
Lectura bíblica: Ro. 8:30; 1 P. 5:10a; He. 2:10; Ro. 8:23; Fil. 3:21; Ef. 1:13-14; 4:30
La revelación divina con respecto a la economía divina y la impartición divina es la línea central entre las muchas líneas que hay en la Biblia. Las expresiones economía divina e impartición divina son nuevas para muchos cristianos porque muy pocos conocen la enseñanza de la economía de Dios en el Nuevo Testamento. La palabra economía, una forma españolizada de la palabra griega oikonomía, fue muy recalcada en las epístolas del apóstol Pablo (Ef. 1:10; 3:9; 1 Ti. 1:4). La palabra griega oikonomía se refiere a una administración familiar. Así que, la economía de Dios se refiere a la administración familiar de Dios. En esta administración se encuentra un arreglo maravilloso en el que Dios se imparte en Su pueblo escogido, creado y redimido. La economía divina de Dios, Su administración familiar, se lleva a cabo por medio de Su impartición divina.
El pensamiento central de la obra redentora y salvadora de Dios es que Él se forje en Su pueblo. Dios nos redimió y nos salvó con la finalidad de forjarse en nuestro ser. Con este propósito también nos creó y nos dio un cuerpo, un alma y un espíritu (1 Ts. 5:23). Exteriormente, tenemos un cuerpo e interiormente tenemos un espíritu en lo más profundo de nuestro ser. Entre nuestro espíritu y nuestro cuerpo se encuentra nuestra alma. Muy pocos cristianos saben que el hombre tiene un espíritu humano. Toman el espíritu, el alma, la mente y el corazón por una sola entidad. Sin embargo, 1 Tesalonicenses 5:23 menciona claramente el espíritu humano como una de las tres partes de nuestro ser, y Hebreos 4:12 dice que se pueden partir el alma y el espíritu del hombre.
Hace treinta años, cuando comencé a ministrar en los Estados Unidos, yo daba mucho énfasis al asunto del espíritu humano. Dondequiera que iba, hablaba al respecto. Muchos me decían que no sabían que tenían un espíritu humano. Sólo habían oído del Espíritu Santo, y no del espíritu humano. Actualmente, la vida de muchos cristianos es pobre porque han pasado por alto el órgano indispensable para la vida cristiana: el espíritu humano. En 1 Corintios 6:17 Pablo dijo: “El que se une al Señor, es un solo espíritu con Él”. Esto indica que el Espíritu de Dios puede morar en el espíritu del hombre hasta tal punto que los dos espíritus se hagan uno.
La impartición de Dios está muy relacionada con los dos espíritus. En primer lugar, Dios mismo es Espíritu. En Juan 4:24 el Señor Jesús dijo: “Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y con veracidad es necesario que adoren”. En este versículo no hay artículo entre las palabras es y Espíritu. Esto indica que la frase Dios es Espíritu se refiere a la esencia de Dios. La esencia de un anillo de oro es oro, y la esencia de una mesa de hierro es hierro. De la misma manera, la esencia de Dios es Espíritu. Así que, si queremos adorar a Dios quien es Espíritu, le debemos adorar en nuestro espíritu.
Más aún, el Segundo de la Trinidad Divina, después de encarnarse y morir en la cruz y entrar en resurrección, llegó a ser el Espíritu vivificante (1:1, 14; 1 Co. 15:45). Por tanto, el Hijo también es Espíritu. Además, el Tercero de la Trinidad Divina, el Espíritu Santo, también es Espíritu. Por lo tanto, los tres de la Trinidad Divina son Espíritu. La esencia del Dios completo, de todo el Dios Triuno, es Espíritu. El Padre es la fuente, el Hijo es el cauce y el Espíritu Santo es el Dios Triuno que fluye, que llega, hasta nosotros. Los tres de la Trinidad Divina son Espíritu con el propósito de impartir al Dios Triuno en nuestro ser.
En el día de la resurrección por la noche, el Señor Jesús vino a Sus discípulos, sopló en ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn. 20:22). Esto indica muy claramente que la intención de Dios en Su redención y salvación es hacerse uno con Su pueblo redimido por medio de la impartición divina. Dios es Espíritu, y nosotros tenemos un espíritu; por lo tanto, Dios puede hacerse uno con nosotros. Sólo el Espíritu puede tocar el espíritu. Así que, Dios como Espíritu toca nuestro espíritu. Dios nos ha regenerado en nuestro espíritu (3:6), y hoy mora en nuestro espíritu para hacerlo uno con el Suyo (1 Co. 6:17): un espíritu mezclado. Ésta es la línea central de la revelación divina, y esto es la impartición divina del Ser Divino dentro de nuestro ser.
