
Lectura bíblica: Jn. 1:14, 51; 2:16, 19, 21; 14:1-6, 10-11, 16-21, 23, 14:28; 15:4-5; 16:16-23; 20:19-23; 17:21-24, 26
El principio subyacente a la edificación divina es que Dios se mezcla con la humanidad. La obra de edificación es diferente de la obra de creación. En la obra de creación algo llega a existir a partir de la nada; sin embargo, la obra de edificación consiste en unir cosas que ya existían anteriormente. Cuando el Señor Jesús se hizo carne, Él era Dios que se mezclaba con el hombre. Por tanto, en Su condición de Dios en la carne, el Señor Jesús constituía una edificación. Así pues, en Él vemos el principio subyacente a la edificación divina.
Juan 1:14 dice: “Y el Verbo se hizo carne, y fijó tabernáculo entre nosotros”. En este versículo podemos detectar el principio subyacente al edificio de Dios. En el texto original en griego aparece la forma verbal de la palabra tabernáculo, la cual fue traducida “fijó tabernáculo”. El tabernáculo es una edificación. Por tanto, el Señor se hizo carne según el principio subyacente al edificio de Dios. También podemos ver este mismo principio cuando el Señor hace referencia al sueño de Jacob en el versículo 51. En este versículo, el Señor revela que Él mismo es la escalera celestial (Gn. 28:11-22). Él es el camino vertical que hace posible el edificio de Dios, pues fue en virtud de Él y por medio de Él que Dios se mezcló con la humanidad, y la edificación divina consiste, precisamente, en mezclar a Dios con el hombre.
En Juan 2:16, el Señor les dijo a quienes vendían palomas en el templo: “No hagáis de la casa de Mi Padre casa de mercado”. Según este versículo, la casa del Padre era el templo, un edificio mucho más sólido y estable que el tabernáculo. Si bien el tabernáculo y el templo existieron en épocas diferentes, ambos cumplían el mismo propósito. Ambas edificaciones eran símbolos que representaban al pueblo de Israel como morada de Dios (Lv. 22:18; Nm. 12:7; cfr. He. 3:5-6). Después, en Juan 2:19, el Señor dijo: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”. En este versículo, al hablar del templo se hace referencia al cuerpo físico del Señor, tal como nos lo indica el versículo 21, el cual dice que: “El hablaba del templo de Su cuerpo”. En aquel tiempo, los judíos procuraban destruir el cuerpo del Señor. Sin embargo, el Señor dijo que si ellos destruían Su cuerpo, en tres días Él lo levantaría de nuevo, con lo cual claramente daba a entender que Él habría de resucitar de los muertos (Mt. 16:21).
Ahora, debemos percatarnos de algo muy importante. Lo que los judíos destruyeron fue el cuerpo de un hombre, Jesús; sin embargo, lo que el Señor levantó en resurrección no era únicamente Su propio cuerpo, sino también Su Cuerpo místico, esto es, la iglesia, el Cuerpo de Cristo. Los judíos destruyeron el cuerpo de Jesús, pero el Señor resucitó un Cuerpo mucho mayor en Su resurrección. Todos nosotros fuimos resucitados cuando el Señor Jesús fue resucitado (Ef. 2:6). En Su resurrección, el Señor levantó el Cuerpo de Cristo. Por tanto, la casa del Padre mencionada en Juan 2:16 es el templo, y según el versículo 19 el templo no solamente representa el cuerpo físico del Señor sino también el Cuerpo de Cristo, en el cual están incluidos todos los santos a quienes el Señor resucitó mediante Su resurrección. Este templo es el Cuerpo místico de Cristo, la casa de Dios (1 Co. 3:16; 1 Ti. 3:15). La casa del Padre es el templo, y el templo es el Cuerpo místico de Cristo, el cual incluye al propio Cristo además de todos Sus miembros, a los cuales Él resucitó mediante Su resurrección de entre los muertos.
