
Es imprescindible que el que sirve a Dios sepa discernir tres cosas: el deseo, la intención y la capacidad. Todos sabemos que el deseo alude a lo que el hombre anhela; muchos entienden que la intención se refiere a la expectativa de una persona, a lo que ella espera; y por supuesto, todos sabemos que la capacidad hace alusión a la fortaleza necesaria para llevar a cabo algo. Una persona que sirve al Señor debe haber sido quebrantada con respecto a estas tres áreas; de lo contrario, su servicio tendrá carencias.
El deseo de servir a Dios es indispensable en todo siervo del Señor. No hay nada que Dios valore tanto como el deseo que un hombre tiene por servir a Dios y por Dios mismo. Dios creó el universo y todo cuanto hay en él, pero el interés y afecto de Su corazón no está puesto en la luna ni en las estrellas, ni tampoco en los ángeles ni en ninguna otra cosa, debido a que nada de ello es para Dios mismo. La Biblia nos dice que el hombre es el centro del universo (cfr. Zac. 12:1), y que Dios no puede llevar a cabo Su propósito sin el hombre. Por tanto, aun cuando Dios creó todas las cosas, Su verdadero interés se centra únicamente en el hombre. Y lo que a Dios más le cuesta conquistar en el hombre es su corazón. Podemos asemejar esto a un padre que ama a su hijo más que cualquier otra cosa, pero que no llega a conquistarle el corazón. A fin de cooperar con alguien, nuestro corazón deberá estar abierto hacia esa persona. Es una gran labor la que Dios desea llevar a cabo en el universo, mas para ello, le es imprescindible obtener la cooperación del hombre a fin de realizar Su obra. Por consiguiente, para hacer esto, Dios deberá tocar el corazón del hombre.
¿De qué manera toca Dios el corazón del hombre? ¿De qué método se vale El para conmover nuestro corazón? Dios se vale de Su amor para conmover nuestro corazón. ¿Qué es el amor? El amor es el corazón de Dios. El corazón es, en verdad, algo muy especial. Cuando nos referimos al corazón, generalmente hacemos alusión al amor. El corazón no responde a los pensamientos; debe ser tocado por el amor. Dios nos creó con un corazón para que podamos percibir tal amor. Por ejemplo, cuando estamos sedientos y alguien nos da un vaso de agua, lo bebemos; pero si no tenemos sed, independientemente de cuánta agua nos den, no la beberemos. El corazón de Dios es como un vaso de agua, y nuestro corazón es como la sed. Todo ser humano responde al amor debido a que en todo hombre hay un corazón de amor. Externamente, tenemos un cuerpo, e internamente, tenemos un espíritu; y entre ambos se encuentra nuestra alma, la cual incluye la mente, la parte emotiva y la voluntad.
Dios anhela, en Su corazón, que el hombre le ame; pero el corazón del hombre siempre está amando algo que no es Dios, algo que no debe amar. Independientemente de nuestra edad —seamos viejos o jóvenes—, algunos amamos a nuestras familias, otros a sus mascotas, otros aman las películas o jugar al mah-jong, otros aman su reputación, o su posición social, o el conocimiento o el dinero. Pareciera que, sin amor, el hombre carece de todo significado. Lo maravilloso es que una vez que el hombre ama, está dispuesto a hacer cualquier cosa; pero sin amor, hasta mover un dedo se le hace difícil. A una madre no le importa cuán sucio esté su hijo, ella siempre está deseosa de cuidarlo porque lo ama; una sirvienta, en cambio, seguramente no lo cuidaría igual. Si estudiamos la Biblia con la debida seriedad, nos daremos cuenta de que la primera exigencia que Dios le hace al hombre es que éste le entregue su corazón y, luego, su amor. Desde el principio mismo y hasta el final, el deseo único de Dios siempre ha sido que el hombre sea para El y le ame con todo su corazón.
