
Lectura bíblica: Gn. 28:10-22; Jn. 1:51; 14:2-6, 20; 1 P. 2:5
En las Escrituras vemos primero la obra de creación de Dios y, después, Su obra de edificación. En el capítulo anterior vimos que una vez finalizada la obra de creación, Dios obtuvo un huerto, el huerto de Edén, y que una vez concluida Su obra de edificación, Él obtendrá la santa ciudad, la Nueva Jerusalén. Una ciudad es muy diferente de un huerto. En un huerto podemos contemplar un paisaje natural compuesto por todo aquello que Dios creó. La ciudad, en cambio, es una obra de edificación; no es producto de la naturaleza, sino que es algo que ha sido edificado. Tenemos que tener en mente estos dos cuadros: un huerto y una ciudad.
Después que Dios completó Su obra de creación en Génesis 2, vemos el huerto de Edén, en el cual Dios puso al hombre creado por Él. Dios puso al hombre frente al árbol de la vida con el propósito de edificar al hombre consigo mismo, al hacer que el hombre le experimentará a Él como vida (vs. 8-9). Junto al árbol de la vida se encuentra un río que fluye, y en la corriente de dicho río hallamos materiales preciosos que son aptos para el edificio (vs. 10-12). Esto se hace mucho más claro al considerar los últimos dos capítulos de las Escrituras. En los últimos dos capítulos de Apocalipsis vemos una ciudad edificada con esos materiales preciosos, a saber, una ciudad de oro, perla y piedras preciosas. Esto nos revela que después de Su obra de creación, Dios se propuso llevar a cabo una obra de edificación, la cual consiste en forjarse en el hombre y forjar al hombre en Sí mismo.
Todas las Escrituras nos revelan estas dos obras de Dios: la obra de creación, y la obra de edificación, en la que Dios se forja en el hombre y el hombre es forjado en Dios. El edificio de Dios consiste, pues, en la mezcla de la divinidad y la humanidad. Por tanto, al final de las Escrituras encontramos una ciudad, el edificio de Dios, y dicha ciudad es la mezcla de Dios con todos Sus redimidos, entre los cuales se incluyen tanto los santos del Antiguo como del Nuevo Testamento, quienes juntos constituyen un vaso que tiene a Dios mismo como su contenido y se han mezclado plenamente con Dios y están llenos de Él. En esto consiste la mezcla de Dios con el hombre, a saber, el edificio de Dios.
En Génesis 28 Dios revela por primera vez que Él y el hombre habrían de ser conjuntamente edificados al traer los cielos a la tierra y llevar la tierra a los cielos, a fin de unir los cielos y la tierra. La historia de Betel, relatada del versículo 10 al 22, es maravillosa y está llena de principios divinos relacionados con el edificio de Dios. Es necesario recurrir a la totalidad de las Escrituras para poder explicar este breve relato acerca de Betel.
Antes de aquel tiempo, el hombre era un viajero errante. Cuando Jacob tuvo su sueño en Betel, él era un viajero errante que no tenía hogar y que tampoco podía hallar reposo. Él incluso tuvo que recostar su cabeza en una piedra lisa y dura, que le sirvió de almohada. Sin embargo, si leemos este pasaje de la Biblia detenidamente nos daremos cuenta de que no solamente el hombre era un viajero errante, una persona carente de hogar, sino que incluso Dios mismo carecía de hogar y de un lugar de reposo. En semejante situación, Dios le dio a Jacob un sueño simple en el que una escalera establecida en la tierra llegaba hasta los cielos. Por aquella escalera ascendían y descendían los ángeles de Dios. Después que Jacob despertó, dijo algo maravilloso: “¡Cuan terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios y puerta del cielo” (v. 17). Verdaderamente, un joven tan travieso como Jacob no pudo haber dicho por sí mismo algo tan maravilloso.
