
Lectura bíblica: Ap. 21:1-7, 9-11, 22-23; 22:1-5, 13, 17
Los dos últimos capítulos de la Biblia son muy profundos, son insondables para la mente humana. Al inicio de mi vida cristiana, simplemente me era imposible entender donde encajaban estos capítulos o qué trataban de comunicarnos. Sí, estos capítulos nos hablan de la Nueva Jerusalén, pero ¿qué es la Nueva Jerusalén?
En Apocalipsis 21:3 se describe la Nueva Jerusalén como el tabernáculo de Dios. Para entender el significado del tabernáculo tenemos que remitirnos al Antiguo Testamento.
Al principio, no existía el tabernáculo. Adán fue creado, después cayó. Después de él vinieron Abel, Enoc, Noé, Abraham, Isaac y Jacob. Noé fue un gran hombre que disfrutó de la bendición de Dios, pero en sus tiempos no había tabernáculo; al igual que Abraham, Noé moraba en una tienda.
Un día, tomando forma de hombre, Dios vino a visitar a Abraham. En Génesis 18 se nos relata que Abraham le recibió como huésped a la entrada de su tienda. No había un tabernáculo y Dios vino a aquel lugar simplemente de visita.
Años después, el nieto de Abraham, Jacob, iba camino a encontrarse con su tío huyendo de su hermano, apenado y desconsolado. Cuando se echó a dormir: “Soñó: y he aquí una escalera que estaba apoyada en tierra, y su extremo tocaba en el cielo; y he aquí ángeles de Dios que subían y descendían por ella” (Gn. 28:12). Cuando despertó: “tuvo miedo, y dijo: ¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios, y puerta del cielo” (v. 17). Él llamó aquel lugar Bet-el, la casa de Dios (v. 19). Pero la experiencia que Jacob tuvo de la casa de Dios era apenas un sueño. En lugar de entrar en la casa de Dios, él y los suyos terminaron en Egipto, donde Jacob murió.
En Éxodo Dios envió a Moisés para que sacara a los hijos de Israel de Egipto y los llevase a un lugar donde ellos pudieran edificar un tabernáculo para Dios (Éx. 3:10; 25:8). Éxodo nos muestra que la salvación de Dios nos libra de la esclavitud del mundo llevándonos al tabernáculo de Dios. La consumación máxima de la salvación es el tabernáculo de Dios, el cual es Su hogar. No solamente Dios moraba allí, sino que los sacerdotes que le servían también vivían allí. Ellos y Dios vivían en la misma casa.
¿Alguna vez le han preguntado a Dios: dónde está Tu casa? ¿Alguna vez se han preguntado ustedes mismos dónde está su hogar? Su hogar tiene que ser el hogar de Dios. Allí donde mora Dios, ustedes también tienen que morar. Además del lugar donde Dios mora con ustedes, no deben considerar ningún otro lugar como su hogar. Debido a que usted es un sacerdote, debe vivir en la casa de Dios. Ese hogar, en el Antiguo Testamento, era el tabernáculo.
En la conclusión de la Biblia se aparece una ciudad. Una voz sale del trono y declara que esta ciudad es el tabernáculo de Dios (Ap. 21:2-3).
El tabernáculo de Moisés era una miniatura, una figura que anunciaba este tabernáculo verdadero. El primer tabernáculo tenía tan solo unos quince pies de ancho (diez codos), cuarenta y cinco de largo (treinta codos), y quince pies de alto. Era mucho más pequeño que una casa moderna de tres dormitorios. Era pequeño, no obstante, era la casa de Dios aquí en la tierra. Él vivió allí por unos cuarenta años en el desierto y por más de cuatro siglos en la tierra prometida. Era una casa móvil, sin piso ni cimientos. Además, únicamente los sacerdotes eran aptos para entrar en ese hogar y permanecer allí con Dios.
La Nueva Jerusalén es el cumplimiento de este cuadro tipológico. ¡Cuan grande es este tabernáculo! Su altura, profundidad y anchura son todas iguales: doce mil estadios o unas mil cuatrocientas millas. ¿Habían visto alguna vez una casa tan grande? El tipo era pequeño, pero el cumplimiento es mucho más grande de lo que nos imaginamos.
Puede parecerles extraño, pero este tabernáculo también es llamado la novia, la esposa del Cordero (Ap. 21:9-10). ¿Cómo es posible que la esposa del Cordero sea también la morada de Dios? Esto es difícil de explicar. Sin embargo, la Biblia nos dice lo que es la Nueva Jerusalén; por un lado, es el tabernáculo de Dios, por otro, es la esposa de Cristo.
El hogar del Padre es la esposa del Hijo. En la eternidad Dios el Padre posee un hogar, el cual es llamado el tabernáculo, y Dios el Hijo tiene una esposa, la cual es ese mismo tabernáculo. ¿Cómo podrían los teólogos sistematizar esto?
