
Lectura bíblica: 1 Ts. 5:16-19
La Biblia emplea muchas figuras para describir la obra que realiza el Espíritu Santo en nosotros. Una de ellas es el agua viva (Jn. 7:38-39). El Espíritu Santo está fluyendo constantemente en nuestro interior como ríos de agua viva. Otra figura del Espíritu Santo es el fuego que arde constantemente (Ap. 4:5). Debemos experimentar tanto el fluir como el arder del Espíritu en nosotros.
Hay varias maneras de apagar un fuego; una de ellas es cerrar el paso de suministro de aire, la corriente de aire. Si no hay corriente de aire, el fuego no podrá arder. Para que el fuego arda se necesita una corriente de aire. Por ejemplo, supongamos que el fuego está prendido en una estufa. Si cerramos la chimenea de la estufa y cerramos todas las puertas y ventanas, cerraremos el paso de aire, y el fuego se apagará. Si queremos que el fuego arda de manera intensa, debemos abrir la chimenea y las puertas y ventanas. Entonces el fuego arderá libremente porque habrá una corriente o entrada de aire. De manera semejante, para que el Espíritu arda se necesita una corriente espiritual de aire. Si no le proveemos al Espíritu una corriente de aire, será imposible que el Espíritu arda en nosotros.
El hecho es que el Espíritu Santo arde en nosotros continuamente, pero en nuestra experiencia es posible que el Espíritu no siempre arda. Esto se debe a que muchas veces cerramos todas las puertas y ventanas de nuestro ser y cerramos completamente la entrada de aire, apagando así al Espíritu. Esto es muy sencillo, pero al mismo tiempo muy vital. Si nos hace falta el fuego del Espíritu en nuestro interior, de nada nos servirá tener mucho conocimiento. Es mejor ser sencillos, estar encendidos y permitir que el Espíritu Santo arda en nosotros.
Nuestro problema hoy es que nos hace falta el fuego del Espíritu en nuestro interior. La razón por la cual los cristianos estamos tan muertos, adormecidos, débiles y fríos y somos tan pasivos es que el fuego no está ardiendo en nosotros. Por tanto, debemos abrir nuestro ser, permitiendo que entre la corriente de aire, y así pueda arder el Espíritu en nosotros. No necesitamos más conocimiento; más bien, debemos olvidarnos de nuestro conocimiento y ser sencillos y fervientes.
Cuando era joven, el Señor ardía constantemente en mí. Como resultado, era muy ferviente todos los días. Aunque en ese entonces no tenía la clase de reuniones y ayuda que tenemos hoy, la gracia del Señor estaba sobre mí. No tenía necesidad de luchar y esforzarme por vencer las cosas mundanas, pues en mi interior ardía un fuego.
Sin embargo, después de algún tiempo me orientaron a que buscara el conocimiento de la Biblia. Así que día tras día, por más de cinco años, leí y estudié la Biblia simplemente con mi mente. Asistí a los estudios bíblicos y por medio de ellos adquirí mucho conocimiento. Leí muchos libros y artículos, y aprendí sobre asuntos, como por ejemplo, las setenta semanas mencionadas al final de Daniel 9. Sin embargo, cuanto más estudiaba la Palabra de esta manera, más muerto me sentía. Finalmente, el fluir del Espíritu cesó en mí, y el fuego se apagó. Espiritualmente, estaba muerto, y dentro de mi ser no había ningún fluir ni ardía ningún fuego. Con la ayuda del Señor, pude comprender que el camino que había tomado era el equivocado. Entonces, un día tomé una resolución y le dije al Señor: “Señor, he estado equivocado. Dejaré de estudiar de esta manera, y en lugar de ello, acudiré a Ti para contactarte y orar a Ti”. Desde ese día en adelante renuncié a mis estudios y dejé de asistir a las sesiones de estudio. En vez de ello, me iba todos los días de madrugada a la cima de una colina que estaba cerca de la casa de mi familia. Mientras subía la colina, oraba, abriendo mi ser al Señor y entregándome a Él. Desde el día en que comencé a hacer esto, pude recuperar el fluir y el fuego del Espíritu en mi interior; algo dentro de mí fluía y ardía nuevamente.
