
Lectura bíblica: Hch. 8:4-5, 26-27; Ef. 2:5; Jn. 3:3, 5-6; Gá. 2:20
En este capítulo quisiéramos dar continuación a nuestra comunión con respecto a la responsabilidad espiritual de los ancianos.
La responsabilidad espiritual de los ancianos es, primordialmente, predicar el evangelio. El Nuevo Testamento presenta esta verdad de manera muy profunda, oculta y significativa. La iluminación más elevada que nos da el Nuevo Testamento con respecto al evangelio muestra que predicar las buenas nuevas es ejercer el sacerdocio neotestamentario (Ro. 15:16; 1 P. 2:5, 9). En Romanos 15:16 Pablo dijo: “Para ser ministro de Cristo Jesús a los gentiles, un sacerdote que labora, sacerdote del evangelio de Dios, para que los gentiles sean ofrenda agradable, santificada por el Espíritu Santo”. El sustantivo griego que se tradujo “sacerdote” significa un sacerdote que labora, que lucha, que infunde energías. Debemos ser los sacerdotes neotestamentarios no solamente en cuanto a nuestra posición o en nombre, sino de hecho y en verdad. Debemos luchar y ser muy vigorosos debido a que sabemos que el objetivo de Satanás es impedir la propagación del evangelio. En el universo entero y especialmente en la tierra, hay una lucha entre Dios y Satanás. Dios quiere que Su Hijo, Cristo, sea propagado como las buenas nuevas, pero Satanás aborrece la propagación de Cristo. Por tanto, nosotros combatimos de continuo contra Satanás por causa del evangelio.
Por ser sacerdotes neotestamentarios del evangelio, tenemos que ofrecer sacrificios vivos. En el Antiguo Testamento, los sacerdotes ofrecieron sacrificios procedentes del ganado, del rebaño y de la mies. Todas las ofrendas en el Antiguo Testamento tipifican a Cristo. Según la tipología, el sacrificio ofrecido a Dios por los sacerdotes del Antiguo Testamento era Cristo. Hoy en día, la ofrenda de Cristo, el individuo, ya ha sido ofrecida, por lo cual es tiempo de presentar la ofrenda del Cristo corporativo. Por ser los sacerdotes del Nuevo Testamento, debemos ofrendar a Dios los miembros de Cristo.
El primer sacerdote del Nuevo Testamento fue Juan el Bautista. El sacerdocio del Antiguo Testamento llegó a su fin con Juan. Juan era hijo de Zacarías, un principal entre los del linaje sacerdotal del Antiguo Testamento. Sin embargo, Juan no permaneció en la línea del sacerdocio antiguotestamentario. Él no se alimentaba de los alimentos separados para los sacerdotes, ni tampoco vestía las ropas sacerdotales; más bien, él vivía de forma salvaje, comía alimentos silvestres y se vestía de modo salvaje. Él predicó el evangelio al decir: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mt. 3:2). El ministerio de Juan tenía como finalidad preparar la venida de Cristo. Al final, todo aquel que fue ganado mediante la predicación de Juan fue ofrecido a Dios mismo. Después de esto, el Señor Jesús dio continuación al sacerdocio del evangelio y estableció más sacerdotes. Él primero envió doce y después setenta a predicar el evangelio. Esta predicación del evangelio tenía como propósito lograr que los pecadores fuesen salvos y se convirtieran en seguidores de Jesús, y los seguidores de Jesús habrían de convertirse en los miembros de Cristo a fin de que el Cuerpo de Cristo fuese edificado con miras al cumplimiento de la economía neotestamentaria de Dios. Por ser los creyentes del Nuevo Testamento, tenemos que ejercer nuestro sacerdocio haciendo que los pecadores sean regenerados a fin de que lleguen a ser miembros del Cuerpo de Cristo. Ésta es la responsabilidad primordial de los ancianos en la iglesia.
