
Juan 15:5 dice: “Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en Mí, y Yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de Mí nada podéis hacer”. Filipenses 4:11-13 dice: “No lo digo porque tenga escasez, pues he aprendido a contentarme, cualquiera que sea mi situación. Sé estar humillado, y sé tener abundancia; en todas las cosas y en todo he aprendido el secreto, así a estar saciado como a tener hambre, así a tener abundancia como a padecer necesidad. Todo lo puedo en Aquel que me reviste de poder”. En el versículo 13 encontramos la frase: “Todo lo puedo en Aquel que me reviste de poder”. Sabemos que Aquel que nosreviste de poder, es Cristo. Todo lo podemos en Aquel que nos reviste de poder.
Toda persona salva anhela, en su corazón, agradar a Dios. Este anhelo es muy intenso en algunos y bastante tenue en otros. Sin embargo, ya sea que este anhelo sea intenso o débil, toda persona salva —en su corazón— tiene tal anhelo, a menos que esta persona nunca piense en Dios ni busque a Dios. Una vez que una persona busca más de Dios, espontáneamente surgirá en su corazón el anhelo de agradar a Dios. Esto es así, porque en este universo Dios desea que el hombre le ame y busque más de El.
Todo aquel que conoce a Dios sabe que El desea concederle al hombre mucha gracia y también tiene mucho que hacer en el hombre; pero, si el hombre no desea recibir esto, a Dios le será imposible hacer cualquier cosa. Por tanto, cuando los hombres le entregan su corazón a Dios, esto equivale a permitir que Dios opere en ellos. Si una persona no está dispuesta a dar su corazón a Dios, Dios no podrá derramar Su gracia sobre ella, ni tampoco podrá operar en esta persona. Un ejemplo de esto ocurre cuando los padres desean hacer algo por sus hijos, pero éstos les dan la espalda y se alejan de ellos. Como resultado, los padres no pueden hacer nada. Poseer un corazón que ama a Dios es precioso a los ojos de Dios y algo que El valora como un verdadero tesoro. Dios desea que el hombre le ame y le busque. Esto no significa que Dios quiera obtener algún beneficio del hombre, sino que El tiene mucho para dar al hombre, tiene mucha gracia para concederle, y tiene mucho que hacer en el hombre. Si el hombre no ama a Dios ni se acerca a El, a Dios le será imposible hacer lo que El anhela; por eso, Dios siempre ha deseado que el hombre le ame y se acerque a El.
Al igual que los padres, Dios continuamente anhela que Sus hijos sean como El. Siempre que un corazón se vuelve a Dios, Dios lo considera un verdadero tesoro. Sin embargo, muchas veces, debido a que no procuramos más de Dios, El se ve obligado a constreñirnos, llevándonos a recorrer algunas sendas sinuosas, a fin de que nos volvamos a El. Toda vez que sentimos el amor de Dios y la dulzura de Su amor en nuestro ser, nuestro amor hacia Dios brota espontáneamente en nosotros y oramos: “Oh Dios, te amo; te entrego mi corazón”. Sentimos que Dios es muy atractivo y precioso. Así que, oramos: “Oh Dios, Tú eres lo más precioso que existe; no hay nada tan precioso como Tú. Aunque hay muchas cosas que son atractivas, cuando las comparamos contigo, Tú eres el más glorioso. Oh Dios, no me importa si soy capaz de amarte o no; simplemente te amo, y te amaré por siempre”.
El hecho de haber realizado tal oración es prueba de que Dios ha operado en nuestro ser. Algunas veces, Dios se vale de circunstancias externas para constreñirnos a amarle; esto es obra de Dios. Otras veces, El nos atrae con Su amor; esto también es obra de Dios. Dios hace estas cosas porque desea que le amemos. Dios no puede hacer mucho en una persona que nunca le ha permitido operar en su ser y que no percibe lo precioso que es Dios. Siempre que Dios opera en una persona, primero permite que esa persona vea cuán precioso es El. Como resultado, en el corazón de esta persona brota el amor y, entonces, ella amará a Dios. Esto es algo muy valioso.