El más legítimo de los amores es el amor que sentimos por Dios. Si nuestro corazón ama alguna otra cosa, tarde o temprano sufriremos pérdida. Mucha gente que ama el dinero es, a la postre, “mordida” por él. Muchos de los que aman a otros son, al final, traicionados por ellos. La Biblia nos dice que solamente los que aman a Dios han probado, verdaderamente, la dulzura. Salmos 43:4 dice: “Entraré al altar de Dios, al Dios de mi alegría y de mi gozo”. Para aquellos que de corazón se vuelven a Dios, Dios es su gozo. Hay quienes aman tanto a Dios, que sólo el escuchar Su nombre les hace sentir como si hubiesen recibido una descarga eléctrica. Es esta clase de corazón, un corazón entregado a El, lo que Dios desea.
Sin embargo, una vez que volvemos nuestro corazón a Dios y estamos dispuestos a vivir para Dios, surgirá un problema. Si una persona tiene amor, también tendrá opiniones. Podemos usar, a manera de ejemplo ilustrativo, la ocasión en la que visité cierto lugar donde los santos me amaban mucho. Cada vez que ellos comían, les gustaba echar aceite de ajonjolí en todas sus comidas, ya sean sopas u otra clase de platillo. Por tanto, cuanto más añadían aceite de ajonjolí en mi plato, más afectuosa era la bienvenida que me brindaban. Pero a mí no me gustaba el aceite de ajonjolí; de hecho, hasta su aroma me resultaba insoportable. No obstante, en aquella ocasión no tenía otra alternativa que ingerirlo debido a que al visitar cualquier lugar, los que laboramos para el Señor debemos ser regidos por un principio, a saber, comer lo que la gente nos sirva. Estos santos no sólo ponían aceite de ajonjolí en toda mi comida, sino que además, ya sea que durmiese o saliese a la calle, se aseguraban siempre de que uno de los hermanos me acompañase. Como resultado de ello, nunca pude descansar bien o pasar un tiempo a solas con Dios. Ellos verdaderamente me amaban mucho; pero esta clase de amor era insoportable.
Este ejemplo nos muestra que, si bien una persona ama a Dios, también actúa conforme a sus propias opiniones y propuestas; y una vez surgen tales opiniones y propuestas, esa persona le causará sufrimientos a Dios. Por ejemplo, si alguien nos amara en conformidad con su propia opinión y nunca prestara atención alguna al sentir nuestro, esta clase de amor sólo nos hará sufrir. En Mateo 16, Pedro hizo exactamente esto. Era correcto que él amara al Señor, pero las buenas intenciones que él manifestó al reprenderlo estaban erradas. Su buen corazón era correcto, pero sus buenas intenciones no estaban en lo correcto. Lo que Dios desea es el corazón del hombre, mas no sus opiniones. ¿Ama usted a su esposo? El secreto del amor está en que uno no haga las cosas conforme a sus propias intenciones y deseos, sino conforme a las intenciones y deseos del otro. Si aquellos santos que me amaban tanto realmente hubieran sabido qué es el amor, ellos habrían preguntado si me gustaba el aceite de ajonjolí y no habrían insistido en ponerlo en mi comida. En Mateo 16 vemos que Pedro tenía buenas intenciones; sin embargo, el Señor le dijo: “¡Quítate de delante de Mí, Satanás!” (v. 23). Hoy en día, son muchas las personas que aman al Señor y tienen celo por El, pero sus buenas intenciones nunca han sido quebrantadas por el Señor. Ellos echan fuera demonios en el nombre del Señor, pero el Señor no los aprueba porque actúan según sus propias intenciones y preferencias, y no en conformidad con las intenciones y preferencias del Señor. Ellos no toman en cuenta lo que Dios prefiere, sino las preferencias del hombre.
Por eso, el Señor dijo: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (v. 24). Desechar el yo es negarnos a nosotros mismos. La función que cumple la cruz es la de dar muerte al yo. En muchas ocasiones, si no amamos mucho al Señor, no tendremos muchos problemas; pero, cuanto más le amamos, más sufrimientos experimentaremos. Cuando aquellos santos me daban aquel aceite, me fue posible no decir nada; sin embargo, un día, ese acto de “dar aceite de ajonjolí”, habrá de ser quebrantado por Dios. Yo no sufrí por causa del amor que ellos me tenían, sino debido a sus opiniones. Tenemos que darnos cuenta de que la cruz elimina nuestras opiniones. La vida y obra del hombre caído ha estado siempre dirigida por su manera de pensar, y si esta manera de pensar es férrea, se convierte en su opinión. Debido a la caída, la opinión humana se ha convertido en el factor dominante que dirige la vida del hombre y sus acciones.
