
Lectura bíblica: Jn. 1:1, 4, 1:14; 10:10; 2:19; 15:4; 14:2, 20, 23; 17:21-23
Hemos visto que Dios, en conformidad con Su plan, lleva a cabo Su obra en dos secciones: la obra de creación y la obra de edificación. La creación tiene como finalidad el edificio de Dios. Dios realizó Su obra de creación en concordancia con Su propósito, el cual consiste en que se produzca una edificación al mezclarse Dios con Sus criaturas. Los primeros dos capítulos de los sesenta y seis libros que conforman las Escrituras tratan sobre la creación, mientras que desde el tercer capítulo hasta el último, las Escrituras tratan sobre la obra de edificación que Dios realiza. La obra de creación fue completada en aquellos dos primeros capítulos, pero el tiempo que corresponde a la obra de edificación comienza en el tercer capítulo de las Escrituras, abarca nuestro presente y se extiende hacia el futuro.
Una vez terminada la obra de creación, Dios obtuvo el huerto de Edén, un panorama de la creación, y una vez acabada la obra de edificación, Dios obtendrá una ciudad, la cual es una señal, un símbolo, que representa al edificio de Dios, la Nueva Jerusalén. En el huerto habían muchas cosas creadas, pero nada había sido edificado. Sin embargo, en el huerto ya estaban presentes los materiales necesarios para la edificación: oro, bedelio (una especie de perla) y ónice, una piedra preciosa. Al final de las Escrituras, estos tres elementos —oro, perlas y piedras preciosas— se hallan conjuntamente edificados como componentes de una ciudad. Toda la ciudad de la Nueva Jerusalén está compuesta de oro, sus puertas son perlas y los cimientos del muro son piedras preciosas. Todo lo dicho anteriormente nos muestra que en el universo entero, conforme al plan de Dios, la obra divina consta únicamente de dos secciones: la obra de creación y la obra de edificación. Hoy en día estamos en el período que corresponde a la obra de edificación y somos partícipes del proceso que corresponde a dicha edificación.
El principio subyacente al edificio de Dios consiste en que Dios se forja en nuestro ser y nosotros somos forjados en Su propio ser; es decir, Dios y nosotros, la divinidad y la humanidad, nos mezclamos para conformar un solo edificio. Crear consiste en hacer que, a partir de la nada, algo llegue a existir. En cambio, edificar consiste en unir, juntar, dos elementos que ya existen. Dios y el hombre están presentes, pero todavía existe la necesidad de cierta labor para unir a Dios con el hombre a fin de que los dos lleguen a ser una sola entidad y para reunir muchas personas como una sola en Dios y con Dios. En esto precisamente consiste la obra de edificación.
Ahora ya conocemos cuál es el principio subyacente al edificio de Dios y también sabemos en qué consiste la obra que Dios realiza en nuestros días, los cuales constituyen el período, la era, de Su edificación. Lo que Dios siempre ha hecho y continúa realizando, es forjarse a Sí mismo en nuestro ser y forjarnos a nosotros en Él, con lo cual nos une a todos nosotros en Dios, y por Dios, como una sola entidad. Podemos ilustrar esto con la manera en que se elabora el concreto, el hormigón armado. Dios es el cemento, el Espíritu es el agua y nosotros somos las piedras. Cuando el cemento es puesto en el agua y las piedras son puestas en el cemento, las piedras son unidas por el cemento y por el agua; como resultado tenemos un edificio de concreto.
Dios primero llevó a cabo Su obra de edificación al venir, como la persona divina, y encarnarse en la humanidad a fin de edificar al hombre con Dios, es decir, a fin de edificar un Dios-hombre. En los cuatro mil años que abarcan desde los días de Adán hasta los días de Cristo existieron millones de personas, pero ninguna de ellas era una edificación de Dios con el hombre. Antes de la encarnación, Dios era Dios, y el hombre era hombre. Dios y el hombre, el hombre y Dios, jamás se habían mezclado como una sola entidad hasta el día en que Dios mismo se encarnó y nació en un pesebre. Este hombre era un hombre único, pues Él era Dios mezclado con el hombre y el hombre mezclado con Dios, es decir, un Dios-hombre. Así pues, lo que Dios hizo para forjarse a Sí mismo en el hombre y para que el hombre fuera forjado en Él, constituyó el comienzo del edificio divino.
