
En Hebreos 12:2-3 Cristo es revelado como el Autor y Perfeccionador de nuestra fe: “Puestos los ojos en Jesús, el Autor y Perfeccionador de nuestra fe, el cual por el gozo puesto delante de Él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios. Considerad a Aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra Sí mismo, para que no os canséis ni desfallezcan vuestras almas”.
El versículo 2 se refiere a Jesús como “el Autor y Perfeccionador de nuestra fe”. La palabra griega traducida “Autor” puede ser traducida “Originador, Inaugurador, Líder, Pionero, Precursor”. La misma palabra griega es usada en 2:10. Los santos vencedores del Antiguo Testamento solamente son testigos de la fe, mientras que Jesús es el Autor de la fe. Él es el Originador, el Inaugurador, el origen y la causa de la fe. En nuestro hombre natural no tenemos la capacidad de creer. No tenemos fe por nosotros mismos. La fe por medio de la cual somos salvos es la fe preciosa que hemos recibido del Señor (2 P. 1:1). Cuando ponemos los ojos en Jesús, Él como Espíritu vivificante (1 Co. 15:45) se infunde en nosotros, nos infunde Su elemento que hace creer. Luego, espontáneamente, cierta clase de fe surge en nuestro ser, y así tenemos la fe para creer en Él. Esta fe no proviene de nosotros, sino de Aquel que se imparte en nosotros como el elemento que cree, a fin de que Él crea por nosotros. Por consiguiente, Él mismo es nuestra fe. Vivimos por Él como nuestra fe; es decir, vivimos por Su fe (Gá. 2:20), y no por la nuestra.
Jesús, como el Autor y el origen de la fe, también es el Líder, el Pionero y el Precursor de la fe. Jesús es el Autor y el Originador de la fe principalmente en Su vida y en Su camino en la tierra. El Señor Jesús dio origen a la fe cuando estuvo aquí en la tierra. La vida que Él llevó fue una vida de fe, y el camino por el que anduvo era un camino de fe. En Su vida y en Su camino Él dio origen a la fe. Por tanto, Él es el Autor de la fe.
Él abrió el camino de la fe y, como Precursor, tomó la delantera para ser el pionero. Por tanto, mediante Sus pisadas Él puede conducirnos por el camino de la fe. Cuando ponemos los ojos en Él como Aquel que es el Originador de la fe en Su vida y camino sobre la tierra, y los ponemos en Él como Aquel que es el Perfeccionador de la fe en Su gloria y trono en los cielos, entonces Él nos imparte y nos infunde la fe a la que dio origen y perfeccionó.
Según la revelación del Nuevo Testamento, la fe es algo maravilloso. Podríamos pensar que los seres humanos tenemos fe. En realidad, en nosotros mismos no tenemos fe, sólo tenemos incredulidad. La incredulidad forma parte de las fibras mismas de nuestra constitución. Por tanto, en nosotros mismos es imposible satisfacer el requisito del Nuevo Testamento que exige tener fe (1:16).
La fe salvadora no procede de nosotros, sino que “es don de Dios”. Efesios 2:8 dice claramente que la fe por la cual fuimos salvos no procede de nosotros mismos. Hemos recibido la fe como una dádiva de parte de Dios. Dios es la fuente y Aquel que nos da la fe, y nosotros somos los destinatarios de esta dádiva divina. Dios puso algo dentro de nuestro ser que se convierte en nuestra fe. En 2 Pedro 1:1 se nos dice que nos fue asignada “una fe igualmente preciosa”. La fe es preciosa porque nos fue dada como dádiva por Dios. Cuanto más nos volvemos a Dios y le contactamos, más fe tenemos.
Según la revelación del Nuevo Testamento, la fe es simplemente Cristo mismo. Debido a que Cristo mismo es la fe, el apóstol Pablo habla respecto a la fe de Jesucristo (Ro. 3:22), la fe del Hijo de Dios (Gá. 2:20) o la fe en Cristo (Fil. 3:9). La fe, que es el único requisito del Nuevo Testamento, es Cristo mismo transfundido a nuestro ser para llegar a ser nuestro elemento y capacidad para creer en Él y en todas las cosas divinas, espirituales y celestiales. Por tanto, la fe es la fe en Cristo así como también la fe de Cristo. En otras palabras, la fe es simplemente Cristo mismo como nuestro elemento y nuestra capacidad para creer.
