la vida divina, la vida increada de Dios. Dicha vida no solamente es imperecedera, que perdura por siempre, con respecto al tiempo, sino que también es eterna y divina en su naturaleza. La vida eterna de Dios es dada a todos los que creen en Cristo (1 Ti. 1:16) y es también el elemento principal de la gracia divina que nos fue dada (Ro. 5:17, 21). Esta vida venció a la muerte (Hch. 2:24) y la sorberá (2 Co. 5:4). Esta vida y la incorrupción que es consecuencia de la misma han sido sacadas a la luz y hechas visibles a los hombres por medio de la predicación del evangelio (2 Ti. 1:10). Además, la vida eterna no solamente está destinada a que nosotros participemos de ella y la disfrutemos en la actualidad, sino también que la heredemos (Mt. 19:29) en toda su extensión por la eternidad. La experiencia que en la actualidad tenemos de la vida eterna nos hace aptos para heredarla en el futuro. El disfrute que tenemos de ella actualmente es un anticipo; el pleno sabor tendrá lugar cuando heredemos la vida eterna en la era venidera y en la eternidad, lo cual constituye la esperanza de la vida eterna. Ésta es la esperanza bienaventurada revelada en Tito 2:13, la cual está compuesta de la libertad de la gloria de la plena filiación, la redención de nuestro cuerpo (Ro. 8:21-25), la salvación preparada para ser manifestada en el tiempo postrero (1 P. 1:5) y la esperanza viva de una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible reservada para nosotros en los cielos (vs. 3-4). Todo esto constituye la bendición y el disfrute de la vida eterna, bendición y disfrute que son plenos, espirituales, divinos y celestiales, los cuales disfrutaremos tanto en el milenio como en el cielo nuevo y la tierra nueva (2 P. 1:11; 3:13; Ap. 21:6-7), según se menciona en 1 Timoteo 4:8. Conforme a esta esperanza llegamos a ser herederos de Dios que heredan todas Sus riquezas por la eternidad. Ésta es la cúspide, la meta eterna, de la salvación eterna que Dios efectúa con Su vida eterna, la cual nos ha sido dada por la gracia en Cristo.
Los creyentes son herederos de Dios mediante la justificación por la gracia de Cristo (Tit. 3:7a). Ser justificados (Ro. 3:24; Gá. 2:16) equivale a ser aprobados por Dios conforme a Su estándar de justicia. Dios puede aprobarnos de este modo debido a que nuestra justificación está basada en la redención de Cristo. La redención sirve de fundamento para la justificación. Cuando la redención efectuada por Cristo es aplicada a nosotros, somos justificados.
Tito 3:7a dice que fuimos justificados por la gracia de Cristo. La gracia de Cristo no es meramente Su favor inmerecido. La gracia de Cristo en realidad es Cristo mismo como vida y como nuestro todo, el cual es impartido en nosotros para que le disfrutemos. Esta gracia es la transmisión a nuestro ser del Cristo encarnado, crucificado, resucitado y ascendido. Esta gracia desempeña la función más importante en la economía de la salvación de Dios. Cuando recibimos la gracia de Cristo, fuimos justificados para llegar a ser herederos de Dios.
Los creyentes han llegado a ser herederos de Dios mediante la regeneración que tuvo lugar en la resurrección de Cristo. “Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según Su grande misericordia nos ha regenerado para una esperanza viva, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos” (1 P. 1:3). La regeneración, al igual que la redención y la justificación, es un aspecto de la plena salvación de Dios. La redención y la justificación resuelven el problema que tenemos con Dios y nos reconcilian con Él; la regeneración nos vivifica con la vida de Dios, llevándonos a una relación de vida, una unión orgánica, con Dios. Por consiguiente, la regeneración da por resultado una esperanza viva. Tal regeneración es efectuada por medio de la resurrección de Cristo de entre los muertos. Cuando Cristo fue resucitado, nosotros, Sus creyentes, estábamos incluidos en Él. Por tanto, fuimos resucitados juntamente con Él (Ef. 2:6). En Su resurrección Él impartió la vida divina en nosotros y nos hizo iguales a Él en vida y naturaleza. Éste es el factor básico de nuestra regeneración para que lleguemos a ser herederos de Dios.
