
Lectura bíblica: 1 Co. 1:2, 24, 30; 2:7, 9-10, 12; 3:16; 6:11b
En el mensaje anterior empezamos a considerar las palabras de Pablo en 1 Corintios 1:2: “A la iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús, los santos llamados, con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro”. Como ya vimos, el hecho de que la iglesia sea de Dios no sólo significa que ella le pertenece a Dios, sino también que procede de Dios, quien es la fuente. También vimos que la iglesia llega a existir por medio de la impartición divina de la Trinidad Divina. En particular, la iglesia es producida a partir de Dios, la fuente. En este mensaje, pasamos a ver la iglesia que es santificada en Cristo como la esfera y el elemento y que también es santificada por el Espíritu como la aplicación con la naturaleza divina.
En 1:2 Pablo habla de “los santificados en Cristo Jesús”. Ser santificados en Cristo Jesús es ser santificados en el elemento y esfera de Cristo. Cristo es el elemento y la esfera que nos apartó para Dios, que nos hizo santos para Él, cuando creímos en Él, es decir, cuando fuimos introducidos en una unión orgánica con Él mediante nuestra fe en Él.
Ser santificados en Cristo primeramente significa ser puestos en Cristo. Cristo es una esfera santa, una esfera de santidad. No solamente Cristo es santo, sino que Él mismo es la santidad. Debido a que Dios nos puso en este Cristo (1 Co. 1:30), nosotros fuimos introducidos en la esfera de la santidad. Puesto que estamos en Cristo, quien es la esfera de la santidad, nosotros somos santificados.
La palabra griega traducida “santificados” es la forma verbal de la palabra traducida “santidad”. La palabra traducida “santidad” es ágios, y la forma verbal traducida “santificado” es agiázo. Ser santificados es ser hechos santos. Por lo tanto, ser santificados en Cristo Jesús es ser hechos santos en Él.
¿Sabe usted lo que es la santidad? La verdadera santidad es Cristo. La santidad en este universo es Cristo mismo.
Entre los cristianos existen principalmente tres escuelas doctrinales en cuanto a la santidad o la santificación. La primera enseña que la santidad es cuestión de una perfección sin pecado. Este concepto de santidad fue el que enseñó John Wesley. Según este concepto, la santidad equivale a la perfección en la que uno ya no peca. Ciertas denominaciones, como el grupo de los así llamados “personas de santidad”, practican una especie de santidad que pertenece a la escuela de la perfección sin pecado. Además, estas denominaciones quizás les exijan a sus miembros obedecer ciertos preceptos a fin de ser considerados como personas que practican la santidad. Algunos de estos preceptos pueden estar relacionados con el vestido, el maquillaje y el largo del cabello.
La enseñanza de que la santidad está relacionada con la perfección sin pecado es absolutamente contraria a las Escrituras. No existe ninguna base en las Escrituras para esta enseñanza. Como veremos, conforme a la Biblia, la verdadera santidad no tiene que ver con la perfección sin pecado.
En el siglo XIX, los Hermanos, que fueron levantados bajo el liderazgo de John Nelson Darby, mostraron en la Biblia que la santidad no es cuestión de una perfección sin pecado. Apoyándose en Mateo 23:17, mostraron cómo el templo santificaba el oro. Era el templo el que hacía que el oro fuese santo. Estos maestros señalaron que el oro en el mercado, aunque no tenía nada de pecaminoso, no era santo sino hasta que era ofrecido a Dios y puesto en Su santo templo. Sólo entonces era santificado. Además, basándose en Mateo 23:19, estos maestros demostraron que, según las palabras del Señor Jesús, el altar santifica el sacrificio. Mientras un buey o un cordero aún estuviera entre el ganado, era común; no llegaba a ser santo sino hasta que era ofrecido a Dios sobre el altar. Doctrinalmente, estos maestros de la Biblia refutaron la enseñanza de que la santidad consiste en la perfección sin pecado. Según la enseñanza de ellos, la santidad implica un cambio de posición.
Estos maestros de la Biblia también se apoyaron en 1 Timoteo 4:4-5, que dice que el alimento es santificado por la oración de los santos. Cuando el alimento está en el mercado, es común; pero cuando es puesto sobre la mesa de los santos y ellos oran por los alimentos, la comida es santificada por su oración. Esto es otro indicio de que la santificación denota un cambio de posición.
