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Mensajes del libro «Los de corazón puro»
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CAPITULO CUATRO

CONFESAR NUESTROS PECADOS Y ORAR PIDIENDO ILUMINACION

TOMAR MEDIDAS CON RESPECTO A LOS PECADOS INTERNOS Y EXTERNOS

  Después de recibir la salvación, si queremos progresar en cuanto a la vida divina, debemos limpiarnos cuidadosamente de toda levadura. Esto implica enfrentarnos con toda situación que sea impropia ante los ojos del Señor, así como con todo aquello que el Señor condena. Sin embargo, no sólo debemos tomar medidas con respecto a todas estas cosas externas, sino que además, desde lo profundo de nuestro ser, debemos confesar delante del Señor todos nuestros pecados internos.

  El hombre siempre ha tenido más problemas internos que externos. Es posible que una persona manifieste muchos problemas externos censurables, pero sus problemas internos y la maldad de su ser exceden en gran medida aquello que se manifiesta exteriormente. Sus problemas externos meramente tienen que ver con su conducta, pero sus problemas internos están relacionados con su mente, sus opiniones, y aún más, con su yo. Es posible que una persona esté llena de maldad interiormente, y sin embargo, no lo manifieste exteriormente. Con esto queremos decir que una persona puede estar llena de pecados por dentro, y sin embargo, exteriormente, no comportarse de una manera pecaminosa. En el interior del hombre hay pecado, iniquidad y tinieblas; no obstante, exteriormente, tal vez ninguna de estas cosas parece manifestarse en manera alguna. Por consiguiente, si una persona desea crecer en la vida divina después de haber recibido la salvación, debe tomar medidas con respecto a los pecados externos y a las situaciones impropias; pero, sobre todo, debe acudir continuamente al Señor para hacerle frente a su verdadera condición interna. Cuando Dios nos disciplina y nos purifica, su atención está puesta en nuestro ser interior.

  Externamente, una persona puede comportarse correctamente, y al mismo tiempo, ser malvada e injusta internamente. En los evangelios el Señor reprendió a los fariseos, diciendo: “Sois semejantes a tumbas blanqueadas, que por fuera se muestran hermosas, mas por dentro están llenas de huesos de muertos y de toda inmundicia” (Mt. 23:27). Esto quiere decir que algunas personas son como tumbas blanqueadas: parecen hermosas por fuera, pero no quieren que los demás conozcan su verdadera condición interior ni permiten que los demás vean la suciedad que tienen por dentro. El comportamiento externo del hombre generalmente es censurable, pero es mucho más censurable su maldad interna. La necesidad interna del hombre es mucho mayor que su necesidad externa. Muchas veces, después de ser salva una persona puede parecer, externamente, muy bondadosa y casi sin defectos; no obstante, después de dos o tres años, sigue sin haber crecido mucho en la vida divina. Esto se debe a que tiene un problema que no es externo, sino interno. Su comportamiento externo es impecable, pero su ser interior es maligno. Con respecto a nuestra conducta externa nos conducimos, mayormente, delante de los hombres; pero con respecto a nuestro ser interior, estamos delante de Dios mismo. Así pues, los hombres deben confesar no solamente sus pecados externos sino, aún más, sus pecados internos. Cuando Dios resplandece sobre nosotros, El no sólo resplandece sobre nuestra conducta externa, sino también sobre nuestro ser interior.

DIOS NOS ILUMINA PARA QUE CONFESEMOS NUESTROS PECADOS

  Algunos han sido salvos por mucho tiempo; sin embargo, nunca han dedicado un tiempo específico para confesar sus pecados a Dios. Todos nosotros confesamos que el Señor Jesús es nuestro Salvador, pero es posible que hasta el día de hoy no hayamos confesado a Dios nuestros pecados internos. Quizás algunos digan que no se sienten pecaminosos. Por supuesto, lo que han dicho no es mentira; es cierto que una persona puede estar llena de pecados y, aún así, no tener la sensación de ser pecaminosa. Según los hechos, ella está llena de pecados; sin embargo, conforme a su sentir, no percibe que es pecaminosa. Ante Dios, está llena de pecados, pero según su percepción interna, no tiene sentir alguno de ser pecaminosa.

