
Lectura bíblica: 1 Ti. 2:4; Lc. 14:21, 23; 1 Co. 1:26-29; 12:22-25
En este capítulo quisiéramos tener comunión sobre cómo los ancianos deben evaluar a las personas. La mayoría de nosotros hemos errado a este respecto. Todo ser humano gusta de evaluar a sus semejantes. Siempre que conocemos a alguien, nos gusta sopesarlo, ponerlo en la balanza. Deseamos saber cuánto vale y cuánto pesa, o cuánto peso podría tener. Todos nosotros hemos desarrollado este hábito desde nuestra niñez, el cual ya forma parte de lo que somos. Incluso los niños más pequeños tienen el hábito de evaluarse unos a otros de este modo. Nuestra necesidad es la de remitirnos a la Biblia y retornar a ella a fin de ver cómo el Señor Jesús evalúa a las personas.
En 1 Timoteo 2:4 dice que Dios desea que todos los hombres sean salvos. Según la evaluación que Dios hace de los hombres, Él los considera a todos iguales al manifestar Su deseo de que todos sean salvos.
Algunos han dicho que las personas a las que visitan no merecen que laboremos en ellas, pues pertenecen a una categoría inferior. Esto es un error. Tenemos que atender a la manera de proceder del Señor. El Señor desea ganar a los pobres y mancos, a los ciegos y cojos, e incluso, nos ordena que los obliguemos a entrar (Lc. 14:21, 23). ¿Nos sentiríamos alentados si ganásemos a un “manco”? Conforme a nuestro ser natural, nosotros menospreciamos a ciertas personas; más aún, muchos de nosotros nos hemos establecido a nosotros mismos como el estándar. Una vez le dije a un hermano que siempre que él visitaba alguna localidad, llevaba consigo una “regla” con la cual medía todo y a todos. Él no medía lo que estaba bien, sino que siempre gustaba de medir las peores cosas que encontraba. Es un error que los siervos del Señor tengan tal hábito. Siempre que nos reunimos con otras personas, no debemos medirlas de este modo.
Durante el ministerio terrenal del Señor Jesús la gente se quejó varias veces con respecto a la clase de persona que Él solía visitar (15:2; 7:39). Cuando el Señor se encontró con Zaqueo, le dijo: “Hoy es necesario que me quede en tu casa” (19:5). Al ver esto, “todos murmuraban, diciendo: Ha entrado a posar con un hombre pecador” (v. 7). Si ustedes conocieran a una persona como Zaqueo hoy en día, ¿le visitarían y se quedarían en su casa? Nuestro ser natural necesita ser transformado para que seamos espirituales, de modo que tengamos la perspectiva, la visión, que es propia del Dios Triuno.
Dios desea que todos los hombres sean salvos, pero en realidad ningún descendiente de Adán merece la salvación de Dios. Podríamos pensar que ciertas personas merecen la salvación del Señor, pero nadie la merece. Daniel 9 relata una larga confesión hecha por Daniel a Dios. Después que Daniel se enteró por el libro de Jeremías que los hijos de Israel padecerían setenta años de cautiverio (v. 2), él hizo una larga confesión ante Dios. Al pedirle perdón a Dios él no se basó en nada que él hubiera hecho, sino en la gran compasión del Señor, Su gran misericordia (v. 18). Así pues, la gran compasión de Dios fue la base en la que estuvo fundada la oración de Daniel. Según la evaluación que Daniel hizo tanto de sí mismo como de todos los suyos, incluyendo a todos los gobernantes y hombres destacados, todos ellos tenían urgente necesidad de la misericordia de Dios. Quizás oremos de este modo en ciertas ocasiones, pero en lo profundo de nuestro ser, siempre nos tenemos a nosotros mismos en gran estima a la vez que menospreciamos a los demás.
Entre los santos en Corinto, no había muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo innoble del mundo y lo menospreciado, lo que no es, escogió Dios para deshacer lo que es (1 Co. 1:26-29). Aquí, poderoso podría referirse a lo que es poderoso físicamente, o intelectualmente o en cuanto a su posición. Entre los corintios, no había muchos poderosos ni muchos nobles. Los nobles son aquellos nacidos de familias de la nobleza o la realeza. Casi todos los corintios eran plebeyos nacidos de gente común. La iglesia de Dios está compuesta principalmente no de aquellos que pertenecen a la clase alta, sino de los que este mundo menosprecia y considera innobles.
