
Lectura bíblica: Ex. 40:36-38; Lv. 8:7, 8, 10-12, 30; 20:26; 26:46
Antes de pasar a considerar el libro de Números, debemos ver algo más en los libros de Exodo y Levítico. Hemos visto que la manera de entrar en la buena tierra es disfrutar a Cristo paso a paso, en una medida que va siempre en aumento, empezando desde el cordero de la pascua. Pero hay algo en nuestra experiencia que es aún más vital para nosotros; los principios o factores gobernantes. Hemos visto que la posesión de la tierra, es decir, la entrada al aspecto todo-inclusivo de Cristo, no se realiza por medio de una persona individual, sino por medio de un pueblo colectivo. Esto lo vemos bien claro. Pero debemos darnos cuenta de que, especialmente en el caso de un pueblo colectivo, se necesitan algunos principios gobernantes. Se necesita orden. En un cuerpo colectivo hay que poner las cosas en orden. Si no hay principios gobernantes, reinarán el caos y el desorden, y éstos están relacionados con el enemigo. Si nosotros somos desordenados, estamos arruinados y relacionados con Satanás. De esa manera, nos es imposible entrar en la buena tierra. Para mantener el orden entre los hijos del Señor, debe haber algunos principios o factores gobernantes.
En estos dos libros, Exodo y Levítico, no sólo vemos los varios aspectos del disfrute de Cristo, sino también los principios gobernantes que Dios ha ordenado entre Sus hijos. Hay por lo menos tres principios o factores gobernantes que son importantes y vitales.
El primer principio gobernante es la presencia del Señor en la columna de nube y la columna de fuego. No sólo digo la columna de nube y la columna de fuego, sino la presencia del Señor en la columna de nube y la columna de fuego. En estas columnas, la presencia del Señor es el primer principio gobernante. Este factor se relaciona con la reunión y la actividad o movimiento del pueblo del Señor. Cuándo, cómo y dónde el pueblo del Señor debe moverse y actuar depende de la presencia del Señor como se le revela en la columna de nube y la columna de fuego. En otras palabras, si queremos llegar a poseer la tierra, debemos hacerlo por medio de la presencia del Señor. Si la presencia del Señor va con nosotros, podemos entrar y disfrutar la tierra. Recuerde que el Señor le prometió a Moisés: “Mi presencia irá contigo, y te daré descanso” (Ex. 33:14). Esto significaba que El mismo llevaría al pueblo a que poseyera la tierra por medio de Su presencia. Esta fue la razón por la cual Moisés le dijo al Señor: “Si Tu presencia no va conmigo, no nos saques de aquí”. Moisés insistió en que la presencia del Señor fuera con él; de otra manera no iría.
“Mi presencia irá contigo”. Son palabras bastante peculiares. La presencia irá. Esto no significa necesariamente que El irá. Que El vaya es una cosa, pero que Su presencia vaya es otra. ¿Se da cuenta de la diferencia?
Quisiera mostrarlo con una historia. Una vez, cuatro o cinco de nosotros que servíamos al Señor juntos íbamos a cierto lugar. Viajábamos todos juntos. En aquel entonces uno de los hermanos no estaba contento con nosotros; no obstante, no tuvo otra alternativa que ir. Viajábamos todos en el mismo tren: todos menos este hermano estábamos en el carro número uno, y él se quedó solo en el carro número dos. Iba con nosotros, pero su presencia no iba con nosotros. Se fue con nosotros, viajó con nosotros y llegó con nosotros, pero su presencia no estaba con nosotros. Cuando los hermanos vinieron para recibirnos, él estaba allí, y durante toda nuestra visita en aquel lugar, él estaba allí. El estaba con nosotros, pero no su presencia. En verdad era muy extraño.
Hermanos y hermanas, muchas veces el Señor irá con usted, pero no Su presencia. Muchas veces el Señor verdaderamente lo ayudará, pero esté seguro, El no está contento con usted. Usted recibirá Su ayuda, pero perderá Su presencia. Lo llevará a su destino y lo bendecirá, pero durante todo el viaje no sentirá Su presencia. El irá con usted, pero no Su presencia.
