
Lectura bíblica: He. 2:17; 3:1; 4:14-16; 5:5-6, 10; 6:20; 7:27-28; 8:1; 10:21; Ro. 8:34
Como probablemente ya saben, la Biblia dice que Cristo tiene tres oficios: profeta, sacerdote y rey. En Su primera venida, Cristo vino principalmente como Profeta, según se predice en Deuteronomio 18:15 y 18. En Su ministerio terrenal, Él habló por Dios, proclamó a Dios, enseñó a Sus discípulos y profetizó. Este fue el papel que Él desempeñó como profeta. Luego, en la última parte de Su ministerio terrenal, Él comenzó a ofrecerse a Sí mismo a Dios, lo cual culminó en la cruz, donde se ofreció como sacrificio para Dios en lugar nuestro. Así, Él cumplió Su función como Sacerdote. Y desde ese punto en adelante, ésta ha sido Su función.
En los tiempos levíticos, los sacerdotes realizaban dos clases de trabajo. El primero consistía en ofrecer sacrificios a Dios en el atrio, alrededor del altar. Una vez que las ofrendas eran presentadas, los sacerdotes entraban al Lugar Santo. Únicamente el sumo sacerdote entraba al Lugar Santísimo. Allí, en nombre del pueblo, ellos ministraban a Dios.
La primera función sacerdotal representa el sacerdocio terrenal de Cristo; la segunda, Su sacerdocio celestial. Cuando Cristo se ofreció a Dios en la cruz por nosotros, Él lo hizo como un sacerdote que estaba en el atrio. Posteriormente, después de Su resurrección, Él entró en el tercer cielo, el cual equivale al Lugar Santísimo. Allí, Él continúa sirviendo como un sacerdote celestial. Ahora estudiaremos este segundo aspecto de Su sacerdocio.
La función principal de Cristo hoy en día es llevar a cabo dicho sacerdocio celestial. Este es un tema muy vasto, un tema que el libro de Hebreos aborda de una manera exhaustiva. Debido a que en este mensaje estamos limitados por el tiempo, les recomiendo que lean los mensajes del Estudio-vida de Hebreos que tratan sobre este asunto (principalmente los mensajes 13, 27, 28, 31, 32, 33, y 35).
A fin de que Cristo pudiera ser un sacerdote, Él tenía que ser un hombre (He. 2:16-17). El sumo sacerdote era “tomado de entre los hombres” (5:1); si éste hubiera sido un ángel, no habría entendido los problemas humanos. Pero debido a que se escogía el sacerdote de entre los hombres, él podía compadecerse de las debilidades humanas. Hoy, nuestro Sumo Sacerdote, Cristo Jesús, ¡es un Hombre! Él ha participado de nuestra misma naturaleza, es decir, de sangre y carne. El Señor fue hecho igual a nosotros en todas las cosas; Él comía y bebía, e incluso algunas veces lloró. Él derramó lágrimas frente al sepulcro de Lázaro (Jn. 11:35); además, lloró sobre Jerusalén al final de Su ministerio terrenal (Lc. 19:41); y, en otra ocasión, oró “con gran clamor y lágrimas” (He. 5:7), en el huerto de Getsemaní. Aun en la actualidad, Él es un hombre, a saber, un hombre en la gloria. Hebreos 4:15 dice: “Porque no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo igual que nosotros, pero sin pecado”. Debido a que Él conoce por completo todas nuestras debilidades y problemas, Él puede compadecerse de nosotros. ¡Este Hombre es nuestro Sumo Sacerdote!
¡Nuestro Sumo Sacerdote también es Dios! Debido a que Él es humano, puede compadecerse de nosotros; pero como también es divino, puede cuidarnos. En el Antiguo Testamento, Aarón el sumo sacerdote podía compadecerse de las personas, pero debido a que él no era divino, muchas veces no podía ayudarles. Sin embargo, nuestro Sumo Sacerdote no fue designado según el orden de Aarón, sino según el orden de Melquisedec (He. 5:6, 10: 6:20). En Génesis no se presenta la genealogía de Melquisedec (14:18-20); esto se debe a que él era un tipo apropiado del Cristo eterno, el cual había de ser nuestro Sumo Sacerdote eternamente. Como Hombre, Cristo conoce nuestro caso y se compadece de nosotros; como Dios, Él es apto para hacerse cargo de todas nuestras necesidades. ¡Aleluya por este Dios-hombre, quien es nuestro Sumo Sacerdote!