Sin embargo, siempre que alguien está dispuesto a amar a Dios, surge un gran problema. Todos, sin ninguna excepción, experimentamos este mismo problema. En cuanto una persona decide amar a Dios, surgirá de inmediato este problema: dicha persona se esforzará al máximo por agradar a Dios. El deseo de amar a Dios y agradar a Dios es muy apropiado, muy precioso y completamente aceptable delante de Dios. Sin embargo, dicha persona amará a Dios con sus propias fuerzas y a su manera, y esto es lo que le desagrada a Dios. Dios no desea nada que provenga de nuestras propias fuerzas y rechaza todo lo perteneciente a nuestro esfuerzo propio.
Por ejemplo, yo podría proponerle a un hermano realizar algo juntos, pero no deseo que se valga de su propio esfuerzo, pues esto representaría un gran problema. Resulta extraño afirmar que deseamos la ayuda de otros, pero que no deseamos que ellos aporten su propio esfuerzo. Si alguien le pide a usted que le ayude a hacer algo, pero esta persona no desea que usted se valga de sus propias fuerzas, esto le resultaría muy difícil de realizar. A usted le resultaría muy problemático que esta persona desee su corazón, pero que al mismo tiempo no desee su sabiduría ni su manera de hacer las cosas. Normalmente, si alguien me pide ayuda, habré de ayudarle a mi manera y con mi propia sabiduría. Pero si esta persona no desea que aporte mi esfuerzo propio, mi propia sabiduría o mi propia manera de hacer las cosas, ¿por qué habría de desear mi ayuda? Hubiera sido mejor que yo no hubiese acudido a ayudarle. Así pues, valernos de nuestras propias fuerzas es un principio característico del hombre; sin embargo, ésta no es la manera en que Dios actúa. El no desea que el hombre aporte su esfuerzo propio, su propia manera de hacer las cosas ni su propia sabiduría. Dios desea únicamente el corazón del hombre.
Hace unos quince años conocí a un misionero occidental, quien me contó su testimonio. Este misionero me contó que, si bien había sido salvo en su juventud, él no conocía al Señor debidamente. Y aunque había venido a China como misionero, aun así, no conocía mucho al Señor. Para explicar esto, él usó el ejemplo de conducir un automóvil. Me dijo que, puesto que él no era un buen chofer, le había pedido al Señor que lo ayudara. El Señor era como un consejero para él. Cada vez que se encontraba perplejo, le pedía consejos al Señor. Cuando se encontraba sin fuerzas, le pedía al Señor que lo ayudase. Esta era su situación anteriormente. Aun así, a él le parecía que el Señor no le había ayudado mucho. Parecía, más bien, que cuanto más le pedía al Señor que lo dirigiera, más el Señor se rehusaba a dirigirlo. Posteriormente, llegó a ver que aunque su amor por el Señor era correcto, él no debía valerse de su propio esfuerzo ni de sus propios métodos; es decir, él debía abandonar sus propias fuerzas y sus propios métodos para agradarle. El sabía que era correcto tener en su corazón el anhelo de ser para el Señor y que, sin tal anhelo, el Señor no podría otorgarle gracia ni operar en él. Sin embargo, este misionero también se dio cuenta de que tenía que dejar a un lado sus propios métodos y su esfuerzo propio. Este hermano me dijo que ahora él le había entregado “todo el automóvil” al Señor, incluyendo los asientos y el volante. Si el Señor manejaba bien, él lo alababa; si el Señor manejaba rápido, él le daba gracias. El había puesto toda su vida en las manos del Señor. Lo único que hacía ahora era sentarse al lado del Señor y disfrutar el viaje. El Señor se encargaba de todos los problemas, y toda la fuerza procedía del Señor, mientras él, sencillamente, contemplaba el paisaje y lo disfrutaba.