¡Esto no es una teoría sino nuestra experiencia! Muchas veces en los años pasados he sentido la ayuda del Señor al estarle sirviendo. El Señor está obligado a ayudarme; El debe ayudarme por causa de Sí mismo. Pero puedo decirle que muchas veces no he tenido la presencia del Señor, simplemente porque no estaba contento conmigo. El tenía que ir conmigo, pero no estaba contento. Yo estaba sentado en el carro número uno, pero El estaba sentado en el carro número dos. Me acompañaba, pero me negaba Su presencia para que me diera cuenta de Su desagrado.
Hace algunos años, una hermana joven me hablaba de su matrimonio. Me decía: “Hermano, siento que es la voluntad del Señor que me comprometa con cierto caballero. El Señor me ha ayudado bastante en esto; así que, en cierta fecha anunciaremos el compromiso”. Yo conocía algo de la situación; así que, le dije a la hermana: “No dudo que el Señor le haya ayudado. Creo lo que me dice. Pero, ¿está contento el Señor con todo esto? ¿Está con usted la presencia del Señor mientras considera este compromiso?” Me contestó: “Oh, hermano, si le digo la verdad, sé que el Señor no está contento conmigo. ¡Lo sé! Por un lado me ha ayudado, pero por otro, sé que no está contento conmigo”. Le pregunté: “¿Cómo lo sabe?” Su respuesta fue muy significativa: “Cuando pienso en el compromiso, siento que he perdido Su presencia”. Este es un ejemplo excelente. El Señor la ayudó, pero le negó Su presencia.
Hermanos y hermanas, deben entender esto claramente. Nunca crean que tener la ayuda del Señor, es suficiente. ¡No, no! ¡Ni mucho menos! Debemos tener la presencia del Señor. Tenemos que aprender a orar diciendo: “Señor, si no me das Tu presencia, aquí me quedaré contigo. Si Tu presencia no va conmigo, no iré. No seré gobernado por Tu ayuda, sino por Tu presencia”. Luego debemos orar más, diciendo: “¡Oh, Señor! no quiero Tu ayuda solamente; quiero Tu presencia. Señor, Tu presencia es imprescindible. Puedo prescindir de Tu ayuda, pero no de Tu presencia”. ¿Puede decirle esto al Señor?
Muchos hermanos y hermanas se acercan a decirme: “Hermano, ¡el Señor realmente me ha ayudado!” Siempre deseo preguntarles: “¿Ha sentido la presencia del Señor? Ha recibido Su ayuda, pero ¿qué me dice de Su presencia?” Muchos reciben la ayuda del Señor, pero muy pocos tienen Su presencia. El factor gobernante no es Su ayuda, sino Su presencia.
Algunos obreros cristianos me han dicho: “Hermano, ¿no se ha dado cuenta usted de cuánto nos ha ayudado el Señor? ¿No cree que el Señor nos ha bendecido?” Les he contestado: “Indudablemente el Señor les ha ayudado y bendecido, pero quedémonos en silencio delante del Señor por unos momentos”. Después de un rato, pregunté: “Hermano, en lo más profundo de su ser, ¿siente que la presencia del Señor está con usted? Sé que han hecho algo para el Señor; sé que el Señor le ha ayudado y bendecido. Pero me gustaría saber si en lo más recóndito de su ser siente que el Señor está presente con usted. ¿Siente continuamente que Su rostro le está sonriendo, y que Su sonrisa ha entrado en usted? ¿Tiene esto?” Estas son palabras tiernas que escudriñan el corazón. Como siervos del Señor, la mayoría de las personas no pueden mentir; deben decir la verdad. Finalmente tales hermanos me han dicho: “Debo admitir que he perdido desde algún tiempo la comunión con el Señor”. Luego he preguntado: “Hermano, ¿qué sucede? ¿Está gobernado por la ayuda del Señor o por Su presencia? ¿Está gobernado por Sus bendiciones o por Su sonrisa?”
