
Lectura bíblica: 1 Co. 3:12; Ef. 4:13-16; Col. 2:19; 1 P. 2:4-5; He. 11:10, 16, 40; 12:22-24
El edificio de Dios es el divino mezclar de Dios con el hombre. La totalidad de las Escrituras nos permiten comprender que Dios, después de haber realizado Su obra de creación, se propuso forjarse en la humanidad y forjar la humanidad en la divinidad. Así pues, después de Su obra creadora, lo que Dios ha hecho siempre es edificarse conjuntamente con el hombre y edificar al hombre conjuntamente con Él.
Si examinamos detenidamente lo relatado en el Evangelio de Juan, nos daremos cuenta de que este Evangelio no solamente trata sobre la vida divina, sino también sobre la edificación. La vida divina tiene como finalidad la edificación, y la edificación se compone de la vida divina. Por tanto, en este Evangelio el resultado divino es que nosotros permanecemos en el Señor y el Señor permanece en nosotros; así, nosotros llegamos a ser la morada del Señor, y el Señor llega a ser nuestra morada. El Señor y nosotros, nosotros y el Señor, llegamos a ser morada el uno para el otro, la morada de Dios y el hombre. En las Escrituras podemos encontrar una frase tan maravillosa como: “Permaneced en Mí, y Yo en vosotros” (15:4). Ésta es una frase muy breve, no obstante, ella posee un significado muy profundo. Tales palabras jamás podrían haber sido dichas en el Antiguo Testamento. Estas palabras únicamente podían haber sido proferidas después que el Señor se encarnó como hombre, fue crucificado en la cruz, resucitó y se transfiguró para llegar a ser el Espíritu. Por Su encarnación, Cristo introdujo a Dios en el hombre, y por Su muerte y resurrección, Él introdujo al hombre en Dios mismo. En otras palabras, mediante la encarnación de Cristo, Dios se forjó en el hombre, y mediante la muerte y resurrección de Cristo, el hombre fue forjado en Dios.
En Juan 14:20 el Señor dijo: “En aquel día vosotros conoceréis que Yo estoy en Mi Padre, y vosotros en Mí, y Yo en vosotros”. Ese día fue el día de resurrección. Después de aquel día, los discípulos pudieron permanecer en el Señor, y Él pudo permanecer en ellos. Cristo pudo venir a ellos junto con el Padre y hacer morada en ellos; esto es, finalmente, el resultado de que Cristo sea nuestra vida. El hecho de que el Señor venga a nosotros para ser nuestra vida tiene un resultado, pues redunda en que lleguemos a ser la morada del Señor y que el Señor llegue a ser nuestra morada. Esto significa que el Señor y nosotros, nosotros y el Señor, somos conjuntamente edificados como una edificación divina a fin de ser morada el uno para el otro. Así, nosotros y Dios, Dios y nosotros, moramos recíprocamente el uno en el otro. En esto consiste el edificio de Dios; es misterioso, pero muy real y maravilloso.
El pensamiento central que predomina en todas las Epístolas es el edificio divino, la edificación conjunta de Dios con el hombre. Lo que el apóstol Pablo hizo no fue sino una labor de edificación. En realidad, Pablo usa muchas veces la palabra edificación. Lo que el apóstol Pablo hizo fue edificar a las personas con oro, plata y piedras preciosas (1 Co. 3:12).
El oro, la plata y las piedras preciosas no son dos elementos ni cuatro, sino tres, pues ellos corresponden con los tres del Dios Triuno. El oro representa la naturaleza divina, lo cual se relaciona con el Padre como fuente y naturaleza. La plata, el segundo de estos materiales preciosos, se relaciona con la obra y la persona del segundo del Dios Triuno; ella representa la obra redentora efectuada por el Hijo de Dios. Debido a que éramos personas caídas, necesitábamos de la redención efectuada por Cristo. El tercer elemento, las piedras preciosas, representan la obra transformadora del Espíritu Santo, el tercero del Dios Triuno. En virtud de la obra redentora efectuada por el Hijo, hemos recibido la naturaleza de Dios. Desde ese momento, somos partícipes del proceso de transformación realizado por el Espíritu Santo a través de todo aquello que compone nuestro entorno y conforma nuestras circunstancias a fin de que nosotros, pedazos de barro, seamos transformados en piedras preciosas. En esto consiste la obra de transformación que realiza el Espíritu Santo.
