
En este mensaje consideraremos otros cuatro aspectos de la Nueva Jerusalén como ciudad santa: el templo en la ciudad, la luz y la lámpara, la calle y el trono.
Apocalipsis 21:22a dice: “No vi en ella templo”. Este versículo indica claramente que en la Nueva Jerusalén no habrá templo. En el Antiguo Testamento, el tabernáculo de Dios fue un precursor del templo de Dios. Antes que surgiera el templo, se tenía el tabernáculo; pero cuando el tabernáculo alcanzó su plenitud, se convirtió en el templo. Bajo este mismo principio, la Nueva Jerusalén como tabernáculo de Dios (v. 3) será el templo de Dios; esto indica que en el cielo nuevo y en la tierra nueva el templo de Dios será ensanchado hasta llegar a ser una ciudad. Puesto que la ciudad misma será el templo, no habrá “en ella templo”.
La palabra griega para “templo” en el versículo 22, naós, no denota la totalidad del templo de manera general, es decir, no abarca tanto el Lugar Santísimo como el Lugar Santo; más bien, esta palabra denota el templo interior: el Lugar Santísimo. Esto indica que toda la ciudad de la Nueva Jerusalén es el Lugar Santísimo. Que las tres dimensiones de la ciudad sean equivalentes (v. 16) también indica que la ciudad en su totalidad es el Lugar Santísimo, el templo interior.
Apocalipsis 21:22b dice: “El Señor Dios Todopoderoso, y el Cordero, es el templo de ella”. Esto revela que el templo no es una entidad material o física. Por el contrario, el templo es una entidad personal, incluso el propio Dios Triuno. La expresión el Señor Dios Todopoderoso, y el Cordero se refiere al Dios Triuno redentor. Por tanto, el templo es una persona, y esta persona es el Dios Triuno, el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero. En la actualidad nuestro Dios es el Redentor así como también el Dios Triuno. Este Dios Triuno redentor es nuestro templo.
Puesto que Dios y el Cordero son el templo, Ellos no pueden morar en él y esa no es Su morada; más bien, es la morada de todos los santos redimidos, quienes sirven al Dios Triuno morando en Él. Por un lado, la Nueva Jerusalén, como morada de Dios —compuesta de todos los santos redimidos—, es el tabernáculo; por otro, la Nueva Jerusalén, como morada de todos los santos redimidos —constituida del Dios Triuno procesado—, es el templo. Por consiguiente, la Nueva Jerusalén es la morada mutua del Dios redentor y Sus redimidos; es tanto el tabernáculo como el templo. El tabernáculo lo constituyen los redimidos, y el templo es el Dios redentor. Esto es prueba contundente de que el Dios redentor se mezcló con Sus redimidos mediante los procesos por los cuales Él pasó y los procedimientos en los cuales ellos han tenido parte, con miras a Su expresión eterna.
En Juan 15:4 el Señor Jesús dice: “Permaneced en Mí, y Yo en vosotros”; aquí permanecer en realidad significa morar. Este pasaje nos presenta un permanecer mutuo, un morar mutuo. Cuando tomamos al Señor como nuestra morada, llegamos a ser Su morada. ¡Cuán maravilloso es esto! La Nueva Jerusalén será una morada mutua, pues nosotros moraremos en Dios a fin de que Él more en nosotros.
Que el templo sea el propio Señor Dios Todopoderoso y el Cordero significa que el Dios Triuno procesado es la morada para que todos los santos redimidos y perfeccionados moren en Dios y le sirvan en la eternidad. Moisés se había percatado de esto. En Deuteronomio 33:27 él dijo: “El Dios de antaño es tu morada”, y en Salmos 90:1 dijo: “Oh Señor, Tú has sido nuestra morada / en todas las generaciones”. Esto indica que mientras Moisés viajaba en el desierto con los hijos de Israel, según su sentir en lo profundo de su ser él moraba en Dios.
En Salmos 27:4 y 36:8-9 también se hace referencia a la experiencia que tienen los santos de morar en Dios. Salmos 27:4 dice: “Una cosa he pedido a Jehová; / ésta buscaré: / morar en la casa de Jehová / todos los días de mi vida, / para contemplar la hermosura de Jehová / y para inquirir en Su templo”. Esto indica que al estar en el templo, los santos podían contemplar la hermosura del Señor e inquirir de Él. Salmos 36:8-9 dice: “Son saturados de la grosura de Tu casa, / y Tú los haces beber del río de Tus delicias. / Porque contigo está la fuente de la vida; / en Tu luz vemos la luz”. Esto revela que los santos eran abundantemente satisfechos con las riquezas de la casa de Dios al beber del río de las delicias de Dios, al disfrutar de la fuente de la vida y al recibir la luz divina. Este cuadro es precursor de nuestra experiencia de morar en el Dios Triuno en la eternidad.
