
En 1948, una vez reanudado su ministerio, Watchman Nee conversó, en numerosas ocasiones, con los hermanos acerca de la urgente necesidad de suministrar a los creyentes una educación espiritual apropiada. Él deseaba que tuviéramos como meta proveer las enseñanzas más básicas a todos los hermanos y hermanas de la iglesia, a fin de que tengan un fundamento sólido en lo que respecta a las verdades bíblicas, y manifestar así el mismo testimonio en todas las iglesias. Los tres tomos de Mensajes para edificar a los creyentes nuevos contienen cincuenta y cuatro lecciones que el hermano Watchman Nee impartió durante su entrenamiento para obreros en Kuling. Estos mensajes son de un contenido muy rico y abarcan todos los temas pertinentes. Las verdades tratadas en ellos son fundamentales y muy importantes. Watchman Nee deseaba que todas las iglesias locales utilizaran estas lecciones para edificar a sus nuevos creyentes y que las terminaran en el curso de un año y, luego que las mismas lecciones se repitiesen año tras año.
Cuatro de las cincuenta y cuatro lecciones aparecen como apéndices al final del tercer tomo. Si bien estos cuatro mensajes fueron dados por Watchman Nee en el monte Kuling como parte de la serie de mensajes para los nuevos creyentes, ellos no se incluyeron en la publicación original. Ahora, hemos optado por incluir esos mensajes como apéndices al final de la presente colección. Además de estos cuatro mensajes, al comienzo del primer tomo presentamos un mensaje que dio Watchman Nee en una reunión de colaboradores en julio de 1950 acerca de las reuniones que edifican a los nuevos creyentes, en donde presentó la importancia que reviste esta clase de entrenamientos, los temas principales que se deberán tratar y algunas sugerencias de carácter práctico.
Analicemos cuatro porciones de la Palabra, las cuales nos proporcionan muy buenos ejemplos de cómo testificar.
En Juan 4, el Señor le habló a la mujer samaritana acerca del agua de vida. Por medio de esto, ella comprendió que nadie en la tierra puede hallar satisfacción en otra cosa que no sea el agua de vida. Todo el que beba agua de un pozo, no importa cuántas veces lo haga, volverá a tener sed y nunca estará satisfecho. Únicamente al beber del agua que el Señor nos da, podremos saciar nuestra sed; pues en nuestro interior brotará una fuente que habrá de saciarnos continuamente. Solamente este gozo interno puede satisfacernos de verdad. La mujer samaritana se había casado cinco veces. Ella se casó con uno y otro hombre; cambió maridos cinco veces; aun así, ella no estaba satisfecha. Ella era de aquellas personas que beben una y otra vez sin jamás hallar satisfacción, al extremo que ahora ella vivía con alguien que no era su marido. Indudablemente, ella era una persona que no había hallado satisfacción. Pero el Señor era poseedor del agua de vida que la podía satisfacer. Cuando el Señor le declaró quien era Él, ella lo recibió. Luego, ella abandonó su cántaro y corrió a la ciudad diciendo: “Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será éste el Cristo?” (v. 29). Su primera reacción fue dar testimonio. ¿De qué dio testimonio? De Cristo. Quizás en la ciudad todos sabían acerca de ella, pero probablemente no conocían muchas de las cosas que ella había hecho. Sin embargo, el Señor le dijo todo cuanto ella había hecho. Esta mujer inmediatamente dio testimonio, diciendo: “¿No será éste el Cristo?”. En cuanto ella vio al Señor, abrió sus labios para instar a los demás a constatar si esta persona era el Cristo; y como resultado de sus palabras muchos creyeron en el Señor.