Aquí, por tanto, tenemos a Dios el Padre como la fuente, la naturaleza, representada por el oro; tenemos a Dios el Hijo con Su obra y Su persona representados por la plata; y tenemos a Dios el Espíritu, quien realiza la obra de transformarnos de barro en piedras preciosas. Estos son los tres aspectos de la obra que realizan los tres del Dios Triuno.
Todo edificio requiere de materiales de construcción para ser edificado. ¿Con qué clase de material edificamos a los creyentes? Únicamente con Dios el Padre como el oro, Dios el Hijo como la plata y Dios el Espíritu como las piedras preciosas. En otras palabras, edificamos a los creyentes con el Dios Triuno.
En 1 Corintios 3:12 se menciona la plata como el segundo de estos materiales preciosos, pero en Génesis 2:12 y en Apocalipsis 21:21, el segundo de los materiales preciosos no es la plata sino la perla o el bedelio. La perla tipifica la regeneración. La perla es algo que ha sido producido; no es algo que haya sido creado, sino algo que ha sido generado. Cuando un pequeño grano de arena hiere una ostra y permanece en dicha herida, ello “genera” una perla, por causa de las secreciones procedentes de la ostra. De este modo, un grano de arena se convierte en una perla. Nosotros somos los granos de arena que hirieron a Cristo y permanecieron en Su herida. La secreción continua del jugo vital de la vida divina de Cristo que nos va recubriendo, hace que nosotros lleguemos a convertirnos en verdaderas perlas.
En el caso de las perlas, el concepto de redención está ausente; solamente se hace alusión al concepto de regeneración, pues ello corresponde con el pensamiento original de Dios. El eterno pensamiento original de Dios no estaba relacionado con la redención; más bien, consistía en que nosotros, los seres creados, seríamos regenerados. Sin embargo, en dicho proceso vino el pecado y nosotros caímos. Ahora es necesario que no solamente seamos regenerados, sino también se requiere que seamos redimidos. Era, pues, necesario que el Señor Jesús muriera, no solamente para que pudiéramos recibir Su vida en nosotros, sino también para que nos redimiera de nuestros pecados. Por tanto, cuando las Epístolas fueron escritas, la redención se había hecho necesaria. A ello se debe que en 1 Corintios 3 tengamos la plata en lugar de la perla. Finalmente, no solamente somos redimidos, sino también regenerados mediante la redención; es decir, tenemos la plata, pero a la postre, nos convertimos en perlas. Después que somos redimidos, Dios hace realidad Su eterno pensamiento al regenerarnos en Su redención.
El material con el que edificamos la iglesia y a los creyentes es el Dios Triuno: Dios el Padre, Dios el Hijo y Dios el Espíritu. El propósito de Dios es que Él llegue a serlo todo para nosotros, que Él llegue a ser nuestra misma naturaleza a fin de que nosotros seamos hechos la corporificación de Dios. La ciudad de la Nueva Jerusalén en su totalidad es oro, lo cual quiere decir que está llena de Dios. El contenido intrínseco de la iglesia, de todos los creyentes, no debiera ser otra cosa que Dios mismo. Dios, pues, se forja a Sí mismo en cada uno de nosotros a fin de serlo todo para nosotros. De este modo, nosotros poseemos la naturaleza divina, que es el oro. Nosotros somos regenerados en la redención de Cristo y somos transformados por medio de la obra transformadora del Espíritu Santo a fin de poseer la naturaleza de Dios como el oro, la obra y persona de Cristo como la perla y la obra del Espíritu Santo como las piedras preciosas. De esta manera somos edificados con el Dios Triuno: con Dios el Padre, Dios el Hijo y Dios el Espíritu.
