
En Mateo 9:20-22 Cristo es revelado como Aquel cuyas acciones son gobernadas por los cielos: los flecos de Su manto. Los versículos 20 y 21 dicen: “He aquí una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, se le acercó por detrás y tocó los flecos de Su manto; porque decía dentro de sí: Si tan sólo toco Su manto, seré sana”. El Señor Jesús, volviéndose y mirándola, le dijo: “Ten ánimo, hija; tu fe te ha sanado”.
El manto del Señor representa las obras justas de Cristo, y los flecos representan el gobierno celestial. Según Números 15:38-40, los varones israelitas tenían que vestir un cordón de azul (el azul simboliza la condición celestial) en cada fleco de sus vestidos. Esto significa que sus vidas, su andar, estaban restringidas por una limitación celestial. Ellos eran regidos, gobernados y restringidos por regulaciones celestiales. Cuando el Señor Jesús estaba en la tierra, Él probablemente estaba vestido de este modo. Las vestimentas simbolizan las virtudes manifiestas en la conducta humana. Las vestimentas del Señor representan Su conducta perfecta en Su humanidad, Su virtuosa perfección humana. En la virtud humana del Señor Jesús había poder sanador. Por tanto, cuando aquella mujer enferma tocó el borde de Su manto, el poder de Su virtud la alcanzó y ella fue sana. La virtud que llega a ser el poder sanador (Mt. 14:36) procede de las obras de Cristo, las cuales son gobernadas por los cielos.
Tocar los flecos del manto del Señor equivalía a tocar al Señor mismo en Su humanidad, en la cual Dios está corporificado (Col. 2:9). Al tocarle de ese modo, Su poder divino era infundido en aquel que le tocaba mediante la perfección de la humanidad del Señor y llegaba a ser aquello que sanaba a dicha persona. Dios, quien habita en luz inaccesible (1 Ti. 6:16), llega a ser tangible en la persona de Cristo mediante Su humanidad a fin de ser para el que lo toca su salvación y disfrute.
Como Aquel que es una persona agradable, Cristo no solamente es Aquel que perdona, el Médico, el Novio, el paño no abatanado para confeccionar el vestido nuevo y el vino nuevo; Él además es Aquel con poder sanador en la hermosura de Sus virtudes humanas. Quienes creemos en Él, le amamos y leemos Su palabra, hemos sido sanados por Su virtud humana. Cuanto más le contactamos en oración, más somos sanados. Esta sanidad es un asunto de transformación. Al ver a Cristo en Sus obras y actividades gobernadas por los cielos y al contactarle, somos sanados, transformados. Ésta es nuestra experiencia cuando tocamos los flecos del manto del Señor. Estos flecos son la totalidad de todas las virtudes humanas del Señor, y esta totalidad tiene por fruto el poder sanador. En este poder sanador está presente el elemento transformador que cambia nuestro carácter.
Aquella mujer de Mateo 9:20-22 y el centurión de 8:5-10 contactaron al Señor Jesús del mismo modo, esto es: con fe. Esa mujer fue sanada mediante la fe. En la actualidad, la fe por la cual somos sanados es la fe que es infundida en nosotros por el atractivo de Cristo. Al contemplarle en Su atractivo, la fe es infundida en nosotros.
“Al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban afligidas y dispersas como ovejas que no tienen pastor” (Mt. 9:36). Esto indica que el Señor Jesús consideraba al pueblo como ovejas y se consideraba a Sí mismo Pastor de ellos. Cuando Cristo vino a los judíos por primera vez, ellos eran semejantes a leprosos, paralíticos, endemoniados y a personas miserables de toda clase, porque no tenían pastor que los cuidara. Por tanto, Él les ministraba no sólo como Médico sino también como Pastor, tal como se profetizó en Isaías 53:6 y 40:11. Como tal Pastor, el Señor Jesús hizo milagros para cuidar de los necesitados. Él dijo: “Los ciegos reciben la vista, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio” (Mt. 11:5). Ésta es la compasión ejercida por el Señor como Pastor de ellos a fin de cuidarlos. Como ministros del Señor, debemos aprender a preocuparnos por los necesitados.
El Señor Jesús es el Pastor de las ovejas que estaban “afligidas y dispersas”. Ellos estaban pasando por dificultades y sufrían constantemente. Estaban dispersas y deambulando, sin saber a dónde ir. Para tales, Cristo vino como Pastor. Como Pastor, el Señor no es áspero, sino muy fino.
Mateo 9:36 dice que al ver a las multitudes el Señor Jesús “tuvo compasión de ellas”. La compasión es más profunda, más fina y más rica que la misericordia. La misericordia es un tanto externa, pero la compasión es interna. Además, la compasión es más duradera que la misericordia. La compasión, por tanto, es más profunda y más duradera que la misericordia.
