
Lectura bíblica: 5-6, 14-15, Jn. 3:16; 1:42; 14:7-11, 16-20 1 Co. 3:6-12; Ef. 1:3-23
El tema general de estos mensajes es “La economía e impartición de Dios”. Estas dos palabras, economía e impartición, no son muy conocidas e inclusive pueden sonar extrañas a algunos. Conforme a la revelación del Nuevo Testamento, la palabra economía es un término especial que Dios usa para revelar Su plan eterno. En griego, esta palabra es oikonomía, la cual se compone de dos vocablos: oikos y nomos. El vocablo oikos significa casa o familia, y nomos significa ley. Al juntar estos dos términos obtenemos oikonomía, que significa ley doméstica, gobierno familiar o administración de familia. La administración de una casa incluye algunos planes y procedimientos, y se requiere de alguna destreza para distribuir las riquezas de la casa a los miembros de la familia.
La palabra impartición denota la idea de distribución. Podemos tener abundancia de comida en una fiesta de amor, pero también necesitamos que algunos “mayordomos” distribuyan la comida. La distribución de la comida es la impartición de los alimentos. Además, cuando ingerimos la comida, ésta empieza a impartirse en nuestro interior. La digestión es nuestra cooperación con la impartición de la comida. Después de la digestión hay un proceso de asimilación, mediante el cual asimilamos lo que hemos recibido por la digestión. Esta es una cooperación adicional con la impartición de la comida. De esta manera, la comida llega a estar en nosotros, y todo lo que hemos comido llegará a ser parte de nuestro ser. Esta es la denotación y connotación de la palabra impartición.
Toda la economía de Dios, y especialmente la que se está llevando a cabo en la era neotestamentaria, es cuestión de impartición. Me gusta usar la palabra impartición en expresiones como laimpartición de Dios o la impartición divina. En el Nuevo Testamento Dios está llevando a cabo Su economía, Su administración doméstica, la cual El planeó desde la eternidad pasada antes de la fundación del mundo. La intención de Dios en Su economía, Su gobierno doméstico, es simplemente impartirse —en Su Trinidad Divina, a saber, el Padre, el Hijo y el Espíritu—, a Su pueblo escogido.
El Nuevo Testamento aborda muchos temas, pero si entramos en las profundidades de Su revelación divina veremos que Dios ciertamente tiene una economía, una administración doméstica, a fin de llevar a cabo Su propósito eterno. Esta economía es Su operación universal. Si me preguntaran que está haciendo Dios hoy, contestaría que El se dedica a una sola cosa: El está impartiéndose, gradual y pacientemente, en Su pueblo escogido. Todo lo que se menciona en el Nuevo Testamento respecto a Dios, tiene que ver con Su impartición divina para realizar Su economía.
Mucha gente conoce Juan 3:16, que dice: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que en El cree, no perezca, mas tenga vida eterna”. En este versículo vemos tres sucesos: primeramente, Dios ha dado a Su Hijo unigénito y aún nos lo da; segundo, creemos en El; y tercero, tendremos vida eterna. En estos tres sucesos vemos que Dios está impartiéndose en el hombre. Lo que Dios da es una impartición. Supongamos que yo tenga mucho dinero y les dé a cada uno de ustedes una cantidad; lo que ustedes reciban de mí es lo que yo les haya distribuido. En otras palabras, les doy mi dinero, repartiéndolo a ustedes. De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito. Esto significa que Dios está impartiendo en nosotros a Su Hijo. Lo que Dios imparte en nosotros no es dinero, sino a Su Hijo unigénito.
Cuando recibimos al Hijo de Dios, Dios mismo se imparte en nosotros. Si pongo un billete en mi bolsillo, es posible que lo pierda. Sin embargo, mediante la impartición divina tengo una Persona viviente en mi espíritu; una vez que le he recibido, no puedo deshacerme de El ni echarle fuera. Lo que tengo no es simplemente un pedazo de papel o un terrón de azúcar, sino a Jesucristo, el Hijo unigénito de Dios. Por eso estoy tan contento y fuerte.
Con frecuencia algunos amados santos me han escrito cartas para consolarme. Me han animado a que no me deje abatir por los problemas; sin embargo, los problemas nunca me han molestado. Siempre estoy contento; mi esposa puede testificar que duermo bien todas las noches. El secreto de mi felicidad radica en que he recibido, y todavía estoy recibiendo, al Cristo que es maravilloso, ilimitado, vasto, insondable e inescrutablemente rico. He recibido lo que Dios ha impartido al hombre, y todos los días recibo más de El. Tengo en mí a una Persona viviente, rica, feliz y alegre. Por eso soy una persona feliz, viva, activa y dinámica. Cuando El se ríe, yo también me río. Soy uno con El.