Todo cristiano tiene la obligación de ser un testigo y dar a conocer al Señor a los demás. El Señor ha salvado a una persona tan pecadora como yo. Si Él no es el Cristo, ¿quién más podría ser? Si Él no es el Hijo de Dios, ¿quién más podría ser? Tengo la obligación de proclamar esto. Tengo que abrir mis labios y dar testimonio. Aunque tal vez no sepa cómo dar un sermón, ciertamente sé que Él es el Cristo, el Hijo de Dios, el Salvador designado por Dios. He visto que soy un pecador, y yo sé que el Señor me ha salvado. No puedo explicar lo sucedido conmigo, pero ciertamente puedo instar a los demás a que vengan y comprueben cuán gran cambio se ha operado en mí. Simplemente no sé cómo sucedió, pero el hecho es que antes yo me consideraba una persona muy buena, y ahora reconozco que soy un pecador. El Señor me ha mostrado mis pecados, cosas que yo no pensaba que eran pecado. Y ahora sé qué clase de persona soy. En el pasado, cometí muchos pecados acerca de los cuales nadie se enteró y de los que ni yo misma me daba cuenta. Cometí muchos pecados; sin embargo, no los consideraba pecado. Mas he aquí un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. Él me ha dicho todo cuanto yo sabía, y me ha hecho saber aquello que desconocía. No puedo sino confesar que he tenido un encuentro con el Cristo y que he conocido al Salvador. He aquí un hombre que me ha dicho que el “marido” que tenía no era mi marido. Él mismo me dijo, además, que si yo bebía de esta agua, volvería a tener sed y tendría que regresar por más. ¡Cuánta verdad había en Sus palabras! Venid y ved. ¿No es acaso Él el Salvador? ¿No es acaso este el Cristo? ¿No es este el Único que nos puede salvar?
Todos aquellos a quienes les ha sido revelado que son pecadores, ciertamente tienen un testimonio que contar; al igual que todos aquellos que han conocido al Salvador. La mujer samaritana testificó pocas horas después de haber conocido al Señor. Ella no dejó pasar unos años, ni esperó a regresar de una campaña de avivamiento para dar testimonio, sino que testificó en cuanto retornó a la ciudad. Tan pronto una persona es salva, inmediatamente debe contar a los demás lo que ha visto y entendido. No debemos hablar de lo que no sabemos, ni tratemos de componer un largo discurso, simplemente demos nuestro testimonio. Al testificar, sólo necesitamos expresar lo que sentimos. Podemos decir, por ejemplo: “Antes de creer en el Señor me sentía tan deprimido, pero ahora que he creído en Él, me he convertido en una persona feliz. En el pasado, me esforzaba por conseguir muchas otras cosas, pero jamás estaba satisfecho. Ahora poseo una dulzura inexplicable dentro de mí. Antes de creer en el Señor, no podía dormir bien, pero ahora duermo en paz. La ansiedad y la amargura me consumían, pero ahora, adondequiera que voy, me acompañan la paz y el gozo”. Ciertamente ustedes tienen la capacidad de relatar su propia experiencia a los demás. No tienen que decirles aquello que no están en posición de predicar, ni hablar de aquello que no conocen. No hablen nada que vaya más allá de lo que conocen o que no corresponda a su condición actual, pues ello podría acarrear controversia. Simplemente preséntense como testigos vivos y los demás no tendrán nada que decir.
En Marcos 5:1-20 se nos narra la historia de un hombre que estaba poseído de demonios. Este es el caso más serio de posesión demoníaca que nos relata la Biblia. Había una legión de demonios dentro de este hombre, quien vivía entre los sepulcros y no podía ser atado, ni siquiera con cadenas. Gritaba de día y de noche entre las tumbas y en los montes, y se hería con piedras. Cuando el Señor mandó que los demonios salieran de él, estos entraron en una piara de casi dos mil cerdos, los cuales se precipitaron en el mar por un despeñadero y se ahogaron. Después que el hombre endemoniado fue salvo, el Señor le dijo: “Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuánto el Señor ha hecho por ti, y cómo ha tenido misericordia de ti” (v. 19).
Después que uno es salvo, es el deseo del Señor que uno les cuente a los suyos —a sus familiares, vecinos, amigos y colegas— que ha sido salvo. No sólo debemos testificar que creemos en Jesús, sino también cuánto ha hecho Él por nosotros. Él quiere que divulguemos lo que nos aconteció. Así, encenderemos a otros también y la salvación, lejos de llegar a su fin con nosotros, continuará propagándose.
Es muy lamentable que muchas almas que pertenecen a familias cristianas se encuentren camino a la condenación. Muchos de nosotros todavía tenemos padres, hijos, parientes o amigos que aún no han oído el evangelio de Cristo de nuestras bocas. Ellos únicamente tienen acceso a las bendiciones y alegrías de esta era, y carecen de esperanza con respecto a la era venidera. ¿Qué impide que les contemos todo lo que el Señor ha hecho por nosotros? Estas personas están al lado nuestro. Si ellos nos pueden oír el evangelio de nosotros, ¿quién más lo hará?