En los mensajes anteriores vimos que la impartición divina fue profetizada en las promesas de Dios para nosotros, tipificada en los tipos del Antiguo Testamento, y es llevada a cabo en el cumplimiento de la plena redención y salvación que Dios efectúa en Cristo. En el resto de este mensaje, trataremos el aspecto final del cumplimiento de la plena redención y salvación que Dios efectúa en Cristo: la glorificación de los creyentes conformados.
Romanos 8:30 dice: “Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó”. Primero, Dios nos llamó; luego, nos justificó, nos regeneró, nos santificó, nos renovó, nos transformó y nos conformó a la imagen del Hijo primogénito de Dios. Finalmente, nos glorificará. En cuanto a la redención, la salvación de Dios consiste en el perdón de pecados, el lavamiento de pecados, la justificación y la reconciliación, mientras que en cuanto a la vida, la salvación de Dios consta de la regeneración, la santificación, la renovación, la transformación, la conformación y la glorificación. La glorificación es el paso final de la plena salvación de Dios en Cristo.
Efesios 1:5 dice que Dios nos predestinó para filiación, esto es, para ser Sus hijos. El destino de la predestinación hecha por Dios es la glorificación (vs. 29-30).
En 1 Pedro 5:10a leemos que el Dios de toda gracia nos llamó a Su gloria eterna en Cristo. Así que, la meta del llamamiento del Dios de toda gracia es Su gloria eterna. Dios nos ha llamado a Su gloria eterna. Esta gloria no incluye un solo tipo de gracia, sino “toda gracia” de Dios.
Juan 1:14 y 16 dicen que Cristo como Palabra se hizo un hombre de carne, lleno de gracia y de realidad, y que de Su plenitud recibimos todos, y gracia sobre gracia. La gracia que hemos recibido tiene muchos aspectos diferentes. En 1 Pedro 4:10 esta gracia se llama “la multiforme gracia de Dios”. En 1 Pedro 3:7 se habla de la gracia de la vida, y en Efesios 1:7 se habla de la gracia del perdón. Éstos son solamente dos ejemplos de los muchos tipos de gracia que se encuentran en la salvación realizada por Dios. Finalmente, la salvación de Dios en su totalidad se lleva a cabo por la gracia (2:8). Todo lo que disfrutamos de Dios es un aspecto de la gracia. La presencia de Dios es un aspecto de la gracia, que Él nos fortalezca es un aspecto de la gracia que Él nos revista de Su poder es un aspecto de la gracia y que Él nos santifique es otro aspecto de la gracia. La totalidad de la gracia simplemente es Dios mismo (1 Co. 15:10; cfr. Gá. 2:20). Este Dios de muchos tipos de gracia nos ha llamado a Su gloria eterna.
La intención de Dios en Su salvación es llevar muchos hijos a la gloria (He. 2:10). Dios nos está llevando a la gloria. No nos lleva a una mansión celestial ni a ninguna clase de bendición en la esfera material por la eternidad. Está llevando a Sus muchos hijos a Su gloria eterna.
La glorificación de los hijos de Dios que han sido conformados es la redención de su cuerpo (Ro. 8:23). Antes de ser glorificados por Dios, debemos estar conformados a la imagen del Hijo primogénito de Dios (v. 29). No podemos ser infantes, ni niños ni siquiera personas de edad mediana; debemos ser hijos maduros de Dios. Un hijo maduro es uno que ha sido conformado en su madurez de vida a la imagen del Hijo primogénito de Dios.
Por una parte, Jesucristo como Hijo primogénito de Dios expresa los atributos divinos y, por otra, expresa las virtudes humanas. En los cuatro Evangelios Jesús fue un modelo, un ejemplo, de una persona que expresaba los atributos de Dios en Su divinidad y las virtudes humanas en Su humanidad. Como hombre, Él expresó divinidad y humanidad. En Su divinidad expresó los atributos de Dios, tales como amor, luz, santidad y justicia. En Su humanidad Él expresó las virtudes humanas, tales como la mansedumbre, el ser comprensivo y la humildad. En Su divinidad Él era muy prominente y excelso, pero en Su humanidad Él era una persona humilde que vivía humildemente.