A la luz de todos estos versículos, los Hermanos enseñaron que la santidad consiste en un cambio de posición. Originalmente, nuestra posición era mundana y en absoluto tenía que ver con Dios. Pero cuando fuimos apartados para Dios, nuestra posición cambió y, como resultado, llegamos a ser santos.
Esta enseñanza en cuanto a la santidad es correcta hasta ese punto. Hace años, cuando estudiamos las diferentes escuelas de la santificación, estuvimos de acuerdo con la enseñanza de los Hermanos, pues vimos que la santificación libre de pecado no era la santidad genuina. Sin embargo, sí hay una base sólida en las Escrituras para afirmar que la santidad implica un cambio de posición. Aunque es cierto que la santidad está relacionada con la posición, a través de nuestro estudio del Nuevo Testamento descubrimos que la santificación también está relacionada con nuestro modo de ser, es decir, que la santificación no sólo implica un cambio de posición, sino también un cambio en nuestro modo de ser. Por lo tanto, la santificación revelada en la Biblia, además de un cambio de posición, incluye la transformación de nuestro modo de ser.
Estoy seguro de que este breve repaso de las diferentes enseñanzas respecto a la santificación nos ayudará cuando consideremos el significado de las palabras de Pablo en 1 Corintios 1:2 en cuanto a ser santificados en Cristo Jesús.
La santidad es en realidad Dios mismo, y Dios está corporificado en Cristo. Por lo tanto, Cristo es nuestra santidad. Como nuestra santidad, Él es la esfera y el elemento de la santidad. Mediante la redención efectuada por Cristo, Dios nos puso en Cristo. Ahora que estamos en Cristo, quien es la esfera y el elemento de la santidad, nosotros somos santificados, somos hechos santos.
Cuando yo era joven no podía entender cómo Pablo podía afirmar que los corintios eran “santos llamados”. La condición de la iglesia en Corinto era deplorable, y este libro describe las cosas negativas que había entre los corintios. Al parecer, aun el término corintios era negativo. Sin embargo, Pablo pudo llamar santos a los corintios. En sí mismos, ellos eran corintios, pero en Cristo eran santos.
Lo que tenemos en 1:2 tiene que ver con el hecho de estar en Cristo en cuanto a posición. Nunca debemos tener en poco nuestra posición en Cristo. Dios nos puso en Cristo, y esto nos permite experimentar la impartición de la Trinidad Divina. Cuando estamos en Cristo, muchas cosas positivas pueden ser impartidas en nuestro ser.
En 6:11 Pablo dice: “Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo, y en el Espíritu de nuestro Dios”. En este versículo el lavamiento, la santificación y la justificación no se efectúan por medio de la sangre de manera objetiva, como se menciona en 1 Juan 1:7, Hebreos 10:19 y Romanos 3:24-25. Lo que se trata en estos versículos son el lavamiento subjetivo de la regeneración como se menciona en Tito 3:5, la santificación subjetiva efectuada por el Espíritu mencionada en 1 Pedro 1:2, y la justificación subjetiva en el Espíritu como se menciona aquí. Todos estos elementos de la salvación de Dios toman lugar en nosotros en el nombre del Señor Jesucristo (es decir, en la persona del Señor), en una unión orgánica con el Señor por fe y en el Espíritu de Dios, es decir, en el poder y la realidad del Espíritu Santo. En primer lugar, nosotros somos lavados de las cosas pecaminosas; en segundo lugar, somos santificados, apartados para Dios; y en tercer lugar, somos justificados, aceptados, por Dios.
En 6:11 el nombre del Señor Jesús en realidad denota Su persona. Por lo tanto, estar en el nombre del Señor Jesús es estar en Cristo. Como vimos en 1:2, esto se relaciona con nuestra posición. Sin embargo, ser santificados en el Espíritu es algo que está relacionado con nuestro modo de ser. Cuando Dios nos puso en Cristo, el Espíritu de Cristo entró en nosotros. Por lo tanto, ahora somos santificados no sólo por estar en Cristo, sino que también somos santificados en Su Espíritu.
Ser puestos en Cristo es algo que ocurre una vez para siempre; pero ser santificados por el Espíritu es algo que dura toda la vida. En el momento en que invocamos el nombre del Señor Jesús, fuimos puestos en Cristo. De este modo, ahora somos santificados en Cristo. Dado que Dios nos puso en Cristo, el Espíritu de Cristo entró en nosotros y llegó a ser el Espíritu que nos santifica interiormente. Ahora este Espíritu nos santifica continuamente, y continuará santificándonos por el resto de nuestra vida. Por lo tanto, hoy todavía estamos experimentando la obra santificadora del Espíritu.