El sacerdocio de Cristo no fue “designado conforme a la ley del mandamiento carnal, sino según el poder de una vida indestructible” (He. 7:16). Aarón fue designado sumo sacerdote conforme a la impotente letra de la ley, pero Cristo fue designado según el poderoso elemento de una vida indestructible. Nuestro Sumo Sacerdote está constituido de una vida que nadie puede conquistar, ¡pero que a la vez lo conquista todo! Dicha vida no puede ser destruida. Es una vida capaz de salvarnos por completo; es la vida eterna, divina e increada; es la vida de resurrección, que pasó la prueba de la muerte y el Hades.
En la actualidad, nuestro Sumo Sacerdote está en el Lugar Santísimo sirviendo a Dios en beneficio nuestro. ¡Él es nuestro Representante en la corte suprema de los cielos! Es nuestro Abogado, quien lleva nuestro caso delante de Dios. En verdad, no alcanzamos a comprender todo lo que Cristo está haciendo por nosotros. Aunque Su obra redentora ya se efectuó, Su servicio celestial por nosotros nunca cesa.
¡Cuánto necesitamos al Señor!
Te necesito, oh te necesito; Te necesito a cada hora.
Hymns [Himnos], #371
Ciertamente necesitamos al Señor a cada hora. No sabemos qué puede suceder de una hora a la otra. Podemos decir aleluya o amén en la reunión, pero cuando lleguemos a casa, es posible que nuestro gozo se desvanezca, y en lugar del aleluya y del amén permanezcamos callados y estemos molestos. Quizás haya surgido un problema, o quizás hayamos salido al aire frío y nos hayamos resfriado. Cualquiera que sea la razón de nuestro desánimo, Cristo está allí cuidándonos. Él nos sostiene cuando estamos molestos o enfermos. Su intercesión por nosotros nunca cesa. Su capacidad con respecto al cuidado que nos brinda es ilimitada, debido a que Él es el Dios todopoderoso. Su sacerdocio es un ministerio de intercesión que se lleva a cabo en los cielos, en el Lugar Santísimo, y que se realiza delante de Dios a nuestro favor.
Usualmente no estamos conscientes de Su intercesión, pero en ocasiones sí percibimos que Él nos está cuidando. Quizás hemos estado en medio de una discusión con nuestra esposa, cuando de repente nos quedamos sin palabras. ¿Por qué cesan las palabras de enojo? Antes de que usted fuera salvo, ¿había tenido tal experiencia? En mi caso, la ira podía durar todo el día, e incluso hasta el día siguiente. Pero desde que recibí la salvación, nunca más he podido enojarme desmedidamente. Hasta donde recuerdo, mi enojo sólo ha durado unos pocos minutos. ¿Cuál es el caso suyo? ¿Cuánto tiempo permanece usted enojado? No dura mucho tiempo porque Cristo está intercediendo por usted delante del trono de Dios, y Su intercesión siempre es escuchada.
A veces, cuando hay problemas, nos ponemos ansiosos. Antes de haber sido salvos, nuestras preocupaciones eran interminables. Pero ahora, cada vez que nos sentimos ansiosos, inmediatamente sentimos una sensación tierna y confortante diciéndonos: “¿Por qué no oras? No es necesario que te preocupes”. Esta sensación es el efecto que produce la intercesión de Cristo por nosotros. Entonces respondemos: “Gracias Señor. Tú eres quien sobrelleva mis preocupaciones. Todos mis afanes están en Tus manos”. Tan pronto emitimos unas cuantas palabras, ¡la ansiedad se esfuma! Podemos deleitarnos en Él. Esta es la intercesión sacerdotal de Cristo llevada a cabo a nuestro favor, la cual no tiene fin.
