
En este mensaje y en los siguientes cuatro mensajes consideraremos los aspectos de la experiencia y disfrute de Cristo presentados en los capítulos del 14 al 17 del Evangelio de Juan.
En los capítulos del 14 al 17 se revela a Cristo como corporificación del Dios Triuno.
El capítulo 14 revela que Cristo como corporificación del Dios Triuno es la casa del Padre. La casa del Padre denota la mezcla del Dios Triuno con Su pueblo redimido; ésta es la morada mutua donde Dios mora en el hombre y el hombre mora en Dios (vs. 2, 20, 23).
La casa del Padre es Cristo agrandado con Sus creyentes para ser la plenitud de Dios (el Cuerpo de Cristo como plena expresión de Dios) mediante Su ida: Su muerte, y en Su venida: Su resurrección (Ef. 3:19b). En Juan 14:2 y 3 el Señor Jesús les dijo a Sus discípulos: “En la casa de Mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, Yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me voy y os preparo lugar, vendré otra vez, y os tomaré a Mí mismo, para que donde Yo estoy, vosotros también estéis”. Según 2:16, “la casa de Mi Padre” en 14:2 se refiere al templo, el cuerpo de Cristo, como morada de Dios. Al principio, la casa del Padre como morada de Dios era solamente el cuerpo de Cristo como individuo (2:16, 21). Pero por Su muerte y resurrección, el cuerpo de Cristo ha aumentado hasta ser Su Cuerpo, una entidad corporativa, el cual es la iglesia y consta de todos Sus creyentes regenerados mediante Su resurrección (1 P. 1:3). En la resurrección de Cristo, la iglesia es el Cuerpo de Cristo, el cual es la casa de Dios (1 Ti. 3:15; 1 P. 2:5; He. 3:6), la morada de Dios (Ef. 2:21-22), el templo de Dios.
Además, las “muchas moradas” en Juan 14:2 son los muchos miembros del Cuerpo de Cristo (v. 23; Ro. 12:5), que es el templo de Dios (1 Co. 3:16-17). La casa del Padre es el templo en resurrección, esto es: el Cristo resucitado juntamente con Sus miembros, Sus creyentes (Jn. 2:19-21). Según Efesios 2:6 y 1 Pedro 1:3, los que somos miembros de Cristo fuimos resucitados juntamente con Él. Por ser miembros del Cuerpo de Cristo que fueron resucitados juntamente con Él, todos los creyentes en Cristo son las moradas, las habitaciones, que componen la casa del Padre. Por tanto, la casa del Padre es Cristo agrandado con Sus creyentes para ser la plenitud de Dios, el Cuerpo de Cristo como plena expresión de Dios.
Fue mediante Su muerte y en Su resurrección que Cristo fue agrandado con Sus creyentes para ser la casa del Padre: una morada mutua donde Dios habita en el hombre y el hombre habita en Dios. En Juan 14:2 el Señor, refiriéndose a Su muerte, dijo: “Voy, pues, a preparar lugar para vosotros”. La ida del Señor tenía por finalidad preparar el camino para que el hombre estuviera en Dios, es decir, para introducir al hombre en Dios con miras a la edificación de la morada de Dios. A fin de permitir que Dios morase en el hombre era imprescindible que primero el hombre fuese introducido en Dios. Si el hombre no es introducido en Dios, Dios no entrará en el hombre. Una vez que el hombre mora en Dios, entonces Dios morará en el hombre. Pero entre el hombre y Dios había muchos obstáculos, tales como el pecado, los pecados, la muerte, el mundo, la carne, el yo, el viejo hombre y Satanás. Para que el Señor pudiera introducir al hombre en Dios, Él tenía que resolver todos estos problemas. Por tanto, Él tenía que ir a la cruz para efectuar la redención a fin de abrir el camino y poner una base sobre la cual el hombre pudiera entrar en Dios. Nuestro cimiento en Dios, al ser ensanchado, viene a ser el cimiento del Cuerpo de Cristo. Quien no tenga una base, un lugar en Dios, no tiene lugar en el Cuerpo de Cristo, que es la morada de Dios. Por tanto, la muerte de Cristo —Su ida para efectuar la redención— tenía por objeto preparar un lugar en Su Cuerpo (la casa del Padre) para los discípulos.
