
Hechos 24:16 dice: “Y por esto procuro tener siempre una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hombres”. Asimismo, 2 Timoteo 1:3a dice: “Doy gracias a Dios, al cual sirvo desde mis antepasados con una conciencia pura”. Hechos habla de “una conciencia sin ofensa”, mientras que 2 Timoteo habla de “una conciencia pura”. Además, en 1 Timoteo 1:19 dice: “Manteniendo la fe y una buena conciencia, desechando las cuales naufragaron en cuanto a la fe algunos”. El versículo dos del capítulo cuatro de este mismo libro dice: “Por la hipocresía de mentirosos que, teniendo cauterizada la conciencia como con un hierro candente”. Efesios 4:19 asimismo afirma: “Los cuales, después que perdieron toda sensibilidad, se entregaron a la lascivia para cometer con avidez toda clase de impureza”. Estos versículos nos muestran cuán importante es la conciencia en la vida de un cristiano.
Si un cristiano desea crecer en la vida divina, es imprescindible que haga tres cosas: en primer lugar, deberá confesar exhaustivamente sus pecados delante de Dios; en segundo lugar, deberá tomar medidas minuciosas con respecto a los pecados cometidos delante de los hombres; y en tercer lugar, deberá consagrarse completamente a Dios. Si los santos están dispuestos a acudir al Señor haciendo estas tres cosas y las practican con toda seriedad, con certeza avanzarán en la vida divina. Pero si sólo reciben estas palabras a manera de doctrina, no les serán de mucha ayuda. Estos mensajes son sólo pautas, y serán de beneficio para los santos únicamente cuando ellos anden seriamente en el camino del Señor. La secuencia en la que experimentamos estas tres cosas —confesar nuestros pecados ante Dios, confesar nuestros errores ante los hombres y consagrarnos absolutamente a Dios— puede variar. Estos tres asuntos son como las tres cuerdas de un único cordón, y ninguno que tome el camino del Señor puede ser negligente respecto a ello.
Además, después que un cristiano ha confesado exhaustivamente sus pecados, ha tomado medidas minuciosas con respecto a ellos y se ha consagrado a Dios, deberá también preocuparse por mantener una conciencia sin ofensa. Esta es la senda que un cristiano debe tomar. Después que hemos confesado nuestros pecados ante Dios, que hemos tomado medidas con respecto a los pecados cometidos ante los hombres y que nos hemos consagrado a Dios, tendremos inmediatamente cierto sentir en lo profundo de nuestro ser. Tal sentir no constituye una mera convicción intelectual, sino que es un sentir en lo profundo de nuestro ser que nos insta a mantener una buena conciencia y a tener paz en nuestra conciencia. Por consiguiente, es de suma importancia conocer el origen de la conciencia, la posición que ella ocupa y la función que desempeña.
En palabras sencillas, la conciencia procede de Dios. Quienes buscan conocer a Dios, deben saber que antes de la caída de Adán, el hombre vivía en la presencia de Dios y no tenía necesidad de ejercitar su conciencia. Por ejemplo, cuando en pleno día estamos bajo la luz del sol, no necesitamos utilizar una lámpara ni requerimos de otra clase de luz. Sólo aquellos que no están bajo el sol necesitan otra clase de luz. La conciencia se hizo necesaria debido a la caída del hombre, ya que el hombre abandonó la presencia de Dios. En el principio, el hombre vivía delante de Dios, a quien podemos asemejar al sol. Originalmente, el hombre recibía la luz directamente del rostro de Dios. Si bien la luz de las velas es débil, no deja de cumplir una función, pues cuando el sol se ha puesto, la luz procedente de las velas comienza a brillar. Lo mismo sucede con la función que desempeña la conciencia. Cuando el hombre vivía delante de Dios y recibía la luz de Dios, éste no hacía uso de su conciencia y la función que la conciencia desempeña no se había manifestado, debido a que el hombre no tenía necesidad de ella al estar delante de Dios. Por la historia de la humanidad, sabemos que el hombre cayó poco después de haber sido creado; cayó de la luz a las tinieblas. Así pues, después de la caída existía una distancia, una barrera, entre Dios y el hombre. La Biblia nos muestra que en ese preciso momento, Dios dio un paso concreto para activar la función de la conciencia del hombre. Esto se puede comparar a una lámpara que es encendida cuando el cielo empieza a oscurecer. No debemos olvidar que la función de la conciencia fue activada después que el hombre cayó.