Hermanos y hermanas, aunque sea con lágrimas en nuestros ojos, debemos decir día tras día: “Señor, sólo Tu presencia sonriente me satisface. No quiero nada más que la sonrisa de Tu faz gloriosa. Mientras tenga esto, no me importa si los cielos se caen o si la tierra se desintegra. El mundo entero puede levantarse en mi contra, pero mientras tenga sobre mí Tu sonrisa, puedo alabarte, y todo estará bien”. El Señor dijo: “Mi presencia irá contigo”. ¡Qué tesoro! La presencia, la sonrisa del Señor, es el principio gobernante. Es de temer recibir cualquier cosa del Señor y perder Su presencia. En verdad es algo de temerse. Es posible que el Señor mismo le dé algo a usted, y que sin embargo esa misma cosa le prive de Su presencia. Le ayudará y le bendecirá, pero esa misma ayuda y bendición puede apartarlo de Su presencia. Debemos aprender a ser guardados, regidos, gobernados y guiados, sencillamente por la presencia del Señor. Tenemos que decirle al Señor que no queremos nada más que Su presencia en una manera directa. No queremos tener Su presencia indirectamente. Esté seguro, muchas veces usted tiene la presencia del Señor “de segunda mano”; no la tiene de primera mano, no es directa. Procure ser gobernado por la presencia directa del Señor, de primera mano.
Este no sólo es un requisito y lo que le capacita, sino también el poder para seguir adelante y poseer la tierra. La presencia del Señor, experimentada de primera mano, lo fortalecerá con poder para obtener la plenitud, es decir, el Cristo todo-inclusivo. ¡Qué fortaleza, qué poder existe en la presencia directa del Señor! Esto ciertamente no es asunto de doctrina, sino de una experiencia profunda.
“Mi presencia irá contigo”. ¡El Señor es tan maravilloso, tan glorioso, tan misterioso! Pero, en qué manera nos muestra Su presencia? ¿Cómo es hecha real para nosotros? En los tiempos antiguos, Su presencia siempre estaba en la columna de nube durante el día y en la columna de fuego durante la noche. Durante el día, mientras brillaba el sol, allí estaba la nube; en la oscuridad de la noche estaba el fuego. La presencia del Señor revelada durante el día era la nube, y en la noche era el fuego.
¿Qué significan estas dos cosas: la nube y el fuego? Varios pasajes de las Escrituras nos muestran que la nube es el símbolo del Espíritu. A veces en nuestra experiencia, el Espíritu Santo es exactamente como una nube. La presencia del Señor está en el Espíritu. Muchas veces sabemos que la presencia del Señor está con nosotros. ¿Cómo lo sabemos? Nos damos cuenta en el Espíritu. Creo que la mayoría de nosotros hemos tenido esta clase de experiencia. Hemos experimentado la presencia del Señor en el Espíritu. Es en verdad misterioso. Si me pregunta cómo se experimenta la presencia del Señor en el Espíritu, sólo puedo contestar que la experimento, me es real. El Señor está en el Espíritu, y Su presencia es hecha real para mí en el Espíritu. La realidad está en el Espíritu. A veces, ya sea por nuestra debilidad, o porque le parece al Señor que necesitamos aliento o confirmación, nos da alguna consciencia y aun un sentimiento de que el Espíritu realmente es como una nube.
En 1935 estaba dando yo un mensaje acerca del derramamiento del Espíritu Santo. A la mitad del mensaje, de repente tuve la sensación de que una nube me envolvía. Me parecía que estaba dentro de una nube. Inmediatamente en la reunión hubo un cambio decisivo, y las palabras que salían de mi boca eran como agua viva derramándose. Toda la congregación estaba atónita. Cuando se tiene tal experiencia, no se necesita hablar nada de la mente. Las palabras fluyen del Espíritu.