Cristo como casa del Padre —la morada mutua de Dios y el hombre— fue agrandado con Sus creyentes para ser la plena expresión de Dios no solamente mediante Su ida: Su muerte, sino también en Su venida: Su resurrección. Refiriéndose a Su resurrección, el Señor dijo en el versículo 3: “Vendré otra vez”. Estas palabras se refieren a Cristo en Su resurrección que viene a Sus discípulos. Este pensamiento corresponde con lo dicho por el Señor a los discípulos en el versículo 18: “No os dejaré huérfanos; vengo a vosotros”. Esta venida se cumplió el día de Su resurrección (20:19-22). Después de Su resurrección el Señor regresó a Sus discípulos para estar con ellos para siempre, con lo cual no los dejaba huérfanos. Además, en Juan 14:3 el Señor les dijo a los discípulos: “Vendré otra vez, y os tomaré a Mí mismo”. Cuando el Señor tomó a Sus discípulos a Sí mismo, los introdujo en Sí. Esto es lo que indica el versículo 20, donde el Señor les habló a los discípulos con respecto al día de la resurrección: “En aquel día vosotros conoceréis que Yo estoy en Mi Padre, y vosotros en Mí, y Yo en vosotros”. En el versículo 3 el Señor también indicó que nos tomaría a Sí mismo para que “donde Yo estoy, vosotros también estéis”. El Señor está en el Padre (vs. 10-11). Él quería que Sus discípulos también estuvieran en el Padre, como se revela en 17:21. Mediante Su muerte y Su resurrección Él introdujo a Sus discípulos en Sí mismo. Puesto que Él está en el Padre, ellos también están en el Padre al estar en Él. Por tanto, donde Él está, también están los discípulos. Así que, la resurrección del Señor fue un paso adicional de Su venida a nosotros a fin de que la casa del Padre fuese agrandada, una morada mutua de Dios y el hombre.
Fue mediante la muerte y en resurrección que Cristo edificó la casa del Padre. El Evangelio de Juan revela que el Dios Triuno se imparte en nosotros, forjándose en nosotros, por medio de la muerte y resurrección de Cristo el Hijo. El Señor Jesús indicó esto en el capítulo 2 al decirles a los líderes judíos: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré” (v. 19). La frase en tres días significa “en resurrección”. Por tanto, aquí el Señor afirma que Él habría de edificar el templo, la casa del Padre, en resurrección. Sin la muerte y resurrección de Cristo no tendríamos manera de entrar en Dios ni tampoco tendríamos lugar en Dios. El Señor Jesús murió por Sus creyentes y fue resucitado juntamente con ellos. Ahora, con base en Su muerte y resurrección, Él opera en ellos para edificarlos a fin de que formen un solo Cuerpo, y este Cuerpo es la iglesia, la casa del Dios viviente (1 Ti. 3:15).
Cristo como casa del Padre es una morada mutua, una morada tanto para Dios como para nosotros. Sin embargo, si no somos edificados mediante la muerte y resurrección de Cristo de modo que Dios pueda morar en nosotros, nuestra experiencia de Dios como morada nuestra será deficiente. Es necesario que seamos edificados mediante la muerte y resurrección de Cristo a fin de que Dios pueda morar en nosotros. Cuando somos edificados de este modo, llegamos a ser una morada para Dios. Cuando Dios mora en nosotros, Él llega a ser nuestra morada. Ésta es nuestra morada. Además, esto significa que nosotros y Dios, Dios y nosotros, estamos juntamente mezclados para llegar a ser una sola morada, una morada mutua. Dios permanece en nosotros y nosotros permanecemos en Él: un permanecer mutuo. Cristo como casa del Padre es, por tanto, una señal que representa la mezcla de Dios con Su pueblo. Así que, debemos ser edificados mediante la muerte y resurrección de Cristo a fin de que nosotros y Dios podamos ser juntamente mezclados con miras a llegar a ser una morada mutua: la casa del Padre.