Mateo 11:19b indica que Cristo es la sabiduría: “La sabiduría es justificada por sus obras”. La sabiduría es Cristo (1 Co. 1:24, 30). Todo lo que Cristo hizo fue hecho por la sabiduría de Dios, la cual es Cristo mismo. Esta sabiduría fue justificada, vindicada, por Sus obras sabias, Sus actos sabios.
En 1 Corintios 1:30 se nos dice que Cristo “nos ha sido hecho de parte de Dios sabiduría”. Que Cristo llegue a ser sabiduría para nosotros de parte de Dios indica que tiene lugar una transmisión de Cristo como sabiduría a nosotros para nuestra experiencia diaria. Cristo debe ser hecho sabiduría para nosotros de parte de Dios continuamente. Cristo como sabiduría debe fluir incesantemente de Dios a nosotros a fin de ser para nosotros la sabiduría presente y práctica en nuestra experiencia. Si somos uno con el Señor para recibir Su impartición, Él será transmitido a nosotros como sabiduría. Día tras día y hora tras hora debemos vivir en el espíritu y ejercitar nuestro espíritu para invocar el nombre del Señor Jesús. Si hacemos esto, disfrutaremos a Cristo y lo tendremos a Él como nuestra sabiduría. Éste es Cristo como sabiduría procedente de Dios para nosotros.
En Lucas 7:35 el Señor Jesús dice: “La sabiduría es justificada por todos sus hijos”. Los que han creído en Cristo son hijos de la sabiduría, es decir, quienes justifican a Cristo y Sus actos y lo siguen como Aquel que es la sabiduría de ellos.
Mateo 11:19b dice que la sabiduría es justificada por sus obras, y Lucas 7:35 dice que la sabiduría es justificada por sus hijos. Nosotros somos los hijos de la sabiduría. La obra de Cristo consiste en producirnos como hijos de la sabiduría.
Mateo 11:28 y 29 revelan que Cristo es el descanso. Si tomamos a Cristo como nuestra sabiduría, podríamos volvernos personas muy ocupadas. Debido a ello, tomar a Cristo como nuestra sabiduría debe ser equilibrado al tomarle como nuestro descanso.
“Venid a Mí todos los que trabajáis arduamente y estáis cargados, y Yo os haré descansar” (v. 28). Aquí el Señor Jesús hace un llamado para que las personas vengan a Él a fin de hallar descanso de estar cargados al trabajar arduamente. El arduo trabajo mencionado en este versículo se refiere no sólo al arduo esfuerzo por guardar los mandamientos de la ley y los preceptos religiosos, sino también al arduo esfuerzo por tener éxito en cualquier obra. Todo aquel que labore así, está siempre agobiado. El Señor llamó a quienes así trabajan a que vinieran a Él para descansar. Este descanso no sólo se refiere a ser librado de la ardua labor y carga agobiante que se tiene al estar bajo la ley o la religión o bajo cualquier clase de trabajo o responsabilidad, sino también a tener perfecta paz y plena satisfacción.
En Mateo 11:29 el Señor Jesús nos muestra la manera en que podemos descansar: “Tomad sobre vosotros Mi yugo, y aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas”. El yugo del Señor, Su manera de vivir, es un descanso, pero nuestro propio yugo es una carga agobiante. Por tanto, no debemos tomar nuestro yugo; más bien, debemos tomar el yugo del Señor, Su manera de vivir.
El yugo del Señor es aceptar la voluntad del Padre. No consiste en ser regulado ni controlado por alguna obligación de la ley o de la religión, ni tampoco en ser esclavizado por alguna obra, sino en ser constreñido por la voluntad del Padre. El Señor Jesús vivió tal vida, sin ocuparse de otra cosa que no fuese la voluntad de Su Padre (Jn. 4:34; 5:30; 6:38). Se sometió plenamente a la voluntad del Padre (Mt. 26:39, 42). Por tanto, nos pide que aprendamos de Él. Aprender de Él no consiste en imitarle externamente, sino en copiar al Señor en nuestro espíritu tomando Su yugo: la voluntad de Dios (11:29a; 1 P. 2:21). La voluntad de Dios tiene que ser nuestro yugo, y nosotros tenemos que poner nuestra cerviz bajo ese yugo.
El Señor Jesús dijo que si tomamos Su yugo y aprendemos de Él, hallaremos descanso para nuestras almas. El descanso que encontramos al tomar el yugo del Señor y aprender de Él, es descanso para nuestras almas. Es un descanso interior; no es algo meramente exterior en naturaleza. Nada es más difícil que descansar en nuestra alma. La gente pierde el sueño debido a que su alma está turbada. No obstante, al tomar el yugo del Señor y aprender de Él, somos partícipes en nuestra alma de Su descanso en satisfacción (Mt. 11:28b, 29b, 30).