No sólo tenemos Juan 3:16, sino que también tenemos otro versículo maravilloso, Juan 1:14: “Y el Verbo se hizo carne, y fijó tabernáculo entre nosotros ... lleno de gracia y de realidad”. La encarnación de Dios es simplemente Dios que viene a nosotros; el hecho de que Dios se haya encarnado significa que Dios vino a nosotros. Cuando Jesús vino como Dios a nosotros, no tenía las manos vacías, sino que vino como Dios lleno de gracia y de realidad. El versículo 16 habla de Su plenitud: “Porque de Su plenitud recibimos todos, y gracia sobre gracia”. La gracia y la realidad son la plenitud de Dios. Todos hemos recibidos de la plenitud de Dios, la cual se compone de la gracia y realidad de Dios. De esta plenitud todos hemos recibido, y gracia sobre gracia. Esta gracia no tiene fin; es gracia sobre gracia por la eternidad. He sido cristiano por más de sesenta y cinco años, y todavía esta gracia viene sobre mí. Cada día experimentamos gracia sobre gracia.
Cuando su esposa le ponga mala cara, simplemente reciba gracia sobre gracia. Es posible que ella muestre su desagrado, pero usted puede dirigirle una sonrisa; esto es gracia sobre gracia.
La encarnación es una clase de impartición divina. Por medio de la encarnación, Dios se infunde en nosotros como gracia y realidad. Por nuestra parte, lo único que tenemos que hacer es recibir al Señor Jesús cada día. Cuando oramos, le estamos recibiendo, y cuando alabamos al Señor, también le estamos recibiendo. Siempre oro antes de hablar. Si no oro, no podré recibir en plenitud; por tanto, no tendré mucho que impartir a los santos.
La impartición de Dios infunde en nosotros la Trinidad Divina —el Padre, el Hijo y el Espíritu—, y no bendiciones como una buena casa, un buen automóvil o una buena nuera. Pablo consideró estas cosas como basura (Fil. 3:8), pues no tienen nada que ver con la impartición divina. Lo que Dios nos imparte es simplemente El mismo en Su Trinidad.
Nuestro Dios es rico en Sus tres personas: El es rico en la persona del Padre; El es rico en la persona del Hijo; y El es rico en la persona del Espíritu. La Trinidad Divina es las inescrutables riquezas de Dios. Ciertamente Dios es rico en luz, poder, vida, amor, santidad, justicia y en miles de otros aspectos, pero en Su totalidad, Dios es rico en la Trinidad Divina.
La impartición divina de la Trinidad Divina tiene como objetivo producir los materiales para la edificación divina. La edificación divina es simplemente la iglesia de Dios como Cuerpo de Cristo. Actualmente, Dios sólo lleva a cabo una obra, la cual consiste en edificar la iglesia como Cuerpo de Cristo. Para erigir un edificio se requieren materiales, y en la edificación divina, nosotros somos el material. Si hemos de ser el material adecuado para la edificación de Dios, debemos ser procesados, o sea, debemos pasar por varios pasos.
Primero, Dios el Padre amó al mundo de tal manera, que dio a Su Hijo a la humanidad (Jn. 3:16); ésta es la impartición del Padre. Cuando el Padre nos dio a Su Hijo, El mismo se dio a nosotros en el Hijo. Si yo le doy una cartera que contiene doce cheques, aunque aparentemente usted sólo recibió una cartera, en realidad recibió doce cheques juntamente con la cartera. Jesucristo es la “cartera”; El es la corporificación de las riquezas de Dios. Por sí solo, Jesús parece ser simplemente una pequeña cartera, pero en esta “cartera” hay muchos “cheques”. Dios el Padre nos ha dado a Su Hijo, y dicha dádiva es Su impartición.
Dios el Hijo redimió al hombre caído para que todo aquel que crea en El, tenga vida eterna (Jn. 3:14-15). El Hijo mismo es la vida eterna (Jn. 11:25; 14:6), y Dios el Padre dio a Su Hijo para realizar la impartición divina en el hombre. El Hijo ha efectuado la redención a fin de que podamos recibirle. Cuando le recibimos, El llega a ser la vida eterna en nosotros. El Padre nos da al Hijo, y el Hijo nos da la vida eterna.
