
En el Evangelio de Juan, los capítulos del 14 al 17 componen una sección muy particular. En esta sección de la Palabra, el Señor primeramente dio un mensaje a Sus discípulos y luego ofreció la oración que consta en el capítulo 17. Al comienzo de esta sección se nos da el tema de las últimas palabras que el Señor habló a Sus discípulos antes de Su crucifixión: “Si me voy y os preparo lugar, vendré otra vez, y os tomaré a Mí mismo, para que donde Yo estoy, vosotros también estéis” (14:3). Aquí el Señor reveló Su intención de llevar a Sus discípulos al lugar donde Él mismo estaba.
El lugar donde el Señor realmente está no es un lugar, sino una persona. En Juan 14:4 el Señor dijo: “A dónde Yo voy, ya sabéis el camino”. Tomás respondió diciendo que ellos no sabían a dónde el Señor estaba yendo, y preguntó cómo podían saber el camino (v. 5). Entonces el Señor le dijo: “Yo soy el camino” (v. 6). Esto muestra que el camino es una persona, es Cristo mismo. Además de esto, el Señor le dijo a Tomás: “Nadie viene al Padre, sino por Mí”. Esto revela que el lugar es el Padre. Por lo tanto, el camino es una persona y el lugar también es una persona. No muchos cristianos han visto esto. El camino es el Hijo; y el destino, el lugar adonde nos lleva el camino, es el Padre.
Aunque el Hijo es el camino, Él podía serlo únicamente mediante la crucifixión y la resurrección. Un Cristo que no ha sido crucificado no puede ser el camino. En general, el Nuevo Testamento revela que Cristo murió en la cruz y se levantó de entre los muertos para llegar a ser el camino que nos da entrada al Padre. Por medio de Él, quien es nuestro camino, nosotros podemos estar en el Padre, así como Él está en el Padre.
En los capítulos 14 y 17 de Juan la palabra donde se menciona dos veces. La primera vez, como ya vimos, se halla en 14:3, y la segunda en 17:24. En este versículo el Señor oró diciendo: “Padre, en cuanto a los que me has dado, quiero que donde Yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean Mi gloria que me has dado”. La palabra donde en 14:3 se refiere al Padre, mientras que la palabra donde en 17:24 se refiere a la gloria del Padre. El Hijo está primeramente en el Padre y luego en la gloria del Padre. La gloria del Padre es el Padre mismo expresado; por lo tanto, la gloria es la expresión del Padre.
El Evangelio de Juan dice que el Padre es glorificado en la glorificación del Hijo (13:31-32; 17:1). Al comienzo de Su oración en el capítulo 17, el Señor oró, diciendo: “Padre, la hora ha llegado; glorifica a Tu Hijo, para que Tu Hijo te glorifique a Ti” (v. 1). Éste es el tema de la oración del Señor en este capítulo. El Hijo era Dios encarnado, y Su carne era un tabernáculo donde Dios podía morar en la tierra (1:14). Su elemento divino estaba confinado en Su humanidad, así como la gloria shekiná de Dios estaba oculta dentro del tabernáculo. En cierta ocasión, en el monte de la Transfiguración, Su elemento divino fue liberado desde el interior de Su carne y se expresó en gloria, tal como lo vieron los tres discípulos (Mt. 17:1-3). Sin embargo, dicho elemento después volvió a quedar escondido en Su carne. El Señor, antes de esta oración, había predicho que sería glorificado y que el Padre sería glorificado en Él (Jn. 12:23; 13:31-32). Ahora Él iba a pasar por la muerte para que la cáscara de Su humanidad fuese quebrantada y así Su elemento divino, que era Su vida divina, fuese liberado. Además de esto, Él iba a ser resucitado para que Su humanidad pudiese ser elevada al nivel del elemento divino y para que Su elemento divino fuese expresado, de modo que todo Su ser, incluyendo Su divinidad y Su humanidad, fuese glorificado. De este modo, el Padre sería glorificado en Él.
Cuando el Señor Jesús estuvo en la tierra, Él estaba en el Padre, pero, en un sentido, no estaba en la gloria del Padre. Juan 7:39 dice: “Jesús no había sido aún glorificado”. Juan 12:16 también nos da a entender que Jesús aún no estaba en la gloria del Padre: “Estas cosas no las entendieron Sus discípulos al principio; pero cuando Jesús fue glorificado, entonces se acordaron de que estas cosas estaban escritas acerca de Él”. Cuando el Señor fue crucificado y resucitado, Él fue glorificado (Lc. 24:26). Esto significa que después de Su resurrección, Cristo no solamente estaba en el Padre, sino también en la gloria del Padre.