Cualquier enseñanza dada en la iglesia que no concuerde con esta línea de pensamiento ni sirva a este propósito, independientemente de cuán bíblica sea, es un viento de enseñanza que aleja a las personas de Cristo y Su Cuerpo (Ef. 4:14). La enseñanza que es apropiada para la edificación de la iglesia introduce a las personas en el Dios Triuno a fin de que el Dios Triuno se forje en ellas. Según Efesios 4:13-16, la manera apropiada de edificar el Cuerpo consiste en tomar a Cristo como la Cabeza y en llevar la vida que es propia del Cuerpo, es decir, la vida de iglesia. De esta manera, todos los miembros son edificados conjuntamente con el Dios Triuno a fin de desempeñar sus respectivas funciones en el Dios Triuno, mediante el Dios Triuno y con el Dios Triuno. Entonces, la iglesia se convierte en la mezcla, la edificación, del Dios Triuno con aquellos que han sido salvos y redimidos.
Deberíamos leer nuevamente todas las epístolas. En principio, todas las epístolas, sin excepción alguna, nos hablan sobre la edificación de los creyentes como la iglesia, teniendo al propio Dios Triuno como su material. Así pues, edificar a los creyentes no consiste meramente en traerlos de vuelta al Señor ni solamente en hacer que sean aceptos ante el Señor. Esto no basta. Edificar a los creyentes consiste en impartir y ministrar a Cristo en el ser de ellos, es decir, forjar cada vez más a Cristo en ellos.
Vemos esto en Colosenses 2:19. Ciertamente un versículo así no procede de la mente humana. Este versículo dice: “Asiéndose de la Cabeza, en virtud de quien todo el Cuerpo, recibiendo el rico suministro y siendo entrelazado por medio de las coyunturas y ligamentos, crece con el crecimiento de Dios”. La Cabeza es Cristo, el segundo del Dios Triuno, el Redentor; las coyunturas dan lugar al rico suministro; y los ligamentos sirven para entrelazar a los miembros. Debemos concentrarnos en la frase: “crece con el crecimiento de Dios”. Cuando nos asimos de Cristo, todo el Cuerpo crece con el crecimiento de Dios. Cada día, continuamente, Dios tiene que crecer en nosotros. El elemento mismo de Dios, Su esencia, tiene que crecer en nuestro ser.
Edificar la iglesia y a los creyentes consiste simplemente en impartirles, ministrarles, a Cristo a ellos. Edificar no es meramente enseñar a los creyentes a que se amen los unos a los otros y a que sean personas humildes. Si el cristianismo consistiera en eso nada más, entonces el pueblo chino, por ejemplo, no tendría necesidad de tal doctrina. Las enseñanzas de Confucio eran mejores que las del cristianismo, pues hace más de dos mil quinientos años Confucio enseñó a sus seguidores que ellos debían amarse los unos a los otros y ser personas humildes. Así pues, no necesitamos del cristianismo como una religión de enseñanzas mediante las cuales se educa a las personas a ser bondadosas. La realidad del cristianismo es el propio Cristo ministrado a las personas e impartido en ellas. La verdadera enseñanza cristiana no consiste en enseñar a las personas a hacer esto o aquello, sino que consiste en ministrarles a Cristo mismo.