Ser regenerados consiste en recibir otra vida, la vida divina, además de nuestra vida humana. Todos recibimos la vida humana de nuestros padres; pero por causa de la elección de Dios, la santificación del Espíritu y la redención de Cristo (1 P. 1:2), Dios nos engendra, nos regenera. Como resultado de ello, experimentamos un segundo nacimiento. Mediante la regeneración Dios el Padre imparte la vida divina en nosotros. Por tanto, el primer nacimiento fue el nacimiento de nuestra vida humana, y el segundo nacimiento, el nacimiento de la vida divina. Todos hemos nacido de la vida divina. Esto es lo que significa ser regenerados.
Una vez que alguien ha nacido sobre esta tierra, esa persona adquiere el derecho a disfrutar de una herencia terrenal. Bajo el mismo principio, una vez que alguien ha nacido de nuevo por obra de Dios con Su Espíritu, tal persona ha nacido para una esperanza viva, y dicha esperanza viva consiste en heredar (v. 4) todas las bendiciones espirituales y celestiales relacionadas con la vida eterna. Diariamente debemos tomar posesión de esta herencia y disfrutarla.
Mediante la regeneración que tuvo lugar en la resurrección de Cristo hemos llegado a ser herederos a fin de heredar al Dios Triuno como nuestra herencia juntamente con el Espíritu Santo como las arras. El “Espíritu Santo de la promesa” es “las arras de nuestra herencia, hasta la redención de la posesión adquirida” (Ef. 1:13b-14). Dios mismo es nuestra herencia. Hemos de heredar todo lo que Dios es y tiene. En función de tal herencia, el Espíritu Santo es las arras, la garantía. La palabra griega traducida “arras” en el versículo 14 también significa anticipo, garantía, un pago parcial dado por adelantado. Dios nos da Su Espíritu Santo no sólo como garantía de nuestra herencia, asegurando nuestra heredad, sino también como anticipo de lo que heredaremos de Dios.
En tiempos antiguos, la palabra griega aquí traducida “arras” se usaba en la compra de tierras. El vendedor daba al comprador una porción del suelo, una muestra tomada de la tierra que iba a comprar. Por tanto, según el griego antiguo, las arras también eran una muestra. En calidad de arras, el Espíritu Santo es la muestra de lo que heredaremos del Dios Triuno.
Debe impresionarnos el hecho que nuestra herencia sea el propio Dios Triuno, no una mansión celestial en una ciudad con calles de oro y puertas de perla. Las arras de nuestra herencia es el Espíritu Santo. Pero Dios no nos daría el Espíritu como arras de una mansión celestial, pues en tal caso las arras no corresponderían a la herencia. Una mansión material no requeriría de la persona divina del Espíritu en calidad de arras, muestra, anticipo y garantía. Puesto que las arras de nuestra herencia es una persona divina, la herencia también debe de ser una persona divina: el propio Dios Triuno. El Dios Triuno es la herencia que Dios se ha propuesto darnos, y el Espíritu como máxima consumación del Dios Triuno que llega a nosotros es las arras de esta herencia. Como arras de nuestra herencia, el Espíritu nos garantiza que el Dios Triuno será nuestra porción para nuestro disfrute. Éste es el Dios Triuno como nuestra herencia.
Además, Efesios 1:14 dice que el Espíritu es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida. Nosotros, los redimidos de Dios, la iglesia, somos la posesión de Dios, la cual Él adquirió comprándonos con la sangre preciosa de Cristo (Hch. 20:28). En la economía de Dios, Él llega a ser nuestra herencia y nosotros llegamos a ser Su posesión. Como aquellos que son la posesión de Dios, todavía se requiere que nuestro cuerpo sea redimido, puesto que nuestro cuerpo todavía está en la vieja creación. Pero un día nosotros, quienes somos la posesión de Dios, seremos redimidos en nuestro cuerpo. El Dios Triuno ha puesto Su Espíritu en nosotros como arras de Sí mismo en calidad de herencia hasta, o con miras a, el día cuando, como propiedad adquirida por Dios, seamos redimidos al ser introducidos en Su gloria para que Él disfrute de nosotros. Por un lado, el Dios Triuno es nuestra herencia; por otro, nosotros somos Su posesión. El asunto crucial presentado en Efesios 1:14 es que el Espíritu nos ha sido dado en arras como garantía de que Dios será nuestra herencia de manera plena. A la postre, seremos redimidos para ser la posesión de Dios en gloria. Entonces, en la gloria, hemos de disfrutar a Dios como nuestra herencia, y Él nos disfrutará a nosotros como Su posesión.