El Evangelio de Juan trata sobre la vida. Sin embargo, debemos percatarnos de que este Evangelio también trata sobre la edificación. El apóstol Juan escribió este Evangelio, las Epístolas de Juan y Apocalipsis, el último libro de la Biblia. Al final del libro de Apocalipsis encontramos una ciudad en la que está el árbol de la vida. La ciudad es la edificación, y el árbol es la vida. Por tanto, en la Nueva Jerusalén están presentes tanto la vida como la edificación. La vida divina tiene como finalidad la edificación, y la edificación se compone de la vida divina.
En el Evangelio de Juan también vemos que la vida tiene como finalidad la edificación. El Señor Jesús vino para que tengamos vida, y Él mismo vino a nosotros como vida (10:10). Juan 1:1 y 4 dice: “En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios ... En El estaba la vida”. Además, el versículo 14 nos dice que Él se encarnó para ser un hombre y que este hombre es un tabernáculo. Puesto que un tabernáculo es una edificación, ello demuestra que Dios mismo y Su vida tienen como objetivo la edificación.
Al final del primer capítulo de Juan el Señor le dijo a Natanael que éste vería a los ángeles de Dios subir y descender sobre Él mismo en calidad de Hijo del Hombre (v. 51). Hemos visto que esto hace referencia al sueño de Jacob, el cual era un sueño sobre la edificación. En este sueño vemos la escalera celestial y los cielos abiertos. Jacob derramó aceite sobre la piedra que había usado como almohada y la llamó un edificio: Betel, la casa de Dios. La casa de Dios está formada por el hombre, o sea la piedra, y por el Espíritu Santo, el aceite que se derrama sobre el hombre. Cuando el Espíritu Santo es derramado sobre nosotros, llegamos a ser Betel, la casa de Dios.
El Señor vino en la carne en calidad de tabernáculo, y nos dijo que Él es la escalera celestial, cuya finalidad es Betel, la casa de Dios y el templo de Dios. Esto nos muestra que el Señor vino a nosotros para ser nuestra vida con el objetivo de hacer realidad el edificio de Dios, la casa de Dios. El primer capítulo de Juan trata sobre este asunto.
En el segundo capítulo de Juan encontramos dos relatos; en el primero se nos narra cómo el Señor convirtió el agua en vino, y en el segundo, cómo el Señor limpió el templo, la casa de Dios. En el versículo 19, Jesús les dijo a los judíos: “Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”. Los judíos no entendieron que el Señor se refería a Sí mismo como templo. El Señor mismo era el templo que los judíos intentaban destruir, pero Él levantó el templo en tres días; es decir, mediante Su resurrección, Él volvió a edificar aquello que los judíos habían derribado. Más aún, en Su resurrección y mediante Su resurrección, el Señor levantó y edificó no solamente Su cuerpo físico, sino también a todos los santos en calidad de miembros de Su Cuerpo místico, a fin de que ellos sean el templo de Dios, la iglesia.
El primer relato del capítulo dos de Juan nos revela el principio según el cual el Señor vino para ser nuestra vida; este principio consiste en obtener vida de la muerte, así como se obtuvo vino del agua. Después, en el segundo relato, se nos revela el propósito por el cual el Señor vino para ser nuestra vida; dicho propósito es que la casa de Dios sea edificada. La manera en que el Señor edifica la casa de Dios es que introduce a Dios mismo en nuestro ser y nos introduce a nosotros en Dios, haciendo, así, que nosotros lleguemos a ser moradas de Dios y que Dios sea una morada para nosotros; es decir, hace que Dios more en nosotros y que nosotros moremos en Él, de tal manera que Dios y nosotros, nosotros y Dios, lleguemos a ser morada el uno para el otro, una morada mutua.
En el primer capítulo de Juan se nos presenta al Señor como el Verbo de Dios, Dios mismo, en quien está la vida. El Señor mismo se encarnó para ser un hombre y se llamó a Sí mismo el Hijo del Hombre. Como Hijo del Hombre, Él es la escalera celestial, la cual tiene como objetivo Betel, la casa de Dios. Después, en el capítulo dos se nos muestra que el Señor viene a nosotros para ser nuestra vida, para obtener vida de la muerte, lo cual está representado por el vino y el agua, con el propósito de edificar Su Cuerpo místico como casa de Dios. Él logra esto introduciendo a Dios en el hombre e introduciendo al hombre en Dios.