Esa es la presencia del Señor en la columna de nube. La podemos sentir en esa forma. Viene en forma de cierta clase de guía y aliento. Tenemos cierta carga por el Señor, y El nos da el aliento de sentir Su presencia en el Espíritu. Sin embargo, ésta es una experiencia especial concedida por el Señor. Diariamente, podemos experimentar la presencia del Señor en el Espíritu en una forma normal y ordinaria.
Entonces, ¿cuál es el significado de la columna de fuego? El fuego se necesita en la noche, cuando hay oscuridad. Pero el significado es el mismo que el de la nube. La nube es el fuego, y el fuego es la nube. Cuando el sol brilla, la presencia del Señor tiene la apariencia de una nube; cuando llega la oscuridad, Su presencia tiene la apariencia de fuego. Es la misma entidad con diferentes apariencias. ¿Qué, pues, representa el fuego? Representa la Palabra. La nube es el Espíritu, y el fuego es la Palabra. Cuando el sol brilla, uno tiene un entendimiento claro en el Espíritu; puede seguir fácilmente a la nube. Pero muchas veces es como la noche, y usted se encuentra en tinieblas. No puede confiar en su espíritu; su espíritu está muy perplejo. En tal situación, debe confiar en la Palabra. La Palabra es como el fuego, ardiente, brillante, iluminador. Salmos 119:105 dice: “Lámpara es a mis pies Tu palabra, y lumbrera a mi camino”. Cuando el cielo está muy claro y todo está brillante, la nube es suficiente; pero cuando la oscuridad cubre el cielo, usted no puede discernir cuál es la nube y cuál no lo es; debe seguir el fuego. A veces su cielo, su día, es sumamente claro y la luz del sol es brillante y fuerte. Sin la más mínima duda puede verse y seguirse el camino del Espíritu. Pero probablemente con más frecuencia se encuentra en tinieblas, en la noche. Ayer lo entendía todo claramente, pero hoy se encuentra en tinieblas; está perplejo y turbado. Pero no se preocupe; tiene la Palabra. Siga la Palabra. La Palabra es el fuego, el fuego ardiente, la luz brillante. Cuando se encuentra en tinieblas, puede seguir esta luz porque la presencia del Señor está en el fuego.
Muchas veces ha habido hermanos que me han dicho: “Hermano, ahora me siento en tinieblas”. Les contesto: “¡Alabado sea el Señor! Ahora es el tiempo correcto para ir a la Palabra. Si no estuviera en oscuridad no tendría la oportunidad de experimentar al Señor en la Palabra. Sencillamente tome Su Palabra”. Cuán bueno es experimentar a Cristo en Su Palabra cuando estamos en tinieblas.
La presencia del Señor siempre está en estas dos cosas: en el Espíritu y en la Palabra. Cuando usted tiene un entendimiento claro, puede darse cuenta de que El está en el Espíritu. Cuando se encuentra en tinieblas, puede verlo en la Palabra. Siempre está en estos dos: en el Espíritu y en la Palabra. ¿Lo ve todo claramente hoy? ¡Alabado sea el Señor! Usted sentirá al Señor en el Espíritu. ¿Está en tinieblas? También puede alabarle porque lo puede ver en Su Palabra. Algunas veces estamos en la luz del día, y otras veces estamos en la noche, en la oscuridad. Eso no debe preocuparnos. En el día, cuando todo está claro, tenemos al Espíritu como la nube; en la noche, cuando está oscuro, tenemos la Palabra como el fuego. Podemos seguir al Señor por medio de Su presencia en el Espíritu y en la Palabra.
El segundo principio gobernante es el sacerdocio bajo la unción con el urim y el tumim. ¿Qué es el sacerdocio? Este es un asunto maravilloso y glorioso. El sacerdocio incluye la comunión con el Señor y la vida y el servicio en Su presencia. El sacerdocio es un grupo de personas que están en constante comunión con el Señor; continuamente tienen comunión con el Señor y sirven en Su presencia. Viven, andan y hacen todo en esa forma. Cuando tenemos comunión con el Señor día tras día y momento a momento, y cuando en esta comunión viviente, nosotros vivimos, servimos y actuamos, somos un sacerdocio.