  Cierto día en Shangai, entré en la oficina de la iglesia y todos se rieron de mí al verme. Les pregunté qué pasaba. Entonces un hermano me llevó a un espejo y vi que me había ensuciado sin siquiera darme cuenta de ello, pues no supe cuándo ni cómo sucedió. Es cierto que me había ensuciado, pero conforme a mi sentir, creía que estaba limpio. Muchas personas son así delante de Dios. De hecho, están llenas de impurezas, pero piensan que son buenas. Sus sensaciones o percepciones internas no tienen nada que ver con la realidad. En la Biblia hay muchos ejemplos de esto. Antes de conocer a Dios, uno piensa que es bueno, pero después de entrar en contacto con Dios, inmediatamente uno se da cuenta de que es malo. ¿Por qué sucede esto? Esto se debe a que Dios es luz, y a que Dios es como un espejo. Todo el que ve la luz se da cuenta de que es pecaminoso delante de Dios. La razón por la que una persona puede ver cualquier cosa, incluyendo su rostro, es porque hay luz. Por ejemplo, si una casa está oscura y no tiene luz, aunque esté llena de basura, nadie percibirá que está sucia. Pero tan pronto entre un rayo de luz en la casa, podremos ver con claridad. Si la luz es lo suficientemente intensa, hasta podremos ver el polvo claramente. Por medio de un microscopio, las bacterias pueden verse claramente, y nada puede pasar desapercibido. Muchos doctores dicen que bajo una luz intensa y un microscopio potente, todo lo que se ve parece sucio.

  Toda persona es pecaminosa delante de Dios, pero no todos pueden percibir lo pecaminosos que son. En el Antiguo Testamento, cuando una persona se acercaba a Dios, inmediatamente percibía su propia pecaminosidad. Cuando el profeta Isaías fue iluminado, inmediatamente se dio cuenta de que era inmundo. Cuando un serafín desde el cielo dijo: “Santo, santo, santo”, Isaías dijo: “¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos...” (Is. 6:3, 5). Hay por los menos cuatro áreas de nuestro ser en las que somos inmundos: nuestro labio superior, nuestro labio inferior, nuestra lengua y nuestra garganta. Tal vez algunos digan: “Eso no es cierto; mis labios, mi lengua y mi garganta están muy limpios”. No obstante, cuando llega el día en el que verdaderamente somos iluminados por Dios, vemos que no hay otra parte en nuestro cuerpo más pecaminosa que nuestros labios.

  No importa quiénes seamos, tan pronto Dios se nos acerca, habremos de confesar nuestros pecados. Incluso dos horas no son suficientes como para confesar todos nuestros pecados. Aunque no sabemos cuántos pecados nuestra lengua y nuestros labios han cometido, sí sabemos que hemos dicho cosas que no debíamos haber dicho, y que aquello que dijimos frecuentemente iba mezclado con algo de maldad e iniquidad. Si los labios de una persona son limpios, entonces la persona es limpia. Incluso hoy, ¿quién no ha pecado con sus labios en el lapso transcurrido entre la mañana y este mismo momento? Muchos dirán que están bien y que no han pecado. Sin embargo, cuando alguien verdaderamente está en contacto con Dios percibirá inmediatamente que, lejos de pecar sólo en contadas ocasiones, ha estado pecando continuamente, apilando montañas de pecados. Así pues, después de haber confesado algunos de sus pecados, todavía tendrá mucho que confesar. De hecho, siempre habrán muchos más pecados que confesar.

