
Lectura bíblica: Juan 9:1-3, 6-7, 14-16, 22, 24-25, 28-30, 33-38; 10:1-11, 14-16, 21, 26-31, 38-39
Ahora llegamos al capítulo nueve de Juan, donde descubrimos otro sábado. Ya hemos visto tres sábados, y ahora llegamos al cuarto. El Señor Jesús quebrantó cada uno de ellos. El actuó deliberadamente a fin de quebrantar la tradición del sábado. Jesús era un excelente quebrantador del sábado. No debemos pensar que por azar hizo todas estas cosas en el día sábado. ¡No! El lo hizo con un propósito determinado. Lo hizo a propósito para quebrantar los reglamentos de la religión.
Repasemos brevemente los sábados que hemos visto. Es interesante observar que el Evangelio de Mateo habla de dos sábados, y el de Juan también habla de dos. El primer sábado trata de los hambrientos: en él, el Señor Jesús llevó a Sus discípulos a los sembradíos y les dio completa libertad de hacer lo que quisieran. Los sembradíos no se parecen en nada a la sinagoga ni al templo, puesto que son un lugar agreste e inculto. ¿Preferiría usted sentarse ordenadamente en una sinagoga culta, o estar sin ningún reglamento arrancando espigas en los sembradíos? ¿Qué prefiere usted? Los sembradíos eran un lugar de alimento; un sitio donde había plena libertad de los reglamentos religiosos.
El segundo sábado nos muestra el caso de un miembro enfermo del Cuerpo, al cual el Señor compara con una oveja que cae en un hoyo. El miembro con la mano seca era la oveja caída que no tenía descanso. Por tanto, el Señor quebrantó el sábado para que este miembro seco y caído obtuviera reposo. En el segundo caso, el Señor se interesó por el que estaba en el hoyo. Cuando estamos secos, simplemente estamos en un hoyo, atados y sin ningún descanso. Pero ¡Aleluya! el Señor Jesús nos ha levantado! El nos sanó y ahora nos encontramos en casa, fuera del hoyo. La iglesia es primeramente los sembradíos, y luego la casa.
El tercer sábado nos muestra el caso de un hombre imposibilitado que yacía en un pórtico religioso, esperando que sucediera algo. El Señor Jesús lo vio y por Sus palabras impartió vida en él. El Señor nos ha alimentado y rescatado; además, El impartió Su vida dentro de nosotros. Ahora tenemos satisfacción y libertad, y además, hemos sido vivificados.
Ahora llegamos al último sábado, esto es, al cuarto caso. Este es el caso de un ciego. Podemos ser perfectos y completos en todo aspecto, y aun así, haber nacido ciegos como este hombre. Dicho hombre tenía un solo problema: carecía de la vista. El Señor Jesús implica claramente en el capítulo siguiente, el capítulo diez, que este hombre estaba en el “redil”. En cierto sentido, el redil es un buen lugar, pero en otro, el redil no es bueno. Como todos sabemos, el redil es el lugar donde se guarda al rebaño durante la noche, en el invierno, o cuando hay una tormenta. Durante el día, cuando el sol brilla, las ovejas no deben estar en el redil, sino donde hay pastos. Pero un ciego está destinado a permanecer en el redil, guardado y preservado durante la noche. Un ciego nunca conoce el resplandor del día; incluso cuando brilla el sol, él no lo puede disfrutar. Para el ciego el día es como la noche; siempre está en tinieblas. Si usted es ciego, tiene que permanecer en el redil.
Cuando estábamos en las denominaciones éramos ciegos. No creo que un cristiano que haya recobrado verdaderamente la vista pueda permanecer en las denominaciones. Todo aquel que ve, deja el redil y va en pos de los pastos, bajo el resplandor del sol y el aire fresco, en completa libertad. ¿Dónde se halla usted ahora? ¿Está usted en el redil o en los pastos? Permítanme decir esto: si alguien aún está en el redil, es una persona ciega. Por supuesto que una persona ciega necesita el redil para ser guardado. Pero cuando recobre la vista, dejará rápidamente el redil para ir en pos de los pastos, donde disfrutará del resplandor del sol y del aire fresco.