Apocalipsis 21:23 dice: “La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella; porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lámpara”. En el milenio la luz del sol y de la luna será intensificada (Is. 30:26). En cambio, en la Nueva Jerusalén, la cual está en el cielo nuevo y en la tierra nueva, no se necesitará del sol ni de la luna. El sol y la luna existirán en el cielo nuevo y en la tierra nueva, pero en la Nueva Jerusalén no habrá necesidad de ellos porque Dios, la luz divina, brillará mucho más.
En la Nueva Jerusalén no anochecerá, pues “no habrá más noche” (Ap. 22:5a). “Allí no habrá noche” (21:25b). En el cielo nuevo y la tierra nueva todavía habrá distinción entre el día y la noche, pero en la Nueva Jerusalén no habrá tal distinción. Fuera de la ciudad todavía habrá noche, pero dentro de la ciudad no habrá noche, porque la ciudad tendrá una luz eterna y divina, la cual es Dios mismo.
Apocalipsis 21:11 y 23 dicen que la Nueva Jerusalén tiene la gloria de Dios y que su luz es semejante a la de una piedra preciosísima, como piedra de jaspe, diáfana como el cristal. En la Nueva Jerusalén Cristo, como lámpara de la ciudad santa, irradiará desde Su interior a Dios como luz para iluminar la ciudad con la gloria de Dios, la expresión de la luz divina. “La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella; porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lámpara” (v. 23). La gloria de Dios, la cual es Dios expresado, ilumina la Nueva Jerusalén. Por tanto, la gloria de Dios —que tiene a Dios mismo como sustancia, esencia y elemento— es la luz de la Nueva Jerusalén que resplandece en el Cordero, la lámpara. La gloria expresada de Dios, o el Dios de gloria expresado, es la luz que resplandece en Cristo como lámpara a través del muro de jaspe de la Nueva Jerusalén brillando como jaspe preciosísimo, que tiene la apariencia de Dios rica en vida (v. 11). La apariencia de Dios, que es rica en vida, acompaña tal resplandor para la expresión de Dios en Su manifestación final y consumada.
En 21:23 vemos que Dios es la luz y que Cristo es la lámpara. Esto indica que Dios y el Cordero son una sola luz. Dios es el contenido, y el Cordero, Cristo, es el portador de la luz, la expresión. Esto significa que Dios, quien es luz, resplandecerá en Cristo, la lámpara, a través de la ciudad. Esto guarda relación con la impartición divina, pues el resplandor de la luz divina en realidad es la impartición del Dios Triuno procesado en los creyentes.
Dios, la luz divina, precisa de una lámpara. Si el Cordero no fuera la lámpara, el resplandor de Dios nos mataría. Pero con el Cristo redentor como lámpara, la luz divina no nos mata sino que nos ilumina. En 1 Timoteo 6:16 se nos dice que Dios habita en luz inaccesible. Pero en Cristo, Dios se vuelve accesible. Separado de Cristo, el resplandor de Dios sería aniquilador, pero en Cristo el resplandor de Dios es iluminador. Debido a que la luz divina resplandece a través del Cordero, el Redentor, ella ha llegado a ser querida para nosotros y la podemos palpar. La luz de Dios, mediante el Cordero como lámpara, se convierte en un resplandor disfrutable propicio para la impartición de Dios.
Apocalipsis 21:21 dice: “La calle de la ciudad era de oro puro, transparente como vidrio”. Las puertas nos permiten entrar en la ciudad, mientras que la calle tiene por finalidad nuestro andar diario, nuestro vivir diario. Entramos en la Nueva Jerusalén, la ciudad santa, mediante la muerte y resurrección de Cristo; pero nuestro andar diario, nuestro vivir diario, en la ciudad es realizado conforme a la naturaleza divina, representada por el hecho de que la calle es de oro puro. Esto indica que después de entrar en la ciudad por medio de la regeneración, el vivir y andar diario de los santos tiene que ser realizado en la senda de la naturaleza divina.
La calle en la Nueva Jerusalén es únicamente una sola. No hay laberinto ni desvío alguno, por lo cual no es posible perderse. No importa por cuál de las puertas haya entrado un creyente, estará en la única calle. En esta única calle somos uno.