Dios escogió lo necio del mundo para avergonzar a los sabios y lo débil del mundo para avergonzar a lo fuerte, a fin de que nadie se jacte, se gloríe, en Su presencia. La elección que Dios efectúa no concuerda con nuestras preferencias. Muchos padres oran por sus hijos. Es necesario que oremos por nuestros hijos, pero tenemos que tener mucho cuidado de no considerar a nuestros hijos superiores a los demás. Todavía recuerdo un relato que leí cuando era joven sobre unos padres que oraban con insistencia por sus hijos pero que, pese a ello, no conseguían que ninguno de ellos fuese salvo. Estos padres de cierto modo estaban enojados con el Señor. Ellos le dijeron al Señor: “Señor, Tú dijiste que nos darías lo que te pidiéramos en oración. Hemos orado por nuestros hijos por muchos años, pero todavía ninguno de ellos ha sido salvo”. El Señor les respondió: “Si ustedes oran por los hijos de otros como lo hacen por sus propios hijos, sus hijos serán salvos. Tienen que comenzar a orar por los hijos de los demás”.
¿Verdaderamente creemos que nuestra oración prevalecerá sobre la elección de Dios? ¿Acaso fue elegido Jacob debido a que Rebeca oró por él? ¿Cuál tiene la primacía: nuestra oración o la elección efectuada por Dios? Ciertamente la elección y predestinación efectuadas por Dios tienen la preeminencia (Ro. 9:10-13). Abraham tuvo varios hijos (Gn. 25:1-5, 9), pero Isaac fue la persona elegida para hacer cumplir la promesa dada por Dios. Tenemos que aprender a concordar con la elección de Dios, con el gusto de Dios. A veces, cuanto más ora una persona por su esposa, menos espiritual ella es. Si él orase por las esposas de otros, tal vez el Señor tendría misericordia de él con respecto a su esposa. También he conocido a un número de hermanas muy espirituales, pero cuyos esposos no aman al Señor. Esto nos muestra que no debemos hacer elecciones propias cuando evaluamos a las personas.
Es posible que la persona por la cual oramos y en quien tenemos interés sea otro Saulo de Tarso; tal vez a nosotros nos parezca que Saulo era una gran persona, pero en Efesios 3:8 él nos dice que era menos que el más pequeño de todos los santos. Los corintios carnales manifestaban una actitud muy diferente a la de Pablo. Ellos llegaron a declarar: “Yo soy de Pablo; y yo de Apolos; y yo de Cefas; y yo de Cristo” (1 Co. 1:12). Evaluar a las personas de este modo es ser carnales. Pablo les dijo a los corintios que Dios escogió lo necio del mundo para avergonzar a los sabios y lo débil del mundo para avergonzar a lo fuerte, y que Él había escogido lo innoble del mundo y lo menospreciado, lo que no es, para deshacer lo que es.
Los corintios, por ser griegos, procuraban ser fuertes no solamente en términos psicológicos con respecto a la filosofía, sino incluso fuertes atléticamente. Los griegos procuraban ser fuertes tanto mental como físicamente, pero en la iglesia en Corinto no había muchos fuertes. Dios escogió lo débil del mundo para avergonzar a lo fuerte. Dios escogió lo que no es, para deshacer lo que es. La expresión lo que no es hace referencia a los que no son nadie. Si usted es alguien, Dios no tiene nada que ver con usted. Al efectuar Su elección, Dios avergüenza a los que son alguien para que nadie pueda jactarse en Su presencia.
La historia nos enseña que muchos siervos útiles al Señor surgieron de los estratos más humildes de la sociedad. En cambio, es difícil encontrar un siervo que le haya sido útil al Señor que proviniera de la nobleza o la realeza.
Todos los miembros del Cuerpo de Cristo son indispensables (1 Co. 12:22). ¿Verdaderamente creemos que todos los miembros del Cuerpo que se reúnen en nuestra iglesia local son necesarios? Tal vez esto sea algo que decimos pero que no practicamos. En realidad nosotros pensamos que algunos de los santos no son tan importantes. Realmente nos da igual si ellos están en las reuniones o no. Pero Pablo dijo que incluso el más débil, el más insignificante, de los miembros es necesario en el Cuerpo de Cristo.
Pablo dijo que aquellos miembros del cuerpo que nos parecen menos honrosos, a éstos vestimos con mayor honra, y los que en nosotros son menos decorosos, reciben mayor decoro; pero aquellos que son más decorosos, no tienen necesidad (vs. 12:23-24a). Según Pablo, Dios honra a los menos honrosos y a los menos decorosos.
Dios concertó el Cuerpo (v. 24b). La palabra que aquí se tradujo “concertó” significa compenetrar y, por ende, estar juntos, conjuntamente compuestos y mutuamente acoplados. Si un hermano es una persona de “alta temperatura”, Dios le dará una esposa de “baja temperatura”. Así, Dios atempera tanto al esposo como a la esposa. He escuchado a ciertos hermanos decir que no pueden servir en cierto lugar debido a que allí hay ciertas personas que se les oponen. Si procediéramos de este modo, no habría lugar donde pudiéramos servir, pues dondequiera que estemos, Dios procurará atemperarnos. Necesitamos ser atemperados y regulados. Si somos rápidos, Dios nos dará un compañero que es lento. Si somos listos, Dios nos dará una compañero que no es tan listo. Tal vez nos parezca que aquel que no es listo es un inútil y que el Cuerpo no lo necesita. Pero el Cuerpo de Cristo necesita de todos los miembros, pues todos y cada uno de ellos son indispensables.