No piense que estos cuatro casos ocurridos en cuatro sábados diferentes hablan de cuatro personas distintas. Les aseguro que, en el plano espiritual, estos cuatro casos son cuatro aspectos de una misma persona. Cada uno de nosotros está representado en este cuadro descriptivo. Nosotros somos los hambrientos, los miembros secos y las ovejas caídas; además, hemos estado incapacitados por muchos años, y somos los ciegos. Tenemos hambre, estamos secos, caídos, imposibilitados y ciegos. Antes de ser salvos y de entrar en la vida de iglesia, éramos tal clase de personas. Este es un retrato de nuestra condición pasada. Puedo testificar que antes de ser salvo y entrar en la vida de iglesia, me hallaba realmente hambriento, seco y caído, imposibilitado y ciego. En cierto sentido, esperaba que algo sucediera, y en otro sentido, estaba verdaderamente ciego. No sabía en qué dirección iba, ni podía discernir si era de día o de noche. Ciertamente todos estábamos en el redil. Pero, ¡aleluya! el Señor Jesús quebrantó el sábado y nos alimentó. ¡Aleluya! El también quebrantó los reglamentos de la religión para sacarnos del hoyo. El Señor Jesús vino con el fin de impartir vida en nosotros. Anteriormente dependíamos de que sucediera algo, pero ahora podemos tomar nuestra cama y andar, pues tenemos vida. El Señor Jesús también hizo esto quebrantando los reglamentos de la religión. Finalmente, ¡aleluya! el Señor vino y nos abrió los ojos, y aunque los religiosos nos expulsaron del redil, acudimos a los pastos. ¡Aleluya! ¡Cuán maravilloso es salir del redil y entrar a los pastos!
Ahora, en la vida de iglesia, ya no tenemos hambre, pues estamos en los sembradíos. Ya no estamos en el hoyo, sino en la casa. Y ya no yacemos imposibilitados en un pórtico religioso; antes bien, tenemos vida. No tenemos más necesidad de que los demás nos ayuden y nos carguen, pues ahora podemos llevar nuestro lecho solos. Ahora en la vida de iglesia ya no estamos en el redil, sino en los pastos. ¡Este es un gozo inefable y lleno de gloria!
Finalmente, no estamos sólo en los pastos, sino también en el rebaño. ¡Alabado sea el Señor! No somos un redil sino un rebaño. El redil es un lugar para guardarnos, pero el rebaño se compone de todos los santos. La iglesia no es un lugar, sino que es un rebaño. Si fuéramos una denominación, una sinagoga o una secta, entonces seríamos un redil. Pero, ¡aleluya! somos un rebaño: la iglesia. Somos las ovejas del rebaño que pacen en los pastos verdes y tiernos, disfrutando continuamente del Cristo ilimitado. ¿Tenemos reglamentos y tradiciones? ¡No! ¿Estamos en cautiverio? ¡No! Por el contrario, estamos en el pasto verde y tenemos libertad, vida, aire puro y un sol resplandeciente: tenemos todo lo que necesitamos. Somos un solo rebaño con un solo Pastor. Aquí estamos actualmente. ¿También están ustedes aquí? El Señor quebrantó cada uno de estos cuatro sábados para traernos aquí.
Profundicemos ahora en el caso del hombre ciego. El Señor Jesús pasaba por allí y vio a este hombre ciego de nacimiento. Sus discípulos le preguntaron: “Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres, para que haya nacido ciego?” (9:2). La pregunta de los discípulos fue completamente religiosa. Ellos razonaron que alguien debió haber pecado, él o sus padres, para que este hombre fuera ciego. Pero Jesús respondió: “No es que pecó éste, ni sus padres” (v. 3). Si leen cuidadosamente el Evangelio de Juan, se darán cuenta de que la gente acostumbraba ir a Jesús y hacerle preguntas que requerían de un sí o un no. Pero Jesús nunca contestaba con un sí ni con un no. En realidad, El nunca dijo “ni sí, ni no”. Por ejemplo, en el capítulo cuatro la samaritana mencionó el asunto de la adoración. Ella dijo: “Nuestros padres adoraron en este monte, mas vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar” (v. 20). Sin embargo, el Señor Jesús dijo: “Ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre” (v. 21). En el capítulo nueve, el Señor dio a Sus discípulos una respuesta similar. El nunca contesta sí ni no; más bien, contesta según la vida. Con El no se trata de tener razón o de estar equivocados, no se trata de sí o de no, de bien o de mal, ni de nada que pertenezca al árbol del conocimiento. Se trata solamente de Dios, de la vida. El Señor Jesús dijo a Sus discípulos: “No es que pecó éste, ni sus padres, sino que nació así para que las obras de Dios se manifiesten en él” (v. 3). La pregunta de los discípulos provenía de la religión, pero la respuesta del Señor Jesús pertenecía a la revelación. Con Su respuesta, Jesús quitó el velo de la religión. El en realidad dijo: “Olvídense de la religión. No se trata de esto ni de aquello, sino de manifestar las obras de Dios”.