Si perdemos el sacerdocio, perdemos uno de los principios gobernantes. Este principio gobernante no tiene como fin guiar sino juzgar. La presencia del Señor en las columnas de nube y de fuego tiene como fin guiar al pueblo, mientras que el fin del sacerdocio en la unción con el urim y el tumim es juzgar.
Quisiera poner un ejemplo. Supongamos que dos hermanos están discutiendo y peleando entre sí. ¿Qué haremos? Somos hijos del Señor, somos el pueblo del Señor, pero algo de tal naturaleza existe entre nosotros. ¿Cómo podemos resolver el problema? ¿Cómo llegaremos al juicio apropiado? ¿Convocaremos una reunión y decidiremos el asunto por votación? ¡Claro que no! Todos esos problemas sólo pueden resolverse por medio del sacerdocio. Tales problemas requieren un grupo de hijos del Señor que siempre estén en comunión con El, que sirvan al Señor en Su presencia y continuamente estén delante de El, sin importar dónde se encuentren o qué estén haciendo. Tal grupo está bajo la unción del Espíritu Santo y tiene el urim y el tumim. De esta manera obtienen el juicio, la decisión del Señor. Por medio del urim y el tumim con el sacerdocio, podrán juzgar y decidir cualquier asunto que se les presente.
El sacerdocio incluye tres cosas: la comunión con el Señor, la unción del Espíritu Santo y el urim y el tumim. En esta ocasión sólo podemos hablar brevemente tocante al último punto, el urim y el tumim. En hebreo la palabra urim significa luz, mientras que tumim significa perfección o consumación. Hace treinta años leí un artículo de un escritor hebreo, que decía que el tumim es una piedra preciosa con cuatro letras del abecedario hebreo grabadas en ella. Sobre el pectoral de los sumos sacerdotes estaban los nombres de las doce tribus de Israel grabados en doce piedras. Los nombres de esas doce tribus contenían solamente dieciocho de las veintidós letras del abecedario hebreo. Así que, sobre el pectoral del sumo sacerdote faltaban cuatro letras. No obstante, estas cuatro letras estaban grabadas en el tumim, y cuando esta piedra era puesta en el pectoral, había perfección, consumación. Entonces se tenían las veintidós letras del abecedario hebreo. Luego se nos dice que el urim es una piedra que se ponía en el pectoral y que daba luz. Así tenemos el significado del urim y el tumim: luz y perfección.
Entonces, ¿cómo se usaban el urim y el tumim? Cuando algún problema o dificultad se presentaba entre los hijos de Israel, el sumo sacerdote llevaba el problema al Señor para recibir la respuesta con la ayuda del pectoral. El escritor hebreo decía en ese artículo que cuando los sumos sacerdotes se presentaban delante del Señor, ciertas piedras en el pectoral con sus respectivas letras brillaban, y en otras ocasiones otras piedras con sus letras brillaban. El sumo sacerdote escribía todas las letras de las diferentes piedras cuando brillaban, y al hacerlo formaba las palabras y las oraciones. Finalmente recibía un mensaje o juicio completo de parte del Señor. Aquel escritor que en esta forma Acán fue prendido de entre todos los hijos de Israel, debido a su pecado (Josué 7).
Así que, ¿cuál es el principio gobernante para que el pueblo del Señor resuelva sus problemas? Entre ellos debe haber un sacerdocio que lleve en su pecho delante del Señor a todos los hijos del Señor. El sacerdocio debe presentarlos en amor delante de la presencia del Señor y leerlos allí como letras. Así, a la luz de las Escrituras, el sacerdocio entenderá la intención del Señor y recibirá alguna palabra de parte de El tocante a la situación de Sus hijos.