El hombre, con su corazón, ama al Señor; sin embargo, su manera de pensar no ha sido quebrantada por el Señor. Por ello, Dios siempre tiene que quebrantarnos. Algunas personas están dispuestas a aceptar dicho quebrantamiento, mientras que otras, apenas sufren una contrariedad, se echan para atrás. Por ejemplo, algunas hermanas verdaderamente aman al Señor y están dispuestas a servir cuidando el local donde se reúne la iglesia. Pero una vez que el corazón de ellas ha sido despertado, sus opiniones surgirán. Un ejemplo de esto es la limpieza de las sillas del salón de reuniones; aun para ejecutar un servicio así, si son dos las hermanas que lo realizan, habrá dos opiniones distintas. Una de ellas dirá que quiere limpiar las sillas con un paño seco, mientras que la otra insistirá en usar un trapo húmedo. Finalmente, aquella que sugirió utilizar un paño seco dirá: “Muy bien. Si tú insistes en que tu opinión es la correcta, me iré. Puedes limpiar las sillas sola”. Esta hermana, ¿ama verdaderamente la iglesia? Por supuesto que sí. Pero si ella ama la iglesia, ¿por qué se fue? Se fue porque la otra hermana no limpió la silla conforme a la opinión que ella tenía. Las opiniones se pueden convertir en un gran problema, incluso cuando se trata de predicar el evangelio. Todos los santos fervientes están dispuestos a unirse a los equipos que predican el evangelio. No obstante, un hermano dirá que el tambor del evangelio debe tocarse a su manera, y si los demás no aceptan su opinión, no regresará más. Todos debemos aprender la lección de que para cualquier servicio que realicemos, tenemos que aportar nuestro corazón, pero no nuestras opiniones.
El servicio en la iglesia no depende de que se lleven a cabo ciertas tareas, sino de que aquel que sirve sea perfeccionado. El tiempo es un siervo de Dios. Por consiguiente, es necesario que todos aceptemos la disciplina de Dios mientras estemos a tiempo, de tal modo que seamos la clase de persona que Dios desea. Al predicar el evangelio y al laborar, todo depende de cuánto quebrantamiento hayamos recibido. Aquellas hermanas que limpiaban las sillas pueden servirnos de ejemplo. La hermana designada como responsable de que se cumpla aquella tarea quizás no sea tan buena como usted, puesto que usted es una persona muy inteligente y capaz. Quizás la opinión de usted sea muy buena, así que, si las hermanas no le hacen caso, usted no regresará. Si éste es el caso, usted no sólo no sabe cómo hacer las cosas, sino que ni siquiera sabe cómo conducirse debidamente como ser humano. La lección de la cruz consiste en que, aun cuando es posible que mi opinión sea la correcta, no le hago caso; lo único que sé, es que amo al Señor. Cuando vengo a limpiar las sillas, también vengo dispuesto a desechar mis propias opiniones e inclinaciones naturales. Si usted ama a su esposo, y en el hogar su esposo la ama al extremo de permitirle colocar las sillas boca abajo, entonces, será difícil que en ese entorno usted sea quebrantada. La función más importante que cumple la cruz es la de quebrantar nuestras propuestas, nuestras opiniones y nuestro propio ser.
En asuntos relacionados con el servicio, frecuentemente hacemos las cosas según nuestra propia opinión. Además, cuanto más amamos al Señor, más opiniones tenemos. La carne está escondida en nuestro amor por el Señor. ¿Cómo sabemos esto? Lo sabemos porque nuestra carne se esconde en nuestras opiniones, y nuestras opiniones son, en realidad, veneno cubierto de azúcar. Cuando las personas no aceptan nuestras opiniones, la carne se manifiesta inmediatamente. Si hicimos algo bien y los demás insisten en decir que no lo hicimos bien, nuestra carne se manifestará inmediatamente por medio de nuestras reacciones airadas. Todos somos iguales. Antes de pedirle a alguien que nos ayude, esta persona no tiene ninguna opinión; sin embargo, tan pronto le pedimos que nos ayude, todas sus opiniones le acompañarán. Donde hay amor, hay opiniones. Pero cada vez que opinamos, Dios quebranta nuestra opinión. Algunas personas, debido a que temen que Dios las quebrante, dejan de mostrar su amor. Una vez había un hermano que amaba al Señor y que estuvo dispuesto a ofrecer su dinero y su esfuerzo a la iglesia, pero los hermanos con los que se reunía no eran muy amables con él. Esto lo desanimó. Quizás, en lo que concierne al servicio, estos hermanos se habían equivocado, y es probable que este hermano tuviera la razón; sin embargo, en lo concerniente a su persona, el Señor quería quebrantarlo por medio de los hermanos.
