
Lectura bíblica: 2 Co. 4:4, 6-7, 16; 5:17; 10:1; 11:10
En este mensaje daremos unas palabras de conclusión en cuanto a la impartición divina de la Trinidad Divina que redunda en la madurez de vida y forja la constitución del ministerio.
En 4:4 Pablo, refiriéndose a los que perecen (v. 3), dice: “En los cuales el dios de este siglo cegó las mentes de los incrédulos, para que no les resplandezca la iluminación del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios”. Cristo es la imagen de Dios, el resplandor de Su gloria (He. 1:3). Por consiguiente, el evangelio de Cristo es el evangelio de Su gloria que ilumina y resplandece. Satanás, el dios de este siglo, ha cegado los pensamientos y las mentes de los incrédulos para que no resplandezca en sus corazones la iluminación del evangelio de la gloria de Cristo. Esto es semejante a cubrir el lente de una cámara para que la luz no entre, y así no sea producida la imagen que es fotografiada.
Literalmente, la palabra griega traducida “resplandezca” significa “ver claramente, discernir y también resplandecer”. Por lo tanto, la traducción de la segunda parte del versículo 4 podría ser: “Para que no vean la iluminación del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios”. Debido a que el dios de este siglo cegó las mentes de los incrédulos, ellos no pueden ver la iluminación de la gloria del evangelio, así como un ciego, o un hombre que tiene los ojos tapados, no puede ver la luz del sol.
En 4:6 Pablo luego dice: “Porque el mismo Dios que dijo: De las tinieblas resplandecerá la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo”. El resplandor de Dios en nuestros corazones da por resultado la iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo, es decir, en la iluminación que nos lleva a conocer la gloria del evangelio de Cristo. La iluminación que nos da a conocer la gloria del evangelio de Cristo proviene del resplandor de Dios en nuestros corazones.
Para entender lo que nos dice Pablo en 4:6, podemos considerar “iluminación” como un sinónimo de luz y hablar de la luz del evangelio de la gloria de Cristo. Según este versículo, el evangelio es el evangelio de la gloria de Cristo. Este evangelio tiene luz, tiene una iluminación. La luz del evangelio de la gloria de Cristo resplandece en nosotros. Esto es Dios mismo que se infunde en nuestro ser por medio de Su resplandor. ¿Sabe usted qué es este resplandor? Este resplandor es la impartición divina de la Trinidad Divina.
Cuando el evangelio es predicado de la manera apropiada, las personas deben experimentar que Dios se infunde en ellas mediante Su resplandor. Ellas deben percibir que la luz se transfunde en su ser. Esto significa que la predicación apropiada del evangelio tiene que ver con que Dios resplandezca en nuestro corazón. Este resplandor en nuestro corazón es la impartición de Dios. A medida que resplandece en nosotros, Él imparte a nuestro ser el elemento divino.
En 3:3, 6, 17 y 18 tenemos al Espíritu, y en 4:4 y 6 tenemos la luz. Cada vez que prediquemos el evangelio o ministramos la palabra, debemos estar llenos del Espíritu y también llenos de luz. Si hablamos sin el Espíritu y sin luz, no impartiremos nada en los demás. Pero cuando nuestro hablar contenga al Espíritu y la luz, el Espíritu y la luz realizarán la obra de impartición. Siempre que la luz divina resplandece, el elemento divino se imparte en los demás. Como resultado, ellos llegan a ser constituidos de este elemento. Por lo tanto, nuestro hablar debe estar lleno del Espíritu y de la luz.
En el capítulo 4 tenemos la luz; en el capítulo 3, el Espíritu; y en el capítulo 2, el incienso (vs. 14-15). Estos tres —el incienso, el Espíritu y la luz— están relacionados con la impartición divina. En 2:14-16a Pablo dice: “Mas a Dios gracias, el cual nos lleva siempre en triunfo en el Cristo, y por medio de nosotros manifiesta en todo lugar el olor de Su conocimiento. Porque para Dios somos grato olor de Cristo en los que se salvan, y en los que perecen; a éstos olor de muerte para muerte, y a aquéllos olor de vida para vida”. Los apóstoles, estando impregnados de Cristo, llegaron a ser un grato olor de Cristo. A medida que ellos esparcían el grato olor del incienso de Cristo, dicho olor era impartido en los demás. Asimismo, a medida que el Espíritu opera, imparte el elemento divino en las personas. Además, a medida que la luz resplandece, este resplandor hace que el Dios Triuno sea impartido en ellas. Por consiguiente, la acción de esparcir el incienso, la operación del Espíritu y el resplandor de la luz tienen como finalidad la impartición divina. Éste era el pensamiento de Pablo en estos tres capítulos.