Al hablar de la puerta del cielo, él indicó que los cielos estaban abiertos y que las personas podían entrar allí. En otras palabras, las personas podían entrar en Dios mismo. Al igual que una calle, una escalera es un camino, excepto que es un camino vertical. Aquella escalera era un camino vertical que unía la tierra a los cielos, es decir, que ascendía del hombre a Dios y descendía de Dios al hombre. Además de esta escalera, este camino vertical, vemos que los cielos, donde está Dios, están abiertos. Esto significa que hay una entrada mediante la cual el hombre puede acudir a Dios y tener contacto con Él.
En lo que se refiere a los cielos abiertos, este lugar es la puerta del cielo; mientras que en lo referido al lugar aquí en la tierra, dicho lugar es Betel, la casa de Dios, la morada de Dios y el lugar de Su reposo. El lugar del reposo de Dios no se halla en los cielos, sino que está en la tierra. Quizá nosotros queramos ir al cielo, pero Dios quiere venir a la tierra. En Mateo 6:10 dice: “Venga Tu reino. Hágase Tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra”. Dios anhela venir a la tierra porque la tierra ha sido malignamente corrompida, usurpada y ocupada por el enemigo de Dios. Dios desea recobrar la tierra. Hoy en día en el cristianismo circula un concepto errado. Las personas con frecuencia hablan acerca de un “hogar celestial”, pero no existe tal cosa en las Escrituras; más bien, el propósito de Dios es tener una morada, un Betel, aquí en la tierra.
En este cuadro podemos encontrar todos los principios divinos que rigen la obra de edificación que Dios realiza. El edificio divino consiste en la apertura de los cielos a fin de que los cielos se unan a la tierra y la tierra se una a los cielos por medio de la escalera celestial. Si queremos ver qué es esta escalera, debemos referirnos a Juan 1:51, que dice: “De cierto, de cierto os digo: Veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios subir y descender sobre el Hijo del Hombre”. Sin duda alguna, ésta es una referencia a Génesis 28. En Génesis 28 hay una escalera sobre la cual los ángeles de Dios ascienden y descienden, mientras que en Juan 1 esta escalera es el Hijo del Hombre, sobre quien los ángeles de Dios ascienden y descienden. Por tanto, la escalera es el propio Señor Jesús, el Hijo del Hombre, el Cristo encarnado.
Además, en Juan 14:6 el Señor dijo: “Yo soy el camino ... nadie viene al Padre, sino por Mí”. El Señor Jesús no es un camino horizontal, sino el camino vertical por el cual, y a través del cual, venimos a Dios. Cristo es el camino, y como tal, Él es la escalera. Es Él quien trae los cielos a la tierra, y es Él quien une la tierra a los cielos. Es Él quien introduce a Dios en el hombre e introduce al hombre en Dios. Él es el camino, el camino vertical, que une a Dios con el hombre y hace que los cielos y la tierra sean uno.
En Juan 1:51 el Señor dijo que los ángeles de Dios ascendían y descendían, no sobre el Hijo de Dios, sino sobre el Hijo del Hombre. En el primer versículo de este capítulo vemos que el Señor es, en la eternidad pasada, el Verbo eterno, la expresión de Dios. Después, según el último versículo de este mismo capítulo, vemos que el Señor es, en la eternidad futura, el Hijo del Hombre. ¿Cómo ha llegado el Verbo eterno a ser el Hijo del Hombre? Haciéndose carne, tal como lo dice el versículo 14. El Verbo eterno se encarnó y fue hecho el Hijo del Hombre. El Hijo del Hombre es Dios mezclado con el hombre, un Dios-hombre. Él es un hombre procedente de los cielos que, sin embargo, está en la tierra; y, al mismo tiempo, es un hombre en la tierra que, no obstante, continúa en los cielos y procede de los cielos. Este maravilloso Hijo del Hombre une a Dios con el hombre y hace que los cielos y la tierra sean uno. Por tanto, Él es la verdadera escalera.