La labor más importante que todo colaborador, anciano y servidor en la iglesia deberá realizar consiste en llevar fruto. Un árbol frutal no da fruto una vez cada cinco años. Según Apocalipsis 22:2, el árbol de la vida produce su fruto doce veces al año. El árbol de la vida descrito en Apocalipsis 22 es la vida mencionada en Juan 15. El Señor Jesús dijo que nosotros los creyentes somos los pámpanos de esta vid y que, como tales, debemos llevar fruto (Jn. 15:5). Si no llevamos fruto, hemos errado. Debemos producir por lo menos un fruto al año.
Dios primero creó un hombre, pero Él deseaba muchos hombres con miras al cumplimiento de Su propósito. Por tanto, Dios le dijo a Adán: “Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra” (Gn. 1:28). Conforme a este versículo, la responsabilidad primordial de Adán era reproducirse. Asimismo, a nosotros los cristianos se nos ha encargado llevar fruto. Todo lo demás que forma parte de nuestra vida cristiana tiene esto como finalidad. Leemos la Biblia porque tenemos que llevar fruto, oramos porque tenemos que llevar fruto, y somos victoriosos y vencedores porque tenemos que llevar fruto. Llevar fruto no tiene como propósito que leamos la Biblia u oremos; más bien, todo cuanto hacemos es con el propósito de llevar fruto. Hoy en día, practicamos muchas cosas —incluyendo la lectura de la Biblia, el estudio de la Biblia y las oraciones—, pero nos falta llevar fruto. Un huerto tiene como finalidad dar fruto, y no dar un espectáculo. No tiene sentido mantener un huerto limpio y en orden, pero sin que produzca fruto alguno. Es mejor tener un huerto en desorden que da mucho fruto. Si no producimos frutos, no podremos lograr incremento numérico alguno, y si no experimentamos tal incremento, nos será imposible edificar el Cuerpo de Cristo (Ef. 4:12).
A fin de ejercer el sacerdocio neotestamentario del evangelio, tenemos que cultivar el hábito de propagar el evangelio de una manera normal (Hch. 8:4-5). Cultivar tal hábito requiere que experimentemos un cambio psicológico en nuestra lógica. Con respecto al evangelio, tanto nuestra lógica como nuestra psicología es la errónea. Muchos de nosotros estamos completamente errados en lo referido a la predicación del evangelio. Tenemos que experimentar un cambio en nuestra lógica, el cual debe producir un cambio en nuestra psicología.
Con frecuencia, la manera natural de predicar el evangelio es invitar a un buen evangelista, un gran orador, que conozca bien el evangelio. Tal vez traigamos a nuestros parientes a una reunión en la que tal evangelista predique, a fin de que ellos respondan al llamado que se haga desde el altar. Sin embargo, muchas personas que han sido salvas de este modo no son fruto que permanece. Así que, deberíamos optar por la manera bíblica, la cual consiste en que nosotros mismos tengamos contacto personal con nuestros parientes. Después de algunos meses, uno de ellos será salvo y se convertirá en nuestro colaborador a fin de que los demás parientes reciban tal contacto personal. Después de algunos años, muchos de ellos serán ganados por el Señor. Ésta es la manera viviente y eficaz de predicar el evangelio. La gran mayoría de nuestros parientes que sean traídos al Señor por medio de tal relación personal durante varios años, serán buenos predicadores que traerán a otros al Señor. Tenemos que experimentar un cambio al abandonar nuestra manera natural de proceder y optar por la manera bíblica. Si experimentamos tal cambio, el Señor podrá obrar por medio nuestro.
El verdadero sentido, el significado apropiado, de visitar a otros a fin de predicarles el evangelio llamando a las puertas de sus domicilios estriba en relacionarnos personalmente con la gente. Algunas iglesias se han esforzado por predicar el evangelio, pero los resultados han sido muy pobres. Lo que les hizo falta fue tener contacto personal con la gente. Todo el tiempo debiéramos tener a nuestro cuidado uno o dos candidatos para recibir el evangelio. Si tenemos parientes cercanos, debemos invertir nuestro tiempo, corazón y energías en ellos; no hay necesidad de llamar a puertas de desconocidos. En el pasado llamamos a muchas puertas, y muchos fueron salvos y bautizados, pero los que finalmente se integraron a la iglesia fueron resultado de constante visitación.