La posición que ocupa la conciencia es la de un representante de Dios, o podríamos decir, que la conciencia ocupa el lugar de Dios en el hombre. Por consiguiente, aunque vivir conforme a nuestra conciencia es bueno, no constituye la condición más elevada. El hombre está en su condición más elevada cuando vive directamente delante de Dios. ¿Por qué tenemos necesidad de una lámpara? Necesitamos una lámpara porque el cielo está oscuro. ¿Por qué tenemos necesidad de la conciencia? Necesitamos la conciencia debido a que el hombre es un ser caído. Puesto que el hombre, al caer, abandonó la presencia de Dios, Dios tuvo que valerse de la conciencia como Su representante para iluminar al hombre. Podemos dividir la historia de la humanidad en diferentes dispensaciones. La primera dispensación se llama la dispensación de la inocencia; en ella, el hombre era regido directamente por Dios. Después de la caída, se dio inicio a la segunda dispensación, la dispensación de la conciencia. Durante esta dispensación, estaban presentes en el hombre tanto el pecado como la conciencia. Aunque el hombre había caído en las tinieblas del pecado, Dios aún conservó la conciencia como una lámpara para el hombre. La conciencia del hombre todavía podía iluminar al hombre y, así, manifestar su función. Es así como la conciencia fue activada.
La caída del hombre no fue una caída parcial; más bien, fue una caída continua y completa. El hombre no pudo permanecer bajo el gobierno de su conciencia, sino que continuó cayendo. ¿Cómo es que el hombre siguió cayendo? Sabemos por la historia del hombre que su caída en el pecado ocurrió de manera progresiva. Primero, el hombre estuvo bajo el gobierno de su conciencia, y era su conciencia la que lo iluminaba y dirigía. No obstante, el hombre fue incapaz de permanecer firme bajo el gobierno de la conciencia, y de allí, cayó nuevamente. Después de la primera etapa de su caída, el hombre contaba con su conciencia, la cual representaba a Dios con el fin de gobernar al hombre; pero el hombre no prestó atención a su conciencia en todo cuanto hizo, y cayó nuevamente. Fue entonces cuando comenzó la dispensación de la ley, y el hombre comenzó a ser castigado si desobedecía las leyes de su nación. En esta coyuntura, el hombre había caído sobremanera.
El hombre es, verdaderamente, muy extraño: cuanto más es gobernado por el hombre, más bajo cae. Por ejemplo, una persona que está siempre bajo la supervisión de sus padres, en cuanto ellos se descuiden, hará algo que no es debido. Asimismo un estudiante, en cuanto esté libre de las normas de la escuela, hará algo contrario a dichas normas. Si en una determinada nación o sociedad no hubiera policías, la nación entera estaría llena de crímenes. Por ello, aunque muchos ladrones y malhechores desafían cielo y tierra, aun así, temen las leyes de la nación. Si ellos encontraran la manera de escapar de tales leyes, harían muchas cosas malignas. Esto prueba que el hombre es un ser sumamente caído.
En realidad, es imposible clasificar a los hombres, pero si tuviéramos que hacerlo, simplemente los clasificaríamos en tres categorías. La primera categoría es la más elevada, pero son muy pocas las personas que se encuentran en ella. Esta categoría de personas vive directamente en la presencia de Dios. Estas personas están llenas de luz y son como el resplandor del sol, pero existen muy pocas personas así; se trata de cristianos que son muy espirituales y santos.