Después de esto, el Señor Jesús habló muy poco. Inmediatamente después de hacer tal declaración, leemos que El escupió en la tierra e hizo lodo con Su saliva (v. 6). Desde el punto de vista humano y biológico, la saliva es un fluido sucio y desagradable. No obstante, el Señor escupió en la tierra y mezcló la saliva con la tierra. Luego, leemos que el Señor tomó esta saliva mezclada con tierra, ungió los ojos del ciego, y le pidió que se fuera a lavar. Una vez que el ciego hizo esto, regresó sano. Al hacer esta señal, el Señor Jesús no actuó sólo de manera milagrosa, sino más bien, hizo algo inculto, vulgar, y totalmente opuesto al concepto humano. La opinión de la gente fue que El actuó de manera vulgar. De todas las sustancias que existen, ¿quién se imaginaría que el Señor Jesús iba a usar saliva mezclada con barro, como ungüento para ungir al hombre ciego? El Señor siempre actúa de manera opuesta a nuestros conceptos religiosos y humanos. Visto desde una perspectiva espiritual, lo que El hizo encierra un significado muy profundo, pues el Señor mezcló un elemento que salió de Su boca con otro elemento: la tierra. Nosotros somos tierra; por consiguiente, lo que el Señor hizo representa la mezcla de lo divino con lo humano.
Todos nacimos ciegos. ¿De qué manera recibimos la vista? Al mezclarnos con el Señor Jesús, quien es una persona divina. El elemento de Cristo debe entrar en nosotros y mezclarse con nuestro ser. Por experiencia personal, la mayoría de nosotros podemos testificar lo siguiente: el día en que recibimos a Cristo, fue el día en que recibimos la vista. Aun ahora, al mezclarse Cristo con nosotros, recibimos la vista. Si usted permite que Cristo imparta algo de Sí mismo dentro de usted, recibirá la vista.
El hombre ciego recibió la vista. Esto fue maravilloso. Entonces, los fariseos religiosos se hicieron presentes nuevamente a fin de acusar y condenar. Ellos amedrentaron al pobre hombre que recibió la vista, para que no siguiera a Jesús. Lo injuriaron, diciendo: “Tu eres Su discípulo; pero nosotros, discípulos de Moisés somos” (v. 28). Afirmaron que Jesús era un pecador porque había quebrantado el sábado, pero aquel hombre simplemente respondió: “Si es pecador, no lo sé; una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo” (v. 25). Al hombre ciego no le preocupaba lo que estaba correcto o incorrecto; sólo le interesaba el hecho de que había recibido la vista. No le importaba lo correcto o equivocado, ni el sí ni el no. A él únicamente le interesaba haber recibido la vista.
Los religiosos lo injuriaron. En aquel tiempo, cuando alguien decía que era seguidor de Jesús, era rechazado y catalogado como alguien detestable. Así que, los religiosos lo expulsaron de la sinagoga, lo echaron del judaísmo, lo sacaron de la religión judía. En aquellos días, si alguien era expulsado de la sinagoga y de la religión judía, no podía llevar más una existencia normal. Ya que no podía conservar su trabajo, perdía su medio de subsistencia. El hecho de ser expulsado de la religión judía era algo muy grave. Sin embargo, el Señor lo halló y le preguntó: “¿Crees tú en el Hijo de Dios?” (v. 35). El contestó: “¿Quién es, Señor, para que crea en El?” Jesús respondió: “Pues le has visto, y El que habla contigo, El es”. Y él contestó: “Creo, Señor”; y le adoró. Actualmente, cuando leemos este relato, nos parece que todo esto era muy sencillo y sin muchas consecuencias, pero les aseguro que en aquel tiempo esto no era tan sencillo y traía consecuencias muy serias.