Cuanto más una persona esté expuesta al olor del incienso, más este olor la impregnará. Por ejemplo, supongamos que una persona permanece cierto tiempo en un cuarto lleno del olor del incienso. El olor del incienso la impregnará. Así, cuando salga de ese cuarto, llevará consigo el olor del incienso. Éste es un ejemplo que nos muestra que el hecho de esparcir el incienso de Cristo tiene que ver con la impartición divina. Asimismo, la actividad del Espíritu que da vida y transforma, el cual se menciona en el capítulo 3, y el resplandor de la luz, mencionado en el capítulo 4, también están relacionados con la impartición divina de la Trinidad Divina.
En 4:7 Pablo dice: “Pero tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros”. El resplandor de Dios en nuestros corazones introduce en nosotros un tesoro, el Cristo de gloria, quien es la corporificación de Dios que llega a ser nuestra vida y nuestro todo. Pero nosotros los que contenemos este tesoro somos vasos de barro, sin valor y frágiles. ¡Un tesoro inestimable está dentro de estos vasos sin valor! Esto ha hecho que los vasos sin valor sean ministros del Nuevo Testamento, con un ministerio inestimable. Esto ha sido llevado a cabo por el poder divino en resurrección. La excelencia del poder ciertamente es de Dios y no de nosotros mismos.
Este tesoro, el Cristo que mora en nosotros los vasos de barro, es la fuente divina de provisión para la vida cristiana. Es por medio del poder excelente de este tesoro que los apóstoles, como ministros del nuevo pacto, pueden vivir una vida crucificada, de tal modo que se manifieste la vida de resurrección de Cristo, a quien ministran. De esta manera, ellos manifiestan la verdad para que resplandezca el evangelio.
El resultado de la impartición divina es que Cristo llega a ser el tesoro en nosotros los vasos de barro. El incienso que nos impregna, la operación del Espíritu y el resplandor de la luz dan por resultado que Cristo esté en nosotros. De esta manera, Cristo es impartido, transfundido, en nuestro ser. Ahora este Cristo que mora en nosotros es un tesoro en vasos de barro. Este tesoro se forja en nuestra constitución intrínseca mediante el proceso de la impartición divina.
Ya hicimos notar que, como vasos de barro, nosotros somos recipientes de Cristo, el tesoro. Pero en realidad, estos recipientes llegan a ser una especie de cárcel para el Señor, y Él se halla confinado en nosotros. Debido a que Cristo está encarcelado en nosotros, el vaso de barro tiene que ser quebrado. Otra manera de expresar esto es decir que nuestro hombre exterior necesita ser desgastado.
En 4:16 Pablo dice: “Por tanto, no nos desanimamos; antes aunque nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día”. El hombre exterior se compone del cuerpo como su órgano físico y del alma como su vida y persona. El hombre interior consta del espíritu regenerado como su vida y persona, y del alma renovada como su órgano. Se debe negar la vida del alma (Mt. 16:24-25), pero las facultades del alma, es decir, la mente, la parte emotiva y la voluntad, deben ser renovadas y llevadas a un nivel más alto al ser puestas en sujeción (2 Co. 10:4-5), a fin de que el espíritu, la persona del hombre interior, pueda valerse de tales facultades.
La palabra griega traducida “se va desgastando” también significa “se va consumiendo, desmoronando, acabando”. Debido al efecto continuo, la operación ininterrumpida, de la muerte en nuestro ser, nuestro hombre exterior, es decir, nuestro cuerpo físico y el alma que lo anima (1 Co. 15:44), se va consumiendo y desgastando.
Mientras el hombre exterior se va desgastando, el interior se está renovando. El hombre interior es renovado al ser nutrido con el suministro fresco de la vida de resurrección. Mientras nuestro hombre exterior está siendo consumido por la operación de la muerte, nuestro hombre interior, es decir, nuestro espíritu regenerado, junto con las partes internas de nuestro ser (Jer. 31:33; He. 8:10; Ro. 7:22, 25), es renovado metabólicamente de día en día con el suministro de la vida de resurrección. En realidad, la renovación del hombre interior también tiene que ver con la impartición divina.