Las Epístolas del Nuevo Testamento son libros que rebosan de tal ministerio de Cristo, pues ellas ministran a Cristo a las personas. Cuando se nos ministra a Cristo, Él llega a ser nuestro amor, nuestra humildad, nuestra paciencia para con toda clase de persona; Él llega a serlo todo para nosotros. Ya no se trata meramente de amor, sino de Cristo como amor. Asimismo, ya no es cuestión de tener paciencia, sino de experimentar a Cristo, quien llega a ser nuestra paciencia. Ya no se trata de ser simplemente buenos. El bien no pertenece al árbol de la vida, sino que pertenece al árbol de la ciencia del bien y del mal. Por tanto, la manera apropiada de edificar la iglesia y a los creyentes no consiste en hacerlo mediante enseñanzas ni ninguna otra cosa, sino por medio del Dios Triuno. Nuestras enseñanzas, ¿ministran a Cristo a los demás? Nuestros dones o talentos, ¿ministran a Cristo a los demás? He aquí un gran problema.
El apóstol Pablo habló mucho sobre el edificio de Dios, el cual tiene al propio Dios Triuno como los materiales de construcción. El apóstol Pedro hizo lo mismo; él nos dijo que el Señor es la piedra viva y que nosotros también somos piedras vivas conjuntamente edificadas en el Señor para llegar a ser una casa espiritual (1 P. 2:4-5). Asimismo, el apóstol Juan habló de que permanezcamos en el Señor y que el Señor permanezca en nosotros. El verdadero significado de este permanecer el uno en el otro es la mezcla, la edificación.
Cuando vamos a ayudar a un hermano o hermana, ¿de qué manera le ayudamos? Debemos darnos cuenta de que ayudar a los santos es edificar, y que para edificar se requiere de materiales. Los materiales necesarios para la edificación divina no son otra cosa que el propio Dios Triuno. Por tanto, primero tenemos que experimentar al Dios Triuno nosotros mismos. Tenemos que experimentar a Dios el Padre, a Dios el Hijo y a Dios el Espíritu. De este modo obtendremos los materiales en términos de nuestra propia experiencia. Entonces, cuando visitemos a los santos con el fin de tener comunión con ellos, sabremos qué debemos ministrarles y con qué debemos hacerlo. Nos daremos cuenta de que la única manera de ministrar a otros es por medio del Dios Triuno y con el Dios Triuno mismo. Así pues, edificar es ministrar a Cristo como el Espíritu a los demás, a fin de que ellos puedan ser edificados con Cristo. Tenemos que tener esto bien en claro.
Por casi dos mil años han habido muchas enseñanzas en el cristianismo. Por la misericordia y soberanía de Dios, he conocido muchas diferentes clases de cristianismo. Yo nací en el cristianismo, crecí en el cristianismo, fui enseñado en el cristianismo y llegué al punto en que me hastié del cristianismo. En el cristianismo vi grupos religiosos que enseñaban herejías; y conocí otras agrupaciones —a las que me uní— que eran grupos religiosos con enseñanzas correctas. Sin embargo, después de muchos años, yo no había logrado ser edificado con otros, pues nada de Dios se había forjado en mí. En lugar de ello, se me dieron enseñanzas, enseñanzas tales como las setenta semanas mencionadas en Daniel 9, las cuales se dividen en siete semanas, sesenta y dos semanas y la última semana, la cual, a su vez, se divide en dos mitades de cuarenta y dos meses cada una. Calculábamos el número de los años, los meses y los días. Yo fui enseñado de esta manera. También aprendí mucho sobre la imagen descrita en el sueño de Nabucodonosor, la cual tenía la cabeza de oro, el pecho y los brazos de plata, el abdomen y los muslos de bronce, las piernas de hierro, los pies y los diez dedos de los pies de barro y hierro. Aprendí que esta imagen representa a los imperios de Babilonia, de Medo-Persia, de Grecia y al Imperio Romano, y que los diez dedos de los pies son diez reinos. Realmente llegué a hastiarme de todas estas enseñanzas, pues en ellas no se nos ministraba nada de Dios ni de Cristo.