Cuando leemos los cuatro evangelios vemos que a Pedro le gustaba opinar y siempre cometía errores. Mateo 17 narra que un día el Señor y sus discípulos fueron a Capernaum. Estando el Señor dentro de la casa, los que cobraban los impuestos para el templo se acercaron a Pedro y le preguntaron: “¿Vuestro Maestro no paga el impuesto para el templo?”. Pedro, sin dudar un instante dijo: “Sí”. Aquí vemos que él dio su opinión, abandonando así su posición de discípulo. El debía haber entrado en la casa para preguntarle al Señor si El pagaba los impuestos del templo. Pedro no le preguntó al Señor, sin embargo dijo “sí”. Así que, cuando entró en la casa, el Señor le preguntó: “Los reyes de la tierra, ¿de quiénes cobran los tributos o los impuestos? ¿De sus hijos, o de los extraños?”. Pedro respondió: “De los extraños”. Entonces el Señor le dijo: “Luego los hijos están exentos” (vs. 24-26). Sin embargo, para no hacer tropezar a los demás, el Señor pagó los impuestos. Cuando Pedro decía “sí”, el Señor decía “no”; y cuando Pedro decía “no”, el Señor decía “sí”. El Señor lo hacía intencionalmente para disciplinar a Pedro. Además, ¿cómo consiguieron pagar los impuestos? La manera en que consiguieron pagar los impuestos fue que el Señor mandó a Pedro que fuese a pescar. Esto dejó a Pedro verdaderamente perplejo. El Señor le dijo a Pedro que abriera la boca del primer pez que atrapara, tomara el estatero que allí encontraría y lo usara para pagar los tributos (v. 27). Esto encierra un gran significado. Si yo hubiera sido Pedro, me habría quedado perplejo. ¿Por qué el Señor disciplinaba a Pedro de esa manera? El Señor lo hacía principalmente para dar fin a las opiniones de Pedro, porque Pedro siempre se adelantaba a hablar. No obstante, en Hechos, vemos que Pedro había sido quebrantado. Para ese tiempo, la disciplina que Pedro había recibido lo había despojado de todas sus opiniones. Cuando los gobernadores del pueblo se acercaron, y tomaron aparte a Pedro y a Juan y les prohibieron que predicaran en el nombre de Jesús, Pedro les dijo que aunque ellos le pidieran que no hablara, si Dios se lo pedía, él tendría que hablar (Hch. 4:18-20). El corazón de Pedro y su manera de pensar habían sido tocados por Dios.
En el Antiguo Testamento, puesto que el rey David vivía en una casa de cedro, a él le pareció que debía prepararle un santuario a Dios. Así pues, puso el arca de Dios sobre un carro tirado por bueyes y la sacó de la casa de Abinadab en Baala de Judá para llevarla a la ciudad de David. En el trayecto, al llegar a la era de Nacón, los bueyes tropezaron y el arca se tambaleó, así que Uza extendió su mano para sostenerla. Cuando hizo esto, fue herido por Dios. Después que Uza murió, David se preguntaba en qué había fallado. Más tarde, él pudo ver que eso sucedió porque a Dios no le agrada el esfuerzo del hombre. Como resultado de ello, la siguiente vez David hizo que los sacerdotes transportaran el arca de Jehová; cuando habían andado seis pasos, David sacrificó un buey y un carnero engordado, se ciñó con un efod de lino y danzó con todas sus fuerzas delante de Jehová (2 S. 6:1-15). Esta historia nos muestra que Dios rechaza los pensamientos y la habilidad del hombre.