La segunda categoría también se compone de cristianos y es, también, un grupo muy reducido. Esta categoría es la de aquellos que viven según su conciencia y que tienen una conciencia muy aguda. Los hijos que pertenecen a esta categoría no requieren de la supervisión de sus padres; los estudiantes pertenecientes a esta categoría no requieren de las normas de su escuela; y, en general, todas las personas de esta clase cumplen con la ley y no necesitan del control policial. Son personas que viven regidas por su conciencia y que no necesitan ser gobernadas por el hombre, pues su conciencia los ilumina y los regula. Si ellas perciben que algo es impropio, no lo harán. No hay ley que pueda regir completamente al hombre; no obstante, el gobierno de la conciencia abarca muchísimo más de lo que pueden abarcan las leyes. Esta es la segunda categoría de personas: los que viven regidos por su conciencia.
El tercer grupo no está gobernado ni por Dios ni por su conciencia. Estas personas no temen ni a las leyes de su país, ni a las normas de su familia. Son capaces de cometer toda clase de perversidad.
Aún hay otra categoría, ubicada entre la primera y la segunda categoría, la cual está compuesta por aquellos que viven según su conciencia, y a la vez, están aprendiendo a vivir delante de Dios. Estos son los cristianos que se mantienen avanzando. Un cristiano normal y que avanza, no sólo vive según su conciencia sino que también vive en la presencia de Dios.
Al caer, el hombre descendió de la presencia de Dios al régimen de su propia conciencia y, luego, del régimen de su conciencia al gobierno de la ley. Todos, en mayor o menor medida, hemos tenido esta clase de experiencia. Cuando éramos niños, nuestros padres nos ordenaban no robar ningún caramelo y, si lo hacíamos, nuestro corazón latía aceleradamente. Si robábamos dulces una segunda vez, nuestro corazón latía con menor intensidad que la primera vez; al robar caramelos una tercera vez, el latido de nuestro corazón era aún menos intenso. Y la cuarta vez que hurtábamos, nuestro corazón seguía latiendo como si no hubiera pasado nada debido a que perdimos sensibilidad al no hacerle caso a nuestra conciencia. La quinta vez que robamos, nuestro único temor era que nuestros padres lo supieran. En esa condición parecía que robar un caramelo no tenía importancia, y lo único que temíamos era que nuestros padres nos encontraran robando. De igual manera, la primera vez que hicimos trampa en un examen escolar, nuestro corazón latía muy intensamente; luego, la segunda vez, nuestro corazón latía con menor intensidad; la tercera vez, el latido era más suave; y para cuando hicimos esto la cuarta vez, la agitación era menor. Mientras que el maestro no nos sorprendiera, todo estaba bien. ¿Qué es lo que esto nos muestra? Esta ilustración nos muestra cómo ocurrió nuestra caída del régimen de la conciencia al gobierno de los hombres.
También ocurre lo mismo con las relaciones inmorales entre hombres y mujeres. La primera vez que las personas hacen algo inmoral, su conciencia los incomoda; la segunda vez, la sensación es menos intensa; la tercera vez, tal sensación es mucho más débil; para la cuarta ocasión, dejan de tener alguna sensación específica al respecto. La quinta vez, estas personas sienten muy poco temor, pues sólo temen las leyes de su país o temen ser descubiertos por los demás. Es así como el hombre ha caído del sentir de su conciencia al gobierno humano. Los asaltantes y ladrones son iguales en cualquier parte del mundo; si no hubiera policía o gobierno, el mundo se encontraría envuelto en un caos inimaginable.
Las personas que infringen la ley, en su mayoría, temen los castigos impuestos por la ley. Nuestro Señor nos salva de vivir así. Después de nuestra salvación, si seguimos haciendo lo que es contrario a las reglas de nuestra familia, a las normas de nuestra escuela o a las leyes de nuestra sociedad, temo que no hayamos sido verdaderamente salvos o, si somos salvos, temo que no parezcamos ser cristianos. Dios nos salva del aspecto más bajo de la caída. Una persona que no es salva acarrea problemas a la familia, a la sociedad y al país; en esto consiste la caída del hombre. Una persona salva no requiere del control de sus padres en el hogar debido a que, sin necesidad de ello, es un hijo obediente; tampoco requiere ser supervisado en la escuela debido a que es un estudiante que se sujeta a las normas; tampoco necesita ser controlado por su sociedad ni por su nación debido a que, sin necesidad de ello, ya es un hombre bueno, un ciudadano que cumple la ley. Esta persona se sujeta a las leyes, no porque las tema, sino porque vive según su conciencia. En su caída, el hombre cayó de la presencia de Dios al régimen de su conciencia, y del régimen de su conciencia al gobierno de los hombres. El gobierno humano constituye el nivel más bajo de la caída del hombre; es allí donde Dios, en Su obra salvadora, llega al hombre.