La manera apropiada de edificar el Cuerpo de Cristo, la cual fue adoptada por los apóstoles, consiste en edificar el Cuerpo de Cristo con Cristo, por Cristo y en Cristo, teniendo a Cristo como nuestro todo. Así pues, la manera de edificar es ministrar a Cristo a las personas. Entonces estas personas menguarán, mientras que Cristo el Señor crecerá en ellas. Él crece hasta llegar a serlo todo, mientras que nosotros somos reducidos a nada. En esto consiste crecer con el crecimiento de Dios. Me gusta mucho la expresión “el crecimiento de Dios”. ¿Cuánto ha crecido Dios en nuestro ser? ¿Qué medida de crecimiento de Dios ha habido entre los que conformamos la iglesia? No es cuestión de enseñanzas ni de dones, sino de Dios mismo.
Tengo en gran estima Himnos, #235, originalmente escrito por A. B. Simpson, el fundador de la Alianza Cristiana y Misionera. La primera estrofa de este himno dice: “Antes bendiciones, / Hoy es el Señor; / Antes sentimientos, / Hoy revelación; / Antes eran dones / Hoy tengo al Dador; / Antes sanidades, / Hoy el Sanador”. El Sanador es distinto de las sanidades mismas. Es posible que obtengamos sanidades, pero que no ganemos más del Sanador. Siempre y cuando tengamos al Sanador, lo tendremos todo. Asimismo, poseer los dones es algo muy superficial, pero obtener al Dador es algo mucho más profundo y sólido. Siempre y cuando tengamos al Dador, no tendremos que preocuparnos por los dones, de la misma manera que cuando Rebeca vino a Isaac, ella heredó espontáneamente todo cuanto Isaac había heredado. Tenemos que darnos cuenta de que no edificamos la iglesia y a los creyentes con algo distinto al propio Dios Triuno.
La Nueva Jerusalén es la suprema conclusión de toda la Escritura. En el Evangelio de Juan vemos varios aspectos del Señor Jesús. Por ejemplo, Él fue recomendado por Juan el Bautista como el Cordero de Dios y como el Novio; Él es también la luz, la vida, el camino y todo para nosotros. Pues bien, la Nueva Jerusalén es la corporificación todo-inclusiva de Cristo como nuestro todo. En la Nueva Jerusalén, Cristo es el Cordero, y Él es también el Novio que se casa con la Nueva Jerusalén, la cual es Su novia. En la Nueva Jerusalén, Cristo es también la luz, la vida, el camino, y la verdad, la realidad. La Nueva Jerusalén, pues, es la corporificación de todo cuanto Cristo es.
Si leemos el Evangelio de Juan nuevamente, podremos encontrar muchos aspectos de Cristo. Entonces al contemplar la Nueva Jerusalén, podremos encontrar allí todos esos elementos. Todo cuanto el Señor es, está en la Nueva Jerusalén. Todos y cada uno de los elementos que se le atribuyen al Señor en el Evangelio de Juan, también se hallan presentes en la Nueva Jerusalén, por ser ésta la corporificación todo-inclusiva de lo que el Señor Jesús es. Esto quiere decir que todo cuanto el Señor es, ha sido forjado en Su pueblo redimido y “edificado” en ellos al mezclarse Él con ellos para constituir una sola entidad. Por ello, en el relato contenido en la totalidad de las Sagradas Escrituras, el cuadro supremo es el de una edificación como corporificación de todo lo que Cristo es. Éste es el edificio de Dios.
Hebreos 11:10, 16 y 12:22 nos habla de la Nueva Jerusalén. Los santos del Antiguo Testamento, tales como Abraham, Isaac y Jacob, abrigaban la firme esperanza de ser partícipes de la ciudad celestial, la Nueva Jerusalén, la ciudad que tiene fundamentos. Esta ciudad celestial que tiene fundamentos no es una ciudad física, sino que es una edificación orgánica, una composición viviente, conformada por todos los redimidos que llegan a formar una entidad compuesta en Dios, por Cristo y con el Espíritu Santo.