La noche que el Señor les dijo a sus discípulos que habrían de tropezar por causa de El, Pedro le dijo al Señor: “Aunque todos tropiecen por causa de Ti, yo nunca tropezaré” (Mt. 26:33). Inmediatamente después de haber dicho esto, Dios expresamente preparó ciertas circunstancias a fin de terminar con el orgullo de Pedro. Cuando prendieron al Señor, Pedro le siguió de lejos, y mientras el Señor era torturado cruelmente por el sumo sacerdote, Pedro se calentaba alrededor de una fogata en el patio. Mientras estaba allí, una criada se le acercó y le dijo: “Tú también estabas con Jesús el galileo” (v. 69). Pedro negó esto inmediatamente. Aquella noche se cumplió lo que había dicho el Señor: que Pedro lo negaría tres veces. Por medio de semejante experiencia, Pedro fue disciplinado y afligido a lo sumo. Posteriormente, Pedro se fue a pescar.
Después que el Señor fue resucitado, se manifestó a Pedro junto al mar de Tiberias y le dijo: “¿Me amas?”. Esta vez Pedro no le respondió directamente al Señor diciéndole: “Te amo”, sino que más bien le dijo: “Sí, Señor; Tú sabes que te amo” (Jn. 21:16). Si bien Pedro amaba al Señor, él se daba cuenta de que sus palabras no tenían valor alguno. Así que, cuando el Señor le preguntó por tercera vez: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?”. Pedro se entristeció y le respondió: “Señor, Tú lo sabes todo; Tú sabes que te amo” (v. 17). Para entonces, Pedro verdaderamente había perdido toda confianza en sí mismo. El amaba mucho al Señor, pero ya no confiaba en sí mismo. Anteriormente él había dicho, osadamente, que no tropezaría, y sin embargo, tropezó tres veces en un mismo día. Ese día, junto al mar de Tiberias, el hecho de que el Señor le preguntara tres veces: “¿Me amas?”, ciertamente tenía un significado muy especial. En aquel día en que negó al Señor, Pedro estaba calentándose alrededor de una fogata en el patio del sumo sacerdote, pero este día, el Señor había preparado una fogata para él a orillas del mar de Tiberias. Anteriormente, Pedro había salido a pescar para ganar su sustento; pero ahora el Señor le dio pescado para comer. Antes, Pedro mismo tenía que preparar la fogata, pero ahora el Señor lo hizo para él; antes, Pedro mismo tenía que pescar para ganarse el sustento, pero ahora el Señor le cocinó un pescado para que comiera. Junto al mar de Tiberias, el Señor se presentó personalmente para tocar el corazón de Pedro, y una vez que el amor del Señor vino a él, se desvaneció todo el poder natural de Pedro.
Sin embargo, cuando Pedro vio al discípulo a quien el Señor amaba, que se había reclinado sobre el pecho del Señor, su opinión volvió a surgir y le preguntó: “Señor, ¿y qué de éste?” (v. 21). Al responderle, el Señor lo disciplinó nuevamente, diciéndole: “Si quiero que él quede hasta que Yo venga, ¿qué a ti? Sígueme tú” (v. 22). Antes de decirle esto, el Señor le había dicho a Pedro: “Cuando eras más joven, te ceñías, y andabas por donde querías; mas cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará adonde no quieras” (v. 18). El Señor no quería que Pedro fuera distraído por la manera en que otros se comportaban, sino que simplemente debía seguirlo a El. Esta fue la última disciplina que Pedro recibió. Pedro fue quebrantado con respecto a su carne y manera de pensar, de modo que fue despojado de sus opiniones y del yo. Por tanto, el día de Pentecostés, Pedro no era el mismo de antes; era una persona absolutamente distinta. Incluso cuando la gente quería impedirle dar testimonio del Señor, Pedro persistió en hacerlo. En Pedro, ya no se encontraba rastro alguno de su viejo yo. Finalmente, la voluntad de Dios quebrantó la voluntad de Pedro, y la muerte de la cruz subyugó sus opiniones y sus fuerzas. Se dice que Pedro incluso estuvo dispuesto a ser crucificado cabeza abajo por causa del Señor.