El nivel más bajo en la caída del hombre es cuando éste tiene que ser regido por sus semejantes. Si el esposo gobierna a la esposa, o la esposa gobierna al esposo, y los hijos tienen que ser gobernados por sus padres, entonces, esto es prueba de que ellos son seres sumamente caídos. Algunas personas trabajan en organizaciones o compañías que requieren que sus empleados lleguen al trabajo a las ocho en punto. Sin embargo, estos empleados tratan todos los días de averiguar si su jefe estará allí a las ocho en punto el día siguiente. Así, si el jefe llega a las ocho en punto, ellos también entran a trabajar a las ocho; pero si él tiene que ir a algún lado y no llega sino hasta las ocho y media, ellos también llegan a las ocho y media. ¿Es propio de un cristiano comportarse así? Si alguno entre nosotros hace algo semejante, no necesariamente quiere decir que esta persona no sea salva, pero al menos podemos afirmar que no vive conforme a su conciencia. Una persona salva se presenta a trabajar a las ocho en punto, sin importar si su jefe llega o no a esa hora. Esta persona vive así porque Dios la salvó de vivir bajo el gobierno humano y ha hecho que viva según su conciencia. Son muchas las personas que han sido verdaderamente salvas, pero lamentablemente, muchas esposas en esta categoría todavía engañan a sus maridos y mienten frente a sus hijos. Este no es el comportamiento que corresponde a un cristiano. Si un cristiano es completamente salvo, deberá ser salvo de estar en semejante condición.
Hace diez años, yo servía en cierta localidad. Un día, un hermano se acercó a mí y me dijo: “Tengo un problema que he tratado de resolver desde hace varios días y no he podido hacerlo. Por favor, ayúdeme”. Entonces le pregunté en qué consistía el problema, y él me explicó: “Yo fui salvo hace mucho tiempo, pero luego me descarrié. No sólo jugaba naipes todo el tiempo, sino que hurtaba electricidad de la compañía eléctrica. En ese tiempo, muchos hacían lo mismo, y yo lo hacía todos los días. Pero ahora, por la misericordia de Dios, he sido reavivado y siempre que pienso en los días en que robaba electricidad, siento un profundo malestar. No sé qué hacer”. Les pido que presten atención al hecho de que, antes de ser salva, esta persona no temía a nadie, ni tampoco temía los cielos ni la tierra; no obstante, temía al encargado de leer el medidor de luz de la compañía eléctrica. Así pues, esta persona temía al hombre, pero no a su conciencia. Un día, sin embargo, esta persona fue reavivada lo suficiente como para percibir que su conciencia no estaba en paz. Como resultado, le fue imposible seguir hurtando y sintió, más bien, que debía pagar por toda la electricidad que había hurtado en el pasado. Cuando acudió a mí, él se encontraba en esta difícil situación. Entonces le dije: “Es muy sencillo. Todo lo que tiene que hacer es calcular el valor aproximado de la electricidad que hurtó en el pasado, y luego, pague a la compañía eléctrica el importe correspondiente”. Este hermano me respondió: “Hacer eso me parece muy difícil. En primer lugar, me parece difícil calcular exactamente la cantidad, y en segundo lugar, me da mucha vergüenza y carezco de la valentía necesaria para hacerlo”. Entonces le respondí: “No es tan difícil. Primero, calcule el importe aproximado, y luego añádale un poco más. En tanto que su conciencia no lo condene, eso bastará. Y segundo, aunque es una vergüenza tener que hacer esto, al mismo tiempo es algo glorioso, pues Dios se complace cada vez que alguien se arrepiente y se lamenta por lo que ha hecho en el pasado”.