En todas las Escrituras, es mayormente en los libros escritos por Juan, su Evangelio y sus Epístolas, en donde se nos dice que nosotros estamos en Dios y Dios está en nosotros, que nosotros moramos en Dios y Dios mora en nosotros. Por ejemplo, Juan 15:4 dice: “Permaneced en Mí, y Yo en vosotros”. Permanecer el uno en el otro mutuamente de esta manera, es llevado a cabo mediante la obra de Cristo. Cristo se encarnó a fin de traer a Dios al hombre; y Él retornó a Dios junto con el hombre. Cuando Cristo vino al hombre, Él vino con Dios. Él vino con un don, un regalo, que es Dios mismo. Después, Él volvió a Dios con un regalo, que es el hombre. Él vino con Dios por medio de la encarnación, y Él llevó al hombre consigo por medio de la muerte y la resurrección. Al venir, Él introdujo a Dios en el hombre; al ir, Él introdujo al hombre en Dios. Por medio de Su venida e ida, Él edifica la casa de Dios forjando a Dios en el hombre y forjando al hombre en Dios. Por medio de Su venida e ida, Él hace del hombre la morada de Dios y hace de Dios la morada del hombre. De este modo, Dios y el hombre, el hombre y Dios, se convierten en morada el uno para el otro. Entonces, al final y conclusión de los escritos de Juan vemos un edificio, la Nueva Jerusalén, edificada por la mezcla de Dios con el hombre.
En los primeros trece capítulos de Juan no encontramos frases como: “Tú, Padre, estás en Mí, y Yo en Ti” o “Yo estoy en el Padre, y el Padre está en Mí”. Sin embargo, en el versículo 20 del capítulo catorce el Señor nos dice: “En aquel día vosotros conoceréis que Yo estoy en Mi Padre, y vosotros en Mí, y Yo en vosotros”. Esto se refiere a la obra de edificación que, en primera instancia, se llevó a cabo mediante la primera venida del Señor; en Su encarnación, el Señor introdujo a Dios en el hombre y, después, al irse, en Su muerte y resurrección, introdujo al hombre en Dios mismo. Si no hubiese sido por la muerte y resurrección de Cristo, nosotros, los seres humanos, estaríamos muy lejos de Dios. Entre nosotros y Dios habría una gran distancia, una gran separación compuesta por el mundo, Satanás, la carne, la concupiscencia y otras cosas. Pero, por Su muerte y resurrección, Cristo eliminó tal distanciamiento y preparó el camino para llevarnos cerca de Dios e introducirnos en Él. Cristo es el camino mediante el cual llegamos a Dios. Él eliminó la distancia que separaba al hombre de Dios; es decir, quitó de en medio el pecado, el mundo, la concupiscencia, la carne e, incluso, al enemigo, Satanás. Él aun eliminó la muerte. Así pues, Él quitó de en medio todo aquello que constituía una barrera o impedimento entre nosotros y Dios, a fin de llevarnos cerca de Dios e introducirnos en Él.
Ahora bien, después de Su resurrección, Él no solamente puede declarar que está en Dios y que Dios está en Él, sino también que nosotros estamos en Él y Él está en nosotros. Es por Cristo, mediante Cristo y en Cristo que nosotros estamos en Dios. Ésta es la edificación en la que Dios se mezcla con la humanidad, la cual Cristo ha realizado mediante Su muerte y resurrección.
A la luz de todo esto, ahora podemos comprender en qué consiste “la casa de Mi Padre” mencionada en Juan 14:2. Esta casa no es una mansión celestial; más bien, la casa del Padre es el Cuerpo místico de Cristo con Sus muchos miembros, y cada uno de estos miembros es una morada. El versículo 23 también nos habla de una morada. Este versículo dice: “Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, Mi palabra guardará; y Mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él”. Todos y cada uno de los creyentes, todo aquel que ha sido salvo y regenerado, es un miembro del Cuerpo místico de Cristo y es una morada en la casa del Padre, el Cuerpo.
A fin de comprender la primera parte del capítulo catorce, tenemos que considerar como contexto la totalidad del libro de Juan. No podemos aislar los primeros dos versículos e interpretar que las muchas moradas son unas mansiones en los cielos. En lugar de ello, iluminados por el contexto de todo el libro, podemos conocer el verdadero significado de estos versículos. El Señor no está edificando un “salón” celestial. Él está edificando el Cuerpo místico, la casa de Dios, en la que Sus muchos miembros son las muchas moradas.