¿De qué manera Cristo es infundido en nosotros como fe? En la predicación apropiada del evangelio, Cristo nos es presentado como un personaje en cierto escenario. En tal presentación vemos a Cristo como un personaje vivo, una persona maravillosa. La predicación apropiada del evangelio es una presentación de Cristo como persona viviente digna de nuestra consideración. Cuando le contemplamos, Él, como persona viviente, causa una impresión en nosotros, no meramente en nuestra mente y corazón, sino también en la parte más profunda de nuestro ser: nuestro espíritu. Cuando somos impresionados con Cristo como tal personaje, cierto aprecio por este personaje se produce espontáneamente dentro de nosotros. Cuando Cristo como personaje vivo es infundido en nuestra mente y corazón hasta finalmente llegar a nuestro espíritu, Él llega a ser precioso para nosotros y anhelamos aceptarle y recibirle. Esto es fe; esto es creer. Somos infundidos con este elemento y capacidad para creer e invocamos el nombre del Señor. Cuando oímos el evangelio y vemos a Cristo como una persona viviente en medio del escenario divino, nuestro aprecio por Él y nuestra reacción hacia Cristo como tal personaje maravilloso surgen en nosotros. Éste es el Jesús viviente infundido en nosotros que llega a ser nuestra fe. Por tanto, Él es el Autor de nuestra fe; Él es el origen y el originador de nuestro elemento y nuestra capacidad para creer.
La fe, la capacidad de dar sustantividad, es como un sexto sentido. Hemos adquirido este sentido de dar sustantividad por medio de la predicación del evangelio. La predicación apropiada del evangelio no consiste meramente en enseñar, sino que también consiste en efectuar una transfusión. A fin de predicar el evangelio a los pecadores, primero tenemos que recibir algo del Señor mismo y procedente de Él. Después, al predicar, lo que hayamos recibido del Señor entrará, como electricidad, en los oyentes. Mientras hablamos y la gente nos observa y oye, algo será transfundido en ellos de manera espontánea y sin que tengan plena conciencia de ello. Aunque puedan menear la cabeza mostrando desacuerdo con nuestra predicación, en lo profundo de su ser ellos creerán en lo que decimos. Aunque algunos podrían decirse a sí mismos que es una tontería creer, algo dentro de ellos continuará respondiendo y llevándolos al punto de decir: “Señor Jesús, gracias. Tú eres tan bueno. Señor, Tú eres mi Salvador”. Debido a que cierto elemento ha sido transfundido al ser de ellos, podrán creer en el Señor. Éste es el resultado de la transfusión de fe efectuada por Dios mediante un predicador.
Todo predicador del evangelio tiene que ser una persona cautivadora. Es necesario que él primero haya sido cautivado y que después él pueda cautivar a otros. Lo que tal persona diga podría no parecer muy lógico, pero como una batería que es cargada, los oyentes serán cautivados. Por esta razón, la iglesia tiene que orar mucho por la predicación del evangelio. Cuanto más oremos, más cautivadora será la reunión del evangelio. El predicador del evangelio tiene que orar hasta que tenga la capacidad celestial de cautivar y esté completamente cargado con el elemento divino. Si está cargado y es cautivador de tal modo, al ponerse en pie delante de las personas tendrá el sentir de que algo está siendo transfundido en ellas. Cierto elemento es infundido en ellas por medio de tal predicador que cautiva. Este elemento infundido en las personas es la fe.
Este principio es aplicable no solamente a la predicación del evangelio, sino también a otras formas de ministerio. El ministerio depende de nuestra expresión al hablar, que consiste en la liberación del elemento divino. Si nuestro ministerio es apropiado, seremos cautivados y seremos cautivadores siempre que salgamos a ministrar. El ministerio apropiado es íntegramente asunto de ser completamente transfundidos con Dios mismo. Primero, somos cargados con el elemento divino, y después en el ministerio irradiamos ese elemento divino en los demás de manera cautivadora. Esto es íntegramente un asunto de la gracia de Dios. La gracia de Dios es simplemente Dios mismo impartido en nosotros para atender a nuestras necesidades. Los pecadores ciertamente necesitan tener fe, pero ¿cómo pueden obtenerla? Naturalmente, no tenemos fe, sólo incredulidad. Pero cuando los pecadores vienen a la iglesia y oyen la predicación apropiada del evangelio, ellos son cargados con Dios. Dios mismo como electricidad celestial es transmitido a ellos. Debido a que Dios mismo es transfundido en ellos de este modo, ellos descubren que tienen fe. Éste es el don de la fe, cuya naturaleza y elemento son Dios mismo.