Tenemos que visitar a quienes cuidamos por lo menos una vez por semana. Una madre que amamanta tiene que alimentar a sus pequeños con regularidad. Asimismo, tenemos que visitar a los nuevos creyentes una y otra vez. Es verdad que la regeneración es un milagro, pero después de la regeneración, se necesita diligencia para alimentar a los nuevos creyentes. Si amamos al Señor, tenemos que alimentar a Sus corderos (Jn. 21:15). Después que los nuevos creyentes son bautizados, tenemos que dedicar algún tiempo a cuidar de ellos. No debiéramos procurar llevar fruto con excesiva rapidez.
Tenemos que experimentar un cambio en nuestro proceder con respecto al evangelio. Siempre debiéramos tener a nuestro cuidado a una o dos personas que sean candidatas a recibir el evangelio. Si lo hacemos, uno o dos que sean fruto que permanezca serán añadidos a la vida de iglesia cada año. Si solamente un tercio de los que participan en la vida de iglesia tomaran la carga de practicar esto, experimentaríamos un crecimiento del treinta a sesenta por ciento. Conforme a la historia, sin embargo, jamás ha habido una iglesia que haya experimentado tal incremento numérico año tras año. A esto se debe que el cristianismo haya tenido un crecimiento tan pobre durante los últimos dos mil años. Desde la Segunda Guerra Mundial, los musulmanes se han quintuplicado, mientras que durante el mismo período de tiempo el cristianismo no ha podido ni siquiera duplicarse.
He venido observando el recobro del Señor durante los últimos sesenta años. Lo que vi me obligó a decirle a los santos en 1984 que no podemos seguir avanzando de este modo. Les dije que lo primero que se necesitaba era experimentar el incremento numérico. Si dedicamos dos o tres horas semanales a predicar el evangelio, cada año obtendremos una o dos personas que sean fruto que permanezca. Sin embargo, incluso hoy no son muchos los que han tomado la carga de salir cada semana a predicar el evangelio conforme a un horario. Por este motivo, no vemos que las iglesias experimenten el crecimiento apropiado. Hoy en día, entre nosotros, no hay oposición alguna a la nueva manera, pero tampoco sentimos la carga de salir a predicar el evangelio semanalmente a fin de relacionarnos personalmente con la gente.
Conforme a nuestra lógica, dedicar de dos a tres horas cada semana para producir uno o dos frutos es avanzar muy lentamente. Pero éste no es un avance lento. Sólo después de nueve meses se puede dar a luz a un ser humano, y después del nacimiento, se requiere de cierto número de años para que tal persona sea debidamente establecida. Relacionarnos con la gente así como dedicarnos con toda energía a cuidar de tales personas, requiere sacrificios de nuestra parte. Es fácil tener contacto con otros de la manera que más nos convenga o acomode, pero realizar esto conforme a un horario así como orar por tales contactos, requiere que anhelemos de todo corazón hacerlo y que nos sintamos urgidos a ello. Cultivar el hábito de propagar el evangelio de una manera normal también requerirá que seamos libres de la influencia que sobre nosotros ejerce la práctica tradicional y que vayamos en contra de nuestras propias preferencias con respecto a la manera de predicar el evangelio.
A fin de ejercer el sacerdocio neotestamentario del evangelio, es imprescindible que aprendamos cómo conducir a otros a que tengan contacto personal con el Señor directamente por medio de su espíritu. Éste es el objetivo central, el punto crucial, al relacionarnos con las personas. Tenemos que aprender esta destreza y ponerla en práctica. En todo cuanto emprendemos se requiere, en primer lugar, adoptar una determinada manera de proceder que sea práctica. Después, lo que se necesita es ejercitarse en ello hasta desarrollar las destrezas apropiadas. Tenemos que proceder no de una manera natural, sino de una manera instruida, conforme a cierto adiestramiento. Si no conocemos la manera apropiada de proceder ni hemos desarrollado las destrezas requeridas, no podremos hacer nada con eficacia. Tenemos que aprender tanto la manera de proceder como las destrezas necesarias.