Nuestra herencia no es algo material. La Trinidad Divina es nuestra herencia, y Su Espíritu consumado ha sido impartido en nuestro ser como arras. Ahora estas arras operan dentro de nosotros a fin de redimirnos como posesión de Dios hasta el día en que le disfrutaremos a Él como nuestra porción y Él nos disfrutará a nosotros como Su posesión.
En su estatus como herederos de Dios, los creyentes participan con todos los santos en la luz del Dios Triuno corporificado en Cristo como su porción. Hechos 26:18 se refiere al perdón de pecados y a la herencia entre los que han sido santificados por la fe en Cristo. No solamente tenemos el perdón de pecados en un sentido negativo, sino también una herencia en un sentido positivo. Esta herencia divina es el propio Dios Triuno con todo lo que Él tiene, todo lo que Él ha realizado y todo lo que Él hará por Su pueblo redimido. El Dios Triuno está corporificado en el Cristo todo-inclusivo (Col. 2:9), quien es la porción asignada como herencia a los santos (1:12). El Espíritu Santo es las arras, la garantía, de esta herencia divina, de la cual ahora participamos y disfrutamos como anticipo y de la cual participaremos y disfrutaremos en plenitud en la era venidera y por la eternidad (1 P. 1:4).
A los creyentes por lo general se les ha enseñado que la herencia mencionada en Hechos 26:18 es una mansión celestial. Pero esta herencia en realidad es Cristo, la corporificación del Dios Triuno procesado. Este Cristo es la porción de los santos. En Colosenses 1:12 Pablo dice que el Padre nos hizo aptos “para participar de la porción de los santos en la luz”. Esta porción es la “parcela asignada”, la herencia, de los santos. La herencia es una parcela asignada, y esta parcela asignada es una porción.
En el Antiguo Testamento cada una de las tribus de Israel recibió una parcela, una porción, de la buena tierra a manera de heredad. La buena tierra tipifica al Cristo todo-inclusivo que nos fue dado en heredad. La palabra griega traducida “porción” en Colosenses 1:12 también puede traducirse “parcela asignada”, refiriéndose a la repartición por suertes. Cuando Pablo escribió este versículo, sin duda alguna tenía en mente el cuadro de la repartición de la buena tierra a los hijos de Israel (Jos. 14:1) y usó la palabra porción teniendo como trasfondo el relato acerca de la tierra en el Antiguo Testamento. En Colosenses Cristo es revelado como nuestra porción, nuestra parcela asignada. Así como la tierra de Canaán lo era todo para los hijos de Israel, del mismo modo Cristo, la realidad del tipo de la buena tierra, lo es todo para nosotros. Por tanto, Cristo, la corporificación del Dios Triuno procesado, es nuestra heredad de la cual participamos con todos los santos en la luz.
Como herederos de Dios, los creyentes también serán glorificados juntamente con Cristo (Ro. 8:17b). Ahora Cristo está en gloria; con el tiempo, nosotros también seremos introducidos en la gloria y seremos glorificados juntamente con Cristo. Cuando seamos glorificados, el cuerpo de la humillación nuestra será transfigurado en un cuerpo glorioso (Fil. 3:21). En ese tiempo seremos completa y absolutamente introducidos en Dios mismo como nuestra gloria; entonces apareceremos juntamente con Cristo en gloria (Col. 3:4).
Tal vez algunos de nosotros tengamos un concepto estrictamente objetivo con respecto a la glorificación. Según este concepto, aquellos que han sido salvos y regenerados de improviso serán glorificados. Supuestamente, la glorificación de los creyentes habría de tener lugar instantáneamente a la venida del Señor Jesús. Pero aunque nuestra glorificación pueda parecer un evento que ocurre de improviso, en realidad será la consumación de un proceso gradual de crecimiento y desarrollo en vida. La vida de gloria entró en nosotros mediante la regeneración, y ahora poseemos una semilla de gloria dentro de nosotros. La vida que tenemos como semilla en nosotros es la vida de gloria. Éste es Cristo en nosotros, la esperanza de gloria (1:27). Con el tiempo, esta semilla florecerá, con lo cual seremos introducidos en gloria. Esto será como la transfiguración del Señor Jesús (Mt. 17:1-2). Cuando el Señor fue transfigurado en el monte, lo que ocurrió no fue que la gloria shekiná vino de improviso sobre Él descendiendo desde los cielos; más bien, lo que pasó fue que la gloria divina resplandeció desde Su interior. Asimismo, la gloria en la cual seremos introducidos es la irradiación resplandeciente de la misma gloria que está dentro de nosotros ahora mismo. Esto significa que Cristo no nos está conduciendo a una especie de gloria objetiva, sino al interior de la misma gloria que ha sido sembrada en nosotros como semilla. Por tanto, ser glorificado significa que la gloria sembrada como semilla en nosotros ha saturado todo nuestro ser. Una vez hayamos sido empapados y saturados con el elemento de gloria, tal gloria saldrá desde nosotros. Esto es lo que significa que nosotros, los herederos de Dios, seamos glorificados con Cristo.