Estar en el Padre implica el hecho de tener la vida y la naturaleza del Padre y ser uno con Él en dicha vida y naturaleza. Sin embargo, la gloria no se refiere a la vida y la naturaleza, sino más bien a la expresión. Por consiguiente, cuando estamos en el Padre, tenemos la vida y la naturaleza del Padre; pero cuando estamos en la gloria del Padre, expresamos al Padre. Ya hemos hecho notar que, en un sentido, el Señor Jesús no estaba en la gloria del Padre antes de Su muerte y Su resurrección. Sin embargo, en otro sentido, hubo ocasiones en que estuvo en la gloria del Padre, como lo estuvo en el monte de la Transfiguración (Mt. 17:3). Durante ese tiempo que estuvo en el monte, Pedro, Jacobo y Juan contemplaron la gloria del Señor. Además, la gloria se hizo evidente también cuando el Señor alimentó a la multitud y cuando levantó a Lázaro de los muertos. Lo que la gente vio en Él en esas ocasiones fue la expresión del Padre. Después de Su resurrección, Cristo permaneció siempre en la gloria del Padre. Así que en todo sentido Cristo hoy está tanto en el Padre como en la gloria del Padre.
Debemos preguntarnos si estamos o no en el Padre y en la gloria del Padre. Aunque podemos tener la confianza de decir que estamos en el Padre, tal vez no tengamos la confianza de decir que estamos en Su gloria.
Muchos cristianos creen que el lugar del cual se habla en Juan 14:3 es la mansión celestial. Pero si examinamos este versículo en su contexto, veremos que este lugar es el Padre, no la mansión celestial. Nosotros nacimos en Adán, no en el Padre. Sin embargo, es un concepto básico en el Nuevo Testamento que la intención de Dios es ponernos en Él mismo por medio de la muerte y la resurrección de Cristo. En Hebreos 10 se nos revela el hecho de que la muerte y la resurrección de Cristo abrieron el camino nuevo y vivo para que pudiéramos entrar en la presencia de Dios. Entrar en la presencia de Dios es entrar en Dios, puesto que el Lugar Santísimo es, de hecho, Dios mismo.
Cuando el Señor Jesús habló con Sus discípulos en la noche antes de ser crucificado, ellos aún no habían sido introducidos en el Padre, pese a que habían estado siguiendo al Señor por tres años y medio. En aquel tiempo, únicamente el Señor estaba en el Padre. Sin embargo, el Señor les dijo que Él iba a prepararles un lugar y a abrirles el camino a ese lugar para que ellos pudieran estar en el Padre así como Él. La definición más elevada de la salvación de Dios es que ser salvo es ser introducido en Dios por Él mismo. Cuando nos arrepentimos y creímos en el Señor Jesús, fuimos introducidos en Dios el Padre, aunque quizás en ese entonces no nos percatamos de ello. Según el contexto de Juan 14, ésta es la intención más elevada de Dios. Por medio del Cristo crucificado y resucitado, Dios nos introdujo en Sí mismo.
Entrar en el Padre tiene por finalidad la unidad. Hoy muchos cristianos hablan de la unidad o de unirnos. Hay una diferencia entre unirnos y la unidad. Nosotros no nos unimos, pues somos uno. Por ejemplo, aunque las lámparas fluorescentes del salón de reuniones no están físicamente unidas, todas ellas son uno en la electricidad y en el resplandor de la luz. De manera semejante, nosotros no nos unimos, sino que somos uno en el Espíritu que mora en nosotros. El Espíritu que mora en nosotros es nuestra unidad. De manera que no nos unimos para expresar a Dios; sin embargo, somos uno en la expresión de Dios, así como estas lámparas fluorescentes son uno en el resplandor de la luz. Nosotros somos uno en el Padre y en Su expresión. Fuera del Padre y de Su expresión no existe ningún otro lugar en el que podamos ser uno. Por lo tanto, a fin de experimentar la unidad genuina, tenemos que ser introducidos en el Padre.
Efesios 4 nos exhorta a guardar la unidad del Espíritu. La manera en que guardamos la unidad es permanecer en el Padre. En nosotros mismos estamos separados los unos de los otros. Pero mientras permanezcamos en el Padre, estaremos en la unidad.
