
El Señor Jesús nos dijo que Él es la resurrección y la vida (Jn. 11:25). La vida que estaba en Él, a diferencia de la vida con la cual nosotros nacimos, es una vida que no puede ser destruida. Los judíos en su necedad procuraron matarlo para deshacerse de Él (Jn. 5:16, 18; 7:1), pero no se daban cuenta de que la muerte únicamente liberaría Su vida y que ésta se multiplicaría. La estrategia de Satanás, al instigar a los judíos a matar a Jesús, fracasó completamente, pues, en lugar de acabar con Su vida, la muerte dio ocasión a que la vida se reprodujera. Considere cuántos millones de personas han muerto desde los tiempos de Adán hasta los tiempos de Cristo. Aunque para ellas la muerte significó su fin, para Cristo significó la liberación y multiplicación de Su vida (véase Lc. 12:50; Jn. 12:24).
Antes de considerar la gran trascendencia de la resurrección, respondamos ahora a algunas preguntas.
¿Puedo hacer una pregunta acerca de la mesa del Señor? Al parecer nosotros participamos de ella osadamente; pero en 1 Corintios 11 se nos dice que nos examinemos a nosotros mismos, no sea que participemos de ella indignamente, sin discernir el cuerpo del Señor. ¿Cuál es la manera apropiada de acudir a la mesa del Señor?
Cada vez que acudimos a la mesa del Señor, lo primero que debemos tener claro es que ésa es realmente la mesa del Señor. Si ella no representa la unidad de los creyentes, es más bien una mesa de división. Algunas denominaciones no le permitirán a usted participar de su “comunión” a menos que haya sido bautizado por ellos por inmersión. Puesto que dicha mesa no incluye a todos los creyentes, ésa no es la mesa del Señor. Participar de ella es comer para su propia condenación.
Con respecto a usted mismo, usted tiene que examinar si es sectario. Si usted tiene algún problema con alguno de los santos, no debe participar de la mesa del Señor hasta que haya resuelto el problema completamente. El contexto de estos versículos nos muestra que debemos tener cuidado de cualquier tipo de división. Si la mesa es divisiva en cuanto a su testimonio, o si usted mismo está en división en su relación con los santos, debe abstenerse de participar. Cuando no hay división, es decir, cuando la mesa es la mesa de la unidad y cuando usted no tiene problemas con ningún miembro del Cuerpo, entonces puede participar de ella con libertad.
Algunas veces usted ha dicho que debemos evitar tener amistades. ¿Qué diferencia hay entre un amigo y alguien con quien hemos sido edificados? ¿Cómo sabemos con quién debemos abrirnos cuando necesitamos tener comunión respecto a algún asunto?
La comunión es algo que involucra a todo el Cuerpo. La amistad, en cambio, es una cuestión de afecto personal. El afecto fácilmente surge entre los seres humanos poco tiempo después de estar juntos. Esto es tipificado por la miel, la cual estaba prohibida en la ofrenda de harina (Lv. 2:11); lo que se necesita es la sal (v. 13), la cual mata el afecto personal. La sal tipifica la muerte de la cruz de Cristo. No permita que se despierte el afecto, el cual conducirá a la amistad. El afecto tarde o temprano causa corrupción. La amistad se basa en nuestros sentimientos; la comunión se basa en el espíritu (Fil. 2:1).
Durante todos los años que llevo en el recobro del Señor, nunca he tenido amigos. No importa cuán íntima sea la comunión entre un hermano y yo, ésta no se convierte en amistad; el afecto personal no tiene cabida.
Aprenda a volverse de la amistad en la parte emotiva a la comunión en su espíritu.
En cuanto al asunto de ser edificados, la verdadera edificación se basa en el crecimiento, no en una cercanía física o emotiva. Un edificio físico se mantiene erigido en un solo lugar porque no tiene vida, pero nosotros con frecuencia nos desplazamos de un lugar a otro. Sin embargo, si hemos sido edificados, adondequiera que vayamos no tendremos problemas con los santos, de acuerdo con la medida de nuestro crecimiento. La edificación está relacionada con nuestro crecimiento. Rechace cualquier pensamiento de que esto involucra algún “fluir” que lo une a este hermano o a aquél.