En los cuatro Evangelios podemos ver a Jesús como una persona que exhibía los atributos de Dios y las virtudes humanas, pero en un pobre pecador no podemos ver nada de Dios ni de las virtudes humanas. En lugar de las virtudes humanas, podemos ver cuán pecaminosos son los hombres. Después de ser salvos, la mayoría de los cristianos no entienden que la intención de Dios es que ellos expresen a Dios no sólo en las virtudes humanas, sino también en Sus atributos divinos. Como resultado, sólo buscan mejorar su persona y su comportamiento en su vivir humano, sin darse cuenta de que tal búsqueda está en contra de la intención de Dios.
El cristiano debe ser un Dios-hombre con dos naturalezas: la humana y la divina. Primero, somos humanos; luego, somos divinos. Somos divinos porque hemos nacido de Dios (Jn. 1:12). Hemos recibido la vida divina con la naturaleza divina (2 P. 1:4), y la esencia divina ha entrado en nuestro ser. No somos simplemente hijos de Adán; también somos hijos de Dios. Hemos tenido dos nacimientos, un nacimiento humano y un nacimiento divino. Por lo tanto, somos Dios-hombres, exactamente como Jesús. Por una parte, debemos vivir una vida humana elevada, con todas las virtudes humanas, tales como la mansedumbre, la humildad y el ser comprensivos. Por otra parte, debemos expresar la divinidad en todos los atributos divinos, tales como el amor, la luz, la santidad y la justicia.
Necesitamos comprender que la glorificación tendrá lugar en los hijos de Dios que hayan sido conformados, es decir, en los hijos maduros. Hoy en día no podemos ser glorificados porque todavía no somos maduros. Estamos en el proceso de madurar. Cuando seamos completamente maduros, la glorificación vendrá. La glorificación puede compararse con el florecimiento de una flor. Cuando florece una rosa por ejemplo, eso es su glorificación. Una rosa no puede florecer a menos que tenga capullos. Si no se tuviera más que el tallo con ramas y hojas, el proceso de florecimiento no ocurriría. Pero cuando aparece un capullo, sigue creciendo hasta que llega a la madurez. Entonces florece. El florecimiento del capullo es su glorificación.
Cuando yo era un nuevo creyente, me enseñaron que la gloria de Dios era objetiva, que estaba muy lejos en los cielos. Me dijeron que cuando el Señor Jesús venga, en un abrir y cerrar de ojos, nos llevará a los cielos para que entremos en una esfera objetiva de la gloria. Esta enseñanza se basaba en Hebreos 2:10, donde dice: “Porque convenía a Aquel para quien y por quien son todas las cosas, que al llevar muchos hijos a la gloria perfeccionase por los sufrimientos al Autor de la salvación de ellos”. Según esta enseñanza, el destino al cual Cristo nos lleva es la gloria objetiva de Dios en los cielos. Esto parece confirmarse en 2 Timoteo 2:10, donde dice: “Por tanto, todo lo soporto por amor de los escogidos, para que ellos mismos también obtengan la salvación que es en Cristo Jesús con gloria eterna”. Parece que la gloria eterna de Dios es objetiva y está a gran distancia de nosotros, y que nosotros somos guiados hasta que lleguemos a ese destino. No obstante, esta enseñanza no concuerda con la revelación intrínseca de la Biblia.
La caída de Adán hizo que todo nuestro ser —espíritu, alma y cuerpo— se volviera caído. Pero mediante la redención de Cristo, Dios nos salva de esta condición caída. La obra salvadora de Dios comienza en nuestro espíritu. Nuestro espíritu es la parte más interna de nuestro ser. Está encerrado en nuestra alma, que está dentro de nuestro cuerpo. Cuando Dios vino para salvarnos, redimió nuestro espíritu lavando nuestros pecados y regenerando nuestro espíritu. La regeneración tuvo lugar en nuestro espíritu (Jn. 3:6). Antes de ser salvos, éramos muy activos en nuestra alma y muy vivientes en nuestro cuerpo, pero estábamos muertos en nuestro espíritu (Ef. 2:1). Después de perdonar nuestros pecados (1:7), Dios tocó nuestro espíritu y nos vivificó en nuestro espíritu (2:5). De esta manera Dios redimió nuestro espíritu.