Una vez que tal fe es generada dentro de nosotros, jamás nos puede ser quitada. Incluso si intentamos negar al Señor, finalmente descubrimos que no podemos hacerlo, pues Cristo como fe ha sido infundido en nuestro ser. Por ejemplo, la noche en que el Señor Jesús fue arrestado por los judíos, Pedro le negó tres veces en Su presencia (Lc. 22:47-61). Sin embargo, Cristo como elemento y capacidad para creer continuaba presente en Pedro. Tal como había pedido el Señor, al final, no le faltó fe a Pedro (v. 32). Nosotros también podríamos tener experiencias similares de negar al Señor temporalmente. A veces podemos ser influenciados por nuestros sentimientos humanos y entendimiento de modo que neguemos al Señor temporalmente. No obstante, mientras le negamos, todavía permanece en lo profundo de nuestro ser el elemento y la capacidad para creer, lo cual nada ni nadie puede quitar. Éste es el propio Cristo que ha sido infundido en nosotros como preciosa fe (2 P. 1:1). Todos los creyentes, del menor al mayor, tienen tal fe. Esta fe, la cual es preciosa para nosotros y común a todos los creyentes, es la base para toda bendición espiritual. Es sobre esta base que hemos sido bendecidos y hemos recibido todas las cosas espirituales, divinas y celestiales preparadas por Dios.
Vivimos por Su fe, por Cristo mismo como nuestra fe (Gá. 2:20). La fe genuina consiste en creer en el Señor Jesús por Su fe. Creemos en Jesucristo por Su fe, pues no tenemos fe propia, y Él es el Autor de nuestra fe. Por tanto, la fe no es invención nuestra; ella no puede ser iniciada por nosotros. Es imposible para nosotros generar fe. La fe es un aspecto de Cristo mismo, y aparte de Cristo no tenemos fe propia. No vivimos por nuestra propia fe, sino por la fe del Hijo del Dios viviente, quien tiene fe y quien Él mismo es fe para nosotros. Tal fe es resultado de que conozcamos a Cristo y sintamos aprecio por Él. Si nos miramos a nosotros mismos, jamás encontraremos fe. Pero si nos olvidamos de nosotros mismos, nos volvemos al Señor Jesús y le invocamos, la fe inmediatamente surgirá dentro de nosotros. Cuanto más permanezcamos en Él, más seremos infundidos con Él como nuestra fe. Esta fe es la fe de Cristo; es Cristo mismo que cree dentro de nosotros.
La fe es simplemente el Señor Jesucristo. Él no sólo es el Autor, el Originador, de la fe, sino también el Perfeccionador, el Consumador, de la fe. Él concluirá lo que originó; Él completará lo que inauguró. Si ponemos los ojos en Él continuamente, Él culminará y completará la fe que necesitamos para correr la carrera celestial. Una vez que Cristo ha originado esta fe dentro de nosotros, Él jamás la dejará desvanecerse; más bien, Él la completará, la llevará al final y la perfeccionará. Como Aquel que completa nuestra fe, Él está infundiéndose continuamente en nosotros como el elemento y la capacidad para creer todas las veces que oramos al Señor, tenemos comunión con Él, oramos las palabras de la Biblia, asistimos a las reuniones de la iglesia, oímos mensajes espirituales y leemos libros espirituales. Por tanto, nuestra fe en Jesucristo procede de Él; de hecho, es Cristo mismo continuamente infundido en nosotros. Tal fe nos introduce en una unión orgánica con Cristo y también hace que esta unión orgánica crezca continuamente. El aumento de nuestra unión orgánica con Él es el aumento, el crecimiento, de Cristo dentro de nosotros. Cuanto más Cristo es infundido a nuestro ser como el elemento y la capacidad para creer, más Él crece en nosotros. Ésta es nuestra fe que está siendo perfeccionada por el Señor. En este sentido, nuestra fe no ha sido completamente perfeccionada. Día tras día nuestra fe estará bajo la obra perfeccionadora del Señor hasta que nos reunamos con Él el día del arrebatamiento. Por esta razón, Pablo llama a Cristo el Autor y Perfeccionador de nuestra fe. Debemos ir en pos del Señor a fin de experimentarle y disfrutarle en este aspecto día tras día e, incluso, momento a momento.