Si hemos de testificar ante nuestros familiares, nuestra conducta con ellos tendrá que cambiar mucho. Deberá ser patente para ellos que desde que creímos en el Señor, nuestra vida ha cambiado, pues sólo así nos escucharán y sólo así les mereceremos confianza. Por ello, tenemos que ser personas más justas, más abnegadas, más caritativas, más diligentes y más gozosas que antes. De otro modo, ellos no creerán nuestras palabras. Además, tenemos que testificar ante ellos el motivo por el cual nosotros hemos cambiado tanto.
Hechos 9:19-21 dice: “Y estuvo Saulo por algunos días con los discípulos que estaban en Damasco. Enseguida comenzó a proclamar a Jesús en las sinagogas, diciendo que Él era el Hijo de Dios. Y todos los que le oían estaban atónitos, y decían: ¿No es éste el que asolaba en Jerusalén a los que invocaban este nombre, y a eso vino acá, para llevarlos presos ante los principales sacerdotes?”.
Saulo iba en camino a Damasco con la finalidad de apresar a quienes habían creído en el Señor. Mas en el camino, el Señor le salió al encuentro y le habló. Repentinamente la luz resplandeció, Pablo cayó en tierra y fue cegado; y los hombres que viajaban con él tuvieron que llevarlo de la mano a Damasco, donde estuvo por tres días ciego y permaneció sin comer ni beber. Al final de esos tres días, el Señor envió a Ananías para que le impusiera las manos a Pablo, quien recibió la vista, se levantó y fue bautizado. Después de comer, recobró las fuerzas, y Pablo comenzó enseguida a proclamar en las sinagogas testificando a otros que Jesús era el Hijo de Dios. Obviamente, hacer esto no era nada fácil, pues anteriormente Pablo había perseguido a los discípulos del Señor. Además, es posible que Pablo fuese una de las setenta y un personas que componían el sanedrín judío. Él había recibido cartas del sumo sacerdote e iba por el camino para apresar a los creyentes y llevarlos ante él. ¿Qué debía hacer ahora que había creído en el Señor? Inicialmente, él se había propuesto encarcelar a los que creían en el Señor; ahora él mismo se hallaba en peligro de ser apresado. Humanamente hablando, él debía escaparse o esconderse, pero en lugar de ello, entró en las sinagogas (no solo una, sino muchas) para probarles a los judíos que Jesús es el Hijo de Dios. Esto nos muestra que lo primero que una persona debe hacer después de recibir al Señor, es dar testimonio. Después de haber recobrado la vista, Pablo aprovechó la primera oportunidad que tuvo para testificar que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios. Todo el que cree en el Señor Jesús debe hacer lo mismo.
Todo el mundo sabe que Jesús existe, pero muchos sólo lo conocen como uno más entre millones de hombres. En otras palabras, a Jesús se le considera que es solamente uno entre muchos. Aunque para unos sea un poco más especial que para otros, sigue siendo un hombre común para todos ellos. Pero un día, la luz y la revelación divinas iluminaron los ojos de nuestro corazón y descubrimos algo. ¡Descubrimos que este Jesús es el Hijo de Dios! ¡Descubrimos que Dios tiene un Hijo! ¡Jesús es el Hijo de Dios! ¡Qué gran descubrimiento! Descubrimos que entre todos los hombres, hay uno que es el Hijo de Dios. ¡Esto es verdaderamente maravilloso! Cuando una persona recibe al Señor Jesús como su Salvador, y confiesa que Él es el Hijo de Dios, está dando un paso trascendental y muy importante. No es una experiencia que pueda pasar desapercibida, pues se trata de un momento trascendental para la vida de una persona. Ella habrá descubierto que, entre los millones de seres humanos que hay en esta tierra, hay uno que es el Hijo de Dios. ¡Este es un gran descubrimiento, algo tremendo! De entre los billones de personas que han existido a través de la historia, hemos descubierto que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios. Ciertamente se trata de un gran asunto. Si alguno descubriera un ángel entre nosotros, ciertamente nos maravillaríamos. ¿Cuánto más debemos maravillarnos de que alguno encuentre al Hijo de Dios? El Señor es infinitamente superior a los ángeles, y no existe término de comparación entre ellos. Los ángeles son muy inferiores a nuestro Señor.