Puesto que somos cristianos, este fuego debe arder dentro de nosotros. Ser cristiano no tiene que ver simplemente con conocer cosas. El conocimiento aparte de la persona viva de Cristo nos ha matado y sigue matándonos. Cuanto más he viajado en este país, más he descubierto que en el cristianismo hay demasiado conocimiento doctrinal. Hay doctrinas buenas, doctrinas malas, doctrinas espirituales y doctrinas de toda índole, pero, sean buenas o malas, las doctrinas y el conocimiento por sí solos pueden causarnos daño y matarnos en vez de ayudarnos. La Biblia no es un libro de meras doctrinas o conocimiento; más bien, es el libro de la Palabra viva (He. 4:12). Ella no es el árbol del conocimiento del bien y del mal, sino el árbol de la vida. Sin embargo, muchas veces tomamos la Biblia de la manera equivocada, pues la tomamos como conocimiento y no como vida (Jn. 5:39-40).
¿Cómo podemos tomar la Biblia según el camino de la vida? Cuando leemos la Biblia, debemos ejercitar nuestro espíritu para recibir la Palabra, en lugar de simplemente ejercitar nuestra mente para entenderla. Debemos orar acerca de lo que leemos, entendemos y captamos a fin de digerirlo. Después que hayamos leído la Biblia por unos cinco minutos, sería muy bueno orar por unos diez minutos, no acerca de diferentes asuntos sino acerca de lo que hemos leído. Debemos orar acerca de lo que hemos leído, orar con las palabras de lo que hemos leído y orar para digerir lo que hemos leído. Entonces comprenderemos que la Biblia no es un libro de conocimiento, sino un libro que está lleno de vida y del suministro de vida. Las Escrituras claramente nos dicen que la palabra que sale de la boca de Dios es alimento para nuestro espíritu y es el elemento que debemos recibir y por el cual debemos vivir (Mt. 4:4; Jn. 6:57, 63). Sin embargo, la mayoría de nosotros usa la Biblia de la manera equivocada, pues la usamos como si fuera un libro de conocimiento para el desarrollo de nuestra mente. Muchos cristianos han recibido tanto conocimiento que les es difícil ser inspirados por la Palabra.
Debemos aprender que necesitamos ejercitar nuestro espíritu y orar, aún más de lo que necesitamos leer o estudiar. He tenido muchas experiencias en cuanto a esto y sé lo difícil que es hacerlo. Muchas veces, mientras leemos y estudiamos la Palabra, se nos hace muy difícil dejar de leer a fin de orar. Por consiguiente, debemos aprender a leer mientras oramos y a orar mientras leemos. Debemos convertir nuestra lectura en oración y nuestra oración en lectura. Finalmente, no nos importará si estamos leyendo u orando, ya que nuestra lectura y nuestra oración se mezclarán. Asimismo, no es necesario que oremos de una manera formal. Simplemente podemos leer y orar de una manera natural y espontánea. En lugar de ejercitar nuestra mente, debemos ejercitar nuestro espíritu.
No sólo debemos orar, sino también darle gracias al Señor, alabarlo y regocijarnos en Él. Hacer esto equivale a abrir nuestra boca, nuestra “chimenea”. En lugar de mantener nuestra chimenea cerrada y así obstruir el paso de aire, debemos abrir la chimenea. Cuando le quitamos la tapa a la chimenea, abriendo nuestra boca para regocijarnos, hacemos que el Espíritu arda. En lugar de leer la Palabra de una manera formal, debemos quitar todo aquello que tapa las entradas, abrir la chimenea y permitir que el aire entre, lo cual hacemos al regocijarnos mientras leemos. Entonces el fuego arderá. En ocasiones incluso debemos enloquecernos al leer la Palabra. En 2 Corintios 5:13 Pablo dice: “Porque si estamos locos, es para Dios; y si somos sensatos, es para vosotros”. Delante de los hombres debemos ser sensatos, pero delante de Dios y en Su presencia debemos estar locos. En otras palabras, debemos ser liberados de nuestro yo. Si nunca hemos estado locos delante de Dios, en cierto modo somos cristianos anormales. Por tanto, debemos liberarnos a nosotros mismos abriendo nuestra boca para regocijarnos y cantar.
Debemos aprender cómo liberar el Espíritu. Este asunto de liberar el Espíritu tiene mucho que ver con regocijarse, orar, dar gracias al Señor y alabar. En 1 Tesalonicenses 5:16-19 Pablo dice: “Estad siempre gozosos. Orad sin cesar. Dad gracias en todo, porque ésta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús para con vosotros. No apaguéis al Espíritu”. Este breve pasaje menciona cuatro asuntos: regocijarnos, orar, dar gracias y no apagar al Espíritu. En este pasaje es evidente que el asunto de no apagar al Espíritu está muy relacionado con el hecho de regocijarnos, orar y dar gracias. Si no nos regocijamos, oramos ni damos gracias al Señor, ciertamente apagaremos al Espíritu. Por tanto, debemos aprender a regocijarnos, orar, dar gracias y alabar a fin de no apagar al Espíritu. Esto es muy sencillo y a la vez muy vital.