En Romanos 8:34 Pablo pregunta: “¿Quién es el que condena? Cristo Jesús es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros”. No hay nadie que pueda condenarnos. Cristo, por supuesto, tampoco nos condena; Él murió por nosotros, resucitó, y ahora está en los cielos intercediendo a nuestro favor. Su ministerio celestial consiste en cuidar de nosotros.
Todos hemos tenido experiencias en las cuales nuestro fiel Sumo Sacerdote nos ha brindado Su cuidado. Muchas veces Él nos ha atendido, consolado, fortalecido y aun sostenido. Si tuviéramos tiempo, podríamos escuchar muchos testimonios, uno tras otro, de cómo hemos recibido ayuda, no de forma externa sino proveniente de nuestro interior. La ayuda también procede de los cielos. Hay algo por dentro y algo desde los cielos que nos fortalece, nos sustenta, nos consuela y nos alumbra. Si no fuéramos sostenidos por la intercesión de nuestro Sumo Sacerdote, nos habríamos dado por vencido hace mucho tiempo. Sin embargo, hemos sido preservados, no por nosotros mismos, sino por nuestro Sumo Sacerdote.
Nuestro Sumo Sacerdote es apto para ejercer Su oficio. El libro de Hebreos nos presenta Sus credenciales. Él es el Hijo de Dios (1:5), el Hijo del Hombre (2:6-9), el Autor o Capitán de nuestra salvación (2:10), el Apóstol enviado por Dios a nosotros (3:1) y el verdadero Josué, quien nos introduce en el reposo (4:8). Él reúne todas estas cualidades, y ahora mismo está cuidando de nosotros en cuanto a cada detalle. Su intercesión es muy preciosa para el Padre. Desde el trono, Dios valora el sacerdocio de Su Hijo, y nosotros también debemos apreciarlo.
Él ora por usted y por mí día y noche. Quizás usted se haya alejado del Señor y de la vida de iglesia, y sus oídos llegaron a estar sordos para todo aquel que quería ayudarle. Pero un día, quizás mientras estaba muy lejos en lo alto de una montaña, pensó lo siguiente: “¿Por qué no regresas a la iglesia?”. Allí, solo, sin ser influenciado por nadie, usted escuchó esas palabras dentro de su ser. ¿Cómo explicamos esto? No hay duda de que éste es el efecto que produce el sacerdocio celestial de Cristo. La intercesión de Cristo lo conmovió a usted mientras estaba lejos, y lo trajo de regreso a Dios.
En realidad, no necesitamos mucha ayuda de forma externa. ¡Contamos con un Ayudante en los lugares celestiales! Nuestro socorro viene de los cielos y llega a nuestro espíritu; la ayuda proviene de nuestro interior. ¡Tenemos tal Sumo Sacerdote!
En Hebreos 4:14-16 leemos: “Por tanto, teniendo un gran Sumo Sacerdote ... acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia”. Después de describir a nuestro Sumo Sacerdote, quien se compadece de nuestras debilidades, el escritor de Hebreos nos exhorta a acercarnos al trono de la gracia. Es así, acercándonos confiadamente, que cooperamos con la intercesión celestial de Cristo.
¿Dónde está el trono de la gracia? Debemos responder que está en los cielos y en nuestro espíritu. Si el trono de la gracia sólo estuviera en los cielos, ¿cómo podríamos ir a él? Según nuestra experiencia, el trono también está en nuestro espíritu. Por ejemplo, supongamos que estemos ansiosos por algo. La ansiedad es característica de una persona inteligente. Sólo aquellos que son insensatos están siempre contentos sin que les importe lo que sucede en su entorno. Si somos personas alertas y concienzudas, muchas cosas nos causarán ansiedad. Cuando estamos solteros, nuestros pensamientos giran en torno a nuestros propios asuntos. Pero una vez que nos casamos, hay dos personas por las cuales nos preocupamos. En vez de pensar sólo en nosotros mismos, nos preocupamos también por nuestro cónyuge. ¿Qué acerca de la conversación que tuvimos la noche anterior? ¿Qué pasará con nuestro futuro? ¿Qué sucederá si uno de los dos se enferma? Necesitamos tener la manera de enfrentar esas situaciones y pensamientos complicados. ¡Gracias a Dios que nuestro espíritu está conectado al Lugar Santísimo! Cuando nos volvemos de nuestra mente a nuestro espíritu, entramos en el Lugar Santísimo. Una vez allí, ¡es difícil saber si estamos en los cielos o en la tierra! El Lugar Santísimo tiene dos entradas: una en los cielos y la otra en nuestro espíritu. El trono de la gracia está en el Lugar Santísimo.