Inmediatamente después de que este hombre fue expulsado de la sinagoga, el Señor Jesús declaró que El era la puerta para todas las ovejas que estaban en el redil. El dijo que todos los que le habían precedido eran ladrones y salteadores, y que El era el único que había venido a impartir vida a las ovejas. Declaró que El era el Pastor, aquel que saca a las ovejas del redil por la puerta y las conduce a los pastos. También les dijo que tenía otras ovejas que no pertenecían al redil judío; que a ellas también las iba a traer, y las juntaría con las ovejas del redil para formar un solo rebaño. Esto es muy significativo.
Cuando muchos santos queridos leen que Jesús es la puerta en el capítulo diez de Juan, se imaginan que Jesús es la puerta del cielo. Este es un concepto totalmente erróneo. En el capítulo diez de Juan, Jesús no es la puerta del cielo, sino del redil. El redil era el judaísmo, la religión judía. Debemos entender que ese redil fue establecido originalmente por Dios en el Antiguo Testamento. Dios dejó a todos Sus queridos santos en dicho redil para que fueran guardados hasta que Cristo viniera. Todos fueron colocados allí; todos entraron por la puerta, no por las paredes, y esa puerta es Cristo. David fue puesto allí, así como también Jeremías y Daniel. Todos fueron puestos en el redil por medio de Cristo, quien es la puerta apropiada. Los santos del Antiguo Testamento que creyeron en el Cristo venidero, entraron a ese redil por medio de El. Cristo era la puerta por la cual entraron. Más adelante vino Jesús; la noche había pasado, y el día había ya amanecido. Las ovejas ya no necesitaban la salvaguarda del redil, y podían salir y hallar pastos. El invierno pasó, llegó la primavera y allí estaba Cristo: el pasto. Antes de Su venida, Jesús era la puerta por la cual todos entraban. Pero cuando El vino, lo que en realidad dijo fue: “Ahora soy la puerta para que todos puedan salir”. En la era del Antiguo Testamento, Cristo era la puerta por la cual los santos entraban al redil; pero ahora, en la era del Nuevo Testamento, El es la puerta por la cual todas las ovejas pueden salir del redil. De modo que, cuando El nos saca, no solamente es la puerta, sino también el Pastor. Los creyentes son las ovejas, y El es el Pastor que las conduce a los pastos verdes. Además, El es también el pasto. El condujo a Pedro fuera del redil, e hizo lo mismo con Juan, con Jacobo y con el ciego que recibió la vista.
Posteriormente, El declaró que tenía otras ovejas en el mundo gentil, en el mundo pagano. Así que, en el tiempo preciso El vino a América, que es una parte del mundo pagano. Un día, ¡alabado sea el Señor! Jesús fue también a mi país, otra parte del mundo pagano. Nosotros éramos las otras ovejas, y El nos condujo a todos a los pastos verdes. Ahora formamos un solo rebaño.
Cuando Jesús anduvo en la tierra, el judaísmo era el redil, pero ahora hay muchos rediles nuevos. Existen muchas denominaciones, sectas y grupos cristianos; a los ojos del Señor todo esto constituye los rediles de hoy. Aunque en dichos grupos la gente tenga buenas intenciones con respecto al Señor, lo que producen es desastroso, porque promueven la división. Quizás busquen guardar al pueblo de Dios en un redil, pero finalmente causan divisiones. Ahora el Señor está llevando a cabo la misma obra que realizó en el capítulo nueve de Juan: El abre los ojos de muchos que están retenidos en los rediles, los saca de allí y los congrega como un solo rebaño en el pasto verde. Cuando usted recibe la vista, los encargados de los rediles ya no están dispuestos a guardarle allí ni un día más, y por otra parte, usted tendrá el deseo de salir. Cristo es la puerta por la cual usted puede salir y unirse al único rebaño, con el único Pastor.