En 1 Pedro 1:3 se nos dice que mediante la resurrección de Cristo fuimos regenerados para una esperanza viva. Después el versículo 4 añade: “Para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros”. El versículo 3 finaliza con una coma, y el versículo 4 comienza con “para”; esta construcción indica que “para una herencia”, en el versículo 4, está en aposición con “para una esperanza viva”, en el versículo 3. Esto significa que la esperanza viva es la herencia y que la herencia es la esperanza viva. La esperanza viva, resultado de la regeneración, es la expectativa que tenemos en cuanto a la bendición venidera; la herencia es el cumplimiento de nuestra esperanza en la era venidera y en la eternidad.
Una esperanza viva es una esperanza de vida. En particular, es la esperanza propia de la vida eterna. La vida eterna es nuestro disfrute y también nuestra herencia. Todas las riquezas del ser de Dios están contenidas en Su vida. Estas riquezas han llegado a ser nuestra herencia en el banco celestial. Nuestra experiencia diaria de la vida eterna es también la experiencia y disfrute de la herencia reservada en los cielos para nosotros. Esto indica que la esperanza viva y la herencia son la misma cosa.
La herencia mencionada en 1 Pedro 1:4 incluye la salvación venidera de nuestras almas (vs. 5, 9), la gracia que recibiremos cuando el Señor sea revelado (v. 13), la gloria que ha de ser revelada (5:1), la corona inmarcesible de gloria (v. 4) y la gloria eterna (v. 10). Todos estos aspectos de nuestra herencia eterna están relacionados con la vida divina, la cual recibimos por medio de la regeneración y experimentamos y disfrutamos en todo el transcurso de nuestra vida cristiana. “Esta herencia es la posesión plena de lo que fue prometido a Abraham y a todos los creyentes (Gn. 12:3 véase Gá. 3:6 y los subsiguientes versículos), una herencia superior a la que les tocó a los hijos de Israel cuando tomaron posesión de Canaán, tan superior como lo es la filiación de los regenerados —quienes por medio de la fe ya han recibido la promesa del Espíritu como arras de su herencia— a la filiación de Israel; compárese Gá. 3:18, 29; 1 Co. 6:9; Ef. 5:5; He. 9:15” (Wiesinger, citado por Alford).
Mediante nuestro segundo nacimiento, nuestra regeneración, hemos nacido para obtener una nueva herencia. Según 1 Pedro 1:4, esta herencia no está en la tierra, sino que es guardada en los cielos. Aunque esta herencia está reservada en los cielos para nosotros, podemos disfrutar de ella ahora en la tierra. Nuestra herencia celestial, divina y espiritual es guardada en los cielos; no obstante, es continuamente transmitida a nuestro espíritu para nuestro disfrute.
En el versículo 4 Pedro usa tres palabras para describir nuestra herencia: incorruptible, incontaminada e inmarcesible. Creo que esta descripción triple alude a la Trinidad. La palabra incorruptible se refiere a la naturaleza de esta herencia. Ésta es la naturaleza de Dios, representada por el oro. Aquí incorruptible se refiere a la sustancia, la cual es indestructible y no se deteriora. En contraste con cualquier herencia terrenal, nuestra herencia celestial es incorruptible, puesto que no es material. Todo lo material o físico es susceptible de corrupción; pero nuestra herencia que está guardada en los cielos es divina y espiritual, absolutamente incorruptible.
“Incontaminada” describe la condición de la herencia y se refiere a su pureza, al hecho de no tener mancha alguna. Esto significa que nuestra herencia no puede ser contaminada; nada puede hacerla inmunda. Esta condición está relacionada con el Espíritu que santifica.