Según Hebreos 12:2, por el gozo puesto delante de Él, Jesús sufrió la cruz, menospreciando el oprobio. El Señor Jesús sabía que mediante Su muerte Él sería glorificado en resurrección (Lc. 24:25-26) y que Su vida divina sería liberada a fin de producir muchos hermanos para Su expresión (Jn. 12:23-24; Ro. 8:29). Por el gozo puesto delante de Él, Cristo menospreció el oprobio (He. 12:2) y voluntariamente se ofreció para ser entregado a los líderes judíos usurpados por Satanás y ser condenado a muerte por ellos. Por tanto, Dios lo exaltó a los cielos, lo sentó a Su diestra (Mr. 16:19; Hch. 2:33-35), le dio un nombre que es sobre todo nombre (Fil. 2:9-10), lo hizo Señor y Cristo (Hch. 2:36) y lo coronó de gloria y de honra (He. 2:9).
Hebreos 12:2 dice que Cristo “se sentó a la diestra del trono de Dios”. En Su ascensión Cristo se sentó en el trono del gobierno de Dios. En Su ascensión Él fue entronizado en el cielo.
A partir de 1:3, el libro de Hebreos nos dirige continuamente al Cristo sentado en el cielo. Pablo, en todas sus otras epístolas, nos presenta principalmente al Cristo que mora en nuestro espíritu (Ro. 8:10; 2 Ti. 4:22) como Espíritu vivificante (1 Co. 15:45) para ser nuestra vida y nuestro todo. Sin embargo, en este libro Pablo nos dirige particularmente al Cristo que se ha sentado en el cielo y que tiene tantos aspectos que puede cuidarnos en todo sentido. En las demás epístolas de Pablo, el Cristo que mora en nosotros está en contraste con la carne, el yo y el hombre natural. En este libro el Cristo celestial está en contraste con la religión terrenal y con todas las cosas terrenales. Para experimentar al Cristo que mora en nosotros, necesitamos volvernos a nuestro espíritu y contactarle. Para disfrutar al Cristo celestial, necesitamos apartar nuestra mirada de todo lo terrenal y contemplarlo sólo a Él, quien está sentado a la diestra del trono de Dios. Por medio de Su muerte y resurrección, Él logró todo lo que necesitaban Dios y el hombre. Ahora en Su ascensión Él está sentado en los cielos, en la persona del Hijo de Dios (He. 1:5) y del Hijo del Hombre (2:6), en la persona de Dios (1:8) y del hombre (2:6), como el designado Heredero de todas las cosas (1:2), el Ungido de Dios (v. 9), el Autor de nuestra salvación (2:10), el Santificador (v. 11), el Socorro constante (v. 16), el Ayudador oportuno (4:16), el Apóstol enviado por Dios (3:1), el Sumo Sacerdote (2:17; 4:14; 7:26), el Ministro del verdadero tabernáculo (8:2) que tiene un ministerio más excelente (v. 6), el fiador y Mediador de un mejor pacto (7:22; 8:6; 12:24), el Albacea del nuevo testamento (9:16-17), el Precursor (6:20), el Autor y Perfeccionador de la fe (12:2) y el gran Pastor de las ovejas (13:20). Si ponemos los ojos en Él, en Aquel que es todo-inclusivo y maravilloso, Él nos ministrará los cielos, la vida y la fortaleza, impartiéndonos e infundiéndonos todo lo que Él es, para que podamos correr la carrera celestial y vivir la vida celestial en la tierra. De esta manera Él nos llevará por todo el camino de la vida y nos guiará y nos llevará a la gloria (2:10).
Hebreos 12:2 también habla de poner “los ojos en Jesús”. La palabra griega traducida “puestos los ojos”, denota “mirar fijamente apartando la mirada de cualquier otro objeto”. Los creyentes hebreos tenían que volver la mirada apartándola de todas las cosas de su entorno —de su antigua religión, o sea, el judaísmo, de la persecución que padecían y de todas las cosas terrenales— para poner sus ojos en Jesús, quien ahora está sentado a la diestra del trono de Dios en los cielos.
El Jesús maravilloso, quien está entronizado en los cielos y coronado con gloria y honor (2:9), es la mayor atracción que existe en el universo. Él es como un enorme imán, que atrae a todos los que le buscan. Al ser atraídos por Su belleza encantadora, dejamos de mirar todo lo que no sea Él. Si no tuviéramos un objeto tan atractivo, ¿cómo podríamos dejar de mirar tantas cosas que nos distraen en esta tierra? Cuando ponemos los ojos en Jesús, le contemplamos y Él es infundido en nosotros.
A fin de aprender a andar por fe y sufrir por fe, debemos apartar la mirada de todas las cosas y personas. Jesús es el origen y la compleción de nuestra fe. Debemos poner nuestros ojos en Jesús. Esto se debe a que únicamente Jesús es; todo lo demás no es. Cualquier otro que no sea Jesús, es nada. Confiamos en el Señor; no confiamos en nadie más. Por tanto, debemos apartar la mirada de todo lo que no sea Jesús mismo y fijarla en Jesús, el cual es. Esto es fe.