Ahora, con respecto a los hermanos que están peleando entre sí, tenemos la solución. Podemos decirles: “Hermanos, estén tranquilos por un tiempo mientras acudimos al Señor”. Entonces llevaremos este problema al Señor y leeremos a estos hermanos en Su presencia a la luz de las Escrituras. Esto es ejercer el sacerdocio con el pectoral del urim y el tumim. De esta manera podemos obtener las letras, las palabras y aun el mensaje del Señor tocante a la decisión que se deba tomar en este asunto.
¿Sabe usted cómo escribieron los apóstoles sus epístolas? Exactamente en la misma manera. La primera epístola de Pablo a los corintios es un buen ejemplo. Pablo se enfrentó con muchos problemas en esa iglesia: problemas de sectarismo, de disciplina, de matrimonio, de doctrina de la resurrección, etc. Había problemas de casi todo género y descripción. ¿Qué hizo? Llevó en su corazón delante del Señor todos los problemas y a todos los hermanos y hermanas de aquella iglesia, y en la presencia del Señor los leyó a la luz de las Escrituras. ¿No es cierto? Al leerlos allí a la luz de la Palabra, entendió la naturaleza de la situación y la solución. Recibió un juicio, una decisión del Señor, y fue así que escribió la primera epístola a los corintios. Considere todas las epístolas. Así se formaron todos los libros escritos por los apóstoles. No fue que se sentaron en su cuarto a leer y a razonar, y que luego escribieron. Siempre había alguna situación entre los hijos del Señor que requería una respuesta, una palabra del Señor. Entonces, los apóstoles como sacerdotes, cumpliendo su ministerio sacerdotal, llevaban a la presencia de Dios todos estos problemas junto con todos los nombres de los hijos del Señor. Estudiaban el problema en Su presencia, leyendo a los creyentes uno por uno a la luz de las palabras del Señor. De esta manera recibían la luz; obtenían del Señor palabras, frases y pensamientos. Después escribían las cartas, impartiendo a los santos la intención del Señor en el asunto.
Este es uno de los principios gobernantes. El primer principio gobernante es la presencia del Señor en la columna de nube y en la columna de fuego; el segundo es el sacerdocio bajo la unción con estas dos cosas peculiares, el urim y el tumim.
Hermanos y hermanas, si vienen a mí para hablarme acerca de algún problema que tienen con otros, ¿qué debo hacer? Debo ejercitar mi espíritu para llevarlos a usted y a los otros delante del Señor. En amor debo ponerlos a ustedes y a los demás hermanos y hermanas en mi corazón, es decir, en mi pecho. Debo llevarlos a todos ustedes al Señor y decir: “Señor, te presento algunos queridos santos. Ilumínalos. Dame Tu luz”. Debo leerlos a ustedes. Debo leer sus mentes y sus emociones, sus pensamientos, sus motivos y sus acciones. Debo leer su problema y muchas cosas relacionadas con usted a la luz de la Palabra. Después de leer, letra por letra, gradualmente obtendré una palabra, y luego otra. Finalmente recibiré una frase completa y luego un mensaje. Llegaré a saber algo de parte del Señor. Sabré cuál es la intención del Señor para con ustedes y Su pensamiento acerca de ustedes.