La santificación del Espíritu no es otra cosa que la impartición del Espíritu en nuestro ser. Esto significa que la santificación equivale a la impartición.
Podemos usar como ejemplo el proceso sencillo de preparar una taza de té a fin de explicar la obra santificadora del Espíritu de Dios. Inicialmente tenemos una taza de agua, y después sumergimos en el agua una bolsita de té. Poco a poco, el té que está en la bolsita se imparte en el agua. Al impartirse el elemento del té en el agua, el agua se convierte en té. Podríamos decir que el agua es “teificada” mediante este proceso de impartición.
Al preparar té, usamos agua hirviendo, y después de que sumergimos la bolsita de té, revolvemos el agua. Revolver el agua caliente hace que más del té sea impartido. El té sale de la bolsita de té y entra en el agua para teificarla. Podemos usar esto como ejemplo de la impartición divina.
Es posible que a momentos en nuestra experiencia con el Señor nos tornemos fríos. Esta frialdad hace que la impartición divina se haga más lenta. Si ponemos una bolsita de té en agua fría, será difícil que el té entre en el agua. De igual manera, es difícil que Dios se imparta a nosotros cuando somos fríos. Por este motivo, es posible que Él use nuestra familia para “calentarnos”. Asimismo Dios puede usar la situación en nuestro trabajo o en la escuela para tratar el problema de nuestra frialdad y hacernos fervientes para Él. Además, Él puede usar a los santos en la iglesia para “agitar” el agua. Todo esto favorece la impartición divina. Entonces, el elemento, el color, el sabor e incluso la esencia del té divino serán impartidos en nosotros. Esta impartición es la obra santificadora del Espíritu.
¿Alguna vez usted llegó a oír que la santificación está relacionada con la impartición? Por medio de nuestra experiencia nosotros llegamos a comprender que el Espíritu Santo es el Espíritu que santifica. Este Espíritu imparte Su elemento en nosotros, y esta impartición del Espíritu es la obra santificadora del Espíritu. Por consiguiente, la obra santificadora del Espíritu Santo consiste sencillamente en impartir en nuestro ser Su elemento y esencia con Su “sabor” y “color”, a fin de hacernos “té”. Como resultado, nosotros llegamos a ser una buena bebida para el Señor y para los demás.
Si usted toma en cuenta su experiencia, verá que desde el momento en que empezó a amar al Señor Jesús, esta impartición divina ha estado ocurriendo en su interior. A momentos, quizás usted se haya enfriado; sin embargo, no pudo permanecer por mucho tiempo en su frialdad. De hecho, no es difícil ser fervientes por el Señor; al contrario, es difícil que seamos fríos. ¿Qué es más fácil en su experiencia, ser frío o ser caliente? Según mi experiencia, puedo testificar que es mucho más fácil ser caliente que frío.
El verdadero peligro es que nos volvamos tibios. En cuanto a esto, el Señor Jesús reprendió a la iglesia en Laodicea, diciendo: “Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Así que, por cuanto eres tibio, y no caliente ni frío, estoy por vomitarte de Mi boca” (Ap. 3:15-16). El Señor también les dijo a los laodicenses que fueran celosos, o sea, “hirvientes” (Ap. 3:19, gr.).
No queremos ser ni fríos ni tibios; queremos ser calientes, hirvientes. A fin de hacernos fervientes para Su impartición, el Señor puede usar ciertas personas o ciertos asuntos de nuestro entorno para calentarnos, para avivarnos. Dios sabe cómo hacernos fervientes para que la impartición del Espíritu que santifica pueda obrar en nosotros eficazmente. Dios nos hace calientes para que Cristo, el té celestial, pueda ser impartido en nuestro ser.
Esta impartición de la que hemos venido hablando tiene como finalidad la existencia de la iglesia. La existencia de la iglesia depende de la impartición divina de la Trinidad Divina. Esto significa que la existencia de la iglesia depende de Dios como fuente, de Cristo como esfera y elemento y del Espíritu como aplicación con la naturaleza divina. Por consiguiente, mediante la impartición divina de la Trinidad Divina la iglesia llega a existir.