¿Qué hacemos en el trono de la gracia? Oramos, adoramos y contemplamos al que está en el trono; le alabamos y le damos gracias. Del trono fluye el río de vida. Si permanecemos allí por un momento, percibiremos que algo fluye hacia nosotros desde el trono de la gracia, luego fluye en nosotros y, finalmente, esta corriente sale de nosotros para alcanzar a otros. Así experimentamos la vida eterna como gracia que nos suministra. Recibimos misericordia y “hallamos gracia para el oportuno socorro” (He. 4:16). Al acudir al trono de la gracia, cooperamos con el sacerdocio celestial de Cristo. Siempre que nos volvemos a nuestro espíritu y nos acercamos al trono de la gracia, cooperamos con la intercesión celestial de Cristo. La intercesión de Cristo y nuestra oración constituyen un tráfico entre los cielos y la tierra.
Cuando el sumo sacerdote entraba al Lugar Santísimo, llevaba sobre sus hombros los nombres de las doce tribus (Éx. 28:6-10). Esos nombres también estaban inscritos sobre el pectoral (28:21). Hoy, nuestro Sumo Sacerdote nos lleva a todos nosotros delante de Dios en el Lugar Santísimo celestial. Él va delante de Dios para llevarnos allí y presentar nuestras necesidades ante Él. En este Lugar tan santo, todos nuestros problemas son resueltos. En el trono de la gracia, Él nos sirve; por tanto, podemos acercarnos confiadamente a fin de recibir misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro.
El trono de la gracia es el único lugar donde nuestros problemas pueden ser resueltos. Cuando acudimos a nuestro Sumo Sacerdote, estamos cooperando con la intercesión que Él efectúa de Su parte. Dicha comunicación transcurre a diario y durante todo el día. Aunque nada de esto es visible a nuestros ojos físicos, en nuestro espíritu percibimos que algo está ocurriendo en el Lugar Santísimo a favor nuestro. ¡Acerquémonos, pues, al trono de la gracia!
El oficio de Sumo Sacerdote es la parte principal del ministerio celestial de Cristo. Nos reunimos con Él en el trono de la gracia, hora tras hora, disfrutándole, teniendo contacto con Él y experimentándole. Mientras Él intercede por nosotros, nosotros nos acercamos confiadamente al trono para recibir misericordia y hallar gracia. La misericordia y la gracia siempre están disponibles para nosotros; sin embargo, necesitamos recibirlas y hallarlas ejercitando nuestro espíritu. Al ejercitar nuestro espíritu, nos acercamos al trono de la gracia y tenemos contacto con nuestro Sumo Sacerdote, quien se compadece de todas nuestras debilidades.
¡Cuán grandioso es nuestro Sumo Sacerdote! Hebreos 7:25 dice: “Por lo cual puede también salvar por completo a los que por El se acercan a Dios, puesto que vive para siempre para interceder por ellos”. Los sumos sacerdotes que servían bajo la ley ciertamente tenían debilidades, así que necesitaban ofrecer sacrificios primero por sus propios pecados, y luego por los del pueblo (v. 27). En cambio, nuestro Sumo Sacerdote es “santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, y encumbrado por encima de los cielos” (v. 26). Él no tiene necesidad de ofrecer sacrificios, “porque esto lo hizo una vez para siempre, ofreciéndose a Sí mismo” (v. 27). A diferencia de los hombres débiles que servían como sumos sacerdotes bajo la ley, nuestro Sumo Sacerdote es el “Hijo, hecho perfecto para siempre” (v. 28). “Tenemos tal Sumo Sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos” (8:1). Él es el “gran Sacerdote sobre la casa de Dios” (10:21).