Si bien se trata de un ejemplo muy sencillo, sirve para mostrarnos el problema que muchas personas tienen. O no amamos a Dios o, una vez que lo amamos, nos valemos de nuestros propios esfuerzos y métodos para agradarle. Como resultado de ello, nos desviamos y nos apartamos de Dios. Deseamos amar a Dios y serle gratos por medio de nuestros propios esfuerzos, según nuestro punto de vista y a nuestra manera; sin embargo, Dios no desea nada de esto. Como resultado, terminamos desviándonos y alejándonos de Dios. Así pues, muchas veces, al sentirnos débiles, pedimos a Dios que nos fortalezca; y en muchas ocasiones, al fracasar, suplicamos a Dios que nos haga vencer y estar firmes. Esta clase de oración rara vez recibe respuesta. Dios casi nunca responde a las oraciones que suplican por fortaleza o por victoria. Por tanto, puede ser que haya muchas personas que duden de Dios y se pregunten: “¿Por qué Dios no escucha mi oración?”. El problema consiste en que si usted es quien maneja el automóvil y le pide al Señor que sea su consejero y ayudante, el Señor nunca le aconsejará ni le ayudará. Hay un dicho que es muy cierto: si no permitimos que el Señor haga todo el trabajo, el Señor no trabajará. Si nos valemos de nuestros propios métodos para agradar a Dios, seremos distraídos de Dios e, incluso, puede ser que nos sintamos desalentados. Son muchas las distracciones o problemas que esto origina, pero también es el momento en el que debemos recibir gracia. Es por este motivo que Dios siempre prepara nuestras circunstancias de una manera muy particular, con el fin de debilitarnos y hacernos sentir abrumados por nuestras circunstancias e incapaces de enfrentar la situación.
Si ya amamos a Dios, posiblemente le pediremos que nos ayude a mejorar para poder agradarle. En respuesta a ello, Dios no sólo no nos ayudará, sino que hará que nuestras circunstancias empeoren con el fin de constreñirnos y hacer que no podamos realizar nada. Cuando esto sucede, son muchos los que probablemente se preguntarán por qué es que antes de haber amado a Dios, no tenían ningún problema; sin embargo, ahora que aman a Dios, sus circunstancias se han hecho más difíciles. Esto es exactamente lo que Dios hace. Debido a que tenemos en nuestro corazón el deseo de amarle, Dios prepara nuestras circunstancias a fin de quebrantar nuestros esfuerzos y métodos propios. Dios no desea ninguno de nuestros esfuerzos o métodos; El únicamente desea nuestro corazón.
Esta es la parte más difícil de la labor que Dios realiza en el hombre. Muchas veces, cuando le ofrecemos a Dios nuestro corazón, con éste también viene nuestro esfuerzo propio. Pareciera que ambos son inseparables. Sin embargo, Dios únicamente desea el corazón del hombre, no su esfuerzo ni sus métodos. Este problema es parecido al de un médico que opera a un paciente que tiene un tumor. El tumor, que está ligado al cuerpo del paciente, tiene que ser extraído, pero el cuerpo en sí, debe ser protegido. Si no amamos a Dios, tampoco habremos de aportar nuestro esfuerzo propio. Cuando no amamos a Dios, tampoco surgirán circunstancias adversas. Sin embargo, una vez que amemos a Dios, nuestro esfuerzo propio estará presente; así pues, Dios permite que surjan ciertas circunstancias con el fin de depurar nuestro corazón y quebrantar nuestras fuerzas. Por ello, son muchos los que se sienten confundidos, pero nuestro Dios nunca se confunde. Siempre que Dios opera en nosotros, nos da un sentir interno por medio del cual nos constriñe a complacerle. Sin embargo, aun cuando Dios nos da tal sentir y nos constriñe a complacerle, El no desea que lo hagamos por nosotros mismos. El desea que el Señor Jesús sea nuestra fortaleza para agradarle. Por consiguiente, Dios empeora las circunstancias a nuestro alrededor con el fin de quebrantarnos, de tal modo que seamos incapaces de confiar en nosotros mismos.