Juan 14:4-6 revela que Cristo es el camino para que el hombre entre en la casa del Padre, esto es, para que el hombre entre en el Padre. En el versículo 4, el Señor Jesús les dijo a los discípulos: “Y a dónde Yo voy, ya sabéis el camino”. En el versículo 5, Tomás le dijo al Señor: “Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo, pues, podemos saber el camino?”. Debemos prestar atención al hecho de que estos dos versículos mencionan las palabras dónde y camino. Según el versículo 6, Jesús le dijo a Tomás: “Yo soy el camino, y la realidad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por Mí”. Este versículo revela que Cristo el Hijo es el camino y que el Padre es el “dónde” (el destino final). Por ende, tanto el camino como el dónde son personas vivientes; Cristo el Hijo, la persona viviente, es el camino, y el Padre, la persona viviente, es el destino final. Por medio de Cristo el Hijo entramos en el Padre. Tomar al Señor Jesús en calidad de camino significa que cuando andamos en Jesús como camino, llegamos al destino final, el cual es el Padre. Por tanto, tomamos a Jesús como camino y llegamos al Padre como lugar.
Cristo es el camino para que el hombre pueda entrar en Dios. Ya que el camino es una persona viviente, el lugar adonde el Señor nos introduce también debe ser una persona viviente, el mismo Dios Padre. El Señor mismo es el camino vivo por el cual el hombre es introducido en Dios el Padre, el lugar vivo. Aunque los discípulos pensaban que tanto el lugar como el camino eran lugares y no personas, el Señor les dijo: “Yo soy el camino”.
Además, Cristo como camino representa al Dios encarnado con todo lo que Él es y todo lo que Él ha realizado. El Padre es santo y mora en luz inaccesible, mientras que nosotros somos pecaminosos. Además, nosotros estamos involucrados con el pecado, el mundo, Satanás y otras cosas negativas, todas las cuales constituyen obstáculos que hacen imposible que tengamos acceso al Padre. No obstante, por medio de Su muerte en la cruz, el Señor Jesús se hizo cargo del pecado, el mundo, Satanás y otras cosas negativas, con lo cual quitó todos los obstáculos que se interponían entre nosotros y Dios. Al quitar el pecado, juzgar al mundo, destruir a Satanás, poner fin a la vieja creación y hacerse cargo de todas las otras cosas negativas, Cristo abrió el camino, y ahora Él mismo se convierte en nuestro camino de entrada al Padre. Nosotros simplemente debemos entrar en Jesús, y Él nos transportará al Padre. Él es el camino por el cual nosotros entramos en el Padre. La única manera de ir al Padre y tener contacto con Él es por medio del Señor Jesús. Cristo, y sólo Cristo, es el camino para entrar al Padre.
Si deseamos contactar a Dios, simplemente debemos decir: “¡Oh, Señor Jesús!”. Al invocar el nombre del Señor somos llevados de inmediato al Padre e introducidos en Él para disfrutarle. También sabemos que Dios está en nosotros, que nosotros estamos en Él y que somos uno con Dios. Esto es un hecho, y ésta es nuestra experiencia. Como cristianos podemos testificar que tenemos a Dios, que disfrutamos a Dios y que Dios nos disfruta a nosotros. Podemos disfrutar a Dios muchísimo por medio del Señor Jesús como camino. El Señor quitó el pecado, juzgó al mundo, destruyó a Satanás y puso fin a la vieja creación. Ahora todo está despejado, por lo cual ya no hay obstáculos que se interpongan entre nosotros y Dios. Cuando invocamos al Señor, inmediatamente estamos en la presencia de Dios. Experimentamos el hecho de que Dios está en nosotros y de que nosotros somos uno con Dios. Entonces Dios llega a ser nuestro disfrute.