Ustedes, los que son hermanos dirigentes, se encuentran muchas clases de problemas en la iglesia, que les dan la oportunidad de practicar este ministerio sacerdotal. En alguna ocasión tal vez llegue un hermano a compartir un problema que tiene con su padre, el cual también es un hermano en el Señor. Le preguntará qué es lo que debe hacer. Al siguiente día quizás llegue una hermana a contarle el problema que tiene con su cuñada, la cual también es una hermana en la iglesia. ¿Qué hará usted? ¿Les dirá que vayan a la corte delante del juez? Por supuesto, no puede hacer eso. La única manera es la que ya hemos mostrado. Debe tener un corazón, un pectoral; debe tener amor. Póngalos en su corazón y así llévelos ante el Señor. Ejercite su espíritu y léalos delante del Señor, primero al padre y luego al hijo. Lea sus hábitos, nacionalidades, caracteres, pensamientos, educación, no según su propia manera de pensar, sino a la luz de la Palabra. Lea todas estas cosas. Después de leer así, recibirá las palabras y las frases, punto por punto. Recibirá las palabras del Señor que le revelarán Su intención. Entonces podrá hablarles al hijo y a su padre. Haga lo mismo con la hermana y su cuñada. Podrá decirles: “Esto es lo que el Señor quiere. Oren acerca de esto”. Ha obtenido el juicio del Señor y la decisión del Señor. Esta es la corte para el pueblo del Señor. En verdad necesitamos tal corte. Necesitamos una representación local de la corte suprema celestial. La corte es el sacerdocio bajo la unción del Espíritu Santo con el urim y el tumim.
No es cosa insignificante tener un grupo de hijos del Señor que sirven al Señor colectivamente en coordinación. No es algo sencillo. Considere a su propia familia. ¿No tiene usted alguna clase de corte de familia para resolver todos sus problemas? En la iglesia, ¿cuál es nuestra corte de familia? Sencillamente es el sacerdocio, la comunión con el Señor bajo la unción del Espíritu Santo al leer a todos los hermanos a la luz de la Palabra. De esta manera recibimos el juicio para tomar las decisiones acerca de todos nuestros asuntos. Así se resuelven todos nuestros problemas y preguntas. No se hace discutiendo, ni consultando, razonando y arreglando a manera de un político o un juez terrenal. Sólo puede hacerse por medio de la comunión y la unción, leyendo en amor las circunstancias, naturalezas y vidas diarias de los creyentes a la luz de la Palabra del Señor.
El tercer factor gobernante consta de las cosas que regulan una vida santa. ¿Cuáles son estas cosas? En el libro de Levítico, tenemos las ofrendas, el sacerdocio y muchas clases de reglas. Levítico puede dividirse en tres partes: la primera que trata de las ofrendas, desde el capítulo uno hasta el siete; la segunda que trata del sacerdocio, desde el capítulo ocho al diez; y el tercero que trata de muchos reglamentos, desde el capítulo once hasta el final del libro. Tiene toda clase de reglas tocante a una vida santa, a un vivir santo. No podemos entrar en detalle ahora con todo eso. Si pudiéramos, veríamos cuán interesantes, cuán dulces y cuán cargados de significado son. Hay muchas reglas acerca de lo que es limpio y lo que es inmundo, acerca de lo que nos aparta o no de lo común y mundano, y acerca de cómo y cómo no comportarnos. Todos estos son reglas para una vida santa.
Estas reglas pueden resumirse en tres principios menores. El primero es que somos el pueblo que pertenece al Señor. Este es un principio menor que debe gobernarnos. Recuerde que usted pertenece al Señor, que es parte del pueblo del Señor. Si recuerda eso, será guardado de muchas cosas. ¿Cree que mientras tiene presente que es parte del pueblo del Señor, podría ir al cine? Con sólo pensarlo, se restringirá de ir. ¿Cree usted que pueda discutir con alguien y al mismo tiempo tener presente que pertenece al Señor? Trátelo. Descubrirá qué será de su discusión.
En una ocasión estando yo en el Lejano Oriente, contraté a un hombre que tiraba de un cochecillo para que me transportara. Al principio me dijo que me cobraría cinco dólares, con lo cual estuve de acuerdo. Cuando llegamos a mi destino, me di cuenta de que sólo tenía un billete de diez; así que se lo di y esperé el cambio. Después de rebuscar sus bolsillos, finalmente me dijo que lo sentía pero que sólo tenía cuatro dólares para darme el cambio. Esa era su maña. Me puse a discutir con él, pero de pronto recordé que yo era un hijo de Dios. Simplemente recordarlo me hizo detenerme. Le dije: “Está bien, está bien, olvídelo; un dólar no importa”. ¿Cómo podría yo, un hijo del Señor, discutir con el hombre del cochecillo? Eso pondría en vergüenza el nombre del Señor.