¿Por qué algunos santos se bautizan más de una sola vez?
Cómo somos bautizados no es un problema en la vida de iglesia. En tanto que creamos en el Señor Jesús, somos salvos y miembros del Cuerpo. Esto nos hace aptos para ser miembros de la iglesia. Por supuesto, la Palabra claramente afirma que después de creer, debemos ser bautizados. Más allá de eso, no es provechoso entrar en discusiones.
¿Qué medidas debemos tomar respecto a nuestro hablar vano y descuidado? Si nos arrepentimos, ¿aún tendremos que dar cuenta de ello en el día del juicio?
Si vemos la visión de que la vida cristiana es una vida en nuestro espíritu, esto pondrá fin a todo hablar vano. Si nos volvemos a nuestro espíritu, de nuestra boca no saldrán chismes ni palabras descuidadas.
No importa qué pecado cometamos, si de corazón nos arrepentimos de él y pedimos perdón, la sangre nos limpia y no seremos llamados a juicio por él.
Ustedes quizás ya sepan que hay tres palabras griegas que han sido traducidas “vida” en el Nuevo Testamento. Bíos denota la vida de nuestro cuerpo físico; psujé, el alma o la vida anímica; y zoé, la vida eterna e increada, la cual no teníamos antes de recibir al Señor Jesús. La vida zoé está en nuestro espíritu. La presencia de estas tres clases de vida en nosotros hace que seamos seres complejos y da origen a conflictos. Puede ser que la vida bíos esté cansada, pero la vida psujé quiera ir a un concierto o escuchar música. Cada vida espera que obedezcamos su sentir. La vida zoé entonces les propone que dejen de estar en desacuerdo y que en vez de ello vayan a la reunión; de ese modo, la vida bíos descansará y la vida psujé obtendrá satisfacción, y no con la música, sino con el Señor Jesús.
La vida zoé no es una condición ni una cosa, sino una persona, Jesucristo mismo. “El que tiene al Hijo, tiene la vida” (1 Jn. 5:12). Esta vida es la vida de resurrección.
La resurrección, simbolizada por el olíbano (Lv. 2:15), es preciosa a los ojos de Dios. Ella es más dulce que la cruz, la cual la trae; es más preciosa que la encarnación, la cual fue agradable a Dios porque de ese modo se hizo uno con el hombre. La resurrección le proporciona a Dios más placer que la creación del hombre y de la tierra, aunque éstos fueron un deleite para Él y son el objeto de Su amor.
En la resurrección Cristo nos es revelado. En la resurrección Dios ahora nos da energía tanto para el querer como el hacer, por Su beneplácito. En la resurrección todos seremos glorificados y seremos manifestados como hijos de Dios. La consumación final de la resurrección será la Nueva Jerusalén en el cielo nuevo y la tierra nueva por la eternidad.
Veamos cómo el Evangelio de Juan nos conduce a la resurrección.
El Evangelio empieza diciéndonos que Dios es la Palabra que era desde el principio. Luego el versículo 14 nos dice que “la Palabra se hizo carne”. Juan nos lleva desde la eternidad, donde estaba la Palabra, y nos introduce en el tiempo, en el cual la Palabra se hizo carne. Aquel que habitó entre nosotros lleno “de gracia y de realidad”, fue la atracción suprema de Sus discípulos por los tres años y medio que estuvo con ellos. Luego, Él les dijo que se iba (Jn. 13:33; 14:2). Lo que Él en realidad quería decir era que llegaría a ser algo más. Como Palabra, Él se había hecho carne; pero luego, Él llegaría a ser el Espíritu (1 Co. 15:45).
Incluso desde el comienzo del capítulo 3 de Juan, el pensamiento empieza a cambiar de la carne al espíritu. Cuando Nicodemo vino a hablar con Él, la respuesta que el Señor le dio fue: “El que no nace de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido del Espíritu, espíritu es” (3:5-6). Nicodemo sólo pudo interpretar la necesidad de nacer de nuevo de manera física; pero el Señor le dijo que el que es nacido del Espíritu es como el viento, que hace sonido pero no es visible. Noten aquí el giro de lo físico a lo espiritual.