El camino por el cual entramos en el Padre es el Jesús crucificado y el Cristo resucitado con Su redención (vs. 2b-3; He. 10:19). Según Hebreos 10:20, el Señor Jesús como nuestro camino para entrar en el Padre es un camino nuevo y vivo: “Entrada que Él inauguró para nosotros como camino nuevo y vivo a través del velo, esto es, de Su carne”. Efesios 2:18 dice: “Por medio de Él los unos y los otros tenemos acceso en un mismo Espíritu al Padre”. Este versículo indica que por medio de Cristo como camino tenemos acceso en el Espíritu al Padre. Cuando invocamos: “¡Oh, Señor Jesús!”, tenemos el sentir de estar en la presencia de Dios y de que Dios está dentro de nosotros. En la actualidad el Dios Triuno es el Espíritu vivificante. En realidad, Cristo como Espíritu vivificante es la vía de acceso para que tengamos contacto con Dios y entremos en Él.
El Señor Jesucristo, el Hijo, es el camino al Padre. Simplemente al invocar el nombre del Señor Jesús somos llevados —por Él y en Él— al Padre. Cuando entramos en Cristo como camino, llegamos al Padre como nuestro destino final, porque el Hijo es uno con el Padre. Por tanto, estar en el Hijo equivale a estar también en el Padre. Una vez que estamos en Cristo Jesús, ya no hay distancia entre nosotros y Dios. Debido a que estamos en Cristo, somos introducidos inmediatamente en el Padre. En el recobro del Señor podemos testificar que esto no es meramente una doctrina, sino un hecho espiritual. Con base en nuestra experiencia podemos testificar que cuando invocamos el nombre del Señor Jesús, de inmediato estamos en el Dios Triuno en términos de nuestra experiencia. El Señor Jesús es el camino por el cual entramos en el Padre.
En Juan 14:6 el Señor Jesús también dijo que Él es la realidad. El camino requiere de la realidad; el camino sin la realidad es vanidad. A menos que el Señor sea nuestra realidad, Él no podría ser jamás nuestro camino. Sin el Dios Triuno, el universo entero es vanidad, pues carecería de contenido, de realidad. El Dios Triuno —el Padre, el Hijo y el Espíritu— es la realidad. La realidad consiste en todo cuanto Dios es, lo cual llega a ser la persona de Cristo. Cristo es la realidad de las cosas divinas. Esta realidad vino por medio de Él y llega a ser Dios hecho real para nosotros. Si invocásemos otro nombre que no sea el del Señor Jesús, no encontraríamos un camino de entrada en Dios, pues todo otro nombre carece de realidad. Cuando invocamos el nombre del Señor Jesús, de inmediato encontramos el camino de entrada en Dios debido a que el Señor es la corporificación del Dios Triuno, quien es la única realidad en el universo. Por tanto, cuando invocamos el nombre de Jesús, recibimos algo real dentro de nosotros.
La realidad que recibimos al invocar el nombre del Señor Jesús es el ser y la obra del Dios Triuno. Primero, esta realidad es el Dios encarnado (1:1, 14). Esta realidad es también el Hijo (8:32, 36) y el Espíritu (14:17; 15:26; 16:13; 1 Jn. 5:7). Por tanto, la realidad es el propio Dios Triuno: el Padre, el Hijo y el Espíritu. Además, esta realidad incluye lo que el Dios Triuno ha realizado. La realidad es todo cuanto el Dios Triuno ha logrado. Éste es el evangelio (Ef. 1:13). La realidad, por tanto, es el ser mismo del Dios Triuno y lo que Él ha realizado.