Este hermano pensó acerca de lo que le dije y le pareció razonable; así que, al regresar calculó el importe, firmó un cheque y escribió una carta muy sincera dirigida a la compañía eléctrica en la que les contaba toda la historia. El escribió: “Hurté electricidad de vuestra compañía en el pasado, pero ahora, soy cristiano. Mi conciencia me pesa y me insta a efectuar la restitución debida pues, de otro modo, no tendré paz”. Poco después, un hermano a cargo de una tienda de artefactos eléctricos, fue a la compañía eléctrica para tratar ciertos asuntos. El jefe del departamento de contabilidad, en cuanto vio a este hermano, le dijo: “Por favor ayúdeme; examine este cheque y dígame si es verdadero o falso. ¿Será que esta persona está loca?”. El hermano contestó: “Yo conozco a este individuo; él no está loco”. Entonces, el hermano le dio testimonio acerca de lo sucedido, con lo cual causó una profunda impresión en este jefe de contadores.
Había una hermana que solía ser muy descuidada. En 1932, al ser reavivada por Dios, empezó a vivir según su conciencia. Gracias al sentir de su conciencia, se dio cuenta de que hace algunos años ella había cometido un acto deplorable. En ese tiempo, era fácil viajar de Nankín a Shangai, pues había un tren directo que unía estas ciudades. Sin embargo, para viajar en este tren uno debía comprar un boleto. Esta hermana había estudiado en los Estados Unidos y era profesora en una universidad. Además, desempeñaba cierto cargo de responsabilidad entre los estudiantes. Muchas personas que trabajaban en la administración de ferrocarriles la conocían y la ayudaron a obtener un pase de empleado que le permitiera viajar gratis en el tren. A pesar de tratarse de una persona que se había graduado de la universidad, con estudios en el extranjero y que dictaba clases en la universidad, pudo cometer un acto tan deplorable que la hizo comportarse como un vil ladrón al codiciar tan insignificante beneficio. La mayoría de las personas que son rebeldes y no se sujetan a la ley, primero desobedecen a Dios y luego hacen caso omiso de su conciencia para, finalmente, desafiar la ley. Así pues, cuando desafían la ley, esto indica que ya han desobedecido a Dios y han hecho caso omiso de su conciencia. Al llegar a tal nivel, con tal de que no sufran el castigo de la ley, son capaces de cometer cualquier acto. Esta es la condición en la que se encuentra el hombre caído.
Sin embargo, cuando esta hermana fue salva, su conciencia inmediatamente la iluminó y le hizo percibir que había hecho algo injusto y que tenía una deuda con el gobierno por haber utilizado un pase de empleado. No tenía paz y esto hizo que buscara tener comunión al respecto con algunos santos. Los santos le dijeron que ella debía calcular el valor de lo que había sustraído y tomar medidas minuciosas al respecto. Ella les dijo, a su vez, que el problema no era pagar el dinero que debía, sino que no sabía cómo calcular el importe ni cómo regresar el dinero. En ese tiempo, los ingresos que recaudaba la administración del ferrocarril que unía Nankín y Shangai, iban al erario nacional. A la luz de todo esto, los hermanos sugirieron que una vez que ella hubiese calculado el monto respectivo, debía enviar el dinero directamente al Ministro de Finanzas, porque si el dinero tuviese que ser transferido desde los escalafones más bajos de la empresa, era fácil que el dinero se extraviara. Por lo tanto, esta hermana escribió una carta dirigida al Ministro de Finanzas y se la envió junto con el dinero. Más tarde, el periódico de Nankín publicó esta historia.
Toda persona salva debe mantener una conciencia sin ofensa, pues si no lo hace no tendrá paz interna. Si no mantiene una buena conciencia, no podrá orar adecuadamente. Además, si no mantiene una conciencia sin ofensa, su lectura de la Biblia será insípida y no tendrá poder al predicar el evangelio. Si usted no ha tomado las medidas necesarias para mantener una conciencia sin ofensa, no podrá recorrer la senda que tiene por delante. Todo aquel que ha sido salvo, tiene que pasar por esta etapa si quiere avanzar en el camino. Nuestra conciencia es como una ventana, y nuestro ser es como un cuarto; la luz que el cuarto (nuestro ser) recibe, debe pasar por la ventana (nuestra conciencia). Al principio, dentro de nosotros no hay luz, sino sólo tinieblas; pero nuestra conciencia es como una ventana que permite que la luz entre en nuestro ser.