El capítulo 6 de Juan continúa dirigiéndonos al Espíritu. El Señor dijo que Él era el pan vivo. “Si alguno come de este pan, vivirá para siempre; y el pan que Yo daré es Mi carne, la cual Yo daré por la vida del mundo” (6:51). Los judíos, al igual que Nicodemo, entendieron Sus palabras de modo literal, en un sentido físico, y no lograban entender cómo este Hombre podía darles a comer Su carne. El Señor más adelante en el versículo 63 les explicó a Sus discípulos la “dura palabra” acerca de comer Su carne y beber Su sangre, dirigiéndolos nuevamente al Espíritu. “El Espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha; las palabras que Yo os he hablado son espíritu y son vida”. Lo que Él quería decirles es que la carne que les daría a comer no era la carne de Su cuerpo físico, pues esa “carne” de nada servía. Lo que les estaba reservado a ellos era Él mismo como Espíritu.
Juan 14 continúa dirigiendo a los discípulos de la carne al Espíritu. “Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: el Espíritu de realidad [...] vosotros le conocéis, porque permanece con vosotros, y estará en vosotros. No os dejaré huérfanos; vengo a vosotros. Todavía un poco, y el mundo no me verá más; pero vosotros me veis; porque Yo vivo, vosotros también viviréis. En aquel día vosotros conoceréis que Yo estoy en Mi Padre, y vosotros en Mí, y Yo en vosotros” (vs. 16-20). Si ustedes estudian estos versículos detenidamente, verán que el “otro Consolador” es nada menos que el Señor mismo que regresaría como Espíritu de realidad. Él dijo: “Yo voy al Padre” (v. 12) y después: “Vengo a vosotros” (v. 18). ¡El que vendría era el mismo que se iba! No sólo el Espíritu de realidad “estará en vosotros” (v. 17), sino que en aquel día los discípulos sabrían que “Yo estoy [...] en vosotros” (v. 20). “El Espíritu de realidad” y “Yo” se refieren claramente a la misma persona.
¿Se dan cuenta ustedes de que el Espíritu es la realidad de Cristo? Cuando ustedes tienen al Espíritu, tienen a Cristo. Cuando invocan el nombre del Señor Jesús, quien viene es el Espíritu. Al invocar: “Señor Jesús”, ustedes obtienen la persona de Jesús, quien es el Espíritu.
La vida terrenal del Señor duró treinta y tres años y medio. Después de ese período de tiempo, Él, habiendo pasado por la muerte y la resurrección, estuvo listo para hacerse el Espíritu. El postrer Adán, Aquel que era la Palabra encarnada, en la resurrección llegó a ser Espíritu vivificante (1 Co. 15:45).
En la noche del mismo día en que el Señor resucitó, Él como Espíritu regresó a los discípulos. Pese a que los discípulos tenían las puertas cerradas por temor de los judíos, Jesús de alguna manera apareció en medio de ellos. En esta nueva forma Él no tuvo necesidad de entrar por la puerta. Luego de hablar con ellos y de mostrarles Sus manos y Su costado, “sopló en ellos, y les dijo: Recibid al Espíritu Santo” (véase Jn. 20:19-23). Aquí tenemos al postrer Adán en resurrección, quien, como Espíritu vivificante, se infundió en los discípulos al soplar en ellos.
La resurrección mencionada en el Nuevo Testamento es esta propia persona resucitada. Él es tanto Dios como hombre. Él estuvo en esta tierra, vivió en la humanidad dependiendo de Dios y luego entró en la muerte. Con Él, el hombre y toda la creación pasaron por la muerte. Su muerte fue todo-inclusiva. De la misma manera, Él nos llevó a todos consigo y nos introdujo en la resurrección.
Noé y el arca tipifican esta muerte y resurrección todo-inclusivas. Noé, su familia y todas las criaturas entraron en el arca, la cual representa a Cristo. El arca y todos los que estaban dentro pasaron entonces por las aguas de muerte. Cuando el arca reposó sobre los montes de Ararat (Gn. 8:4), todos los que estaban dentro también reposaron allí. En tipología esto era Cristo en resurrección. No solamente Cristo entró en la resurrección, sino que todos —la humanidad y toda la creación— fueron incluidos en Él también.