No debemos olvidar que Juan 1:51 es una referencia a Génesis 28. Junto con la escalera celestial de Génesis 28 tenemos los cielos abiertos y Betel, la casa de Dios aquí en la tierra. Esto nos muestra que, debido a que el Señor Jesús es el camino celestial y vertical, tenemos los cielos abiertos y la casa de Dios aquí en la tierra.
Génesis 28:18-19a dice: “Y se levantó Jacob de mañana, y tomó la piedra que había puesto de cabecera, y la alzó por señal, y derramó aceite encima de ella. Y llamó el nombre de aquel lugar Bet-el”. Jacob dio el nombre de Betel no solamente a aquel lugar, sino también a la piedra. Esto es muy significativo. Aquella piedra, la cual era Betel, la casa de Dios, fue el lugar en el cual ese viajero errante pudo descansar su cabeza. Además, este lugar donde el hombre halló reposo, es también la morada misma de Dios. No solamente aquel lugar, sino también aquella piedra sobre la cual se derramó aceite, la almohada sobre la cual el hombre descansó, es Betel, la casa de Dios. Allí donde el hombre halla reposo, mora Dios.
Para que haya una casa de Dios aquí en la tierra, tiene que haber piedras sobre las cuales el aceite sea derramado. En las Escrituras el aceite representa al Espíritu Santo, el tercero del Dios Triuno, que viene a visitar al hombre. Cuando Dios está escondido en los cielos, Él es el Padre; nadie puede conocer al Padre en Sí mismo y nadie jamás le ha visto. Cuando Dios se manifiesta abiertamente ante el hombre y entre los hombres, Él es el Hijo, Cristo. Cuando Dios viene sobre las personas y entra en ellas para visitarlas de una manera personal y subjetiva, Él es el Espíritu. Por tanto, el aceite es un símbolo del Dios Triuno, quien visita a las personas de una manera subjetiva.
¿Qué es, entonces, la piedra? La piedra es el material requerido para la obra de edificación. Por eso, en este relato del sueño de Jacob se nos habla primero de la piedra como material de construcción y, luego, de la casa de Dios, el edificio. Después de que el aceite fue derramado sobre la piedra, ésta se convirtió en la casa. Asimismo, cuando acudimos al Señor, somos hechos piedras vivas que han de ser edificadas como casa espiritual en el Espíritu, por el Espíritu y con el Espíritu (1 P. 2:5). Somos, pues, piedras sobre las cuales el Dios Triuno ha derramado el Espíritu Santo como aceite.
El edificio de Dios consiste en que Dios mismo se derrama sobre nosotros como Espíritu. Nosotros somos las piedras, y Él es el aceite. Cuando Él se derrama sobre nosotros, en virtud de dicho aceite nosotros llegamos a ser Betel, la casa de Dios, el templo de Dios en donde mora el Espíritu de Dios.
El principio fundamental respecto al edificio de Dios consiste en que Dios entra en nosotros y que nosotros entramos en Dios. Como hemos visto, el Señor es el Hijo del Hombre quien, como la escalera celestial, trajo a Dios al hombre y llevó al hombre a Dios. Por Su encarnación, Él introdujo a Dios en el hombre. Cuando Él se hizo carne, hizo que Dios mismo entrara en el hombre. Antes de que esto sucediera, Dios jamás se había vestido de carne, pero por medio de la encarnación del Señor, Dios vino al interior del hombre. Después de esto, ocurre una “vuelta en U”. Después de descender con Dios, el Señor subió con el hombre. Por medio de la encarnación, Él introdujo a Dios en el hombre; y después, por medio de Su muerte y resurrección, Él introdujo al hombre en Dios.