Dios el Espíritu es Aquel que nos ha sido dado por el Hijo. Cuando se nos da Dios, entra en nosotros como el Espíritu. Dicho Espíritu es la consumación del Dios Triuno como el Padre, el Hijo y el Espíritu. Dicho Espíritu, la totalidad del Dios Triuno, hoy mora en nosotros como Espíritu vivificante.
Cuando este Espíritu entra en nosotros, nos regenera (Jn. 3:5-6). Por medio de la regeneración, el Espíritu nos hace otra persona. Este mismo Espíritu, después de regenerarnos, llega a ser vida en nosotros. Ahora, somos personas que estamos mezcladas con Dios. Adondequiera que vayamos, somos uno con Dios. Si nos damos cuenta de esto, nunca diremos que somos débiles.
Los tres pasajes previos hablan de los tres pasos que tomaron las tres personas de la Trinidad: hablan de la impartición del Padre, de la impartición del Hijo y de la impartición del Espíritu. Finalmente, cuando el Espíritu viene, El llega a ser la vida en nuestro ser regenerado. Nuestro ser regenerado es la mezcla del Dios Triuno con nosotros.
El resultado de esta impartición consiste en que hombres de polvo son hechos piedras para la edificación divina (Jn. 1:42).
Dios el Padre es expresado en el Hijo; esto se revela plenamente en Juan 14:7-11. Allí el Hijo dice que si lo hemos visto a El, hemos visto al Padre (v. 9). El Hijo está en el Padre, y el Padre está en el Hijo (vs. 10-11). Los Dos son uno (Jn. 10:30). De esta manera, el Padre es expresado en el Hijo.
En Juan 14:16-17a el Señor Jesús dijo que el Espíritu, la tercera persona de la Deidad, es la realidad del segundo. La primera persona, Dios el Padre, es expresado en el segundo, Dios el Hijo; y la tercera persona, el Espíritu, manifiesta la realidad del Hijo. Por tanto, la tercera persona es la realidad del segundo. El Padre se expresa en el Hijo, y el Hijo es hecho real en nosotros como el Espíritu. Cuando el Espíritu viene, el Hijo viene, y cuando el Hijo está aquí, el Padre también está aquí. Al tener el Espíritu, tenemos a los Tres.
Debemos darnos cuenta de que todos los días y en todo momento, las tres personas divinas de la Trinidad Divina están en nosotros. Esta es la razón por la cual los cristianos somos muy diferentes de los demás: tenemos al Dios Triuno en nosotros. Por fuera, somos iguales que ellos, pero por dentro, tenemos al Dios Triuno y ellos no.
Dicho Dios Triuno obra en nosotros para transformarnos. La transformación no es solamente un cambio en forma, sino que es también la impartición en nosotros del elemento divino que nos cambia metabólicamente. No es como aplicarnos maquillaje en la cara, lo cual no nos añade ningún elemento interiormente; más bien, es una obra en la cual cierto elemento es añadido a nuestro ser. Todos los días y a toda hora Dios, el elemento divino, se está añadiendo a nosotros. Dicho elemento nos transforma metabólicamente; o sea, se desecha lo viejo, y se nos infunde algo nuevo. Por consiguiente, esto no es simplemente un cambio externo, sino una transformación interior.
La impartición del Dios Triuno tiene solamente una meta: transformarnos, es decir, cambiarnos metabólicamente con Su elemento divino. Por tanto, no sólo poseemos el elemento humano, sino también el elemento divino. Ahora somos un Dios-hombre, una persona que tiene humanidad y divinidad, o sea, tenemos tanto la naturaleza humana como la naturaleza divina. Somos divinamente humanos. Una tortuga nunca llegará a ser uno con los seres humanos ni tampoco los ángeles llegarán a serlo, pero Dios se ha hecho uno con nosotros. ¡Aleluya, no somos “tortugamente humanos” ni “angélicamente humanos”, sino que somos divinamente humanos! Necesitamos decir con valentía a todas las criaturas que somos divinamente humanos.
Por medio del crecimiento en la vida divina, los creyentes llegan a ser los materiales para la edificación divina (1 Co. 3:6-7). En 1 Corintios 3 dice que somos plantas de Dios; El nos ha plantado en Su labranza (v. 9). Toda planta necesita crecimiento y, diariamente, Dios nos está dando el crecimiento en vida.