Habiendo comprendido esto, abordemos ahora el capítulo catorce del Evangelio de Juan. En el primer versículo el Señor nos dice: “No se turbe vuestro corazón; creéis en Dios, creed también en Mí”. Este versículo nos da a entender que el hombre Jesús era uno con Dios. Si deseamos creer en Dios, tenemos que creer en Jesús, pues Él y Dios son uno (10:30). Por tanto, tenemos que relacionarnos con Él de la misma manera que lo haríamos con Dios. En Juan 14:1, el Señor parecía decirles a Sus discípulos: “Si ustedes supieran que Dios y Yo somos uno, no se turbarían vuestros corazones. Están turbados simplemente debido a que no se dan cuenta de que Yo y Dios somos uno. Ustedes piensan que Yo soy sólo un hombre, y cuando un hombre muere, le ha llegado su fin. Por tanto, se han turbado vuestros corazones. Sin embargo, quisiera decirles que Yo y Dios somos uno. Aun si Yo muriese, no ha llegado mi fin. Aun si los dejo, seguiré estando presente. Tienen que darse cuenta de que Yo, el Hijo del Hombre, Jesús, soy uno con Dios. Si ustedes creen en Dios, también tienen que creer en Mí”.
Dios no está limitado por el tiempo ni el espacio. Los discípulos pensaban que cuando el Señor los dejara, Él ya no estaría presente. Ellos no se habían percatado de que, debido a que Él es uno con Dios, aun cuando Él los dejaba, seguía estando presente. Así pues, para Él no había diferencia alguna entre ir y venir, pues los dos eran lo mismo. Puesto que Jesús era uno con Dios, los discípulos no debían turbarse en sus corazones ni sentirse afligidos. Ellos deberían haberse dado cuenta de que, en realidad, Su ida les traería mayores beneficios (16:7).
En Juan 14:2 el Señor dijo: “En la casa de Mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, Yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros”. ¿A qué se refiere la casa del Padre mencionada en el capítulo 14 de Juan? Tenemos que explicar las Escrituras con las propias Escrituras; ésta es la manera más segura de hacer un estudio expositivo de la Palabra. Si queremos saber a qué se refiere la casa del Padre mencionada en Juan 14, debemos remitirnos al capítulo dos de este mismo libro, donde dice que la casa del Padre es el templo (v. 16). Además, según lo dicho en los versículos del 19 al 21, el templo representa al Cuerpo místico de Cristo, en el cual están incluidos todos los miembros de Cristo, quienes constituyen la morada de Dios (Ef. 2:21-22). No sería lógico afirmar que la casa del Padre mencionada en Juan 14 es diferente de la casa del Padre mencionada en Juan 2. En Juan 2 vemos claramente que la casa del Padre es el templo, el cual, a su vez, representa al Cuerpo místico de Cristo como morada de Dios. Por tanto, al usarse el mismo término en el capítulo 14, también se hace referencia al Cuerpo de Cristo.
Tanto la versión King James como otras versiones de la Biblia en el idioma inglés traducen Juan 14:2 de la siguiente manera: “En la casa de Mi Padre muchas mansiones hay”. Dichas versiones usan el término “mansiones” para traducir la palabra griega monai. Pero la palabra griega monai no es más que el sustantivo que corresponde al verbo morar o permanecer, el cual aparece, por ejemplo, en Juan 15:4-5, en donde se nos habla de permanecer en el Señor y de que el Señor permanezca en nosotros. Por tanto, este sustantivo griego usado en Juan 14:2 debería traducirse “moradas”. Ahora bien, si la casa del Padre es el Cuerpo místico de Cristo, y dentro de esta casa hay muchas moradas, ¿en qué consisten tales moradas? Es obvio que tales moradas son los muchos miembros del Cuerpo. Así pues, tenemos que darnos cuenta de que, por ser miembros del Cuerpo, todos nosotros somos moradas debido a que Cristo mora, o permanece, dentro de cada uno de nosotros. Esto se halla demostrado en Juan 14:23, donde el Señor mismo afirma que Él y el Padre harán Su morada en aquellos que le aman. Por tanto, las muchas moradas son los muchos miembros del Cuerpo místico de Cristo.