  Alguien a quien estuve predicando el evangelio, me confesó que antes de su salvación él creía ser un perfecto caballero; y tengo que admitir, que él se comportaba como tal. Pero un día se enfermó y comenzó a padecer una diversidad de dolencias: presión alta, problemas cardíacos y pulmonares, etc. A pesar de haber permanecido un tiempo considerable en el hospital, seguía sin recuperarse. Un día se sintió verdaderamente desesperado y, tendido en su lecho, empezó a preguntarse qué clase de persona era él. Cuanto más pensaba en sí mismo, más se convencía de que era un buen hombre; y cuanto más profundamente se examinaba, más consideraba de que era una buena persona. En aquel momento, sin embargo, vio una Biblia cerca de él. El aún no había creído en Jesús ni sabía lo que era la salvación; así pues, al abrir la Biblia y leerla brevemente, de improviso descubrió que efectivamente había algo malo en su ser, algo que él nunca había visto antes. Se dio cuenta de que un pensamiento suyo no era correcto, así que decidió confesar su pecado a Dios. En cuanto confesó su pecado, le sobrevino un segundo sentimiento que lo condujo a confesar otro pecado; luego surgió un tercer sentimiento y, así, confesó un tercer pecado; después, un cuarto y un quinto. Estuvo confesando sus pecados de esta manera hasta perder la cuenta. Después de haber transcurrido un tiempo confesando, vio que no debía seguir confesando sus pecados tendido en la cama, así que se levantó para arrodillarse a un costado de su cama; después de haber confesado más pecados, dejó de apoyarse en la cama y se tendió en el piso para confesar, con lágrimas, sus muchos pecados. Durante por lo menos tres horas, sentía que cuanto más pecados confesaba, más pecados tenía para confesar. En el pasado, él no tenía ningún sentimiento que le indicara que estaba mal, pero aquel día percibió algo completamente distinto. Al comienzo, sólo sintió que estaba un tanto errado. Pero una vez que hizo su primera confesión, un segundo pecado vino a su mente; y luego que hubo confesado este segundo pecado, fue hecho consciente de un tercer pecado. Continuó confesando sus pecados y llorando a causa de ellos, hasta perder la noción del tiempo. A pesar de que se trataba de una persona de carácter y que había obtenido grandes logros en su profesión, ¡esta persona fue salva! Y su experiencia de salvación no fue algo superficial, sino que fue una experiencia profunda en la que confesó todos sus pecados.

  La historia de Pedro consta en el capítulo cinco del Evangelio de Lucas. Al principio Pedro no se dio cuenta de que era pecador, pero cuando el Señor lo iluminó, inmediatamente dijo: “Apártate de mí, Señor, porque soy hombre pecador” (v. 8). En el Antiguo Testamento, Job fue alguien que tampoco estaba consciente de sus pecados hasta que Dios lo iluminó. Sus tres amigos le dijeron que seguramente él había pecado delante de Dios, pero Job no estaba de acuerdo con ello y quiso discutir con Dios para ver cuáles fueron sus pecados (Job 5—6). Esto nos muestra que Job estaba en tinieblas; él nunca había tocado a Dios ni visto la luz. Pero, al final del libro de Job, él conoció a Dios y le dijo: “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza” (42:5-6). ¿Por qué se arrepintió? Porque vio su propia inmundicia. En la presencia de Dios, se pone en evidencia cuán sucios e inmundos somos todos. La persona que toca a Dios descubre su propia inmundicia, y uno a quien Dios ilumina, descubre su impureza; pero el que nunca ha tocado a Dios ni ha visto la luz, aunque sea inmundo y esté lleno de impureza, no tiene ningún sentir respecto a su propia inmundicia. Cada vez que una persona toca a Dios, ve que está llena de pecados y que el pecado forma parte de su constitución.