Una hermana cristiana, quien estaba acostumbrada a no sujetarse a su esposo, un día leyó en la Biblia que las esposas deben respetar a sus maridos y estar sujetas a ellos. Como respuesta a ello, brotó en su corazón el anhelo de respetar a su marido y sujetarse a él; así que, delante de Dios, tomó la siguiente resolución diciendo: “Oh Dios, de ahora en adelante dame la fortaleza para que pueda respetar a mi esposo y someterme a él”. Por una parte, su oración mostraba su deseo de agradar a Dios; pero por otra, mostraba su intención de valerse de su propio esfuerzo para someterse a su esposo. Ella amaba a Dios y deseaba agradarlo, pero la intención de ella era usar su propio esfuerzo a fin de obedecer a su esposo y de esa manera agradar a Dios; así que oró a Dios para que la ayudara. ¿Qué hizo Dios? Ocho de cada diez veces, Dios permitió que el mal genio del marido aumentara y empeorara. Todos los días, ella oraba: “Oh Dios, dame la fortaleza para obedecer a mi esposo”. Aparte de que Dios no la fortalecía, El permitió que el mal genio del esposo empeorara. Esto hizo que ella se desanimara, así que nuevamente acudió a Dios en oración: “Oh Dios, en el pasado, cuando hacía caso omiso de Tu palabra, mi esposo era manso como un cordero. Pero ahora que deseo agradarte, su carácter ha empeorado mucho más. Me pregunto a qué se debe esto”. Finalmente, ella no pudo orar más. ¿Qué sucedía? Debemos tener en cuenta que el que una esposa se someta a su marido depende de Dios. Además, también es obra de Dios que el esposo se enoje. Dios realiza todo esto sencillamente debido a que El desea que nuestro esfuerzo propio vaya a la quiebra.
Conocí a una hermana quien, habiendo sido salva, cuidaba muy bien de su marido en casa. Si bien no manifestaba orgullo exteriormente, al hablar mostraba cierta jactancia. Cierto día se encontró con un problema. Ella deseaba amar a Dios, así que oró: “Oh Dios, de ahora en adelante, deseo agradarte en cuanto a mi relación con mi esposo y mis hijos”. Después de que ella oró así, la situación en su familia se volvió un caos; el mal genio de su esposo empeoró y sus niños se volvieron insoportables. Ella había orado para ser una esposa sumisa y una buena madre con miras a agradar a Dios, pero la situación de su familia se volvió cada vez más difícil. Ella casi no podía soportarlo, y sentía que ya no era útil en la casa. Así que vino a visitarme y me dijo: “Hermano, ¿qué está sucediendo? En el pasado, cuando yo simplemente era una hermana típica, la situación de mi familia no era tan mala; por lo menos parecía ser yo una buena esposa para mi esposo, y una buena madre para mis hijos. Pero desde el día que me propuse amar y agradar a Dios en mi relación con mi esposo y mis hijos, ellos se han vuelto insoportables. Ni ellos me soportan, ni yo a ellos”. Este no es simplemente el problema de nuestra hermana, sino el problema de muchos de nosotros.
Si amamos a Dios, es obra Suya; y si nos enfrentamos a una crisis familiar, esto también es obra Suya. Todas estas cosas concurren para poner fin a nuestro esfuerzo propio. Ya sea que seamos humildes o bondadosos, tanto nuestra humildad como nuestra bondad proceden de nuestras propias fuerzas. Si no hemos sido quebrantados, aún cuando seamos buenos, todo cuanto hagamos no será sino nuestro propio esfuerzo, en lugar de ser la operación de Dios en nosotros y por medio de nosotros o incluso algo que realizamos por medio de Dios. Quizás lo que hagamos sea correcto, pero si nuestra persona está errada, nuestro esfuerzo también estará errado. Por tanto, Dios prepara las circunstancias con miras a quebrantarnos y acabar con nuestras fuerzas. Si procuramos complacer a Dios pero no lo hacemos en conformidad con Su manera de actuar, El preparará circunstancias que consumirán nuestras fuerzas y destruirán nuestros métodos, de tal manera que lo único que quedará en nuestro corazón es el anhelo de complacerle, y no nuestros propios esfuerzos ni nuestra propia manera de hacer las cosas. Cuando lleguemos a este punto, seremos capaces de postrarnos delante de Dios y decir: “Oh Dios, no tengo fuerzas para complacerte. Oh Dios, me es imposible complacerte con mi esfuerzo propio, haciendo las cosas a mi manera. Oh Dios, todo lo que me queda es simplemente un corazón que te ama y te desea”.