Dios tiene la intención de redimir todo nuestro ser, incluyendo nuestro cuerpo, pero antes de poder redimir nuestro cuerpo, tiene que redimir nuestra alma, que está entre nuestro espíritu y nuestro cuerpo. Desde que fuimos regenerados, Dios ha estado esperando, todos los días y cada momento, para aprovechar toda oportunidad de extenderse de nuestro espíritu a nuestra alma. Debemos coordinar con Él poniendo nuestra mente en el espíritu y no en la carne (Ro. 8:4b-6). Dios desea entrar en nuestra mente, en nuestra parte emotiva y en nuestra voluntad, pero muchas veces encuentra que la puerta a las tres partes de nuestra alma está cerrada. Como resultado, Dios no tiene manera de extenderse dentro de nosotros. En lugar de abrir a Dios la puerta de nuestro ser, es posible que frecuentemente intentemos hacer lo bueno nosotros solos. Por lo tanto, debemos aprender a poner nuestra mente, la parte principal de nuestra alma, en el espíritu y no en la carne. Cuando nuestra mente está puesta en la carne, esas dos cooperan como “buenas amigas”. Sin embargo, cuando volvamos nuestra mente a nuestro espíritu y pongamos la mente en el espíritu, nuestra mente será llena, ocupada y dominada por Dios. Esto es la transformación del alma (12:2).
La regeneración y la transformación son la redención de dos partes de nuestro ser. Nuestro espíritu fue redimido cuando Dios lo regeneró, y nuestra alma es redimida cuando es transformada. Por la regeneración y la transformación, llegamos a ser muy espirituales; pero nuestro cuerpo sigue siendo un problema. A veces sentimos la lujuria en nuestro cuerpo. Nuestro espíritu aborrece esta lujuria, y nuestra alma detesta la pecaminosidad de la carne. No obstante, todavía hay algo muy activo en nuestra carne. Esto significa que aunque nuestro espíritu ha sido redimido y nuestra alma está siendo redimida, nuestro cuerpo todavía no ha sido redimido. Por esta razón, debemos ser fuertes en nuestro espíritu para controlar nuestra mente, haciendo que nuestro espíritu sea el espíritu de nuestra mente (Ef. 4:23), para poder controlar nuestra carne. Entonces seremos personas espirituales y santos vencedores.
Cuando nuestra mente llegue a ser el espíritu de nuestra mente, la vida divina gradualmente se extenderá de nuestro espíritu, pasará a través de nuestra alma y finalmente llegará a nuestro cuerpo mortal (Ro. 8:11). Ésta es la verdadera sanidad divina. La realidad de la sanidad divina es que nuestro cuerpo mortal es saturado con la vida divina a partir de nuestro espíritu y a través de nuestra alma. Tal experiencia de la vida divina que se extiende a nuestro cuerpo, puede sanar nuestro cuerpo y prolongar nuestra vida.
Es posible que una persona descuidada, uno que se comporta y actúa según la carne, sufra una muerte prematura. En principio, nadie que viva según sus deseos carnales vivirá una vida larga. La mayoría de las personas que viven más de setenta años se abstienen de gratificarse en los deseos de la carne. Comer, beber y vivir sin ejercer dominio propio es suicidarse lenta y gradualmente. Si aprendemos a controlar nuestra carne regulando lo que comemos, bebemos y cuánto dormimos, viviremos una vida más larga.
No sólo controlamos los deseos carnales ejerciendo dominio propio, sino que también podemos invocar el nombre del Señor. Invocar el nombre del Señor también prolongará nuestra vida. Cuando uno esté a punto de enojarse y expresar insatisfacción con su cónyuge, la mejor manera de lidiar con el enojo o la insatisfacción es invocar, diciendo: “¡Oh, Señor Jesús!”. Cada vez que invocamos al Señor, se detienen nuestro enojo y el daño que éste produce en nuestra salud. Más aún, al invocar nosotros el nombre del Señor, el Espíritu Santo, como corporificación de la vida divina, se extiende incluso a nuestro cuerpo.
Aunque hoy la vida divina toca nuestro cuerpo, el cuerpo seguirá siendo un problema hasta que sea redimido. Por lo tanto, esperamos la redención final de nuestro ser, es decir, la redención de nuestro cuerpo. La redención de nuestro cuerpo es la plena filiación (v. 23). Tendrá lugar cuando el Espíritu con la vida divina que satura totalmente nuestro espíritu, alma y cuerpo, empape todo nuestro ser con la vida divina de Dios. Este empapamiento es el florecimiento de la vida divina desde nuestro interior.
La glorificación de nuestro cuerpo es semejante al florecimiento de una rosa. Cuando brota una flor, ya no puede verse el capullo. El capullo se ha transformado en flor. Hoy en día nuestro cuerpo nos es una molestia, pero un día nuestro cuerpo será glorificado. Todos los días el Espíritu sellador dentro de nosotros sigue saturando nuestro cuerpo. Nos satura verticalmente, de arriba abajo, y nos empapa horizontalmente, hacia adelante y hacia atrás. Tal es el proceso de nuestra glorificación. Cuando este proceso llegue a su cumbre, seremos plenamente maduros, y esta madurez será nuestra glorificación.