  Hace más de mil quinientos años, hubo un hombre llamado Agustín. Este hombre tuvo una juventud disoluta, pero su madre amaba al Señor con devoción y siempre intercedía por su hijo. Cierto día, repentinamente, a Agustín le sobrevino un sentimiento que le hizo preguntarse por qué vivía en libertinaje sin volverse a Dios. En ese momento, se arrepintió. Para su sorpresa, ese día descubrió que cuanto más pecados confesaba, más pecados tenía para confesar. Aparentemente, antes de comenzar a confesar sus pecados, Agustín no tenía mucho que confesar; pero, cuanto más confesaba, más graves y abundantes eran sus pecados. Posteriormente, Agustín escribió un libro al cual tituló “Confesiones”, en el cual describe sus experiencias con respecto a la confesión. Agustín llegó a confesar sus pecados al grado que pudo decir algo así como: “Dios tiene que perdonarme aun por el remordimiento que siento en mis confesiones; incluso las lágrimas que derramé con tristeza por mis pecados, tienen que ser lavadas por la sangre preciosa de Cristo”. ¿Se puede usted imaginar cuán exhaustivamente Agustín confesó sus pecados? A pesar de que ya había confesado todo, aún así, sintió que el Señor tenía que perdonarlo incluso por el remordimiento que sentía al confesar.

  La persona que está en la presencia de Dios y está en contacto con El, necesariamente percibirá cuán pecaminosa es. Cuanto más confiese sus pecados, más consciente estará de su propia inmundicia; cuanto más conciencia tenga de su inmundicia, más se acercará a Dios; asimismo, cuanto más se acerque a Dios, más pecaminosa se sentirá. Todo el que es salvo, desde el momento en que Dios lo guía a tomar este camino, deberá pasar por esta experiencia. Desde el momento en que fuimos salvos hasta el día de hoy, ¿hemos realizado una confesión exhaustiva ante Dios? Esta es una cuestión muy seria. Son muchas las personas que verdaderamente experimentaron la salvación, pero hay que preguntar si alguna vez confesaron exhaustivamente sus pecados.

  Después de ser salvo, la primera vez que hice una confesión exhaustiva de mis pecados no fue sólo por una hora o dos, sino por mucho tiempo. Dios me iluminó al grado que incluso el sentarme me hacía sentir culpable. Parecía que al decir sí, pecaba; y al decir no, también pecaba. Todos nacimos inmundos. Cada uno de nuestros pensamientos e intenciones es inmundo. Cuando un bebé nace y sólo balbucea, tiene una boca pura; pero en cuanto aprende a hablar, su boca deja de ser pura. Después que el niño comience a asistir a la escuela primaria, sabrá hacer gestos de desagrado cada vez que usted le pida hacer algo. Luego, cuando él le hable, usted ya sabe que lo hace con segundas intenciones. Cualquier palabra que se pronuncia con segundas intenciones, es una palabra inmunda.

  Desde 1931 he estado confesando mis pecados casi todos los días. Un día, yo estaba muy molesto por cierto asunto y lo confesé a Dios. Después de que terminé de confesar, vinieron a mi mente dos frases que nunca antes había escuchado. En respuesta a ello, oré así: “Oh Dios, ante Ti, no sólo soy sucio, sino que soy un montón de inmundicia. Yo no soy una persona limpia que se ensució y se volvió inmunda, sino que, Señor, mi ser mismo está constituido de inmundicia. Oh Dios, no solamente soy falso, sino que todo mi ser está constituido de falsedad”. Dios me iluminó al grado que pude reconocer que la inmundicia y la falsedad son parte de mi constitución. Esto fue lo que me iluminó. No sólo somos pecaminosos, sino que el pecado es un elemento constitutivo de nuestro propio ser. Cuando Dios nos ilumina, inmediatamente vemos nuestra inmundicia y maldad. Si nunca le hemos permitido a Dios que nos ilumine, entonces, a los ojos de Dios, no hemos dado ni siquiera un paso ni progresado en lo más mínimo. Cada vez que Dios desea que demos un paso más, El primero ha de iluminarnos y limpiarnos. Cualquiera que no haya sido iluminado detalladamente —independientemente de cuánto tiempo haya sido salvo, de cuánto entendimiento doctrinal tenga y de cuánto conozca la Biblia—, si bien es salvo, nunca ha dado un solo paso en los caminos de Dios. Al iluminarnos, el primer paso que Dios da siempre consiste en purificarnos exhaustivamente.