La mayoría de las veces cerramos el paso a la corriente de aire y apagamos al Espíritu porque nuestro espíritu y nuestra mente permanecen cerrados. Si simplemente abriéramos nuestro ser, la corriente de aire entraría, y el Espíritu Santo ardería. La manera en que abrimos nuestro ser es muy sencilla; esto consiste en regocijarnos, orar, dar gracias y alabar. Algunos pensarán que no tienen la gracia de abrir su ser y que si tuvieran esta gracia, se abrirían. Esto no es así. Nosotros tenemos que abrir nuestro ser y permitir que el aire entre. Si dejamos que el aire entre, el Espíritu arderá en nosotros.
Hoy en día en el cristianismo hay dos clases de personas. Por un lado, están los creyentes mundanos que se han descarriado, quienes no sienten ningún interés por el Señor. Ellos son indiferentes hacia las cosas espirituales, las cosas del Señor, y vienen a las reuniones con una actitud de indiferencia. Obviamente, les resultará muy difícil a tales personas abrir su ser. Por otro lado, están aquellos que supuestamente son creyentes espirituales, quienes por lo general son tan espirituales que cierran su ser. Por consiguiente, tanto los creyentes descarriados como los creyentes espirituales cierran su ser, de tal modo que no hay ninguna abertura en ellos por donde pueda entrar la corriente de aire y, como resultado, el Espíritu no podrá arder en ellos.
No debemos pensar que nosotros seamos mejores que los creyentes descarriados. No debemos pensar que ellos no han visto la visión y que nosotros sí la hemos visto. No debemos pensar que somos muy espirituales o que somos superiores a otros. En lugar de ello, debemos quitar cualquier obstrucción que haya en nuestro ser y permitir que entre la corriente de aire, de modo que el Espíritu Santo pueda arder. Debemos ser sencillos y abiertos como un niño (Mt. 18:3). Por ejemplo, cuando oremos, no debemos orar de una manera exageradamente espiritual; más bien, debemos orar como niños (cfr. Lc. 18:10-14). Nuestra necesidad más urgente como cristianos que buscan del Señor es abrirnos, volvernos sencillos y quitar toda obstrucción para que el Espíritu pueda actuar libremente y arder en nosotros.
Cuanto más tiempo tengamos de estarnos reuniendo, más formales tenderemos a ser, y cuanto más formales seamos, más apagaremos al Espíritu. Cuando somos formales en las reuniones, todos son cautelosos y no abren su ser, de modo que nadie se atreve a abrir la boca. Debemos vencer esta barrera, olvidarnos de todo y hacer que nuestras reuniones sean sencillas. Debemos venir a la reunión como si acabáramos de ser salvos. Interiormente, debemos ser nuevos. No debe haber nada viejo; todo debe hacerse en novedad.
Más aún, debemos estar pendientes de los demás en la reunión. Todos los hijos de Dios deben venir a la reunión y sentirse libres de participar. Cuando hacemos oraciones demasiado espirituales, intimidamos a los que no se sienten cómodos de abrir su boca y a los que temen no poder estar a nuestro nivel. Algunas veces en las reuniones los santos dicen amén únicamente cuando hablan los hermanos más espirituales, pero nunca cuando comparten los más jóvenes. Esto muestra que ellos prefieren a los más espirituales. Sin embargo, los más espirituales no necesitan que se les anime más, porque ya tienen suficiente denuedo para hablar. Por otro lado, los santos más jóvenes son débiles y tímidos, así que necesitan de nuestro apoyo. Cuando ellos oren, debemos decir “Amén” para animarlos.