Algunos podrían ser tan osados que se consideran a sí mismos como los “héroes” de la iglesia. Pensar de este modo es ser como una de las cuatro bestias descritas en Daniel 7, las cuales únicamente servían para pisotear a otros. Con el tiempo, la obra que realizan tales “héroes”, los cuales piensan estar siempre en lo correcto, tiene como fruto no solamente división, sino también destrucción. Dios concertó todos los miembros del Cuerpo, dando más abundante honor al que le faltaba, a fin de que no haya divisiones en el Cuerpo, sino que todos los miembros manifiesten el mismo interés y cuidado hacia todos los otros miembros (1 Co. 12:24-25). No debiéramos evaluar a nadie, sino simplemente darle el mismo cuidado a todos.
La experiencia nos dice que con frecuencia nuestra evaluación de otros creyentes en la iglesia resultó contraria a la realidad. Tal vez pensemos que cierto hermano es maravilloso, pero con el tiempo, se pone de manifiesto que él era diferente de lo que pensábamos. Tal vez nos parezca que cierto hermano reúne las cualidades requeridas para ser un anciano, pero después de cinco años quizás haya dejado de reunirse. Quizás no sintamos gran estima por otro hermano, pero después de unos cinco años él podría llegar a ser muy prometedor y útil en las manos del Señor. Los que hemos sido ancianos por un período prolongado de tiempo hemos experimentado esto. ¿Quién es el mejor candidato a anciano? Incluso después de muchos años de servir al Señor, yo diría que no tengo la respuesta a dicha pregunta. Les digo esto para mostrarles que no debiéramos confiar en nuestra propia evaluación de las personas.
Los ancianos, por un lado, deben tener una visión clara de las personas y ejercer mucho discernimiento, y por otro, deben ser ciegos de una manera espiritual. Isaías 11 nos habla de cómo Cristo ejerce la administración divina de este modo: “No juzgará según la vista de Sus ojos, / Ni sentenciará por lo que oigan Sus oídos. / Sino que juzgará con justicia a los pobres, / Y decidirá con equidad por los afligidos de la tierra” (vs. 3b-4a). Él no juzga por lo que ve u oye. Con los pobres, Él manifiesta Su justicia, y con los que sufren, los afligidos, Él decide con equidad.
Esto nos muestra que independientemente de lo que veamos o escuchemos acerca de otros, no debemos olvidar cuál es nuestra responsabilidad. Nuestra responsabilidad es ministrarles a Cristo del mismo modo en que Cristo únicamente ministra justicia a los pobres y equidad a los afligidos. No debiera importarnos la posición que tengan las personas ni el estado en que se encuentran. Independientemente de su condición, nosotros debemos ministrarles a Cristo y Su salvación. Para hacer esto es necesario que seamos personas que han sido minuciosamente disciplinadas por Dios. Tenemos que ser personas completamente empapadas de Dios y en las que Dios ha sido transfundido a todo su ser, es decir, personas que están llenas del Espíritu tal como Cristo lo estaba.
Cuando nos relacionamos con otros, no debiera importarnos lo que vemos en ellos o escuchamos acerca de ellos. Debemos atender a nuestra responsabilidad, la cual es ministrar Cristo y Su salvación. No importa si algunos de ellos son un “Zaqueo” o “una mujer inmoral de Samaria”, debemos hacer lo mismo. La única diferencia es el proceder que adoptaremos para cada caso. Pero el objetivo es siempre el mismo: ministrarles a Cristo. Con frecuencia, debido a lo que vemos u oímos, nos sentimos frustrados. Nos olvidamos de ministrar a Cristo y Su salvación a las personas debido a que hemos prestado excesiva atención a lo que ellas son. Supongamos que un hermano que se descarrió acude a nosotros. Si todavía recordamos cómo él se descarrió y seguimos profundamente impresionados con ello, traer esto a la memoria reducirá nuestra utilidad en las manos del Señor. Debemos olvidarnos de cómo esta persona se descarrió. Esta persona sigue siendo nuestro hermano, y nuestra tarea, nuestra responsabilidad, al ejercer la función de anciano, es ministrarle a Cristo.