Finalmente, “inmarcesible” se refiere a la belleza y gloria de nuestra herencia; presenta el hecho de que no se marchita. Debido a que nuestra herencia es inmarcesible, su belleza y gloria no pueden marchitarse. Por tanto, “inmarcesible” se refiere a la expresión de la herencia. Esta herencia manifiesta gloria inmarcesible. En 1 Pedro 5:4 se hace referencia a la corona inmarcesible de gloria. La expresión imperecedera, denotada por la palabra inmarcesible, es el Hijo como expresión de la gloria del Padre.
Estas tres excelentes cualidades de nuestra herencia eterna en vida —incorruptible, incontaminada e inmarcesible— describen la naturaleza incorruptible del Padre, el poder santificador del Espíritu que mantiene la herencia en una posición incontaminada, para guardarla santa, limpia y pura, y también al Hijo como expresión de la gloria inmarcesible. Por tanto, esta descripción triple de nuestra herencia es también una descripción del Dios Triuno.
El propio Dios Triuno será nuestra herencia básica. Con relación al Dios Triuno como Aquel que es nuestra herencia tenemos además otros cinco asuntos: la salvación venidera de nuestras almas, la gracia que nos será revelada cuando el Señor venga, la gloria que nos ha de ser revelada, la corona inmarcesible de gloria y la gloria eterna. Estos cinco asuntos, considerados en su conjunto, son una herencia complementaria en relación con Dios mismo. Aunque estos asuntos no son el propio Dios Triuno directamente, ellos se relacionan con la vida divina, la cual es Dios mismo.
Por ser herederos de Dios, los creyentes son coherederos con Cristo según la promesa y la esperanza de la vida eterna, mediante la justificación por la gracia de Cristo y la regeneración que tuvo lugar en la resurrección de Cristo, para heredar al Dios Triuno como su heredad teniendo al Espíritu Santo como arras, para participar con todos los santos en la luz del Dios Triuno corporificado en Cristo como su porción, para ser glorificados con Cristo y para heredar la herencia reservada en los cielos como su esperanza viva. Todo esto tiene por consumación que los creyentes lleguen a ser la herencia de Dios. Efesios 1:11 dice: “En Él asimismo fuimos designados como herencia”. La expresión griega traducida “fuimos designados como herencia” significa “elegir o asignar por suertes”. Así que, esta cláusula literalmente significa que fuimos designados como una herencia escogida. Fuimos designados como herencia para heredar a Dios mismo como nuestra herencia. Por un lado, hemos llegado a ser la herencia de Dios (v. 18) para Su deleite; por otro, heredamos a Dios como nuestra herencia (v. 14) para nuestro deleite. Según nuestro hombre natural no tenemos mayor valor; pero en Cristo fuimos hechos herencia de Dios. En virtud de que el Dios Triuno se forja en nosotros, somos constituidos como herencia para Dios. En la medida en que el elemento de Dios se ha forjado en nuestro ser, nosotros llegamos a ser Su herencia en realidad. Por tanto, todavía nos encontramos en el proceso de ser hechos herencia de Dios en plenitud.
Efesios 1:18 indica que la herencia de Dios está en los santos. Primero, Dios nos hizo Su herencia, Su posesión adquirida, y nos hizo participes de todo lo que Él es, de todo lo que Él tiene y de todo lo que Él ha realizado, como nuestra herencia. De manera consumada, todo esto llega a ser Su herencia en los santos por la eternidad.
En Efesios 1:18 la palabra griega traducida “en” también puede traducirse “entre”. La herencia de Dios está en los santos y entre los santos. Nosotros, los santos, somos la herencia de Dios; sin embargo, lo que somos por naturaleza no puede ser herencia de Dios. Dios no desea heredar nuestra naturaleza, nuestra carne, nuestro ser natural. Dios desea heredar todo lo que de Sí mismo Él forjó en nosotros. Por tanto, todo lo que de Sí mismo Dios forjó en nosotros, llega a ser Su herencia.
Por ser aquellos que son herencia de Dios, hemos sido sellados con el Espíritu Santo (Ef. 1:13). Ser sellado con el Espíritu Santo es ser marcado con el Espíritu Santo como un sello vivo. Debido a que fuimos designados como herencia de Dios, cuando fuimos salvos Dios puso en nosotros Su Espíritu Santo como sello para marcarnos, lo cual indica que pertenecemos a Dios.