Anteriormente teníamos hambre y estábamos caídos, imposibilitados y ciegos. Pero ¡aleluya! ahora somos el rebaño, la iglesia, la novia para el Novio. Ya no estamos en el hoyo, en los pórticos religiosos ni en el redil, sino en el pasto, que es Cristo mismo. Fuimos rescatados de aquel pozo, liberados del pórtico, sacados del redil y congregados como un solo rebaño con un solo Pastor, quien nos alimenta con los pastos verdes. Esto es la vida de iglesia.
Repasemos brevemente el relato bíblico de cómo se inició la ruptura entre el Señor Jesús y la religión. Los cuatro evangelios muestran que empezó con el tema del ayuno y de la oración. El Señor Jesús llegó a un ambiente cargado de religiosidad, y estalló el conflicto. No lo empezó ni lo provocó El, sino que lo iniciaron los religiosos, los discípulos de Juan y de los fariseos. Ya vimos cómo se presentaron ellos ante el Señor Jesús para formularle preguntas acerca del ayuno. Este fue el inicio de la ruptura. El Señor no guardaba el ayuno, sino que quebrantó esa norma religiosa. Después de quebrantar el rito del ayuno, El quebrantó el sábado en los cuatro casos que ya vimos. Cuando vemos el último caso, llegamos a la cumbre, a la última etapa. No necesitamos el quinto sábado, pues hemos llegado a la cima del monte; ahora somos el rebaño, la iglesia. Obtenemos esto al salir del redil a través de la puerta, al seguir a Jesús como Pastor y al disfrutarlo día tras día con todas Sus riquezas, las cuales son nuestros pastos. Es debido a esto que nos reunimos en unidad. No estamos en una organización, sino que hemos sido congregados por el Señor Jesús quien es la puerta, el Pastor y los pastos. Es así como llegamos a ser la iglesia, la cual es el propósito eterno y consumado de Dios. El lo ha cumplido, y lo hizo de una manera maravillosa.
Yo llegué a la iglesia local por primera vez en 1932. El Señor Jesús me sacó de la “sinagoga” y me introdujo en los sembradíos, para alimentarme con sus riquezas. Oh, en aquel tiempo la iglesia me parecía un campo de trigo; yo podía arrancar espigas libremente y disfrutarlas. Luego, El me rescató del pozo donde había caído; yo era un miembro seco, yacía en el pórtico esperando algo o alguien, pero El impartió Su vida en mí y me hizo un miembro activo del Cuerpo. Yo estaba imposibilitado y ciego, pero El impartió algo de Sí mismo dentro de mi ser, no sólo para que yo tuviera vida, sino para que la tuviera en abundancia; y al hacer esto, recibí la vista. Entonces recibí la luz: pude ver que el Señor era la puerta, lo seguí fuera del redil y entré en los pastos. Ahora puedo testificar que día y noche lo disfruto como mi pasto. Estamos en el rebaño. ¡Qué bueno es esto! Aleluya, siempre estamos reunidos. No se trata de que intentemos unirnos, sino que hemos sido hechos uno. No estamos unidos por ningún estatuto ni credo escrito por manos humanas, sino por el Señor Jesús quien es la puerta, el Pastor y los pastos.
El hecho de que el rebaño exista hace posible que todo se cumpla. Ahora tenemos el verdadero sábado. No quebrantamos el sábado, sino que lo guardamos por la eternidad. Día tras día estamos descansando en Cristo, disfrutando del verdadero sábado. Todos los sábados de ardua labor han terminado; ahora estamos en el sábado del reposo. Estamos reposando en el rebaño.