En el Evangelio de Juan vemos la venida del Señor y la ida del Señor. Su venida fue Su encarnación, y Su ida fue Su muerte y resurrección. Al venir el Señor a nosotros, Él introdujo a Dios en el hombre, y al partir, Él introdujo al hombre en Dios mismo. En Juan 7:33-34, el Señor les dijo a las personas que Él iba a un lugar al que ellos, en ese momento, no podían ir; pero después de un tiempo, en Juan 14:2-6, Él les dijo a Sus discípulos que los llevaría adonde Él estaba. El lugar en el que Él estaba no era los cielos, sino Dios mismo. Es como si Él les dijera: “Yo estoy en el Padre. El Padre es el lugar donde Yo estoy. Yo, por medio de Mi encarnación, traje a Dios a ustedes, pero ahora es necesario que Yo muera y resucite. Por Mi muerte y resurrección, los introduciré a ustedes en Dios mismo. Entonces, en ese tiempo, ustedes podrán estar donde Yo estoy”.
Cristo es el camino por medio del cual el hombre puede ir, no al lugar donde está el Padre, sino al Padre mismo. El versículo 20 dice: “En aquel día vosotros conoceréis que Yo estoy en Mi Padre, y vosotros en Mí, y Yo en vosotros”. Estas tres preposiciones “en”, las cuales son sorprendentes, nos dan a entender que debido a que Cristo está en el Padre y nosotros estamos en Cristo, ahora nosotros estamos en el Padre. Por tanto, allí donde está Cristo, nosotros también estamos (v. 3). Antes de Su muerte y resurrección, sin embargo, Él únicamente había introducido a Dios en el hombre; fue por medio de Su muerte y resurrección que Él introdujo al hombre en Dios.
Leamos nuevamente el Evangelio de Juan. Al leerlo, veremos la venida e ida del Señor. En realidad, la venida e ida del Señor constituyen el proceso mediante el cual se lleva a cabo la edificación divina. La venida del Señor hace que Dios entre en nosotros, y Su ida hace que nosotros entremos en Dios mismo. Por medio de Su venida y Su ida, Él hace que Dios se mezcle con nosotros.
El Señor no habló en vano sobre la escalera celestial en Juan 1:51. En realidad, el principio subyacente a la escalera celestial es hallado a lo largo de todo el libro de Juan. Éste es un cuadro completo de la eternidad venidera. Si hoy en día poseemos algún grado de perspicacia espiritual, diremos: “Oh Señor, Tú eres la escalera celestial. Cada día los ángeles ascienden y descienden sobre Ti. Y cada día Tú traes algo celestial a la tierra y llevas algo de la tierra a los cielos”.
Aquel día en que nos arrepentimos y creímos en el Señor, Él, como la escalera celestial, trajo algo celestial a nuestro ser y llevó algo desde la tierra hasta el interior de Dios mismo. El momento mismo en que recibimos al Señor Jesús, Él se convirtió para nosotros en la verdadera escalera celestial. Desde ese momento se abrieron los cielos para nosotros, y Betel fue establecida aquí en la tierra; Betel es la casa de Dios, que a la vez también es la morada de Dios y el lugar donde el hombre halla reposo. Así pues, el Señor, como la escalera celestial, introdujo a Dios en nuestro ser y también nos introdujo en Dios mismo. Él es la escalera celestial que une los cielos a la tierra y une la tierra a los cielos; es decir, mezcla a Dios con nosotros y a nosotros con Dios.
Esta mezcla es la obra divina de edificación, a saber, el edificio de Dios. A lo largo de las generaciones y hasta el final de esta era, lo que Dios ha venido haciendo y seguirá realizando es llevar a cabo esta obra divina de edificación. Dios, por medio de Cristo, se imparte continuamente al hombre y hace que el hombre entre en Dios; en esto consiste el edificio de Dios.
Algún tiempo después que el travieso Jacob tuviera aquel sueño, él se convirtió en padre de una gran familia, de una gran casa. El Antiguo Testamento no habla de la casa de Abraham, ni de la casa de Isaac, sino de la casa de Jacob, la casa de Israel. La casa de Israel es la casa de Dios. ¿Cómo es posible que la casa de un joven tan travieso como Jacob llegara a convertirse en la casa de Dios? Ello ocurrió al venir Dios a las personas de esta casa y al ser ellas llevadas a Dios. Ésta es la historia del pueblo de Israel. Dios mismo vino al pueblo de Israel, y Dios llevó al pueblo de Israel a Sí mismo.