En Dios el Padre, recibimos Su vida y naturaleza como oro; en Dios el Hijo, recibimos Su redención como plata; y en Dios el Espíritu, experimentamos la transformación como piedras preciosas (1 Co. 3:12). Día tras día, estos tres materiales están creciendo en nosotros. Tanto la naturaleza de Dios como la redención de Cristo están creciendo en nosotros. Cuando recién creímos en Cristo, no entendíamos Su redención, pero una vez fuimos salvos, el conocimiento y la realidad de la obra redentora de Cristo aumentaron día a día en nosotros; esto significa que la plata está aumentando en nosotros. Además, la transformación que lleva a cabo el Espíritu también está creciendo en nosotros. Los tres materiales están creciendo y aumentando en nosotros todos los días hasta que seamos totalmente redimidos, transformados, e incluso transfigurados para tener un cuerpo glorioso.
El crecimiento que los cristianos necesitan experimentar es el crecimiento en la naturaleza de Dios el Padre, en la redención de Dios el Hijo y en la transformación de Dios el Espíritu. Este crecimiento nos hace preciosos como oro, plata y piedras preciosas, los cuales son los materiales necesarios para que seamos edificados como la iglesia de Dios. La iglesia de Dios no es un grupo de cristianos que se reúne de forma carnal, mundana o anímica; ésa no es la iglesia apropiada. La iglesia apropiada no sólo está compuesta de un grupo de creyentes que se reúne, sino que estos creyentes poseen la misma constitución intrínseca. Todos los creyentes deben ser edificados juntamente como oro, plata y piedras preciosas, los cuales son producidos por la naturaleza divina del Padre, la redención del Hijo y la transformación del Espíritu. Debemos experimentar estos tres procesos constante y diariamente.
El salón en donde nos reunimos tiene un fundamento firme. Dicho fundamento apoya y sostiene el edificio entero. De la misma manera, Cristo como fundamento viviente apoya y sostiene a toda la iglesia. Mientras la sostiene y apoya, El imparte e infunde Su elemento divino de vida en todos los miembros. El cimiento de un edificio físico no puede impartirnos nada, pero Cristo como fundamento viviente no sólo se imparte a Sí mismo en nosotros, sino que al mismo tiempo también apoya y sostiene a todos los miembros.
Una manta eléctrica imparte calor cuando está encendida. Al pasar la corriente eléctrica por la manta, ésta imparte calor. Cristo es el cimiento “eléctrico”, y dicho fundamento apoya y sostiene el edificio completo. Mientras lo apoya y sostiene, a la vez se infunde en éste. La manta eléctrica imparte calor, pero Cristo infunde en nosotros el elemento de vida. Dicho fundamento también crece, y al crecer, imparte en nosotros Su crecimiento.
Debemos decirle al Señor todos los días: “Señor Jesús, te agradezco que Tú eres mi fundamento. Eres el fundamento viviente”. Siempre que invocamos “Señor Jesús” con un propósito, tenemos el sentir de que El imparte algo en nosotros y que hay una infusión. Mientras invocamos Su nombre, El nos imparte “calor”. Hay un himno que dice: “Yo amo repetir Tu santo nombre por amor, mil veces hacia Ti” (Himnos, #95); esto nos hará vencedores. Experimentaremos al Señor como el verdadero fundamento que nos apoya y sostiene con Su impartición divina. La impartición de Cristo mismo, como elemento de vida, nos transformará en piedras preciosas.
La iglesia no es una organización ni una agrupación de personas, sino un ente constituido, una constitución. La iglesia es el Cuerpo de Cristo (Ef. 1:22-23; Col. 1:18). Nuestro cuerpo no es un conjunto de huesos que han sido unidos ni tampoco es una organización, tal como las piezas de madera que un carpintero ensambla para hacer una mesa. Nuestro cuerpo no es una agrupación ni tampoco una organización; nuestro cuerpo es una constitución, un ente constituido. En el cuerpo humano circula sangre y hay vida. La circulación de sangre fluye por todo nuestro cuerpo, y a donde fluye, allí constituye. Todos los miembros de nuestro cuerpo están constituidos juntos por medio de la circulación de sangre. No es una organización ni una agrupación, sino una constitución orgánica; esto es lo que debe ser la iglesia.