LA CONDICION EN LA QUE SE ENCUENTRAN LOS QUE SON ILUMINADOS

  Las personas sobre quienes la luz resplandece pueden encontrarse en una diversidad de condiciones cuando son iluminadas por Dios. Algunas personas, después de haber sido salvas, no tienen un corazón que va en pos del Señor, y como resultado, cuando están contentas, asisten a las reuniones de la iglesia y oran; pero si se sienten deprimidas, dejan de reunirse y dejan de orar. Sin embargo, con frecuencia sucede que cuando estas personas andan por la calle o están ocupadas estudiando algo, repentinamente surge en ellas un sentimiento que las conduce a acudir a Dios en oración. Después de haber orado, inmediatamente sienten que son pecaminosas, y cuanto más confiesan, más perciben cuán llenas de pecados están. Es así como el Señor las aviva, al grado de causar asombro en los demás. Una vez que son iluminadas por dentro y el Señor las despierta, inmediatamente dan su primer paso: se arrepienten, confiesan sus pecados, son lavadas y comienzan a leer la Biblia. Cuanto más leen la Biblia, más son inundadas por la luz. Como resultado, aman predicar el evangelio. Al principio no tenían un corazón para ir en pos de Dios, pero Dios las escogió e iluminó.

  Hay otra clase de personas cuya condición interna es puesta en evidencia como resultado de escuchar un mensaje. Entonces, realizan una confesión exhaustiva de sus pecados y son renovadas completamente. Quizás haya otras personas que sean atraídas al escuchar los testimonios de otros, y como resultado, acuden a Dios suplicando que las ilumine; es entonces que Dios las ilumina y las conduce a realizar una confesión exhaustiva de sus pecados. Otros, después de tener comunión con otros creyentes, sienten que deben ir a Dios para que El los ilumine. Como resultado, también son iluminados y hacen una confesión exhaustiva de sus pecados. Existen además aquellos que perciben su condición pecaminosa al estar participando de una reunión de oración, ya sea en un grupo pequeño o uno grande. Al percibir esto, ellos hacen una confesión exhaustiva de sus pecados y también son iluminados por Dios. Otra clase de personas, al escuchar alguna exhortación, comprenden que para crecer en la vida divina, un cristiano tiene que hacer una confesión exhaustiva de sus pecados. Como resultado, oran: “Oh Dios, oro para que me ilumines y perdones todos mis pecados”. Oran de esta manera por uno o dos días, y al tercer día, Dios verdaderamente las ilumina. Y por último, hay cierta clase de personas que cuando oran, Dios les va mostrando gradualmente cuán pecaminosas son.

  Las resoluciones que tomamos son una expresión de nuestra búsqueda ante Dios. Así que, todos debemos acercarnos a El y decirle: “Oh Dios, necesito que me ilumines. Te pido que me ilumines y me muestres mis pecados. Sé que hay un principio: si no soy iluminado y mis pecados no son traídos a la luz, no hay manera de que pueda crecer en la vida divina”. Dios está dispuesto a contestar esta clase de oración y la contestará inmediatamente.