El capítulo diez de Juan está relacionado con el capítulo nueve; no se trata de dos relatos separados, sino de uno solo, en dos capítulos. En el capítulo diez, el Señor Jesús dijo: “El ladrón no viene sino para hurtar, matar y destruir; Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (v. 10). A menudo hemos citado este versículo aisladamente, sin tomar en cuenta su contexto. Pero ahora, al unir estos dos capítulos, vemos cómo el Señor nos imparte vida. El hombre ciego se encontraba allí y estaba necesitado; era simplemente un hombre hecho de barro, y el Señor Jesús lo sanó. El Señor le recobró la vista con el elemento que salió de Su boca, al escupir en tierra y mezclar Su saliva con dicha tierra. El hombre ciego fue ungido y sanado con ese ungüento extraño. Sin el capítulo diez, resultaría bastante difícil entender lo que significa esta mezcla de la saliva del Señor con el barro. Pero este capítulo nos da la interpretación, al mostrar que mediante esa mezcla, el Señor impartió vida en aquel ciego: algo salió de Jesús y entró en el ciego, mezclándose con él. Lo que el Señor hizo en el capítulo nueve constituyó una señal, la cual representa una realidad espiritual. El Señor Jesús vino a impartirnos vida mediante algo que sale de Su boca y que se mezcla con nosotros. Cuando llegamos al capítulo veinte de este evangelio, vemos cómo el Señor Jesús, después de Su resurrección, fue a Sus discípulos y sopló en ellos. En cierto sentido este soplo fue una clase de saliva. Algo salió de Su boca y entró en Sus discípulos, mezclándose con ellos como lo hizo con el barro. Se trata de la vida que El imparte. La vida es el soplo del Señor, el cual entra en nosotros y se mezcla con nuestro ser. Por medio de dicha vida recibimos la vista.
¿Cómo podemos hoy en día recibir algo que provenga del Señor, que entre en nuestro ser y se mezcle con nosotros? De dos formas: primero, al invocar el nombre del Señor Jesús, pues cuando invocamos Su nombre, respiramos Su persona; segundo, al orar-leer Su palabra. La saliva hoy es la Palabra viva, y nosotros somos el barro. Cuanto más oramos-leemos, más obtenemos el elemento del Señor Jesús, que entra en nosotros. Así es como se mezcla el Señor con nosotros, y como resultado, no sólo obtenemos vida, sino vida en abundancia. Y por medio de esta vida recibimos la vista.
Tal vez usted diga que siempre que hablo, termino mencionando el asunto de invocar el nombre del Señor y de orar-leer la Palabra. Es cierto, pues no he hallado otra manera que funcione mejor. En todos mis años de experiencia con el Señor, sólo he encontrado estas dos maneras: invocar el nombre del Señor y orar-leer la Palabra. Tengo la plena seguridad en que ésta es la mejor manera para que el Señor mezcle Su elemento con nosotros.
¿Se da cuenta de que usted es simplemente un pedazo de barro, que nació ciego y que ha estado guardado en un redil? Si comprende esto, debe permitir que Cristo imparta algo de Sí mismo dentro de su ser. Entonces obtendrá vida y recibirá la vista, saldrá del redil y disfrutará de los pastos verdes. La única manera es al invocar Su nombre y orar-leer. Debemos decir continuamente: “¡Oh Señor, amén! ¡Oh Señor, amén!” También debemos orar-leer continuamente la Palabra. Entonces la saliva de la boca del Señor se mezclará con el barro, es decir, con nosotros, y así seremos ungidos, pues esta mezcla es la unción. ¡Aleluya! cuanto más invocamos el nombre del Señor y oramos-leemos la Palabra, más somos ungidos. Esta unción es muy dulce, refrescante y nueva. De este modo podemos experimentar a Cristo como la puerta, el Pastor y los pastos. Por eso ahora pertenecemos al rebaño, la iglesia.
Finalmente, no tenemos nada ni valoramos nada, sino a Cristo y la iglesia, esto es, a la Cabeza y al Cuerpo. En estos días el Señor está en el proceso de recobrar estas verdades. El está recobrando a Cristo como vida, y está recobrando también la vida apropiada de iglesia. El Señor está haciendo esto para avergonzar al enemigo. De modo que Dios el Padre puede mirar al enemigo y decirle: “Satanás, mira, aun en esta tierra, en esta era de tinieblas, Mi Hijo Jesucristo puede tener Su Cuerpo”. Eso no es solamente una vergüenza para Satanás, sino también una cabeza de playa, es decir, el primer territorio tomado por el Señor por medio del cual Cristo ganará toda la tierra. La vida de la iglesia será la cabeza de playa que permitirá el regreso de Cristo. El Señor Jesús lo está haciendo, no de una manera humana, sino de una forma divina; no por medio de una organización, sino mediante el Espíritu transformador.