El Señor, en Su oración en Juan 17, no pidió que los discípulos fuesen introducidos en el Padre, puesto que Él daba por sentado que ellos ya estaban en el Padre. Estando en el Padre, los discípulos poseían la unidad genuina, pero aún necesitaban ser perfeccionados en esta unidad. La razón por la que usted tal vez no pueda decir con confianza que está en la gloria del Padre es que aún no ha sido perfeccionado en la unidad. Ser perfeccionados en la unidad significa ser rescatados de la mundanalidad, de la ambición, de la autoexaltación y de las opiniones y conceptos.
Juan 17:23 es un versículo muy difícil de entender: “Yo en ellos, y Tú en Mí, para que sean perfeccionados en unidad”. Al leer este versículo, quizás usted se pregunte qué tienen que ver las expresiones “Yo en ellos” y “Tú en Mí” con ser perfeccionados en unidad. Aquí el Señor no dice: “Tú en Mí, y Yo en ellos”. Esto parece más lógico que decir: “Yo en ellos, y Tú en Mí”, pues el Padre estaría operando en el Hijo, quien a Su vez estaría operando en los creyentes para perfeccionarlos en unidad. Pero si examinamos este versículo a la luz de nuestra experiencia, yo creo que significa que mientras Cristo opera en nosotros, el Padre está operando en Él. En otras palabras, mientras el Hijo se mueve en nosotros, el Padre se mueve en Él. Esta operación doble hace que seamos perfeccionados. “Yo en ellos” significa que el Hijo vive y se mueve en nosotros; y “Tú en Mí” significa que el Padre vive y se mueve en el Hijo. Mediante este doble vivir y mover, somos perfeccionados en unidad.
Recientemente, en una de las reuniones en Anaheim, los santos estaban orando y compartiendo acerca de la renovación de la mente. A fin de que nuestra mente sea renovada, debemos abandonar nuestros conceptos y opiniones. Sin embargo, en nosotros mismos es difícil dejar nuestros conceptos y opiniones; pues cuanto más nos esforzamos por abandonar nuestras opiniones, más opiniones tenemos. De hecho, cada pensamiento que tenemos es una opinión. Ninguno de nosotros puede dejar de pensar; pensamos incluso mientras dormimos. Incluso un pequeño niño tiene opiniones. Sin embargo, cuando el Hijo vive y se mueve en nosotros con el Padre que vive y se mueve en Él, somos rescatados de las opiniones y de ese modo somos perfeccionados. La unidad genuina no se obtiene siendo enseñados ni teniendo ciertos conceptos doctrinales. La verdadera unidad es el resultado de que el Hijo viva y se mueva en nosotros y de que el Padre viva y se mueva en Él. Es por medio de este doble vivir y operar que somos perfeccionados en unidad y expresamos al Padre.
Es extremadamente significativo el que seamos uno donde el Hijo está. Ninguna de las personas caídas está en el Padre, sino que todas ellas están en sí mismas. Debido a que no están en el Padre, no están en la expresión de Dios. Al contrario, se hallan en la mundanalidad, la ambición, la autoexaltación y los conceptos y opiniones. En el mensaje anterior señalamos que el mundo está constituido de la ambición, la autoexaltación y los conceptos, y no simplemente de cosas superficiales como la moda y el entretenimiento. Las personas caídas están completamente en sí mismas y en el mundo. En un sentido, ni siquiera los que verdaderamente han sido salvos están en el Padre, puesto que muchos todavía viven en sí mismos, expresando así la mundanalidad, la autoexaltación, la ambición y los conceptos. Estas cuatro cosas constituyen la fibra misma de nuestro ser. Incluso entre los cristianos que buscan del Señor, no muchos verdaderamente viven en el Padre ni en la gloria del Padre. Como resultado, la unidad genuina se pierde.
Es preciso que todos tengamos una comprensión acertada de la unidad. Es posible que nos reunamos y aún no estemos en la unidad genuina. Únicamente poseemos la verdadera unidad al vivir en el Padre y en Su gloria.
Muchos cristianos hablan acerca de la unidad mencionada en Juan 17 sin un verdadero entendimiento de lo que hablan. Hasta cierto punto, ésta también puede ser nuestra situación. La unidad en Juan 17 no tiene que ver con reunirnos, unirnos u organizarnos. La unidad aquí consiste en vivir en el Padre y en Su gloria. Este vivir nos rescata de la mundanalidad, de la ambición, de la autoexaltación y de los conceptos.