En realidad el Espíritu mismo es el sello. Ser sellados con el Espíritu Santo significa que Dios ha sido impartido en nuestro ser. Por tanto, este sello es viviente y se mueve dentro de nosotros, pues el Espíritu está constantemente sellándonos con la esencia de Dios. Ser sellados de este modo equivale a ser saturados con todo lo que Dios es. Por tanto, el sellar del Espíritu Santo también indica que Dios es forjado en nuestro ser. Por medio del sellar del Espíritu, Dios forja Su esencia en nuestro ser a fin de que Él pueda disfrutar de nosotros, Su posesión adquirida, como Su herencia.
Efesios 1:18 se refiere a “las riquezas de la gloria de Su herencia en los santos”. Las riquezas de la gloria de Dios son los muchos y variados atributos de Dios, tales como luz, vida, poder, amor, justicia y santidad, expresados en varios grados. Puesto que la gloria es la expresión manifiesta de Dios, las riquezas de Su gloria son las riquezas de la expresión de Dios.
Es Dios mismo en nosotros quien constituye Su herencia entre los santos. En esta herencia están las riquezas de la gloria de Dios. Si Dios no es forjado en nosotros, no podríamos llegar a ser Su herencia, Su particular posesión. Los creyentes llegan a ser preciosos para el Señor al ser saturados con la esencia divina. Únicamente de este modo los pobres pecadores pueden llegar a ser el tesoro especial de Dios. En este universo, Dios es el único que es precioso. Ahora este Dios precioso de valor incomparable está forjándose en nosotros para hacer de nosotros Su herencia gloriosa. Cuando venga la Nueva Jerusalén, veremos que ella es íntegramente una herencia de gran valor, la cual resplandece con la gloria de Dios. Por tanto, el hecho de que los creyentes estén en el proceso de convertirse herencia gloriosa de Dios, un precioso tesoro para Él, indica que Él está forjándose en nuestro ser.
Después de ser salvos, somos niños de Dios, hijos de Dios, participantes de la naturaleza divina y herederos de Dios. Como herederos de Dios le disfrutamos como nuestra heredad, y llegamos a ser Su heredad para Su deleite. Por tanto, nuestro disfrute de la herencia divina tiene por consumación que seamos hechos herencia de Dios. Disfrutamos a Dios y, entonces, nuestro disfrute de Él hace de nosotros Su deleite.
Diariamente disfrutamos a Dios por medio de que el Espíritu se nos da en arras. Dios se da en arras a nosotros como Espíritu dentro de nosotros con miras a nuestro disfrute, lo cual nos garantiza que a la postre tendremos el pleno sabor del Dios Triuno. Este disfrute de Dios como nuestra herencia es la impartición de Dios en nosotros. El resultado de esta impartición es que llegamos a ser la herencia de Dios para Su disfrute.
Debemos entender no sólo doctrinalmente, sino también en términos de nuestra experiencia, que tenemos al Espíritu Santo dentro de nosotros como primicias de Dios para nuestro disfrute. Estas primicias son el anticipo, la garantía, las arras, de que disfrutaremos a Dios en plenitud. Nuestro continuo disfrute del Dios Triuno hará de nosotros Su herencia. Esto significa que primero le heredamos a Él; después, a medida que Él es impartido en nosotros y llega a ser nuestra constitución intrínseca, llegamos a ser Su deleite. A la postre, Dios disfrutará de Sí mismo en nuestra constitución.
Damos gracias al Señor por introducirnos profundamente en la verdad respecto a los creyentes como herederos de Dios. Mediante la redención, la justificación y la regeneración, Dios se puso Él mismo dentro de nosotros para ser nuestra herencia. Ahora lo disfrutamos a Él como las arras. Diariamente participamos de Él, y Él se imparte en nuestro ser. Con el tiempo, seremos saturados de Él y estaremos constituidos con Él como nuestra herencia. Este disfrute y esta constitución harán de nosotros Su herencia. Por tanto, somos la herencia de Dios no en nosotros mismos ni por nosotros mismos, sino por el hecho de que Él sea nuestra herencia. Entonces nuestro disfrute de Él tendrá por consumación que seamos la herencia de Dios para que Dios la disfrute eternamente. Por último, la Nueva Jerusalén será una morada mutua y también un disfrute mutuo. En la Nueva Jerusalén hemos de disfrutar al Dios Triuno como nuestra herencia eterna, y Él nos disfrutará a nosotros como Su eterna posesión. Esta consumación será el resultado de que Dios se imparta en nosotros y nos constituya consigo mismo. La impartición de Dios en nosotros nos hace Su herencia y, mediante el disfrute que tenemos de Él como nuestra herencia, nosotros llegamos a ser Su herencia.