He aquí una persona que tenía la misión de encarcelar a todo aquel que creyera en el Señor, pero que después de caer en tierra y levantarse, fue a las sinagogas a proclamar que Jesús es el Hijo de Dios. Una persona así tenía que estar loca o, de lo contrario, debía haber recibido una revelación. Pablo no estaba loco, sino que verdaderamente había recibido una revelación. En realidad, él había encontrado al Único entre millones de hombres que es el Hijo de Dios. Al igual que Pablo, ustedes también han conocido a este Hombre único, a Aquel que es el Hijo de Dios. Si percibimos cuán importante y maravilloso es este descubrimiento, ciertamente testificaremos inmediatamente: “¡He encontrado al Hijo de Dios!”. Ciertamente proclamaremos con voz alta: “¡Jesús es el Hijo de Dios!”. ¿Cómo podría alguno permanecer impasible después de haber creído y ser salvo? ¿Cómo actuar como si nada hubiera pasado? Si alguien que cree en el Señor Jesús permanece impasible y considera que este hecho no reviste mayor importancia, ciertamente tendremos que poner en tela de juicio que tal persona haya verdaderamente creído en el Señor. Este es un hecho grandioso, maravilloso, extraordinario, especial y que supera toda imaginación: ¡Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios! ¡Este es un hecho de suma importancia! Así pues, no es una exageración que alguien despierte a sus amigos pasada la medianoche sólo para contarles que ha hecho un gran descubrimiento. Una cosa maravillosa ha acontecido en el universo: ¡Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios!
He aquí, pues, un hombre que apenas se había recobrado de su enfermedad; acababa de recobrar la vista y lo vemos que inmediatamente corre a las sinagogas a fin de proclamar que “¡Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios!”. Todo creyente que ha visto lo mismo debe ir a las sinagogas y gritar: “¡Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios!”. Cada vez que consideramos que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios, sentimos que este es el más grande descubrimiento en todo el mundo. Ningún descubrimiento puede ser más maravilloso y crucial que este. ¡Qué gran acontecimiento es llegar a saber que este hombre es el Hijo de Dios! De hecho, cuando Pedro le dijo al Señor: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”, el Señor le respondió diciendo: “No te lo reveló carne ni sangre, sino Mi Padre que está en los cielos” (Mt. 16:16-17). Cuando Jesús estuvo encubierto entre nosotros, nadie lo conoció excepto aquellos que recibieron tal revelación de parte del Padre.
Hermanos y hermanas, nunca piensen que nuestra fe es algo insignificante. Debemos darnos cuenta de que nuestra fe es algo maravilloso. Saulo tenía que proclamar esto en las sinagogas porque sabía que el descubrimiento que había hecho era maravilloso en extremo. Nosotros también haremos lo mismo, si nos damos cuenta de cuán maravilloso es lo que hemos visto. ¡Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios! Este es un hecho muy maravilloso y glorioso.
No sólo debemos ir a la ciudad, a nuestro hogar y a las sinagogas a dar testimonio ante los demás de nuestra fe en el Señor, sino que, además, debemos dar testimonio de una manera muy específica y concreta: debemos conducir a otros al Señor por medio de un contacto personal. Tal es el testimonio que vemos en Juan 1:40-45. Andrés creyó e inmediatamente condujo a su hermano Pedro al Señor. Si bien Pedro manifestó después más dones que Andrés, fue este último quien lo trajo al Señor. Felipe y Natanael eran amigos. Felipe creyó primero y luego llevó a su amigo a recibir al Señor. Andrés llevó a su hermano al Señor, y Felipe trajo a su amigo. Estos son ejemplos de cómo podemos conducir a los demás a la salvación por medio de un contacto personal.
Hace aproximadamente cien años, hubo un creyente llamado Harvey Page. A pesar de que él no tenía ningún don especial, ni sabía cómo llevar el evangelio a las multitudes, el Señor tuvo misericordia de él y le permitió entender que podía llevar por lo menos a una persona al Señor. Él no podía realizar grandes obras, pero sí podía concentrar su atención en una persona. Todo lo que él hacía era decir: “Yo soy salvo y usted también necesita ser salvo”. Una vez que empezaba a predicarle el evangelio a alguien, no dejaba de interceder por él ni cejaba en su empeño hasta que este era salvo. Por haber puesto esto en práctica, cuando llegó el momento de su muerte, él había ganado a más de cien personas para el Señor.