Nosotros mismos somos unas de estas muchas moradas. El Señor ha introducido a Dios en nosotros y nos ha introducido en Dios a fin de hacer que Dios y nosotros seamos uno, esto es, a fin de forjar a Dios en nosotros y forjarnos a nosotros en Dios. Es por esto que con frecuencia los escritos del apóstol Juan nos hablan de permanecer nosotros en Dios y Dios en nosotros, o de estar nosotros en Dios y Dios en nosotros. También en estos escritos Juan nos habla de la ciudad santa, el edificio de Dios, cuyo centro y suministro de vida es el Dios Triuno. Si consideramos todos los escritos de Juan en su conjunto, podremos descubrir que el verdadero significado de tales escritos estriba en que la vida tiene como finalidad la edificación.
La verdadera edificación de la iglesia jamás podrá hacerse realidad si carecemos de la experiencia apropiada de la vida divina. Si permanecemos en Cristo y dejamos que Cristo permanezca en nosotros, llegaremos a experimentar lo que es la edificación de la iglesia. La vida tiene como finalidad la edificación, y la edificación se compone de la vida divina. Tenemos que declarar: “Hoy, yo estoy en el Señor y Él está en mí. Además, yo permanezco en el Señor y Él permanece en mí”. Al decir esto, sin embargo, debemos recordar que Él es la vid y nosotros los pámpanos; no solamente estamos estrechamente vinculados a la vid, sino también a los otros pámpanos. No solamente estamos edificados con el Señor, sino con el Señor y con todos los miembros de Su Cuerpo.
Una vid tiene muchos pámpanos, sin embargo, todos los pámpanos constituyen una sola vid; no están separados. Cuando estos pámpanos son separados de la vid, son muchos pámpanos individuales; pero al permanecer en la vid, todos ellos son uno en la vid. Si decimos que permanecemos en el Señor, tenemos que examinar si somos uno con los otros miembros o no. Si no somos uno con los demás miembros, dudo mucho que verdaderamente permanezcamos en el Señor. Reitero, a fin de permanecer en el Señor, tenemos que ser uno con todos los otros miembros. Cuando todos los pámpanos permanecen en el Señor, todos ellos conforman una sola vid. En esto consiste la realidad del edificio de Dios.
En la totalidad del Nuevo Testamento, Juan 17 es el único capítulo que trata directamente sobre la unidad de la iglesia, el Cuerpo de Cristo. En este capítulo, el Señor ora varias veces pidiendo que nosotros seamos uno. Conforme a los versículos del 21 al 23, podemos ser uno únicamente en el Dios Triuno. Cuando permanecemos en el Dios Triuno, somos uno; pero cuando no permanecemos en el Dios Triuno, estamos separados. De hecho, cuando usted permanece en Dios y yo permanezco en Dios, usted y yo somos uno; pero si ninguno de los dos permanece en Dios, estamos separados. Jamás podremos ser uno por nosotros mismos. Podemos ser uno únicamente en Dios, en el Señor y en el Espíritu. Ésta es la única manera en que la edificación se hace realidad.
Puedo dar testimonio de estas cosas basado en muchas de mis propias experiencias. Tres hermanos —un hermano cantonés, un hermano mandarín y un hermano estadounidense moderno— no siempre pueden ser uno, pues son tres personas diferentes. Muchas veces, sin embargo, ellos son uno, no por el hecho de que ellos sean cantoneses, ni mandarines ni estadounidenses, sino debido a que ellos están en Dios. Otras veces, quizá uno de ellos se obstine en actuar conforme a su propia mentalidad peculiar; en tal caso, los otros dos hermanos le temerán. Ellos simplemente no podrán lidiar con ese hermano. Probablemente todos hemos tenido tal clase de experiencia con los santos. He conocido hermanos muy queridos pero que eran obstinados, aparentemente sin ningún sentido ni lógica alguna. En tales ocasiones, he deseado que tal hermano obstinado sea quebrantado, a fin de que podamos ser uno en Cristo. Si alguien está completamente inmerso en sí mismo, nadie podrá ser uno con él. Aun si oramos juntos, es posible que luego discutamos. Quizá uno de los hermanos ore y, después, otro hermano ore en contra de lo que ha dicho el otro en su oración. Si todos estamos inmersos en nosotros mismos y ninguno está en Cristo al vivir y permanecer en el Señor, no habrá unidad; más bien, habrá separación e individualismo.