Es entonces que viviremos delante de Dios, y es en ese momento que Dios nos mostrará este hecho glorioso: que separados del Señor, no podemos hacer nada. Separados del Señor, nada de lo que hagamos podrá complacer a Dios. Solamente cuando el Señor se convierte en nuestra fuerza es que podemos agradar a Dios. En Juan 15:5 el Señor dijo: “Porque separados de Mí nada podéis hacer”. Así pues, por una parte, la Biblia nos muestra que todo lo podemos en Aquel que nos reviste de poder (Fil. 4:13); y, por otra, nos dice que separados de Cristo nada podemos hacer. Esto significa que no sólo necesitamos ser librados de nosotros mismos, sino que también necesitamos estar en Cristo. En otras palabras, Dios nos está quebrantando con el fin de que no confiemos en nosotros mismos y seamos liberados del yo; al mismo tiempo nos muestra que Cristo es tanto nuestra fortaleza como nuestro poder.
Es por medio de este proceso que nuestro esfuerzo es liquidado, y es también mediante esta experiencia que Dios nos muestra que Cristo es nuestra fortaleza y que, en nosotros, El es viviente y poderoso. Por esta razón, podemos testificar que “ya no ... yo, mas ... Cristo” (Gá. 2:20). Es en ese momento que habremos de alabar y dar gracias al Señor desde lo profundo de nuestro ser y habremos de decirle: “Señor, Tú eres mi vida y Tú eres mi poder”. Así, nos desecharemos a nosotros mismos y diremos: “Señor, tenemos Tu vida y Tu poder en nuestro ser. Ya no usaremos más nuestras fuerzas ni nuestros métodos”. En esto consiste el vivir santo de un cristiano, y ésta es la vida vencedora que corresponde a un cristiano genuino. No es necesario que nos propongamos ser personas sumisas, puesto que hay un poder que nos capacita para ser tal clase de persona. No es necesario tomar alguna resolución al respecto, porque el poder, el cual es el propio Señor, viene de adentro. Es entonces que habremos de darnos cuenta de que todo lo que hacemos no es meramente bueno, sino que es el Señor mismo.
Cristo es el poder de Dios, pero en lo que concierne a nuestra experiencia, se necesitan varios pasos para que Cristo exprese Su poder desde nuestro ser. El primer paso consiste en que Cristo atrae nuestro corazón a fin de que le amemos. El segundo paso es que nosotros procuramos amar a Cristo valiéndonos de nuestros propios esfuerzos, pero fallamos y nos desanimamos. Es en ese preciso momento que Dios nos muestra que no es por medio de nuestras fuerzas, sino por medio del poder de Cristo; que no somos nosotros, sino Cristo; que no es a nuestra manera, sino a la manera de Cristo; que no es nuestra sabiduría, sino la de Cristo. Dios nos muestra que debemos desechar nuestros propios esfuerzos y métodos, y entonces, aún sin proponérnoslo, desecharemos nuestra propia persona debido a que hemos tenido tantos fracasos que habremos perdido la confianza en nosotros mismos. Mientras otros son capaces de vencer, nosotros no, pues fracasamos sin cesar. Nos damos cuenta de que las personas como nosotros son incapaces de agradar a Dios. Es entonces que somos quebrantados; somos quebrantados completamente. Percibimos entonces que ya no somos nosotros, sino Cristo. Solamente lo podemos todo cuando estamos en Cristo. De esta manera, el Señor Jesús espontáneamente se convierte en el poder en nosotros. Entonces, la santidad que tengamos y las victorias que logremos, habrán surgido de este proceso de quebrantamiento.
Cuando alguien se vuelve fervoroso por el Señor y quiere hacer muchas cosas para El, siempre se despiertan en mí dos sentimientos distintos: por una parte, siento que es bueno que alguien esté tan dispuesto a servir al Señor; por otra, siento que el celo de esa persona no será de mucha utilidad y que tal persona está destinada a fracasar. No sólo eso, sino que fracasar y caer es de provecho para el cristiano.
Conocí a un santo cuya situación personal y su vida de oración eran muy buenas antes de su matrimonio; pero, una vez que se casó, le era imposible leer la Biblia o tener comunión con Dios de la manera debida, pues tenía un problema delante de Dios. El no entendía por qué le sucedía esto. Antes de casarse, no tenía ningún problema con el Señor, pero una vez se casó, no sólo no podía orar, sino que se sentía muy desanimado. Si dejaba de asistir a las reuniones, su ser interior manifestaba desacuerdo; pero cuando asistía, su ser interior se desanimaba. El sabía que debía amar al Señor, pero no era capaz de hacerlo. Se sentía sumamente deprimido. Cuando vi que esto sucedía, me puse muy contento. Este hermano acudió a mí preguntándome qué debía hacer, y le respondí que no necesitaba hacer nada ni preocuparse por nada. Esto no era otra cosa sino el Señor que lo estaba quebrantando.