Si deseamos tener fe, debemos poner los ojos en Jesús, la fuente de la fe. Cuando apartemos la mirada de todo lo demás y la fijemos en Él, Él irradiará Su propio ser al nuestro, cargándonos consigo mismo. Como resultado de ello, espontáneamente tendremos fe. La fe es Cristo mismo quien cree por nosotros de una manera muy subjetiva. Él se transfunde en nosotros, forjándose en nosotros hasta que Él, una persona viviente, llega a ser el elemento de fe en nuestro ser. De este modo, Él hace de nosotros personas que creen.
Cuando ponemos los ojos en Cristo, le damos a Él la oportunidad y la libertad para forjarse en nosotros como ley de vida (Ro. 8:2). De este modo la ley de vida puede operar en todas las partes internas de nuestro ser hasta que seamos completamente saturados con Él. Cuanto más somos saturados con Él, más fácil se nos hace creer. Ésta es la manera de tener fe.
Es por medio de la ley de vida que el elemento de fe de Cristo es cargado en nuestro ser. Cuanto más permitimos que la ley de vida opere en nuestro ser, más podremos creer. Si le damos a la ley de vida la oportunidad de operar continuamente en nuestra mente, parte emotiva y voluntad, su operación producirá gran fe en nosotros. La fe es las primicias de la operación de la ley de vida en nuestro ser.
En la medida que la ley de vida opera dentro de nosotros para producir la expresión de Dios y el testimonio de Dios, el primer resultado de tal operación es que creemos. La persona que tiene más fe es aquella en quien la ley de vida ha operado más. Tal persona tendrá la fe para creer en Dios al máximo, sin ningún esfuerzo ni conflicto. Tal persona cree espontáneamente debido a que tal fe procede de la operación de la ley de vida dentro de ella. Cuando la ley de vida opera dentro de nosotros para hacer de nosotros el reflejo, la expresión y el testimonio de Dios, nos será fácil creer. Que todos podamos experimentar la fe de manera tan subjetiva al poner los ojos en Jesús.
Hebreos 12:3 dice: “Considerad a Aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra Sí mismo, para que no os canséis ni desfallezcan vuestras almas”. Estas breves palabras nos remiten a los cuatro Evangelios, donde podemos ver cómo Cristo padeció tal contradicción de pecadores contra Sí mismo. En aquel tiempo, los pecadores eran todos los fanáticos religiosos, los judaizantes, los sacerdotes, los escribas y los líderes del pueblo. Cuando el Señor Jesús estaba en la tierra, Él tuvo que confrontar a todos estos opositores que se esforzaban al máximo por obstaculizar al Señor o impedirle que Él tomase el camino del nuevo pacto de Dios. Pero no pudieron impedírselo; más bien, Él abrió el camino, inmolándolo al sufrir la muerte de cruz.
No solamente debiéramos poner los ojos en Jesús, sino también considerar a Aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra Sí mismo para que no nos cansemos ni desfallezcan nuestras almas. Esto indica que el andar cristiano es un camino lleno de sufrimiento, oprobio y oposición. Creer en Jesucristo (Gá. 2:16) es una bendición maravillosa, pero esto nos introduce en un camino que no es sólo de paz y gracia, sino también de sufrimiento, oprobio y oposición. Éste es el camino que Jesús tomó cuando vivía en la tierra. En Su vivir humano, Él sufrió y padeció el oprobio y la oposición por parte de los pecadores, pero todo el tiempo Él tenía puestos los ojos en el trono en los cielos.
Tenemos que aprender del Señor Jesús como nuestro modelo. Al tomar el camino cristiano, el cual está lleno de sufrimientos, oprobio y oposición, debemos poner los ojos en Jesús. Cuando ponemos los ojos en Jesús, Él perfecciona, lleva a su fin, la fe que está dentro de nosotros al infundirse Él mismo en nosotros como el elemento y la capacidad para creer. En nuestra vida humana, inevitablemente enfrentaremos muchos problemas. No obstante, no debemos poner la mirada en estos problemas, pues no merecen ser contemplados por nosotros; más bien, debemos apartar la mirada de todos nuestros problemas y fijarla en Jesús para considerar a Aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra Sí mismo. Cuando pongamos los ojos en Él, nos serán infundidos el elemento y la capacidad para creer. De este modo, estaremos felices y seremos rescatados internamente de todos nuestros problemas y de toda oposición que enfrentemos.