Cuando nos negamos a nosotros mismos, estamos en el Espíritu, y cuando otro hermano se niega a sí mismo, está en el mismo Espíritu. Entonces, maravillosa y espontáneamente, somos uno en el Señor. Tanto los hermanos mandarines, como los cantoneses y los estadounidenses, todos ellos reconocerán que han sido puestos en la cruz y que ahora se hallan en la resurrección del Señor. Nosotros estamos en la resurrección, el Señor resucitado está en nosotros, y le poseemos como nuestra vida. Nos damos cuenta de este hecho y, basados en él, nos negamos a nosotros mismos. ¡El resultado es maravilloso! Somos uno en la vida de resurrección y en el Señor resucitado. Somos conjuntamente edificados, no mediante las enseñanzas o las doctrinas, sino por la muerte y resurrección del Señor. En la muerte y resurrección del Señor, somos conjuntamente edificados como una sola entidad en el Señor. No existe otro modo en que podamos hacer realidad la verdadera edificación de la iglesia.
A esto se debe que dondequiera que nos reunamos como iglesia con los santos, es imprescindible no obstinarse ni insistir en nada. Esto quiere decir que tenemos que negarnos a nosotros mismos y ponernos a un lado. Tenemos que olvidarnos de nosotros mismos. Si todos hacemos esto, el resultado será que todos estaremos en la resurrección del Señor, todos estaremos en el Espíritu y todos seremos uno en el Señor. Entonces, el Señor será manifestado, no en conformidad con usted, o conmigo o con ninguna otra persona, sino según Él mismo, pues el que será expresado será el Señor crucificado y resucitado. Nosotros hemos sido puestos en la cruz y ahora es el Señor quien vive en nosotros. Ésta es la única manera en que el Señor edifica la iglesia. No hay otra manera. Esto no se logra por medio de debates o enseñanzas. Cuanto más enseñanzas tengamos, más divisiones habrá; y cuanto más debates tengamos entre nosotros, más opiniones y más divisiones habrá. La unidad de la edificación divina es posible únicamente al experimentar nosotros la muerte del Señor y Su resurrección. Es la cruz y el Cristo resucitado lo que nos introduce en Dios e introduce a Dios en nuestro ser. Es mediante esta muerte y resurrección que el Señor hace que nosotros y Dios seamos conjunta y mutuamente edificados. En esto consiste el edificio de Dios.
Como veremos, los escritores de los libros de los Hechos y las Epístolas también nos muestran algo con respecto a esta edificación. En numerosas ocasiones ellos dicen que la edificación se lleva a cabo en nuestro espíritu. Es en nuestro espíritu y por medio del Espíritu que somos conjuntamente edificados como una sola entidad en el Señor.
La edificación divina es el Cuerpo único, la iglesia única, el Betel único, el testimonio corporativo único del propio Señor; finalmente, la Nueva Jerusalén será la consumación. La Nueva Jerusalén, en realidad, no es un lugar físico sino una composición viviente conformada por aquellos que han sido redimidos y vivificados por el Espíritu, quienes están en Dios y tienen a Cristo como su vida.
Que el Señor nos revele más y más acerca de esta edificación; mientras tanto, les transmito estas dos palabras: vida y edificación. La vida tiene como finalidad la edificación, y la edificación se compone de la vida. La vida es el propio Señor, y la edificación es resultado de experimentar al Señor como vida. Cuanto más experimentemos al Señor como vida, más se hará realidad entre nosotros la edificación divina.
En esta ocasión, únicamente puedo darles breves indicaciones con respecto a estos asuntos. Si ustedes dedican más tiempo a considerar estos temas, verán claramente que después de realizar Su obra de creación, el propósito de Dios es forjarse en el hombre y forjar al hombre en Sí mismo, a fin de que el hombre llegue a ser Su morada y Él llegue a ser la morada del hombre. La manera en que Dios lleva esto a cabo es por medio de la encarnación, la muerte y la resurrección de Cristo. Por medio de la encarnación, Él vino a impartirse en el hombre, y por medio de Su muerte y resurrección, Él retornó a Dios para introducir al hombre en Sí mismo. Ahora podemos afirmar que Dios está en nosotros y nosotros estamos en Dios, y que nosotros permanecemos en Dios y Dios permanece en nosotros. Ahora somos uno con Dios, y Dios es uno con nosotros. Ahora nosotros y Dios, Dios y nosotros, somos morada el uno para el otro, una morada mutua. Siempre y cuando experimentemos tanto la crucifixión como la resurrección del Señor, estaremos en el espíritu y seremos uno los unos con los otros, en el Señor, como una entidad corporativa única: el Cuerpo de Cristo. En esto consiste el edificio de Dios.