La redención de nuestro cuerpo se realiza mediante la transfiguración de nuestro cuerpo de humillación al cuerpo de la gloria de Cristo (Fil. 3:21). Cuando el Señor Jesús estaba en la tierra, se transfiguró en presencia de Pedro, Jacobo y Juan (Mt. 17:1-8). Esa transfiguración del Señor Jesús en el monte fue el modelo de la transfiguración venidera de nuestro cuerpo. Hoy en día nuestro cuerpo es un cuerpo de humillación, sin gloria, honra ni dignidad. Somos muy viles y despreciables principalmente debido a nuestro cuerpo. No obstante, un día este cuerpo de humillación será transfigurado al cuerpo de la gloria de Cristo. Actualmente, nuestro cuerpo es como el capullo de una flor. Pero en el día de nuestra transfiguración, nuestro cuerpo será transfigurado de capullo a flor.
La glorificación de los hijos de Dios que han sido conformados es iniciada por el sellar del Espíritu para el día de la redención del cuerpo de los creyentes (Ef. 1:13-14; 4:30). Hoy en día el Espíritu nos sella, y este sello no se nos aplica una sola vez, sino que continuará por toda nuestra vida. Desde el día de nuestra regeneración, el sellar del Espíritu comenzó a saturarnos e impregnarnos. Esta saturación continuará hasta el día de la redención de nuestro cuerpo, hasta que el sello en nosotros llegue a su plenitud. Aun en aquel entonces el Espíritu no dejará de sellarnos. El Espíritu seguirá sellándonos con la esencia divina continuamente por la eternidad.
El sellar del Espíritu también tiene como fin la redención del cuerpo de los creyentes (v. 30). Cuanto más el Espíritu nos sella, más somos redimidos. Cuando la redención llegue a su consumación, seremos glorificados. Esa glorificación será la redención de nuestro cuerpo.
La redención del cuerpo de los creyentes es su plena filiación (Ro. 8:23). La plena filiación indica que uno es mayor de edad. En los Estados Unidos no se considera a una persona mayor de edad sino hasta que tiene dieciocho años. Alcanzar la mayoría de edad es un asunto de madurez. Siempre es peligroso que una persona haga ciertas cosas cuando todavía es menor de edad. Hoy en día algunos jóvenes quieren casarse aun siendo adolescentes. Pero he visto que aquellos que se casaron siendo adolescentes siempre sufrieron. La razón por la cual sufrieron es que les faltaba madurez. Dios nos predestinó para filiación (Ef. 1:5). Su intención es hacernos Sus hijos, pero necesitamos crecer hasta llegar a la madurez. Cuando lleguemos a la madurez, nuestra filiación será plena. Hoy en día Dios no puede glorificarnos porque todavía no somos maduros. No podemos florecer porque todavía no hemos crecido hasta la madurez. Por lo tanto, debemos crecer.
Los hijos de Dios que han sido conformados son glorificados por medio del Espíritu que, como primicias, imparte la esencia divina en todo el ser de los creyentes (Ro. 8:23). Dios nos ha dado el Espíritu como primicias, anticipo, del disfrute que tendremos de Dios como nuestra herencia. Hoy en día disfrutamos a Dios como anticipo, y no como el disfrute pleno. Mientras disfrutamos al Espíritu como nuestro anticipo, Él está impartiendo la esencia divina en todo nuestro ser. Esta impartición procede desde que Él comienza a sellarnos y tiene su consumación en la glorificación de los creyentes, la cual será el sabor total del disfrute que tendrán de Dios como su herencia.
La glorificación, la transfiguración, la redención del cuerpo de los creyentes es la madurez de la impartición divina en los creyentes, lo cual comienza con su regeneración y continúa por todo el transcurso de su vida espiritual.
La glorificación de los creyentes es la consumación del cumplimiento de la plena redención y salvación que Dios efectúa en Cristo y lo que hizo al pueblo escogido de Dios completamente apto para que sea totalmente mezclado con el Dios Triuno procesado y para que lo disfrute en plenitud por la eternidad, lo cual está representado por la Nueva Jerusalén, la consumación plena de la salvación eterna que Dios realiza mediante la impartición divina (Ap. 21:1—22:5).