Dios nos ha escogido para que participemos en Su naturaleza santa (Ef. 1:4). Esto significa que si la naturaleza divina de Dios ha de ser impartida en nosotros, debemos estar unidos a El. Al estar unidos a Dios, Su naturaleza llega a ser nuestra orgánicamente. Además, los creyentes hemos sido predestinados para filiación (Ef. 1:5). La santidad se refiere a la naturaleza de Dios, y la filiación, a la vida de Dios. Tanto la naturaleza de Dios como Su vida indican que los creyentes debemos ser uno con Dios orgánicamente. Como hijos de Dios, tenemos Su vida, y al tener Su vida, también poseemos Su naturaleza. La naturaleza acompaña a la vida. Al tener la vida humana, también poseemos la naturaleza humana; de la misma manera, al tener la vida divina, también poseemos la naturaleza divina. Debido a que tenemos la naturaleza divina, podemos ser santos así como Dios es santo. Esto concuerda con la elección y predestinación efectuadas por el Padre, y es realizado mediante la impartición de Dios. Dios, al impartirse en nosotros, entra en nosotros para ser nuestra vida y naturaleza.
Por medio de la redención efectuada por el Hijo, llegamos a ser la herencia de Dios (Ef. 1:7, 11). La palabra herencia indica que algo de Dios se ha forjado en nuestro ser; de lo contrario, como hombres naturales nunca podríamos ser la herencia de Dios. Eramos simplemente un montón de polvo, y como tal, no teníamos ningún valor. Pero desde que la redención de Cristo impartió algo de Dios en nuestro ser, lo tenemos a El en nosotros. La redención de Cristo forjó algo de Dios en nuestro ser tripartito, al impartir en nuestro espíritu la vida y el elemento divinos. Una cantidad de “oro” divino ha sido impartido en nuestro espíritu, y algo precioso ha estado extendiéndose a nuestra alma. Finalmente, la gloria de la Persona divina saturará nuestro cuerpo, y así todo nuestro ser será precioso. Esto nos hará una herencia, algo precioso que Dios heredará. Dios espera obtener tal herencia preciosa. Dios el Hijo nos redime para hacernos la herencia de Dios con la finalidad de que en la plenitud de los tiempos Cristo sea hecho Cabeza sobre todas las cosas, lo cual cumple la economía eterna de Dios (Ef. 1:10).
Aunque Dios es precioso, quizás no tengamos la certeza de que El sea nuestra herencia. Pero el sellar del Espíritu (Ef. 1:13b) nos asegura que este precioso Dios, sin lugar a dudas, será nuestra herencia. Además, El nos ha dado las arras como garantía de que así será. El Espíritu es las arras (Ef. 1:14a), y dicho Espíritu permanece en nosotros como garantía.
Este sello y arras nos fue dado para nuestro disfrute por medio de la impartición divina y todo-inclusiva del Dios Triuno procesado. Dicha impartición resultará en la redención de nuestro cuerpo (Ef. 1:14b), el cual será transfigurado en un cuerpo glorioso (Fil. 3:21), saturado con la gloria del Dios Triuno mediante Su impartición consumada.
No sólo experimentamos la transformación y la impartición divinas, sino también la trasmisión divina. La electricidad es trasmitida desde una planta eléctrica hasta un edificio específico. Una vez que cesa la trasmisión de la electricidad, las luces del edificio se apagarán y todos los aparatos eléctricos dejarán de funcionar. Dios, que está en los lugares celestiales, es nuestra planta eléctrica, y nosotros somos el objeto de Su trasmisión. Entre El y nosotros hay “una línea de trasmisión”, y ahora se está llevando a cabo dicha trasmisión.
Según Efesios 1:19-23, dicha trasmisión se realiza en la supereminente grandeza del poder divino para con los creyentes, que el Padre hizo operar en el Hijo resucitándole de entre los muertos, sentándole a Su diestra en los lugares celestiales, sometiendo todas las cosas bajo Sus pies y dándole por Cabeza sobre todas las cosas a la iglesia. Lo que Dios ha forjado en Cristo, está siendo trasmitido a la iglesia. La preposición a (v. 22) indica que se está llevando a cabo una trasmisión. Dicha trasmisión infunde en nosotros, la iglesia, el gran poder que Dios forjó en Cristo, dando como resultado que la iglesia llegue a ser el Cuerpo orgánico de Cristo mediante Su excelente impartición. La iglesia llega a ser orgánica por medio de la trasmisión que ocurre entre Dios y nosotros. El Cuerpo orgánico de Cristo es la plenitud misma de Cristo, Aquel que todo lo llena en todo, para que El obtenga Su expresión corporativa en el universo.
La iglesia llega a existir por medio de la impartición de la Trinidad Divina. Finalmente, la iglesia es el producto de dicha trasmisión divina. Para que esto sea una realidad, necesitamos experimentar continuamente tanto la impartición como la trasmisión divinas.
(Este mensaje fue dado por el hermano Witness Lee en Berkeley, California, el 31 de agosto de 1990)