En un país había cierto creyente llamado Todd, quien tenía la habilidad de conducir a las personas a la salvación. Él fue salvo a la edad de dieciséis años. Mientras visitaba una aldea en un día festivo, se hospedó en casa de una pareja de ancianos. Estos hermanos, obreros de mucha experiencia en la iglesia, lo guiaron al Señor. Este joven había vivido una vida desordenada, pero ese día se arrodilló a orar y fue salvo. En el transcurso de la conversación, este joven se enteró que el evangelio no se propagaba de manera prevaleciente en aquella región a causa de un hombre apellidado Dickens, quien rehusaba a arrepentirse. Cuando Todd escuchó esto preguntó quién era este señor Dickens, y le dijeron que este hombre era un soldado retirado, de más de sesenta años de edad. Él tenía una escopeta y había jurado disparar a quien viniera a predicarle el evangelio, porque pensaba que los creyentes eran hipócritas, y así los llamaba. Cada vez que se encontraba con uno, respondía de una manera violenta. Ningún creyente se atrevía a predicarle el evangelio, no se atrevían ni siquiera a pasar por la calle donde él vivía. Si algún cristiano pasaba por su calle lo maldecía vehementemente. Al escuchar esto, Todd oró: “¡Oh Señor, hoy he recibido Tu gracia. Me salvaste. Debo ir a testificar de este hecho al señor Dickens”. Aun antes de acabar su té dijo: “Iré”. Él acababa de ser salvo, hacía menos de dos horas; sin embargo, deseaba dar testimonio al señor Dickens. La pareja de ancianos le aconsejó diciendo: “No vayas. Muchos de nosotros hemos fracasado. Ha perseguido a algunos con una vara, y otros se escaparon corriendo cuando los amenazó con su escopeta. Ha golpeado a muchas personas, mas no lo hemos querido llevar al tribunal por causa de nuestro testimonio. Pero creo que esto lo ha hecho aún más atrevido”. Todd dijo: “Siento que debo ir”.
Cuando tocó la puerta del señor Dickens, este salió a recibirlo con un garrote en la mano y le preguntó: “¿Qué desea, joven?”. Todd le respondió: “¿Me permite hablar con usted?”. El hombre consintió y le permitió entrar a la casa. Una vez adentro, Todd le dijo: “Quiero que reciba al Señor Jesús como su Salvador”. El señor Dickens, blandiendo el garrote, dijo: “Supongo que usted es nuevo aquí, así que lo dejaré ir sin golpearlo. ¿No has oído que a nadie le permito mencionar el nombre de Jesús en esta casa? ¡Salga! ¡Salga de inmediato!”. Todd volvió a insistir: “Quiero que usted crea en Jesús”. El señor Dickens se puso furioso y subió al segundo piso a traer su escopeta. Cuando bajó blandiendo el arma, le gritó: “¡Salga o disparo!”. Todd contestó: “Le pido que crea en el Señor Jesús. Si quiere disparar, hágalo, pero antes de que dispare, permítame orar”. Inmediatamente se arrodilló ante al señor Dickens y oró: “¡Oh, Dios! Este hombre no te conoce. ¡Por favor, sálvalo!”. Entonces oró de nuevo: “¡Oh, Dios! Este hombre no te conoce. ¡Por favor, ten misericordia de él! ¡Ten misericordia del señor Dickens!”. Todd permaneció arrodillado y rehusó levantarse. Continuó orando: “¡Oh, Dios! ¡Por favor, ten misericordia del señor Dickens! ¡Por favor, ten misericordia del señor Dickens!”. Después de orar cinco o seis veces, escuchó un gemido cerca. Un poco después, oyó que el señor Dickens había soltado la escopeta, y que luego se había arrodillado junto a él para orar: “¡Oh, Dios! ¡Por favor, ten misericordia de mí!”. En cuestión de minutos, aquel hombre aceptó al Señor. Tomó al joven de la mano y dijo: “Antes sólo había escuchado el evangelio; hoy he podido verlo”. Más tarde, el joven contaba: “La primera vez que vi su rostro, era verdaderamente un rostro de pecado; cada arruga reflejaba el pecado y la maldad. Pero después de recibir al Señor, la luz brillaba en su rostro surcado de arrugas, el cual parecía decir: ‘Dios ha sido misericordioso para conmigo’”. El señor Dickens fue a la iglesia el siguiente domingo, y posteriormente llevó a decenas de personas a la salvación.
Podemos ver aquí cómo Todd, dos horas después de haber sido salvo, pudo guiar al Señor a una persona que era considerada un caso imposible. Cuanto más pronto un nuevo creyente testifique, mejor. En lo que se refiere a conducir a otros al Señor no debemos perder el tiempo.