Frecuentemente, creemos que somos capaces de complacer al Señor con nuestros propios esfuerzos. Pero los esfuerzos y los métodos del hombre sólo representan el yo. Cada vez que tratamos de agradar a Dios de esta manera, se manifiesta nuestro propio poder, y no la vida de Cristo; es nuestra propia manera, y no Cristo quien nos ilumina; somos nosotros quienes estamos siendo expresados, y no Cristo; somos nosotros quienes estamos procurando agradar a Dios, y no Cristo. De esta manera, Cristo no puede expresarse. De este modo, El no puede ser expresado como nuestra vida y poder. Tenemos que comprender que la vida cristiana no consiste en hacer buenas obras, sino en expresar a Cristo. El propósito de Dios es forjar a Cristo en nosotros, a fin de que El pueda ser expresado desde nuestro ser.
Siempre que resolvemos agradar a Dios, debemos comprender que esto traerá consigo la disciplina del Señor, nuestro fracaso y nuestra bancarrota personal. Dicha bancarrota no se refiere a la bancarrota material, sino a la bancarrota en términos éticos. Nos será imposible soportar dificultad alguna, y Dios preparará circunstancias que nos oprimirán, nos quebrantarán, y causarán que perdamos toda esperanza en nosotros mismos y lleguemos a considerarnos como nada. Es en ese momento que nos daremos cuenta de que no podemos agradar a Dios valiéndonos de nuestras propias fuerzas. A Dios sólo le agrada lo que Cristo hace por medio de nosotros; a Dios le agrada que Cristo gane terreno en nosotros. No obstante, para que Cristo gane terreno en nosotros y sea expresado por medio de nosotros, tenemos que permitir que Dios quebrante nuestros esfuerzos, nuestros métodos y nuestra sabiduría.
La mayoría de la gente cree que el problema del hombre es el pecado, y que éste es el enemigo de Dios. De hecho, el problema del hombre no es el pecado, sino su esfuerzo propio y su propia manera de hacer las cosas. Debido a que el hombre posee demasiadas fuerzas, demasiadas maneras de hacer las cosas y demasiada sabiduría propia, Cristo no tiene terreno en el hombre. Para que Cristo gane terreno en el hombre, hay una cosa que Dios tiene que hacer. ¿Cuál es? Dios tiene que quebrantar la fuerza, los métodos, la sabiduría y la determinación del hombre. Toda fortaleza humana, todos los métodos y la sabiduría humana, así como la determinación del hombre, tienen que ser quebrantados por Dios.
Nuestra experiencia nos ha enseñado que cuanto más luchemos, más seremos quebrantados. Cuanto más oremos pidiéndole a Dios que se haga realidad nuestro deseo de complacerle, más nos quebrantará. Específicamente, Dios generará situaciones que no podremos soportar y, finalmente, toda nuestra fortaleza y todos nuestros métodos terminarán porque no seremos capaces de soportar nuestras circunstancias. Tanto nuestras fuerzas como nuestros métodos se irán a la quiebra. Entonces, diremos: “Oh Dios, yo no puedo hacer nada. Todo lo que tengo es un corazón que te ama”. Es en ese momento que Dios nos mostrará que el Señor Jesús vive en nuestro ser para ser nuestra vida y nuestras fuerzas. Entonces, nos postraremos ante El y diremos: “Oh Dios, ya no soy yo, sino Cristo; ya no son mis métodos, sino Tu dirección; ya no es mi determinación, sino Tu resplandor”. Como resultado de ello, podremos complacer a Dios, y Cristo podrá llenarnos interiormente y ser expresado a través de nosotros exteriormente. Todo el que ha llegado a tal extremo, ha tenido que pasar por muchos sufrimientos y quebrantamientos. Bienaventurados son aquellos que pueden atravesar por todos estos sufrimientos y quebrantamientos, pues es de esa manera que llegaremos a saber cómo Cristo puede ser el poder en nuestro ser. Separados de Cristo, nada podemos hacer; pero todo lo podemos en El.