En Éxodo, Dios ordenó al pueblo de Israel que construyera un tabernáculo. En todo el tabernáculo vemos la mezcla de dos materiales: el oro y la madera de acacia. El oro representa la naturaleza divina, mientras que la madera de acacia representa la naturaleza humana. El edificio de Dios consiste en la mezcla de la naturaleza divina con la naturaleza humana. Hacemos hincapié en este hecho debido a que necesitamos percatarnos de que la edificación de la iglesia no es sino la mezcla de estas dos naturalezas. Es menester que Dios se mezcle con nosotros día a día por medio de la escalera celestial y los cielos abiertos. Así Betel es producido.
Por ser cristianos, nosotros celebramos muchas reuniones, las cuales forman parte de nuestra vida cotidiana. No reunirnos sería cometer suicidio espiritual. Cuando nos reunimos, sin embargo, ¿cómo podemos hacer que los demás perciban que los cielos están abiertos y que hay un camino vertical que va desde nosotros a Dios y de Dios a nosotros? ¿Cómo es posible manifestar Betel, la casa de Dios, al reunirnos juntos? Logramos esto al permitir que Dios se mezcle con nosotros todo el tiempo. Cuanto más Dios se mezcle con nosotros al reunirnos, más haremos que las personas perciban que entre nosotros está la presencia de Dios, un cielo abierto, Betel y un camino vertical que, como escalera celestial, trae Dios al hombre y lleva al hombre a Dios.
Es posible que en nuestras reuniones recibamos la visita de jóvenes traviesos, tal como Jacob. Quizá tales personas sean viajeros errantes, pero si nosotros estamos mezclados con Dios, ellos percibirán un sueño; ellos se percatarán en medio nuestro de que los cielos están abiertos y que hay una escalera por la cual algo asciende desde la tierra y algo desciende desde los cielos. Ellos percibirán Betel. Esto es lo que la gente debería percibir entre nosotros. Los “Jacob” errantes que asisten a nuestras reuniones deberían percibir tal clase de sueño. Ellos deberían exclamar: “¿Qué es esto? ¿Es posible que exista algo así en esta tierra? ¡Estoy en un sueño!”. Ellos deberían percibir algo diferente, maravilloso y extraño. Finalmente, los “Jacob” traviesos despertarán y dirán: “Esto no es otra cosa que la entrada a los cielos, la escalera que es el camino vertical mediante el cual las personas tienen contracto con Dios y Betel, la casa de Dios”. Esto es la iglesia y en esto consiste la vida de iglesia.
La vida de iglesia no consiste simplemente en predicar, cantar himnos y gritar o dar exclamaciones. Si estamos mezclados con Dios, entonces, aun cuando permanezcamos sentados silenciosamente, sin orar ni gritar, las personas percibirán la presencia de Dios en medio nuestro. Sin embargo, si no estamos mezclados con Dios, cuanto más gritemos, más disgustada se encontrará la gente. Ellos dirán: “¿Qué es esto? Si queremos escuchar a la gente dar gritos, es mejor que nos vayamos al estadio. Allí se grita mejor. ¿Qué necesidad tenemos de venir aquí?”.
Nuestra unión unos con otros depende únicamente de que Dios se mezcle con nosotros. Día a día tenemos que percatarnos de cuál es el verdadero significado de derramar el aceite sobre la piedra. Tenemos que experimentar verdaderamente a Dios como Espíritu de vida que se mezcla con nuestro ser. Si nuestra vida diaria es una en la que, de manera concreta, Dios siempre se mezcla con nosotros, entonces, siempre que nos reunamos, todos percibirán que se hallan en un sueño maravilloso. Ellos jamás imaginaron que podría existir un lugar así en la tierra. Ellos se percatarán de que los cielos están abiertos y verán Betel, la casa de Dios sobre la tierra, en la cual hay un camino vertical que trae a Dios al hombre y lleva al hombre a Dios.