En el versículo 3 de este mismo capítulo, el Señor dice: “Y si me voy y os preparo lugar, vendré otra vez”. El Señor no dijo que “Él vendría”, sino, más bien: “He aquí, vengo”. Esto quiere decir que la ida del Señor era también Su venida, y que Él venía a los discípulos por medio de Su ida. Hay quienes han dicho que la frase: “vendré otra vez”, se refiere a la segunda venida del Señor, la cual ocurrirá en el futuro. Sin embargo, tenemos que afirmar que esta interpretación no es la correcta. La frase “vendré otra vez”, en este versículo, se refiere al retorno del Señor en resurrección. El Señor les estaba diciendo a Sus discípulos que Él habría de morir; debido a esto, los discípulos se habían turbado en sus corazones, pues ellos pensaban que el Señor iba a dejarlos. Ellos no se daban cuenta de que al ir a Su muerte, el Señor hacía posible Su venida en otra forma. En aquel momento en que el Señor hablaba con Sus discípulos, Él había venido a ellos, pero no en toda plenitud. Ciertamente Él había venido a ellos mediante la encarnación, pero sólo podía estar entre Sus discípulos; todavía no podía estar dentro de ellos. Así pues, el Señor había completado el primer paso de Su venida, el cual consistió en Su encarnación, pero todavía era necesario que Él diese un segundo paso a fin de poder entrar en Sus discípulos. Para efectuar este segundo paso, Él tenía que irse, a fin de poder venir otra vez. En este sentido, Su ida era Su venida.
Podríamos dar una ilustración de estos dos pasos mediante el siguiente relato. Supongamos que cierto día unos padres les compran una sandía a sus hijos. Al ver la sandía en la mesa, enseguida los niños sienten un gran aprecio por ella. Luego, los padres les dicen: “Discúlpennos, pero tenemos que llevarnos la sandía”, lo cual entristece mucho a los niños, pues ellos piensan que ya no volverán a ver la sandía. No obstante, los padres les dicen: “No se aflijan ni se inquieten por ello. Tenemos que llevarnos la sandía para poder cortarla. Después que la hayamos cortado en pedazos, la volveremos a traer para que ustedes la puedan comer”. Así pues, el primer paso fue la adquisición de la sandía. Sin embargo, la sandía podía estar sólo entre los niños y no en ellos. Por tanto, se requería de un segundo paso. La sandía tenía que ser “matada”. Sólo entonces, después de haber sido “resucitada”, podría ser puesta nuevamente en la mesa, si bien esta vez sería puesta allí en otra forma, una forma en la que los niños podrían ingerirla con facilidad. Por ende, la ida de la sandía no significaba que ella los dejaría, sino que su ida equivalía a su venida.
El Señor Jesús había venido a Sus discípulos mediante Su encarnación, pero aun así, Él no podía entrar en ellos. Él tuvo que ir a la cruz, ser muerto y sepultado, para entonces ser resucitado. Después de cumplir con estos pasos, Él regresó a Sus discípulos como el Espíritu (20:22; 1 Co. 15:45). Por tanto, la ida del Señor era Su venida.
En Juan 14:3 el Señor dice: “Y si me voy y os preparo lugar, vendré otra vez, y os tomaré a Mí mismo, para que donde Yo estoy, vosotros también estéis”. La expresión “a Mí mismo” es una expresión enfática. Tal expresión nos indica que la ida del Señor tenía como propósito poder recibir a los discípulos al interior de Sí mismo haciendo que ellos estuvieran en Él. Él también les dijo que ellos estarían allí donde Él estuviese. ¿Dónde estaba el Señor al pronunciar estas palabras? Él estaba en el Padre (vs. 10-11, 20). Además, el lugar adonde el Señor iba, era en realidad una persona: el Padre (vs. 12, 28). Después, en el versículo 4, el Señor les dijo a los discípulos que ellos ya sabían el camino para ir adonde Él iba. Tomás entonces le preguntó cómo es que ellos podrían saber el camino; y el Señor respondió: “Yo soy el camino” (v. 6). El lugar adonde el Señor iba era una persona, y el camino mediante el cual los discípulos podían ir allí, era también una persona. Así pues, la meta final era el Padre, y el camino mediante el cual se llegaba a dicha meta final era el Hijo. Esto resulta evidente cuando leemos el versículo 6, en el cual el Señor dice: “Yo soy el camino, y la realidad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por Mí”. Por tanto, nosotros no estamos en camino a algún lugar físico, sino que nos dirigimos al interior de una persona divina: el Padre, quien es Dios mismo. Además, el camino mediante el cual entramos en Dios el Padre es también una persona: el Señor Jesús. Por tanto, es por medio del Señor como el camino que nosotros podemos estar allí donde Él está, es decir, en el Padre.