Los dos días más felices en la vida de un creyente son el día en que creyó en el Señor y el día en que por primera vez condujo a alguien a Cristo. El primero es un día de inmenso regocijo. Sin embargo, el gozo de conducir una persona por primera vez al Señor, es quizás mayor que el gozo que experimentamos cuando nosotros somos salvos. Muchos cristianos no tienen mucho gozo porque nunca han dado testimonio del Señor, ni guiado a alguien al Señor.
Proverbios 11:30 dice: “El que gana almas es sabio”. Desde el inicio de nuestra vida cristiana, debemos aprender a ganar almas valiéndonos de diversos medios; esto nos hará útiles para la vida de iglesia. No estoy hablando de dar mensajes desde el púlpito. Este tipo de predicación jamás podrá reemplazar la labor personal de guiar a los demás al Señor. Es probable que una persona que sólo sabe cómo predicar el evangelio desde una plataforma, no sepa cómo conducir a un individuo al Señor. Así pues, no estamos exhortándolos a predicar desde el púlpito, sino a conducir a las personas a su salvación. Muchos tienen la habilidad de predicar, mas no saben conducir a las personas a que sean salvas, y no saben qué hacer cuando las personas acuden a ellos individualmente. Tales personas no son muy útiles. Las personas verdaderamente útiles son aquellas que pueden guiar a las personas a Cristo, una por una.
Ningún árbol brotará a menos que lo haga en virtud de su propio crecimiento. Asimismo, nadie puede tener la vida de Dios sin que él mismo engendre más vida. Aquellas personas que jamás testifican a los pecadores, probablemente necesitan que otros les testifican a ellos. Aquellas personas que no manifiestan deseo o interés alguno en llevar a otros al arrepentimiento, probablemente necesitan arrepentirse ellas mismas. Y los que permanecen callados cuando debieran dar testimonio del Señor ante los demás, probablemente necesiten escuchar nuevamente la voz del evangelio de Dios. Nadie puede ser tan avanzado que ya no necesita conducir a otros a que sean salvos. Nadie puede avanzar al nivel en que no necesita dar más testimonio ante los demás. Es necesario que todo nuevo creyente aprenda a dar testimonio a los demás desde el inicio mismo de su vida cristiana. Esto es algo que todos debemos hacer por el resto de nuestros días.
Cuando hayamos avanzado un poco en las cosas que atañen a nuestra vida espiritual, es probable que algunos nos digan: “Ahora debes ser un canal lleno de agua viva. Tienes que llegar a ser uno con el Espíritu Santo a fin de que el agua viva, es decir, el Espíritu Santo, pueda fluir en tu interior”. Sin embargo, no debemos olvidarnos que un canal tiene dos extremos. Este canal del Espíritu Santo, este canal de vida, es también un canal con dos extremos. Un extremo debe estar orientado hacia el Espíritu Santo, hacia la vida divina, hacia el Señor, mientras que el otro extremo debe estar dirigido hacia los hombres. El agua viva no podrá fluir si el otro extremo no está abierto hacia los hombres. No hay error más grande que suponer que es suficiente con estar abiertos al Señor para que el agua viva fluya. El agua de vida no fluye por medio de los que sólo están abiertos al Señor. Un extremo debe estar abierto al Señor, y el otro tiene que estar abierto a los hombres. El agua viva fluirá únicamente cuando los dos extremos estén abiertos. Son muchos los que carecen de poder delante de Dios, debido a que el extremo hacia al Señor no está abierto. Pero son muchos más los que carecen de poder debido a que el extremo que debe dar testimonio ante los demás y conducirlos a Cristo no está abierto.