Antes de ser salvos, nuestra conciencia era como una ventana sumamente sucia manchada de masilla, la cual no dejaba pasar la luz. Como resultado, nuestro ser se encontraba en un estado de absoluta oscuridad. Sin embargo, una vez que somos salvos, el Espíritu Santo entra en nosotros y hace que nuestro ser esté lleno de luz. Entonces, podemos percibir de inmediato que estamos mal. Cuando esto sucede, debemos arrepentirnos y confesar nuestros pecados delante de Dios; y, ante los hombres, debemos tomar medidas con respecto a los pecados que hayamos cometido. Cada vez que confesamos un pecado o tomamos medidas con respecto a algún pecado, quitamos un poco de la masilla que cubre la ventana. Lo maravilloso es que, antes de limpiar la ventana, no nos dábamos cuenta de lo sucia que estaba; así que, cuanto más la limpiamos, más sucia nos parece que está. Una vez que limpiamos la ventana aunque sea un poquito, revolvemos toda la suciedad grasosa que la cubría. Entonces, cuando la luz atraviesa esa ventana, parece que está más sucia que antes. Pero a la postre, la ventana estará limpia.
Sucede lo mismo con nuestra conciencia. Cuando recién fuimos salvos, tal vez creíamos que apenas habíamos cometido unos cuantos errores delante de Dios, pero una vez que comenzamos a confesar estos errores, de inmediato empezamos a descubrir muchos pecados más graves. Con el tiempo, cuantas más medidas tomemos con respecto a nuestros pecados, menos pecados tendremos. Esto es como limpiar una ventana: cuanto más la limpiamos, menos hollín tiene. Como resultado de este proceso, tenemos paz interna y, espontáneamente, se nos hace fácil orar a Dios. Cuando la lluvia salpica barro o arena en una ventana sucia, difícilmente podemos ver algo en el interior de la casa; sin embargo, después de limpiar la ventana, cuando un poquito de arena o barro la salpica, inmediatamente nos damos cuenta de ello. Son muchas las personas que a pesar de haber hecho algún mal, nunca perciben que están equivocadas. Esto prueba que nunca han tomado las medidas necesarias para mantener su conciencia sin ofensa.
Todo aquel que quiera avanzar en la senda de la vida divina tiene que mantener una buena conciencia, puesto que la conciencia y la fe actúan juntas. Cuando oramos, necesitamos fe. Orar sin fe equivale a no orar en absoluto. Dios sólo atiende las oraciones hechas con fe, y El no escuchará ninguna oración que no provengan de la fe. Sin embargo, una vez que tenemos algún problema de conciencia, perdemos la fe; y toda vez que haya un agujero en nuestra conciencia, la fe se escapa por él. Es cierto que todavía podemos orar y suplicar, pero si no tenemos fe y nuestra conciencia es insensible, seremos como un neumático que tiene un agujero: cuanto más aire le insuflemos, más será el aire que se escapa y más desinflado estará. En 1 Timoteo 1:19 dice: “Manteniendo la fe y una buena conciencia, desechando las cuales naufragaron en cuanto a la fe algunos”. La tendencia a corromperse que existe en la sociedad, no estaba presente en sus inicios; esto no ocurría en el pasado. Hoy en día, incluso los círculos académicos están saturados de mentiras. Los maestros engañan a sus alumnos, y los alumnos engañan a sus padres. Dondequiera que sea, hay muchas mentiras. Esto es particularmente cierto en el caso de los jóvenes. Incluso jóvenes cristianos mienten tanto en su casa como en su escuela. Ellos piensan que les es muy difícil no mentir. Esta es la razón por la cual no realizan ningún progreso en la fe.