No debiéramos ejercitarnos por cuenta propia respecto a tener una clara visión de los demás. Esto es obra del yo. La clara visión en cuanto a otros es producto de nuestro contacto con Dios. Daniel era una persona que recibía una visión tras otra. Esto quiere decir que tenía una clara visión. Esto no era producto de sus propios esfuerzos por desarrollar su propia sabiduría, su propio conocimiento ni su propio aprendizaje. Él recibió una clara visión debido a que era una persona que se mantenía en contacto con el Señor. Los primeros seis capítulos del libro de Daniel nos muestran que los vencedores entre aquellos que estaban en el cautiverio, incluyendo al propio Daniel, eran personas que siempre estaban en contacto con Dios. Después, en los últimos seis capítulos, del capítulo 7 al 12, las visiones vinieron a Daniel. Hoy en día tenemos que ser personas que están llenas del Señor, saturadas de Él y llenas del Espíritu. Si somos tal clase de persona, no estaremos ciegos. Tendremos claridad en nuestro espíritu; sin embargo, no juzgaremos conforme a lo que vemos ni emitiremos sentencia conforme a lo que oímos. Así, cumpliremos con nuestra responsabilidad conforme a lo que Cristo es, ministrando a Cristo y Su salvación a los demás.
Daniel 1 nos muestra cómo Daniel y sus compañeros prevalecieron sobre lo dispuesto por el rey Nabucodonosor al no comer de la dieta idólatra. Daniel 3 nos dice que Nabucodonosor había hecho una imagen de oro y obligaba a la gente a adorarla, pero que los compañeros de Daniel se rehusaron a hacerlo y el Señor los rescató del castigo correspondiente. Aunque Daniel sirvió al Señor en medio de una situación tan negativa y bajo el gobierno de un número de reyes gentiles, él no se desalentó. ¿Quién de nosotros permanecería en cautiverio para servir a los reyes de Babilonia y de Medo-Persia? Ciertamente tales gobernadores no eran nada prometedores; no obstante, Daniel permaneció con ellos. Él simplemente ministraba a Dios a ellos.
Al desempeñar nuestro servicio como colaboradores y ancianos, servimos haciendo muchas elecciones conforme a nuestra propia evaluación. Es mejor no realizar elección alguna, no escoger. Deberíamos amar a todos con el mismo amor. Debemos interesarnos por todos los santos, aun cuando a algunos de ellos no les caigamos bien. Casi todos los ancianos, servidores de tiempo completo y colaboradores sirven a las personas conforme a su propia elección, preferencia y evaluación. Cuando alguno nos invita a su hogar, vamos porque se trata de nuestro favorito. Si otro nos invita, nos excusamos diciendo que estamos demasiado ocupados o cansados. Esto quiere decir que hacemos nuestra propia elección. Así, nuestra evaluación de otros se convierte en un impedimento, y nuestra visión natural nos acarrea muerte.
Siempre debemos cumplir con nuestra tarea, la cual consiste en ministrar a Cristo a los demás. En una reunión de la iglesia, alguien podría ponerse de pie y decir cosas que sólo traen muerte a la reunión. Es probable que la congregación entera se sienta entonces disgustada y desilusionada con lo dicho por esta persona, pero nosotros no debiéramos ofendernos con ello. Independientemente de que haya sucedido algo así, tenemos que cumplir con nuestro deber. Después que esta persona hable, debemos hacer uso de la palabra nosotros mismos a fin de impartir palabras que edifiquen, alienten e impartan vida, sin reprender a esta persona. Debemos impartir palabras prevalecientes que ministren a Cristo a toda la congregación durante unos diez minutos. Entonces todos se sentirán satisfechos con nuestras palabras y tendrán de qué alimentarse.
Debemos ser ciegos de una manera espiritual, pues ya no conocemos a nadie según la carne; en Cristo, todos fuimos hechos nueva creación (2 Co. 5:16-17). En la carne, todas las personas son nulas. En Cristo, todos somos nueva creación. Por tanto, debemos aprender a no evaluar a las personas, sino simplemente ministrarles a Cristo. Ministramos a Cristo a alguien para edificar la nueva creación en su ser. Determinar si tal persona es prometedora o no, si es idónea para llegar a ser anciano o no, es algo que debemos dejárselo al Señor. No debemos confiar en nuestra propia evaluación de las personas. Debemos simplemente ministrarles a Cristo a fin de edificarlas.
Al relacionarnos con la gente y evaluar a las personas hemos adquirido muchas “cicatrices”, pues hemos cometido muchos errores con respecto a estos dos asuntos. Si jamás nos hubiéramos equivocado en nuestras relaciones con los demás y en nuestra evaluación de otros, habríamos sido muy exitosos en el ancianato. Nuestra eficacia en el ancianato ha sido grandemente obstaculizada y se ha visto reducida debido a que no nos hemos relacionado con los otros de la manera más apropiada y debido a que hemos errado al evaluar a los demás. Por lo cual, hemos cometido muchos errores y tenemos muchas cicatrices. Espero que esta comunión habrá de sernos de gran ayuda para el futuro.