Hay mucha gente que todavía no ha escuchado el evangelio porque ustedes todavía no les han dado testimonio. La consecuencia de esto es la separación eterna: tales personas no solamente sufrirán un alejamiento temporal, sino que serán eternamente separadas de Dios. Este es un asunto sumamente crucial. En cierta ocasión, un hermano fue invitado a cenar a casa de otra persona. Puesto que se trataba de un hermano bastante instruido y elocuente, durante la cena habló mucho sobre diversos temas intelectuales. A dicha cena también había sido invitado un vecino de edad avanzada, el cual no era creyente pero que al igual que el hermano invitado, era una persona muy culta. Así pues, ambos sostuvieron una larga conversación sobre temas intelectuales. Como se había hecho tarde, el anfitrión les invitó a pasar la noche allí y les asignó habitaciones que se encontraban una frente a la otra. No llevaban mucho tiempo en sus habitaciones cuando nuestro hermano escuchó que alguien se desplomaba al piso. Al acudir allí, vio que su amigo yacía muerto en el suelo. Mientras los demás acudían presurosos a la escena, nuestro hermano se lamentaba diciendo: “Si hubiese sabido que algo así había de suceder ¡no hubiese hablado con él de los asuntos triviales como los que estuvimos hablando hace un par de horas! Más bien, le habría hablado sobre cuestiones eternas. No dediqué ni siquiera cinco minutos para hablarle sobre la salvación. No le di oportunidad alguna de ser salvo. Si hubiese sabido lo que ahora sé, me habría esforzado por decirle que el Señor murió por él. Pero ¡ahora es demasiado tarde! Si mientras cenábamos le hubiese hablado de estas cosas, probablemente ustedes se habrían burlado de mí por hablar de estos asuntos en tales momentos, pero ahora es demasiado tarde para mi amigo. Espero que me escuchen ahora: ¡Todos necesitan creer en el Señor Jesús y en Su cruz!”. Hay una separación eterna, y esta separación no es un mero alejamiento temporal. ¡Qué tragedia! Una vez que se pierde la oportunidad, ¡un hombre estará eternamente separado de los cielos! Tenemos que aprovechar toda oportunidad que se nos presente para dar testimonio a los demás.
D. L. Moody era muy hábil cuando se trataba de conducir a otros a su salvación. Él se había propuesto predicar el evangelio a por lo menos una persona todos los días, aun cuando predicase desde el púlpito ese día. En cierta ocasión, después de acostarse, se acordó que ese día todavía no había predicado el evangelio. ¿Qué debería hacer? Se volvió a vestir y salió de nuevo a buscar a alguien a quien le pudiese hablar. Cuando miró el reloj, se dio cuenta de que ya era medianoche y las calles estaban desiertas. ¿Dónde podría encontrar a alguien a esa hora? La única persona que encontró con quien hablar fue un policía que se encontraba de servicio. “Usted tiene que creer en el Señor”, le dijo. El policía, que estaba de mal humor en ese momento, enfadadamente le contestó diciéndole: “¿No tiene usted nada mejor que hacer que tratar de convencerme de creer en Jesús a la medianoche?”. Después de compartir unas breves palabras con él, Moody regresó a casa, pero el policía fue conmovido por lo que Moody le dijo. Días más tarde el policía fue a visitar a Moody y fue salvo.
Uno debe tomar la determinación de guiar a los demás al Señor inmediatamente después de haber creído. Todos debemos hacer una lista con los nombres de las personas que quisiéramos que fuesen salvas durante ese año. Si nos hemos propuesto cooperar en la salvación de diez o veinte personas ese año, entonces debemos empezar a orar por ellas. No basta con orar de manera general. No debemos decir: “Oh Señor, por favor, salva a los pecadores”. Esta clase de oración es demasiado general. Debemos tener una meta específica. Si queremos que diez sean salvos oremos por diez, y si deseamos que veinte sean salvos, oremos por los veinte. Preparen un libro en el que puedan escribir los nombres de los que son ganados a Cristo por medio de usted. Si gana uno escríbalo, así llevará cuenta de los que han sido ganados para el Señor. Al finalizar el año, después de contar los que fueron salvos y los que todavía no lo son, siga orando por los que todavía no han recibido la salvación. Todo hermano y hermana debe poner esto en práctica. No es exagerado ganar treinta o cincuenta almas por año; diez o veinte es lo normal. Al orar, debemos pedirle al Señor por un número específico. El Señor desea escuchar oraciones específicas. Debemos orar diariamente y aprovechar toda oportunidad que se nos presente para dar testimonio. Si todos predicamos el evangelio y guiamos a otras personas al Señor, nuestra vida espiritual progresará rápidamente en pocos años.
Tenemos que enarbolar la antorcha del evangelio para que ella alumbre a todos los que nos rodean. ¡Esperamos que todo creyente salga a encender a otros! Es necesario que nosotros proclamemos el testimonio del evangelio hasta que el Señor regrese. Nosotros mismos no debemos estar encendidos sin encender a otros. Debemos encender más y más velas. Todos los días vemos almas que necesitan la salvación. Tenemos que esforzarnos por darles testimonio y conducirlos a Cristo.