Los versículos 10 y 11 dicen: “¿No crees que Yo estoy en el Padre, y el Padre está en Mí? Las palabras que Yo os hablo, no las hablo por Mi propia cuenta, sino que el Padre que permanece en Mí, El hace Sus obras. Creedme que Yo estoy en el Padre, y el Padre está en Mí; y si no, creedme por las mismas obras”. Muchos enseñan que el Señor está en los cielos, y puesto que nuestro destino es estar allí donde el Señor está, nosotros también estaremos en los cielos. Sin embargo, esta interpretación es completamente errónea. El Señor jamás nos dice en este capítulo que Él está en los cielos; más bien, nos dice una y otra vez que Él está en el Padre y que Él ha de preparar el camino mediante el cual nosotros podremos ser introducidos en Dios mismo. El Señor declaró que el día de resurrección nosotros sabríamos que Él está en el Padre, que nosotros estamos en Él, y que Él está en nosotros (v. 20).
Hubo un tiempo en que nosotros estábamos separados de Dios; había una gran distancia entre nosotros y Dios. Este distanciamiento entre nosotros y Dios se debía al pecado, el mundo, la carne y el yo. Nosotros estábamos alejados de Dios, separados de Él por muchos impedimentos y obstáculos. Pero mediante Su muerte y resurrección, el Señor Jesús eliminó esta distancia entre nosotros y Dios, con lo cual nos introdujo en Dios mismo. La muerte del Señor y Su resurrección prepararon el camino para que nosotros pudiésemos entrar en Dios y pudiésemos tener contacto con Dios. Fue mediante Su muerte y resurrección que el Señor nos trajo de regreso a Dios y nos introdujo en Él.
Juan 14 nos revela claramente que el lugar donde el Señor está y el lugar al cual nosotros hemos sido traídos, no es un lugar físico, sino una persona divina. Muchos cristianos se apoyan en Juan 14 para afirmar que ellos irán al cielo. Sin embargo, éste es un concepto ajeno a las Escrituras. El concepto que predomina en la mente divina no es que nosotros iremos al cielo, sino que Dios mismo se está forjando continuamente en nuestro ser al mismo tiempo que nosotros estamos siendo forjados en Dios. El pensamiento predominante en la mente divina es que Él mismo se introduzca plenamente en nuestro ser y nosotros seamos introducidos plenamente en Él. La morada de Dios no es un lugar físico carente de vida, sino que está compuesta por personas vivas; asimismo, nuestra morada es el propio Dios vivo. En Salmos 90:1 Moisés oró: “Señor, Tú nos has sido morada / De generación en generación”. El Señor es nuestra verdadera morada; nosotros permanecemos en Él y hacemos morada en Él. Además, nosotros somos la morada y residencia del Señor.
Juan 14:16-17 dice: “Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de realidad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce; pero vosotros le conocéis, porque permanece con vosotros, y estará en vosotros”. Estos versículos nos muestran que el Espíritu de realidad, el Espíritu Santo, permanece en nosotros. Nosotros somos Su morada.
El versículo 18 dice: “No os dejaré huérfanos; vengo a vosotros”. Este versículo nos muestra nuevamente que la ida del Señor era Su venida. Los discípulos sentían temor porque Él se iba, pero el Señor les dijo que no los dejaría huérfanos; por el contrario, Él venía a ellos, no en forma de carne, sino en forma del Espíritu, en forma del otro Consolador. Por un lado, el Consolador es el Espíritu de realidad, es decir, Aquel mencionado en el versículo 16; por otro, el Consolador es el propio Señor, Aquel que viene a los discípulos según el versículo 18. En otras palabras, el pronombre “Yo” del versículo 16 se refiere a la misma persona que viene según el versículo 18. Si éste viene, ello quiere decir que aquél viene; uno es la transfiguración del otro. Ambos se refieren a una misma persona, aunque en diferentes formas. Antes de Su muerte, el Señor estaba en forma de carne; después de Su resurrección, Él estaba en forma de Espíritu. Si bien las formas son diferentes, la persona es una sola y la misma.
Después, en el versículo 19 el Señor dijo: “Todavía un poco, y el mundo no me verá más; pero vosotros me veis; porque Yo vivo, vosotros también viviréis”. El Señor dio a entender en este versículo que Él resucitaría después de “un poco”, es decir, después de menos de setenta y dos horas. Era como si Él dijera: “Ahora voy a morir, pero después de poco, viviré, resucitaré. Además, viviré en ustedes, de tal manera que ustedes vivirán por Mí. Yo viviré y ustedes también vivirán”.