Hebreos 11:40 dice: “Proveyendo Dios alguna cosa mejor para nosotros, para que no fuesen ellos perfeccionados aparte de nosotros”. ¡Éste es un versículo maravilloso! Si la ciudad celestial fuese un lugar físico, una realidad objetiva para los redimidos, un lugar externo reservado únicamente para los redimidos, entonces el Espíritu Santo no habría dicho en este versículo que nosotros, los santos del Nuevo Testamento, servimos para que los santos del Antiguo Testamento sean perfeccionados, es decir, hechos completos. Esto equivale a afirmar que sin los santos del Nuevo Testamento, los santos del Antiguo Testamento jamás podrían ser perfeccionados. Podemos comparar a los santos del Antiguo Testamento con un cuerpo que carece de piernas, brazos y manos; dicho cuerpo no puede ser un cuerpo perfecto, un cuerpo completo. La parte superior del cuerpo requiere, para ser perfecta, de la parte inferior del cuerpo. Los santos del Antiguo Testamento son apenas una parte de la santa ciudad; sin los santos del Nuevo Testamento, la ciudad santa jamás podría ser perfeccionada. La parte antiguotestamentaria requiere de la parte neotestamentaria como su complemento perfeccionador. Este versículo debe permitirnos darnos cuenta de que la santa ciudad no es un lugar físico que se encuentra fuera de nosotros, los redimidos; más bien, los redimidos mismos componen esta santa ciudad, la cual es una entidad compuesta por todos aquellos que fueron redimidos.
Hebreos 12:22-23 dice: “Sino que os habéis acercado al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, y a miríadas de ángeles, a la asamblea universal, a la iglesia de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios el Juez de todos, a los espíritus de los justos hechos perfectos”. La iglesia de los primogénitos es una entidad compuesta por los santos del Nuevo Testamento, que han sido inscritos en los cielos. No es que ellos estén en los cielos, sino que simplemente ellos están inscritos en los cielos. Los justos que aquí se mencionan hacen referencia a los santos del Antiguo Testamento. A continuación, el versículo 24 dice: “A Jesús el Mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel”.
Estos versículos nos hablan de acercarnos a ocho entidades. Algunos argüirán que puesto que la Nueva Jerusalén es la segunda entidad mencionada, los santos del Nuevo Testamento que conforman la iglesia constituyen una cuarta entidad y los santos del Antiguo Testamento, los justos, conforman la sexta entidad, entonces, la Nueva Jerusalén tiene que ser una entidad distinta a los santos mismos. Sin embargo, si leemos estos versículos detenidamente podremos darnos cuenta de que todas estas entidades son los “ladrillos” de un mismo edificio. Por ejemplo, el Señor Jesús es mencionado en séptimo lugar, y la sangre del Señor Jesús es el octavo elemento mencionado; no obstante, la sangre del Señor Jesús ciertamente forma parte del Señor Jesús mismo. Bajo el mismo principio, los santos del Nuevo Testamento y los santos del Antiguo Testamento son “ladrillos” de la santa ciudad, la Nueva Jerusalén, la cual incluye el monte de Sión.
Por tanto, la Nueva Jerusalén no es un lugar físico, sino una persona compuesta por todos los santos que han sido redimidos por Dios, quienes son edificados conjuntamente con Dios y en Dios como morada para la satisfacción y el descanso de Dios. La prueba de ello es que en el capítulo 21 de Apocalipsis dice que la Nueva Jerusalén es una entidad que incluye los nombres de las doce tribus de los hijos de Israel y los nombres de los doce apóstoles del Cordero (vs. 12, 14). Ella es una entidad compuesta por todos los redimidos que han sido edificados conjuntamente en Dios y con Dios para constituir el edificio de Dios. En tal edificación, Dios es la satisfacción de los redimidos y los redimidos son la satisfacción de Dios. Así pues, en esta edificación tanto Dios como el hombre hallan reposo y satisfacción el uno en el otro.