Yo he participado en esta clase de reuniones muchas veces. La primera vez que visité al hermano Watchman Nee en Shanghai, me quedé por un tiempo allí. Muchas veces, durante aquellas reuniones, sentía que era partícipe de un sueño maravilloso. Las reuniones eran como un sueño para mí. Jamás había imaginado que existiera algo tan precioso sobre esta tierra. Si alguno me hubiera preguntado en aquella ocasión cómo me sentía, habría respondido: “¡Aquí está la entrada al cielo y la presencia del Señor!”. Incluso al entrar en el local de reuniones, y antes de que comenzara la reunión en sí, ya se podía percibir que el Señor estaba allí. Además, en el momento en que comenzaba la reunión, nadie se atrevía a hablar a la ligera, pues la presencia del Señor inspiraba reverencia a los que allí estaban reunidos. Con frecuencia tales reuniones eran sosegadas, sin mucho bullicio. Comenzaban con suaves canciones y oraciones quedas, pero ciertamente podíamos percibir que los cielos se abrían. Percibíamos la presencia del Señor en Su casa, Betel. Jamás olvidaré lo que experimenté aquellos años.
Según lo dispuesto soberanamente por el Señor, yo nací en el cristianismo y fui criado en varios entornos cristianos. Por ello, pude asistir a diversas clases de reuniones cristianas, incluyendo reuniones de grupos “fundamentalistas cristianos”, de grupos presbiterianos y bautistas, de grupos de la Asamblea de los Hermanos y grupos pentecostales. Después de haber pasado por estas experiencias, puedo testificar que una reunión cristiana apropiada no consiste en esto o aquello, sino en que los participantes puedan percibir la presencia del Señor, un cielo abierto, Betel sobre la tierra, y una escalera celestial que une los cielos y la tierra y que trae a Dios al hombre y lleva al hombre a Dios. Ésta es una reunión donde los cristianos son partícipes de la edificación, una reunión en la cual participan Dios y el hombre.
Esto fue un sueño para Jacob, quien entonces no era más que un joven errante; pero, ¡alabado sea el Señor que este sueño se ha hecho realidad! A lo largo de las generaciones que han pasado por esta tierra, este sueño se ha venido cumpliendo y seguirá haciéndose realidad. Si hay seriedad en nuestra relación con el Señor, experimentaremos que Dios se mezcla con nosotros. Entonces, al reunirnos disfrutaremos de Betel, el lugar donde se nos abren los cielos, y disfrutaremos de Cristo, quien, como Hijo del Hombre, es la escalera celestial, el camino vertical por el cual las personas tienen contacto con Dios y mediante el cual Él visita a las personas a fin de mezclarse con la humanidad. En esto consiste el edificio de Dios. Si hemos de hablar sobre la edificación de la iglesia, tenemos que percatarnos de esto. Es menester que tengamos el sueño de aquel joven errante. Entonces tendremos un lugar de descanso, que es la morada de Dios.
Que el Señor tenga misericordia de nosotros. En estos días tenemos que volver nuestra mirada hacia el Señor para que Él nos libere de diversos conceptos erróneos a fin de que comprendamos la manera en que Él hará realidad Su verdadera edificación aquí en la tierra. La verdadera edificación es Betel.
Por un lado, Dios hoy tiene una iglesia; pero, por otro, Él todavía carece de un hogar permanente. Al mismo tiempo, muchas personas vagan en el desierto, sin hallar reposo ni encontrar hogar. Ellas necesitan percibir un sueño. Quiera el Señor que seamos fieles para que entre nosotros se pueda ver la mezcla de Dios con el hombre a fin de que tales personas puedan ver dicho sueño. Así pues, toda vez que tales personas errantes se reúnan con nosotros, ellas deberán percibir un sueño en el cual vean los cielos abiertos, vean Betel en la tierra, y vean que uniendo Betel y los cielos está la escalera celestial, el Hijo del Hombre, el Señor Jesús.