No debemos dejar que las reuniones sean demasiado espirituales, puesto que esto echa a perder la reunión. Cuanto más espirituales se vuelvan los hermanos, más muertos estarán y más muertas se volverán las reuniones. Por tanto, debemos olvidarnos de nuestra espiritualidad y ser sencillos y abiertos. Debemos esforzarnos por no interesarnos en la espiritualidad, el cristianismo, el conocimiento, las doctrinas ni nada más. Debemos preocuparnos únicamente por abrir nuestro ser, por ser sencillos, por alabar al Señor y por quitar todas las obstrucciones, permitiendo que entre la corriente de aire a fin de que el Espíritu pueda arder. En nuestras reuniones debe arder un verdadero fuego. Debemos orar como niños para que los demás se sientan motivados a orar. Si somos como niños, nuestras reuniones serán sencillas, libres y abiertas. Nuestras reuniones deben liberar a las personas en lugar de atarlas. Cada vez que las personas vengan a nuestras reuniones, deben tener la sensación de que han sido emancipadas y liberadas. Para ello, es necesario que arda el Espíritu.
Al respecto, los hermanos responsables y que llevan la delantera juegan un papel muy importante. Aquellos que llevan la delantera en las iglesias deben asumir esta responsabilidad. Si no se ocupan de estos asuntos, siempre se apagará al Espíritu en las reuniones. Los hermanos responsables deben ser los primeros en abrir su ser, en romper la barrera de la formalidad, en olvidarse de toda regla y precepto espiritual, e incluso en olvidarse de su propia espiritualidad. Deben entender que no nos interesa nada que no sea Cristo mismo en el Espíritu. Lo que necesitamos hoy en día no es más conocimiento, sino estar en el espíritu. Si en nuestro interior arde el Espíritu Santo, tendremos poder, impacto y autoridad. Así pues, dependiendo de la misericordia, la gracia y la ayuda del Señor, tomemos la decisión de abrir nuestro ser y permitamos que entre la corriente de aire para que el Espíritu pueda arder en nosotros.
En términos espirituales, es relativamente fácil iniciar un fuego, pero igualmente es fácil apagarlo. Incluso un asunto tan insignificante como ser un poco descuidado en algo o decir algo que es ligeramente inapropiado, puede apagar el fuego del Espíritu. Cuando usted quiere prender el fuego en la estufa, debe hacer ciertas cosas para que éste arda. De igual manera, el Espíritu requiere nuestra cooperación en ciertos aspectos a fin de arder; de lo contrario, será difícil que el Espíritu arda. Si somos ligeros y descuidados en nuestra manera de hablar, en nuestra actitud y en nuestras acciones, por insignificantes que parezcan, apagaremos al Espíritu. Por consiguiente, debemos estar atentos y no comportarnos de manera descuidada e indisciplinada.
Muchas veces en las reuniones y en nuestra vida diaria tenemos el sentir de orar, pero no obedecemos este sentir. Incluso una desobediencia de este tipo puede apagar al Espíritu. Sin embargo, si obedecemos este sentir y oramos, el Espíritu arderá. Si usted es una hermana, y mientras lava platos en la cocina tiene el sentir de orar, entonces de inmediato debe empezar a orar. No es necesario que deje de lavar los platos; puede orar mientras los lava. Sin embargo, si siente la carga de dejar de lavar los platos y ponerse a orar, debe dejar lo que está haciendo en ese momento y arrodillarse en la cocina para orar. No es necesario que vaya a orar a otro lugar.
El chisme también apaga al Espíritu. Nada apaga al Espíritu tanto como contar un pequeño chisme. Debemos comprender que siempre que chismeamos, estamos apagando al Espíritu. Como cristianos debemos renunciar completamente a la práctica de chismear. Tal vez pensemos que estos asuntos son triviales y que no tienen mucha importancia; sin embargo, sí tienen mucha importancia puesto que ellos determinan si el Espíritu arderá o se apagará. Si en lugar de chismear, oramos, el Espíritu arderá. Bromear también puede apagar al Espíritu. Si bromeamos demasiado, apagaremos al Espíritu. Eso no significa que siempre debamos ser formales o ceremoniosos. No obstante, no debemos bromear, porque nuestras bromas no ayudan a que el Espíritu arda, sino que, más bien, lo apagan.
Cuando acudamos al Señor en oración, no debemos tratar de pensar por qué cosas debemos orar, ya que esto también apagará al Espíritu. Cuando vayamos a orar, debemos olvidarnos de todo y orar de una manera espontánea, natural y viviente. Cuanto más oremos de esta manera, más experimentaremos el fluir y el fuego del Espíritu. Debemos preocuparnos por todos estos detalles, porque éstas son las cosas que pueden apagar al Espíritu. Si nos preocupamos por estos asuntos, seremos personas que siempre tienen el fuego encendido. Lo más fundamental es que aprendamos a abrir nuestro ser al regocijarnos, al orar sin cesar y al dar gracias en todo.