En el versículo 20, Él dijo: “En aquel día vosotros conoceréis que Yo estoy en Mi Padre, y vosotros en Mí, y Yo en vosotros”. Aquí, “aquel día” es el día de resurrección. El Señor estaba diciéndole a Sus discípulos que el día de resurrección Él regresaría como el Espíritu, y que entonces ellos conocerían que Él está en el Padre, que ellos están en Él y que Él está en ellos. Por tanto, ellos también estarían en el Padre, pues estarían en el Hijo, y dondequiera que el Hijo estuviera, ellos también estarían allí. Mediante Su muerte y resurrección, el Hijo introduciría a los discípulos en Sí mismo, y puesto que el Hijo está en el Padre, los discípulos también estarían en el Padre. Además, el Señor estaría en los discípulos. En esto consiste la edificación. El Señor, mediante Su muerte y resurrección, está forjando a Dios mismo en nuestro ser y nos está forjando a nosotros en el interior de Dios.
En el versículo 21, Él dijo: “El que tiene Mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por Mi Padre, y Yo le amaré, y me manifestaré a él”. Reitero, es imprescindible que nos demos cuenta de que en este capítulo no se habla de nada físico, no se habla de ninguna mansión celestial; más bien, este capítulo nos habla de una persona, el Señor, que se manifiesta a aquellos que le aman.
En el versículo 23, el Señor dice: “El que me ama, Mi palabra guardará; y Mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él”. ¿En qué consiste esta morada? Esta morada no es una mansión celestial. Nosotros mismos somos las moradas, las muchas moradas que forman la casa del Padre. La casa del Padre es el Cuerpo místico de Cristo, el templo de Dios, y las muchas moradas en esta casa son los muchos miembros de Cristo. El Señor está en el Padre, nosotros estamos en el Señor, y el Señor está en nosotros. Esto nos da a entender que el Padre es la morada del Señor, que el Señor es nuestra morada, y que nosotros somos la morada del Señor. Por tanto, el Señor y nosotros somos morada el uno para el otro, debido a que estamos en Él y Él está en nosotros. Es por esto que en Juan 15:4 el Señor dice: “Permaneced en Mí, y Yo en vosotros”. Aquí no se nos habla de ninguna mansión celestial, sino de que moramos el uno en el otro.
En Juan 20:21 el Señor le dijo a Sus discípulos: “Como me envió el Padre, así también Yo os envío”. Cuando el Padre envió al Hijo, el Padre lo envió y al mismo tiempo vino en Él. Así también, el Hijo envió a los discípulos y, al hacerlo, Él mismo vino en ellos. Esto es lo que nos muestran los versículos 22 y 23 de este mismo capítulo: “Y habiendo dicho esto, sopló en ellos, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonáis los pecados, les son perdonados; y a quienes se los retenéis, les son retenidos”. El Espíritu, quien es el propio Señor, estaba en los discípulos; como resultado de ello, ellos poseían la autoridad, el conocimiento y el entendimiento necesarios tanto para perdonar los pecados de las personas como para retenérselos. Ellos poseían tal autoridad no por sí mismos, sino en virtud del Espíritu que moraba en ellos.
En Juan 14:28 el Señor dijo: “Habéis oído que Yo os he dicho: Voy, y vengo a vosotros”. Tenemos que darnos cuenta de que la muerte y resurrección del Señor no significó que Él nos dejara, sino que Él diera un paso adicional viniendo a nosotros para entrar en nosotros e introducirnos en Dios. Mediante Su resurrección, pudimos conocer que el Señor está en el Padre, que nosotros estamos en el Señor y que el Señor está en nosotros. En esto consiste la obra edificadora que el Señor realiza. Mediante Su muerte y resurrección, Él forjó a Dios mismo en nuestro interior y nos forjó a nosotros en el interior de Dios, haciendo que Dios y nosotros nos mezclemos para ser uno. Éste es el edificio divino, la casa del Padre. Así, Dios y Sus redimidos moran el uno en el otro. Nosotros moramos en Dios, y Dios mora en nosotros. Por tanto, Dios y nosotros moramos el uno en el otro (15:5).