La calle de la Nueva Jerusalén desciende en espiral desde el trono de Dios hasta alcanzar a todos los escogidos de Dios. Debido a que la única calle recorre la ciudad en espiral, ella llega a todas las puertas. Además, esta calle nos conduce de las puertas al trono.
Apocalipsis 21:21 dice que la calle de la ciudad santa es de oro puro. La calle forma parte de la ciudad misma, y la ciudad en todas sus partes es de oro. Hemos visto que el oro representa la naturaleza de Dios. Después de entrar en la Nueva Jerusalén, tenemos que andar en la naturaleza divina tomándola como nuestra senda. Al andar en la calle de oro seremos regulados espontáneamente, pues una calle sirve al propósito de regular. En la Nueva Jerusalén todos son regulados por esta única calle, es decir, por la naturaleza divina de oro que está en nosotros.
El oro puro del cual está hecha la única calle de la Nueva Jerusalén es “transparente como vidrio”, lo cual significa que en ella no hay opacidad alguna. La calle de oro es clara como el cristal, sin opacidad alguna. Esto indica que si tomamos la naturaleza divina como nuestra única senda, entonces seremos puros, sin mezcla alguna, y seremos transparentes, sin opacidad alguna.
Apocalipsis 22:1 dice: “Me mostró un río de agua de vida, resplandeciente como cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero, en medio de la calle”. Aquí el trono constituye el centro mismo de la Nueva Jerusalén. Toda nación tiene un centro. El centro de una nación es su capital, el lugar que sirve de sede a su gobierno central. La Nueva Jerusalén también tiene un centro, el cual es el trono de nuestro Dios redentor, el trono de Dios y del Cordero.
Según el contexto de este pasaje de la Palabra, el trono de Dios y del Cordero es el centro de la Nueva Jerusalén, desde el cual el Dios redentor —como indica la expresión de Dios y del Cordero— ejerce Su administración sobre la base de Su redención, en Su reino eterno en el cielo nuevo y la tierra nueva, para mantener todo el universo en orden a fin de que éste sirva a Su propósito.
Aquel que está sentado en el trono es Dios en el Cristo redentor. En 22:1 no hay dos tronos, uno para Dios y otro para el Cordero. Más bien, Dios y el Cordero están sentados en un solo trono. Pero tampoco están sentados lado a lado, sino que en 21:23 se revela que Dios es la luz que está en el Cordero como lámpara, o sea, Dios está en el Cordero. Dios mismo está en el Cordero como lámpara y es irradiado a través de Él. En la Nueva Jerusalén Dios, en el Cristo redentor, está sentado en el trono.
La frase del trono de Dios y del Cordero muestra que hay un solo trono para Dios y para el Cordero, lo cual indica que Dios y el Cordero son uno solo: el Dios-Cordero, el Dios que redime, Dios el Redentor. En la eternidad, el Dios que estará sentado en el trono es nuestro Dios redentor, de cuyo trono sale el río de agua de vida para darnos el suministro y satisfacernos. Esto describe cómo el Dios Triuno —Dios, el Cordero y el Espíritu (simbolizado por el agua de vida)— se imparte a Sus redimidos que están bajo Su autoridad como cabeza (implícita en el trono) por la eternidad.
El trono en la Nueva Jerusalén tiene por finalidad que Dios ejerza Su administración. Dios es quien se fijó un propósito y concibió un plan en la eternidad pasada, y también Él es quien creó todas las cosas a fin de llevar a cabo Su plan. El Cordero es Aquel que nos redimió, Aquel que logró plena redención para cumplir el plan de Dios. Por tanto, el trono de Dios y del Cordero denota que este trono tiene por finalidad llevar a cabo el plan de Dios mediante la redención de Cristo. Tanto el plan de Dios como la redención de Cristo son llevados a cabo mediante este trono. El trono es la fuente de la cual fluye el río de agua de vida, en cuyo fluir crece el árbol de la vida (22:2). El trono que cumple el propósito eterno de Dios es el trono desde el cual Dios mismo fluye, de modo que por este fluir de vida Su propósito pueda ser llevado a cabo.
Todo cuanto Dios administra lo hace con el propósito de poder ser expresado. En la Nueva Jerusalén el trono del Dios redentor constituye el centro de la ciudad y Su expresión se extiende a la circunferencia de la ciudad. Por tanto, el Dios redentor que ejerce Su administración desde el trono es tanto el Dios que ejerce Su administración como el Dios que produce Su expresión. Ejercer Su administración sirve al propósito de lograr Su expresión en Su manifestación eterna.