  Otras personas son iluminadas cuando le piden algo a Dios. Dios no les concede la petición, pero les muestra cuán mal están. Esto pasa sobre todo con los niños. Quizás un niño se acerque a su padre y, extendiendo las manos, le pide con mucho mimo: “Papi, dame un dulce”. El padre le contesta: “Mira tus manos, están muy sucias. Ve a lavártelas”. Así que el niño va, se lava las manos y regresa al padre por su dulce. Entonces, el padre trae un espejo para que el niño vea que tiene la cara sucia. Después de lavarse la cara, el niño regresa por su dulce, pero el padre le muestra que su cuello y su ropa están sucias. Así que, después de lavar su cuello y cambiarse de ropa, el niño está limpio. Lo mismo sucede con muchos cuando se acercan en oración a Dios. Ellos le piden a Dios esto y lo otro, pero Dios no les contesta, sino que les muestra cuán sucias están. No es sino hasta que esto sucede que ellos entienden lo que significa seguir a Dios, abandonar el mundo y rechazar el pecado. Sólo entonces comienzan a avanzar en su vida espiritual.

  Si una persona no ha tenido la experiencia de haber sido iluminada por Dios, a lo más, entenderá algunas doctrinas, pero no habrá dado ni un solo paso en la senda espiritual. Esta persona no sentirá ningún aborrecimiento por el pecado ni por lo que es inmundo. Ella permanecerá en tal condición hasta que Dios le ilumine y le muestre su condición pecaminosa, y así ella comience a confesar sus pecados. Tal percepción de su propia condición pecaminosa estará presente durante varios años y no solamente por unos cuantos días. Además, lo que siente hacia su propia corrupción, maldad y malas acciones hará que se acerque a Dios continuamente para ser iluminada y lavada por El.

CONFESIONES ESPECIFICAS

  Una vez concluido el período comprendido entre los años 1931 y 1935, toda vez que acudía a Dios pidiéndole alguna cosa, esta oración duraba apenas dos minutos. Por ejemplo, si oraba: “Oh Dios, por favor resuelve este problema”, me tomaba solamente treinta segundos hacer esta oración. Sin embargo, antes de estos treinta segundos, me tomaba de veinte a treinta minutos confesar mis pecados. Cuando veía cuán pecaminoso era, antes de pedirle al Señor que resolviera mi problema, tenía que confesar mis pecados. Después de confesar por veinte o treinta minutos, todos mis pecados habían sido completamente confesados. Como resultado, tenía paz en mi conciencia y no había ninguna barrera entre mi espíritu y Dios. Para entonces, casi estaba cara a cara con Dios, diciéndole, confiada y cómodamente: “Oh Dios, estoy limpio por la sangre preciosa de Tu Hijo. Oh Dios, tengo un problema, y te pido que lo resuelvas por mí”. Entonces, Dios contestaba inmediatamente esta clase de oración.

  Cuando oramos, con frecuencia no vemos con claridad y no conocemos la voluntad de Dios. Sin embargo, la clave para conocer la voluntad de Dios es confesar completamente todos nuestros pecados. Después de hacer esto, veremos con claridad. Cualquiera que se haya hecho insensible a Dios mismo, será también insensible al pecado. Deberíamos orar una oración muy simple; ya sea que andemos en la calle o estemos en casa, debemos decir: “Oh Dios, ilumíname y pon al descubierto todos mis pecados”. Entonces, un día la luz nos alcanzará y nos daremos cuenta de cuán mal estamos. Cuando esto suceda, nadie nos dirá que estamos mal en nuestra conducta externa, sino que nosotros mismos lo sentiremos interiormente. Entonces, iremos a Dios y le confesaremos nuestros errores. Si reconocemos que hemos ofendido a nuestros padres, iremos a Dios y diremos: “Oh Dios, en el pasado ofendí a mis padres, por favor perdóname”. Cuando confesamos nuestros errores, tenemos que hacerlo de manera específica.