Cuando usted está a punto de hacer algo, debe recordar que es un hijo del Señor. No diga que esto es demasiado legalista. Usted y yo debemos ser así de legalistas. A veces las hermanas, especialmente en el Lejano Oriente, usan vestidos que no son apropiados para una hija del Señor. Si tan sólo recordaran que pertenecen al Señor, ese simple pensamiento las haría retraerse de usar esa clase de ropa. Sencillamente se les olvida que son hijas del Señor, y se visten como hijas del diablo. Recordar que somos el pueblo del Señor es el primer principio menor de lo que nos regula.
El segundo es que hemos sido apartados de este mundo. El Señor dijo: “Os he apartado de los pueblos”. El Señor nos ha apartado de los pueblos del mundo. Lo que ellos pueden hacer, nosotros no lo podemos hacer. Lo que ellos pueden decir, nosotros no lo podemos decir. Lo que ellos pueden poseer, nosotros no lo podemos poseer. Muchas veces he ido a las tiendas y no he podido comprar nada. Lo único que he podido hacer ha sido menear la cabeza y decir: “No, no hay nada para mí. He sido apartado”.
Desde Seattle a San Francisco y luego hasta Los Angeles, he tratado de conseguir un par de zapatos. Hay tantos estilos peculiares y modernos que es difícil encontrar un par que sea apropiado para un hijo de Dios. Si comprara uno de ésos, me temo que no me sería posible pararme para ministrar a los hijos del Señor. ¡Ay, las cosas mundanas que venden esas tiendas! Si toda la gente mundana se convirtiera y se acordara de que son hijos del Señor y que han sido apartados del mundo, todas las tiendas de departamentos se verían obligadas a cerrar. No habría clientes para ellos. Es lamentable que la mayoría de la gente no se haya convertido, pero lo más triste es que aquellos que ya han sido convertidos por el Señor todavía no se han apartado del mundo. Por lo menos, nosotros que hemos sido convertidos por el Señor debemos recordar que somos aquellos a quienes el Señor ha apartado del mundo. Este también es uno de los principios que nos debe gobernar. No diga que esto es demasiado estricto. Debemos ser así de estrictos.
El tercer principio menor es que el Señor es santo; así que, nosotros también debemos ser santos. El Señor es diferente y está separado de toda otra cosa; así que nosotros también debemos ser santificados y apartados de toda otra cosa. Debemos ser santos en todas las cosas, tal como El es santo.
Estos tres principios menores constituyen uno de los mayores principios gobernantes, y son lo que regula una vida santa. ¿Cuáles son? En primer lugar, recuerde que usted es un hijo del Señor; en segundo lugar, recuerde que ha sido apartado del mundo; en tercer lugar, recuerde que su Dios es un Dios santo y que usted debe ser tan santo como El. Estos tres reglamentos deben gobernar todo en nuestra vida.
En conclusión, la presencia del Señor es la guía para nosotros como grupo. Por la presencia del Señor sabemos si debemos irnos o quedarnos. No debemos ser guiados por nada más que Su presencia. Este es el primer principio gobernante. Luego, si hay algún problema entre nosotros, no necesitamos buscar la solución en forma externa. Tenemos la corte del sacerdocio. Por la comunión entre nosotros y el Señor bajo la unción del Espíritu Santo y por medio de estudiar en amor a todos los hermanos y hermanas a la luz de la Palabra, podemos obtener el juicio necesario, la decisión adecuada. Este es el segundo principio gobernante. Con respecto a nuestra vida y actividad diaria, nos debe gobernar la consciencia de que somos hijos del Señor, que hemos sido apartados del mundo, y que debemos ser santos como el Señor es santo. Este es el tercer principio gobernante. Si somos regidos por estos principios, estaremos preparados y capacitados para seguir adelante a poseer la buena tierra, y estaremos capacitados para entrar en el Cristo todo-inclusivo.