No es una tarea fácil para el Señor consumir nuestro hombre exterior. A fin de lograr esto, Él permite que pasemos por muchas clases de sufrimientos. Debido a que nosotros lo tenemos encarcelado, Él tiene que realizar una obra adicional para quebrantarnos y renovarnos.
A veces es posible que nos sintamos molestos con el hecho de que cuanto más amamos al Señor, más crecemos en Él, y más espirituales llegamos a ser, más problemas tenemos. Por ejemplo, cuanto más un joven ora, más puede ser perseguido por los miembros de su familia. La razón por la cual sufrimos más a medida que crecemos en el Señor es que necesitamos ser quebrantados, necesitamos experimentar el desgastamiento de nuestro hombre exterior, para que Cristo ya no esté encarcelado en nosotros. Además de esto, necesitamos la renovación de nuestro hombre interior. Esta renovación es otra etapa de la impartición divina.
Podríamos decir que en el capítulo 2 experimentamos la impartición divina en una etapa inicial con el incienso, y que en el capítulo 3 nos encontramos en una etapa más avanzada de esta impartición. Luego, en el capítulo 4, llegamos a una etapa aún más avanzada con el desgastamiento de nuestro hombre exterior y la renovación del hombre interior.
En 5:17 Pablo habla de la nueva creación: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva creación es; las cosas viejas pasaron; he aquí son hechas nuevas”. Estar en Cristo es ser uno con Él en vida y naturaleza. Esto proviene de Dios a través de nuestra fe en Cristo (1 Co. 1:30; Gá. 3:26-28).
La vieja creación no tiene la vida y la naturaleza divinas, pero la nueva creación, que consiste de los creyentes nacidos de Dios, sí tiene la vida y la naturaleza divinas (Jn. 1:13; 3:15; 2 P. 1:4). Por lo tanto, los creyentes son una nueva creación (Gá. 6:15), no según la vieja naturaleza de la carne, sino según la nueva naturaleza de la vida divina.
Cuando recién fui salvo, me era fácil declarar que era una nueva creación. Todas las cosas habían llegado a ser nuevas. Pero después de ser cristiano por muchos años, se hizo cada vez más evidente que las cosas seguían siendo viejas. A fin de ser nuevos, necesitamos el quebrantamiento de nuestro hombre exterior y la renovación del hombre interior.
Permítame hacerle esta pregunta: ¿Es usted el viejo hombre o el nuevo hombre? Probablemente, inmediatamente después de ser salvo usted dijo: “¡Alabado sea el Señor! En cuanto a mí, todo es nuevo”. Pero después de ser cristiano por muchos años, tal vez se sienta viejo. Por esta razón, nos resulta difícil decir si somos el viejo hombre o el nuevo hombre. En realidad, estamos en el proceso que nos hace una nueva creación al ser quebrantados y renovados.
En 2 Corintios 10:1 leemos: “Mas yo Pablo os ruego por la mansedumbre y ternura de Cristo”. Esto indica que Pablo, por estar firmemente adherido a Cristo (1:21) y por ser uno con Él, vivía por Él y se comportaba en la esfera de Sus virtudes. Debido a que Cristo se había infundido en el ser de Pablo, Él llegó a ser la mansedumbre y ternura de Pablo. Por lo tanto, Pablo era una persona en la que Cristo se había transfundido completamente; estaba totalmente empapado de Cristo. Así, tanto la mansedumbre de Pablo como su ternura eran Cristo mismo.
En 11:10 Pablo dice: “La veracidad de Cristo que está en mí”. En este versículo la palabra “veracidad” significa también “verdad”, como en Romanos 9:1. Al igual que la mansedumbre y la ternura mencionadas en 2 Corintios 10:1, la veracidad aquí denota un atributo de Cristo. Puesto que el apóstol vivía por Cristo, todo lo que Cristo era llegó a ser la virtud de Pablo en su conducta. La veracidad de Pablo, su honestidad, era el Cristo que le había sido impartido.
Debido a que Cristo había sido transfundido en Pablo y le había empapado consigo mismo, Pablo podía escribir cartas vivas de Cristo en su ministerio. Él podía impartir a Cristo en otros mediante su ministerio, puesto que Cristo se había infundido en él al máximo.
La transfusión conduce a la formación de cierta constitución intrínseca, lo cual produce la transformación. Esto redunda en la madurez de vida y forja la constitución del ministerio. Todo esto se logra mediante la impartición divina de la Trinidad Divina.