En el universo únicamente lo que Dios es y realiza, es real. Esto significa que la realidad en el universo es el ser de Dios y lo que Él realiza. El ser de Dios está en el Padre, el Hijo y el Espíritu; y lo que Él realiza es la redención. En el evangelio Él lo es todo y ha realizado todo lo necesario a fin de que podamos contactarle. Cuando invocamos el nombre del Señor Jesús, recibimos esta realidad universal.
La realidad es, de hecho, el camino, y el camino es el destino final. Cuando entramos en el camino, llegamos al destino final. Esto significa que cuando recibimos a Jesús, tenemos al Padre. Cuando recibimos a Cristo el Hijo como camino, tenemos al Padre como destino final. Debido a que Cristo el Hijo es la corporificación del Padre, cuando invocamos el nombre del Señor, obtenemos tanto al Hijo como al Padre. De este modo la realidad se convierte en el camino. Esto es Cristo el Hijo con lo que Él ha realizado, quien llega a ser nuestro camino de entrada al Padre. Cuando invocamos el nombre del Señor, entramos en este camino y tenemos al Padre.
En Juan 14:6 el Señor Jesús dijo además que Él es la vida. La realidad necesita la vida. Si es una realidad muerta, sigue siendo vanidad; es imprescindible que sea una realidad viviente. El Señor Jesús es vida para nosotros. Cristo como esta vida nos trae la realidad, y la realidad se convierte para nosotros en el camino por el cual entramos en el Padre. En primer lugar, Cristo es nuestra vida. Después, esta vida nos trae toda la realidad de la Deidad. Finalmente, esta realidad de la Deidad es el camino por el cual entramos en el Padre. Cuando el Señor es vida para nosotros, entonces obtenemos la realidad. Cuando el Señor es nuestra realidad, entonces tenemos el camino por el cual entramos en el Padre. Si el Señor ha de ser nuestro camino, Él tiene que ser nuestra realidad, y si Él ha de ser nuestra realidad, Él tiene que ser nuestra vida. Al tenerlo a Él como vida, le obtenemos como nuestra realidad, y al tenerle a Él como nuestra realidad, le tenemos como nuestro camino de entrada al Padre. El Señor mismo es el camino, este camino es la realidad, y la realidad está en la vida.
La realidad es la vida divina, y la vida divina —que es la vida eterna— es el Dios Triuno. Cuando invocamos el nombre del Señor Jesús, el Dios Triuno entra en nosotros para ser nuestra vida. Por tanto, la vida en 14:6 denota al Dios Triuno dentro de nosotros (Ef. 4:18; Col. 3:4a; Ro. 8:2a; 6b). Cuando invocamos el nombre del Señor Jesús, experimentamos al Dios Triuno dentro de nosotros como vida. En otras palabras, cuando invocamos al Señor Jesús tenemos el sentir de que el Padre, el Hijo y el Espíritu están en nosotros. Tenemos algo viviente, que se mueve y actúa en nuestro ser. Esto es el Dios Triuno que está dentro de nosotros como vida divina. Esta vida nos trae la realidad, y la realidad viene a ser el camino por el cual entramos en Dios. Cuando estamos en el camino, esto es, Cristo el Hijo, también estamos en el destino final, esto es, Dios el Padre.
En Juan 14:6, el Señor Jesús proclamó enfáticamente: “Yo soy el camino, y la realidad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por Mí”. Debido a que Cristo es el camino, la realidad y la vida, cuando lo tenemos a Él, tenemos la vida, la realidad y el camino. La vida es el elemento divino de la persona de Cristo. Si tenemos a Cristo, poseemos el elemento divino, que es Su constitución intrínseca divina compuesta por todos los atributos de lo que Dios es. En la regeneración recibimos esta vida, y en el crecimiento de la vida divina que tiene lugar mediante la santificación, la renovación y la transformación participamos de la realidad de Cristo, que es el camino por el cual entramos en la casa del Padre como Cuerpo de Cristo, el cual es la casa del Padre que lleva la Nueva Jerusalén a su consumación.