  Si una esposa ha cometido muchos errores y ha ofendido a su esposo, ella tiene que confesar a Dios estos errores de manera específica, haciendo una descripción detallada de aquello en lo cual ella erró con respecto a su esposo o a sus niños. Lo mismo sucede con el esposo. El tiene que hacer, de manera específica, una confesión exhaustiva de aquello en lo cual perjudicó a su esposa o a la empresa donde trabaja. Además, debemos confesar una por una todas nuestras intenciones y pensamientos internos. Hay una hermana procedente del hemisferio occidental que siempre exhortaba a la gente a confesar sus pecados. Un día, ella oyó a alguien que oraba: “Oh Dios, tengo muchos pecados, por favor perdóname”. Al oír esto, esta hermana le dijo: “No le arroje ese bulto tan grande al Señor Jesús. Tiene que abrirlo y presentar su contenido minuciosamente, uno por uno”. Este bulto incluye todo; no digamos simplemente: “Oh Señor, soy un gran pecador”. Debemos contar, uno por uno, cada artículo que forma parte del bulto, diciendo por ejemplo: “Oh Señor, perjudiqué a mi hermano en cierto asunto. Oh Señor, me porté mal con mi esposo en tal ocasión, y cierto día fui injusta con mis hijos”. De esta manera, veremos que nuestros pecados son muchos y estaremos bajo la luz. En la actualidad, las personas viven en tinieblas sin tener ninguna sensación respecto al pecado; aunque confiesen sus pecados todos los días, aún así, siguen insensibles a su pecado.

LA SENDA DE VIDA COMIENZA CON LA CONFESION

  He aquí el problema de muchas personas: debido a que carecen de luz, son insensibles. Muchas personas llegan al trabajo a las nueve o a las nueve y media de la mañana, aún cuando su empresa ha estipulado expresamente que se debe llegar a las ocho en punto; sin embargo, al llenar sus tarjetas de control de asistencia, indican que llegaron puntualmente. Una vez un santo me preguntó: “¿Qué debo hacer cuando esto sucede?”. Le contesté: “Si su empresa requiere que usted llegue a las ocho, usted debe llegar a esa hora; pero si usted llega a las nueve, debe anotarlo así en su tarjeta”. Esto es ser un verdadero cristiano. Hoy en día, la lamentable situación que impera consiste en que muchos cristianos carecen de tal percepción. La razón por la cual carecen de dicha percepción es que carecen de luz. ¿Acaso no sabemos que la senda de vida comienza con la confesión? Incluso cuando hayamos decidido hacer cierta cosa y luego somos iluminados por Dios al respecto, no debemos persistir en nuestra decisión; más bien, debemos confesar nuestros pecados. Después de confesar, sabremos reconocer qué es pecado.

  Cierto empleado de una escuela primaria usaba frecuentemente el papel y los sobres con el membrete de la escuela. Hacer eso no es correcto. No obstante, si la escuela permite que el papel y los sobres de la escuela sean para uso personal, entonces está bien usarlos; pero, si no existe tal reglamento, hacer uso de estos materiales es un acto injusto. Algunos maestros de escuela primaria toman la tiza de la escuela y se la llevan para que sus hijos jueguen, sin estar conscientes del pecado cometido. No podemos decir que dichas personas no sean salvas, pero sí afirmamos que no están conscientes del pecado. La persona que confiesa sus pecados ante Dios no descuidará estos asuntos. Antes de confesar, uno posiblemente se sienta libre de leer el periódico o la correspondencia que pertenece a otros; pero después de confesar, estará consciente de su injusticia si sigue haciendo lo mismo. No se trata meramente de una cuestión legalista, sino que es cuestión de ser rectos. Cuando tengamos esta clase de percepción, conoceremos la senda de Cristo. Si queremos que la vida divina crezca en nosotros, tenemos que confesar nuestros pecados. La senda de vida comienza con la confesión. Muchas personas han escuchado acerca de diversas doctrinas, pero nunca han dado un paso en la senda de la vida divina; por consiguiente, no experimentan la disciplina del Espíritu Santo ni son restringidos por El. Aunque tal vez no cometan errores gravísimos, han estado cometiendo muchísimos errores pequeños. Tenemos que buscar la misericordia de Dios, procurar Su resplandor y confesarle a El, de tal modo que nuestro pecados nos sean perdonados.

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