Si somos incomodados interiormente al mentir, debemos tomar medidas minuciosas al respecto y no hacer caso omiso de tal sentir. Si le decimos una mentira a alguien y, en consecuencia, no tenemos paz en nuestra conciencia, tenemos que acercarnos a esa persona y resolver esa situación de inmediato, diciéndole: “Lo siento mucho. Lo que acabo de decirle era mentira; no es verdad”. De esta manera, nuestro ser interior estará lleno de luz. Quizás estemos llenos de luz por tres días, hasta que nos enfrentamos con otro incidente y mentimos de nuevo. Tan pronto como esto sucede, debemos obedecer inmediatamente el sentir de nuestra conciencia. Si no lo hacemos, después de tres o cuatro incidentes parecidos, gradualmente nuestra conciencia se hará insensible; y una vez que esto suceda, no sólo diremos más mentiras, sino que haremos cosas aun peores y naufragaremos en cuanto a la fe.
Así pues, me temo que la conciencia de muchos cristianos no pasará esta prueba. Una vez, un predicador me contó algo que él vio una vez cuando fue a visitar a un pastor. Al momento de sentarse, el hijo del pastor se acercó a su padre y le dijo que alguien lo estaba buscando. Entonces este pastor le dijo a su hijo, en presencia del predicador: “Dile que no estoy en casa”. Esto muestra cuán fácil es mentir, ya que la mentira lo resuelve todo. Sin embargo, una vez que mentimos, interiormente nuestra conciencia es cauterizada como con un hierro candente. Si hacemos esto una y otra vez, nuestra conciencia se hará insensible y llegará a estar como muerta. La conciencia de muchas personas no es una conciencia viva sino una conciencia muerta, debido a que han adquirido el hábito de mentir. Un cristiano no podrá orar de manera genuina una vez que haya mentido, ni tampoco podrá orar de modo genuino una vez que se haya enojado. Algunas personas dicen haber visto a cristianos orar inmediatamente después que se enojaron. De cierto, hay personas así, pero Dios nunca escuchará la oración de alguien cuya conciencia se ha hecho insensible. Si una persona no escucha la voz de su conciencia, Dios tampoco escuchará la voz de esa persona. Aquellos cuya conciencia se ha hecho insensible, ciertamente no tienen fe en su oración. Dios no escucha la oración de un mentiroso. Una vez que la conciencia de una persona ha sido corrompida, tiene un agujero o se ha hecho insensible, ella no podrá interpretar el sentir de su conciencia, y Dios dejará de escuchar la oración de esta clase de persona.
En Hechos 24:16 Pablo dice: “Y por esto procuro tener siempre una conciencia sin ofensa ante Dios y ante los hombres”. Una conciencia sin ofensa es una que no tiene agujeros o grietas. Si confesamos nuestros pecados ante Dios y tomamos medidas con respecto a los pecados cometidos ante los hombres, nuestro ser interior estará limpio de todo pecado y nuestra conciencia será pura. Sólo podemos servir a Dios si tenemos una conciencia pura. Si anhelamos que nuestro servicio sea aceptado por Dios, tenemos que servir con una conciencia pura. Si nuestra conciencia no es pura, no sólo nuestras oraciones no serán contestadas, sino que no contarán para Dios. La conciencia de algunas personas es como un barco que ha naufragado. Si bien hay quienes no prestan atención a su conciencia, nosotros, quienes somos salvos, jamás debemos pasar por alto aún los errores más pequeños; más bien, debemos tomar medidas minuciosas al respecto. No necesitamos exhortar a la gente a entusiasmarse, puesto que el entusiasmo ciego no será de beneficio alguno. Si deseamos seguir a Dios según la vida divina y anhelamos recorrer la senda que tenemos por delante, debemos ir en pos de El y honrar Sus principios. Si anhelamos servir a Dios y deseamos que nuestro servicio sea de Su agrado, debemos tener siempre la presencia de Dios y debemos estar siempre llenos de luz y tener fe todo el tiempo. De esta manera, podremos experimentar constantemente la luz, la revelación, la vida y el poder. Siempre y cuando hayamos procurado, de manera minuciosa y exhaustiva, mantener una conciencia sin ofensa, seremos capaces de recorrer esta senda de una manera recta y adecuada.