Cristo es Aquel que es mayor que el templo (12:6). En el Antiguo Testamento el templo era la casa de Dios (1 R. 6:1). El templo fue establecido sobre cimientos de piedra (5:17; 6:37) y fue edificado con piedra, cedro y ciprés recubierto con oro (vs. 7, 9, 15-16, 18, 20-22). La piedra representa la humanidad transformada; el cedro, la humanidad en resurrección; el ciprés, la humanidad que pasó por la muerte; y el oro, la divinidad. Por tanto, en el templo vemos la mezcla de la humanidad con la divinidad por medio de la muerte y en resurrección y transformación. El templo edificado de estos materiales tipificaba a Cristo como verdadero templo, como Aquel que es mayor que el templo.
En Mateo 12:6 el Señor Jesús declaró: “Pues os digo que hay aquí algo mayor que el templo”. Esto fue dicho en referencia al evento histórico descrito en los versículos 3 y 4. David y sus seguidores, sin ser sacerdotes, entraron en la casa de Dios y comieron del pan de la Presencia. Ellos fueron justificados al hacer esto debido a que estaban en la casa de Dios. Este evento sirve para ilustrar un principio importante: fuera del templo todo era común, pero cuando algo era introducido en el templo, era santificado por el templo. Todas las cosas, todos los días, todos los asuntos y todas las personas que estaban en el templo eran santos. Este mismo principio se aplica a Cristo como Aquel que es mayor que el templo. Todo cuanto hacemos fuera de Cristo es ilegal, pero todo cuanto hacemos en Cristo es legal.
Cristo es Aquel que es mayor que el templo para alimentar a Sus seguidores. Cuando los fariseos criticaron a los discípulos del Señor por arrancar espigas el día de Sábado, Él les dijo: “¿No habéis leído lo que hizo David, cuando él y los que con él estaban tuvieron hambre; cómo entró en la casa de Dios, y comieron los panes de la Presencia, que no les era lícito comer ni a él ni a los que con él estaban, sino solamente a los sacerdotes?” (vs. 3-4). Así como David y sus seguidores tuvieron hambre, también Cristo y Sus discípulos tuvieron hambre. Por tanto, este contexto indica claramente que Cristo es el verdadero templo, Aquel que es mayor que el templo, para alimentar a quienes le siguen.
Como Aquel que es mayor que el templo, Cristo nos alimenta con Él mismo como alimento santo: el pan de la Presencia (v. 4). El pan de la Presencia en el versículo 4 se refiere al alimento santo, el pan en la mesa dentro del templo. El pan de la Presencia representa a Cristo como nuestro suministro de vida (Jn. 6:35, 57); de manera particular, representa a Cristo como alimento para los sacerdotes de Dios, puesto que únicamente los sacerdotes eran aptos para estar en el Lugar Santo. En la actualidad, todos los que hemos creído en Cristo somos sacerdotes, y al estar en Él como verdadero templo podemos disfrutar a Cristo como alimento santo.
En la mesa del pan de la Presencia se exhibía doce hogazas de pan. El número doce denota compleción eterna y perfección eterna. Cristo es nuestro pan eterno, y nuestro disfrute de Él como pan de la Presencia, como alimento santo, es también eterno.
Para los hijos de Israel el templo era grandioso, y el Sábado era de suma importancia. Pero entonces surgió una persona tan grande que podía declarar que Él era mayor que el templo y afirmar que era el Señor del Sábado. Él declaró con plena certidumbre ante los fariseos: “El Hijo del Hombre es Señor del Sábado” (Mt. 12:8).
En Mateo 12:6 se había producido un cambio mediante el cual se cumple lo tipificado por el templo al pasar del templo mismo a la persona del Señor Jesús. Ahora en el versículo 8 se produce un cambio por el cual el Señor hace valer Sus derechos para efectuar el cambio del Sábado al Señor del Sábado. Como Señor del Sábado, Cristo tenía el derecho de cambiar los preceptos con respecto al Sábado. Él podía hacer en el día de Sábado todo lo que quería, y todo lo que hizo fue justificado por Él mismo. Él estaba por encima de todos los ritos y preceptos, y puesto que Él ya estaba presente, no se debía haber tomado en cuenta tales reglas.
Que el Señor dijera: “El Hijo del Hombre es Señor del Sábado”, denota Su deidad en Su humanidad. Él, el Hijo del Hombre, era Dios mismo quien estableció el Sábado, y Él tenía derecho a cambiar lo que había dispuesto respecto del Sábado. En Su humanidad Cristo, el Hijo del Hombre, es el Señor del Sábado.
Puesto que el Señor es el Señor del Sábado, Él tiene pleno derecho para anularlo, así como tenía pleno derecho para establecerlo. Además, el propio Señor es el descanso, el Sábado, para nosotros. Debido a que le tenemos a Él como nuestro descanso y descansamos en Él todo el tiempo, el ritual de guardar el Sábado ya no es necesario. En Él y con Su presencia, tal ritual es espontáneamente anulado.