En el Evangelio de Juan encontramos dos casos que sirven de ilustración para mostrarnos las destrezas del Señor al conducir a otros a tener contacto con Dios. El primer caso es el de Nicodemo en Juan 3. Nicodemo tomó la iniciativa de venir al Señor y el Señor le dijo: “De cierto, de cierto te digo: El que no nace de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (vs. 5-6). El Señor Jesús le hizo notar a Nicodemo los dos espíritus. El segundo caso es el de la mujer samaritana. La mujer samaritana no tomó la iniciativa de acudir al Señor; más bien, fue el Señor Jesús quien se acercó a ella pidiéndole agua. Esto los condujo a hablar sobre el Espíritu. Jesús, entonces, le dijo: “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y con veracidad es necesario que adoren” (4:24). Por último, el Señor Jesús le dio a conocer a esta mujer inmoral la necesidad de que ella ejercite su espíritu para tener contacto directo con el Señor que es el agua viva.
El Señor hizo uso de Sus destrezas tanto en el caso de Nicodemo como en el de la mujer samaritana para que ellos, por medio de su espíritu, tuvieran contacto con Dios; pero Él aplicó Sus destrezas de manera distinta en cada caso. Estos dos casos nos muestran que independientemente de cómo conversemos con las personas, es imprescindible adquirir la destreza de conducirlos a relacionarse con Dios como el Espíritu por medio de su espíritu humano. Ninguna persona puede ser regenerada si no tiene contacto directamente con el Espíritu por medio de su espíritu. Tal vez sepamos cómo enseñar o instruir a las personas, pero no hemos aprendido cómo relacionarnos con ellas de tal modo que sean vivificadas. Tenemos que ser como electricistas que saben cómo realizar las conexiones apropiadas a fin de que la corriente eléctrica llegue directamente a la persona que la necesita.
Es de crucial importancia que primero cambiemos nuestro proceder y dejemos de conducir a la gente a buenos oradores o a reuniones, y, más bien, aprendamos a relacionarnos con ellos personalmente. Debemos tener contacto con nuevas personas y encontrar fuentes nuevas que nos provean de candidatos para el evangelio. Siempre debiéramos tener a nuestro cuidado dos o tres personas. También es crucial que aprendamos a tener contacto con las personas una y otra vez, en procura de una oportunidad para impartirles vida, para “conectarlas” con la “corriente eléctrica”. Al relacionarnos personalmente con el Señor por medio de nuestro espíritu, somos vivificados por el Espíritu vivificante en nuestro espíritu (Ef. 2:5), somos regenerados por el Espíritu en nuestro espíritu (Jn. 3:3, 5-6), recibimos la vida divina, es decir, la vida eterna, en nuestro espíritu y aprendemos a vivir por esta vida (v. 15; Gá. 2:20).
No debiéramos conducir a las personas al cristianismo o meramente enseñarles doctrinas. Tenemos que desarrollar la destreza requerida para usar los mejores versículos de la Biblia con el fin de vivificar a las personas y ayudarlas a que tengan contacto directamente con el Señor, ya sea por medio de que ellas se sientan urgidas a orar o que se sientan urgidas a confesar sus pecados. Si adquirimos esta destreza, sabremos cómo activar la conciencia de aquellos que son como la mujer samaritana a fin de que se sientan urgidos a acudir al Señor. Sabremos también cómo hacerles notar que incluso cuando ellos confiesen sus pecados, tienen que ejercitar su espíritu a fin de tener contacto con Dios como el Espíritu. Además, sabremos en qué manera transmitirles un versículo como Juan 3:15 y platicar con ellos infundiéndolos de modo que se sientan urgidos a creer en el Señor Jesús y a conectarse con el Espíritu. Dios es Espíritu, y el Señor es el Espíritu vivificante (1 Co. 15:45). Tenemos que aprender cómo ayudar a las personas a ponerse en contacto con el Espíritu por medio de su espíritu. Tenemos que experimentar un cambio en la manera en que predicamos el evangelio; de otro modo, será muy difícil que tengamos una vida de iglesia fuerte y prevaleciente.