A menudo quebrantamos la unidad sin darnos cuenta, quizás incluso por la manera en que hablamos. Nuestras palabras pueden ser mundanas, llenas de ambición, de autoexaltación y de conceptos. Por lo tanto, es posible que con respecto a nuestro hablar no nos hallemos en la expresión del Padre. Aquellos que viven en la gloria del Padre pueden percibir esto. Debido a que los incrédulos viven en sí mismos y en el mundo, ellos no tienen unidad. En vez de ello tienen Babel, es decir, confusión y división. Sin embargo, es posible que los cristianos que buscan del Señor, incluso nosotros, también estemos en Babel. Es posible que usemos la terminología correcta y sepamos que el recobro del Señor consiste en recobrar la unidad genuina, pero en realidad no tengamos esta unidad. Si todavía estamos en nosotros mismos, y no en la expresión del Padre, la unidad sufrirá daño.
A medida que el Cristo que mora en nosotros vive y se mueve en nuestro interior mientras el Padre vive y se mueve en Él, nosotros somos rescatados de nuestra ambición, de nuestra autoexaltación y de nuestros conceptos. A veces cuando estoy reunido con los hermanos que toman la delantera, percibo que son muy rápidos para expresar sus opiniones o tomar decisiones. Esto muestra que no han sido perfeccionados en unidad. Si hemos sido perfeccionados, no seremos osados al expresar nuestras opiniones ni al tomar decisiones, sino que seremos restringidos por el Cristo que mora en nosotros, y espontáneamente nos preguntaremos si lo que vamos a decir es de Cristo o del yo. En esto consiste el ser perfeccionado. Si todos los hermanos que toman la delantera son perfeccionados de esta manera, no habrá disensiones entre ellos.
La oración del Señor en Juan 17 revela que necesitamos avanzar de simplemente estar en el Padre a estar en la gloria del Padre. Según el libro de Hechos, es posible ser introducido en la gloria del Padre en un breve período de tiempo. En los Evangelios, los dos hijos de Zebedeo, Jacobo y Juan, le pidieron al Señor que les diera una posición elevada en el reino (Mr. 10:35-41). El hecho de que los otros diez discípulos se indignaran con ellos demuestra que los doce competían por una posición. Por lo tanto, entre los discípulos había mundanalidad, ambición, autoexaltación y conceptos. No obstante, en el libro de Hechos la situación es completamente diferente. En Hechos 1 los ciento veinte discípulos oraron en unanimidad (v. 14). Por esta razón, el día de Pentecostés, ellos no sólo estaban en el Padre, sino también en la gloria del Padre. Para entonces no había mundanalidad, ambición, autoexaltación ni conceptos, sino únicamente la expresión del Padre. La unidad genuina había sido perfeccionada entre ellos.
La unidad sólo es posible y prevalece donde está el Hijo. El Hijo está en el Padre y en la gloria del Padre. Sin duda alguna, Pedro, Juan y los demás discípulos pudieron testificar confiadamente que estaban en el Padre y en Su gloria. Por consiguiente, en los primeros capítulos de Hechos, se cumplieron entre ellos las palabras que el Señor habló en los capítulos del 14 al 16 del Evangelio de Juan así como Su oración en el capítulo 17, puesto que todos fueron perfeccionados en unidad. El Señor Jesús podía jactarse, diciendo: “Padre, Yo estoy en Ti, Tú estás en Mí, y todos éstos están en Nosotros y en la gloria. Ellos están conmigo donde Yo estoy”.
Es preciso que seamos liberados del falso entendimiento en cuanto a la unidad. La unidad no significa que tenemos el mismo concepto o que simplemente nos reunimos sin disensión ni división. La unidad genuina consiste en vivir en el Padre y en la gloria del Padre. Todo cuanto pensemos, digamos o hagamos debe hallarse en el Padre y en Su gloria. Cuando vivimos de este modo, somos perfeccionados en unidad. Esto no tiene que ver con un comportamiento externo, sino con una realidad interna; y debemos prestar completa atención a este asunto. En lugar de vivir en nosotros mismos —es decir, según nuestras metas, propósitos, ambiciones, sentimientos o conceptos— debemos vivir en el Padre y en Su expresión. Entonces seremos uno donde está el Hijo.