La resurrección en la cual Cristo entró por medio de la muerte es el Espíritu todo-inclusivo. Estas palabras pueden parecer extrañas, pero algunos versículos pueden ayudarnos a entender el significado de esto más claramente. Cuando el Señor dijo que “correrán ríos de agua viva” del interior de los que se acercaran a Él y bebieran, “esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en Él; pues aún no había el Espíritu, porque Jesús no había sido aún glorificado” (Jn. 7:37-39). Nosotros sabemos que Jesús fue glorificado cuando Él fue resucitado. ¿Qué Espíritu es éste que “aún no había” antes de la resurrección?
El ungüento de la unción descrito en Éxodo 30:23-25 (véase también el mensaje 8 de Mensajes de vida, págs. 85-86) es un buen cuadro de este Espíritu. Antes de la muerte y la resurrección de Cristo, el Espíritu de Dios, en cuanto a tipo, era únicamente el aceite de oliva. Pero ahora al aceite de oliva le fueron añadidas cuatro especias, de manera que llegó a ser un ungüento compuesto. ¿Cuáles son estas cuatro especias que fueron añadidas al Espíritu de Dios hasta formar un compuesto? Ellas representan la humanidad, la muerte y la resurrección de Cristo. Este Espíritu enriquecido es la resurrección, la vida imperecedera e indestructible. Nuestra vida tiene un final, pero la resurrección es una vida imperecedera. Esta vida indestructible es el Espíritu todo-inclusivo, el Espíritu de Dios al cual se ha añadido la muerte, la resurrección y la humanidad de Cristo, formando así un compuesto. Este Espíritu compuesto es el Señor Jesús hoy.
¿Dónde está esta persona que es la resurrección y el Espíritu todo-inclusivo? Jesucristo hoy en día está en nuestro espíritu (2 Ti. 4:22). Romanos 8:16 dice: “El Espíritu [...] con nuestro espíritu”. El Espíritu no está con nuestra mente ni con nuestro corazón, sino con nuestro espíritu. Esta persona, quien es la vida imperecedera e indestructible, está en nuestro espíritu.
¿Cómo puede usted identificar su espíritu? El espíritu es esa parte suya que todavía queda allí después que sustraemos la mente, la parte emotiva y la voluntad. Por ejemplo, supongamos que usted está tratando de decidir ir o no a la reunión. Su mente le dice que no y que está cansada de reuniones. Su parte emotiva tampoco se muestra a favor de ir, y prefiere seguir la mente. Su voluntad está también de acuerdo con la mente y con la parte emotiva de que no debe ir. Incluso su corazón declara que quiere descansar y se une a las otras partes para votar a favor de quedarse en casa. Ahora, si usted sustrae todos esos sentimientos de su mente, su parte emotiva, su voluntad y su corazón, sentirá que hay otra parte de su ser, que de su interior mana para decir que sí desea ir y le pide que no preste atención a las opiniones de su mente, parte emotiva, voluntad y corazón. ¡Esa parte es su espíritu!
Les daré otro ejemplo. Supongamos que hay un hermano cuyo comportamiento no es de su agrado. Su parte emotiva le dice: “No puedo soportarlo”. Su voluntad le dice: “Su forma de comportarse es detestable”. Su mente le dice: “Me parece totalmente inútil una persona así de ilógica”. Su corazón dice: “Cuanto menos tenga que verlo, mejor”. Sin embargo, después que usted sustrae todas esas reacciones negativas, aún habrá una parte de su ser que dice: “Hay algo acerca de él que me agrada. No puedo despreciarlo ni ignorarlo”. ¿Puede ver usted cómo su espíritu es diferente de su parte emotiva, su voluntad, su mente y su corazón?
¡El Espíritu está con nuestro espíritu! En esto estriba toda la vida cristiana: la victoria, la santificación, la presencia del Señor y todo lo que Él es. Romanos 8:4 nos manda que no andemos conforme a la carne, sino conforme al espíritu. La mente puesta en el espíritu es vida y paz (v. 6). Cuando andamos conforme a este Espíritu que está con nuestro espíritu, Dios se siente complacido.