Este tabernáculo también es llamado la santa ciudad (21:2-3). Un tabernáculo es solamente una tienda. ¿Cómo podría una tienda convertirse en una ciudad? La Nueva Jerusalén es una ciudad; la ciudad es un tabernáculo, y el tabernáculo es la esposa. Esto es lo que la Biblia nos dice. Con decir esto es suficiente.
Al comienzo, los hijos de Israel tenían un tabernáculo. Después, ellos entraron en la buena tierra y conquistaron a sus enemigos asegurando la paz. Entonces, edificaron el templo y el tabernáculo fue unido a este templo (1 R. 8:4).
Estos dos, el tabernáculo y el templo, eran las dos bendiciones más grandes que Dios dio a Su pueblo aquí en la tierra, pues tanto el tabernáculo como el templo eran el hogar de Dios mismo. Siempre que entre ellos tuvieran la casa de Dios, podrían ubicar a Dios. Ellos podían decirles a los demás dónde estaba Dios. El tabernáculo y el templo fueron el centro y el foco del Antiguo Testamento.
Cuando leemos sobre la Nueva Jerusalén, se nos dice que es el tabernáculo de Dios. Seguramente, Juan miraba alrededor buscando el templo, porque nos dice: “Y no vi en ella templo” (Ap. 21:22). Después de lo cual añade: “Porque el Señor Dios Todopoderoso, y el Cordero, es el templo de ella”. Estas palabras son difíciles de entender, pero si leemos con el debido detenimiento estos dos últimos capítulos comprenderemos que la ciudad no solamente es el tabernáculo, sino también el templo. Como el tabernáculo, la ciudad es la esposa del Cordero. Como el templo, la ciudad es el agrandamiento de Dios mismo y del Cordero.
A medida que excavemos todo cuanto está implícito aquí, llegaremos a la conclusión de que esta ciudad es Dios mismo agrandado, y que lo mismo sucede con la esposa del Cordero. La esposa está formada por todo aquel que fue redimido por Dios, incluyéndonos a nosotros mismos. La nueva ciudad es el tabernáculo, la esposa y el templo. Esta ciudad es todo-inclusiva. Los teólogos carecen de explicación para esta extraña ciudad. Sin embargo, nosotros afirmamos que esta ciudad es la mezcla del Dios Triuno con el hombre.
Hasta aquí, nos hemos referido a Dios el Padre (21:22) y a Cristo el Hijo, el Cordero (v. 22). ¿Pero dónde se menciona al Espíritu? En Apocalipsis 22:17 se nos dice: “El Espíritu y la novia dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven. Y el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente”. Por tanto, en estos dos capítulos se hace referencia al Dios Triuno. En ellos también vemos el tabernáculo, el templo y la novia. En Apocalipsis 21:7 se nos dice: “El que venza heredará estas cosas, y Yo seré su Dios, y él será Mi hijo”. Esto nos da un indicio de que esta ciudad está compuesta por los hijos de Dios. Si la ciudad es una esposa, ¿cómo es que ella está conformada por los hijos? ¿Es femenina o masculina? Esto resulta incomprensible para la mente humana.
Con nuestro limitado entendimiento únicamente podemos decir que la Nueva Jerusalén es una composición conformada por el Dios Triuno y Su pueblo redimido. El Antiguo Testamento nos presenta primero el tabernáculo y después el templo. También considera que el pueblo redimido por Dios es la esposa de Dios (Is. 54:5-6), y a quienes Dios redimió y regeneró son Sus hijos (Éx. 4:22; Is. 43:6). Además, en esta era del Nuevo Testamento, nosotros tenemos esta posición doble. Somos hijos de Dios, los cuales disfrutan de todas las bendiciones del Padre y las heredan (Ro. 8:14, 17); y también somos la esposa de Cristo, los que participan de Su amor (Ef. 5:31-32). Como hijos, disfrutamos de la vida del Padre; como la esposa, disfrutamos el amor del Hijo. La Nueva Jerusalén está compuesta por los hijos del Padre que disfrutan de Su vida, y ella es también la esposa del Cordero, la cual disfruta del amor del Hijo. Tanto la vida como el amor están presentes, la vida es para los hijos, y el amor para la esposa.
Esta composición conformada por el Dios Triuno y Su pueblo redimido y regenerado, es una mezcla. Esta ciudad, como tabernáculo y templo de Dios, es el lugar donde Dios mora. El Nuevo Testamento nos dice claramente que Dios no habita en un edificio físico (Hch. 17:24), que nosotros somos la casa de Dios (1 Ti. 3:15) y el templo de Dios (1 Co. 3:16). Así pues, la Nueva Jerusalén es la máxima consumación de la morada de Dios. Nosotros somos la morada, y Dios es el Morador.
¿Dónde moramos? ¡Moramos en Dios! Esto lleva a su cumplimiento lo anunciado por Moisés en Salmos 90:1: “Señor, Tú nos has sido morada [heb.] / de generación en generación”. Nosotros somos la morada de Dios, y Dios llega a ser nuestra morada. Éste es también el concepto de Juan en 15:4: “Permaneced en Mí, y Yo en vosotros”. Por esto podemos decir que ésta es la mezcla de Dios y el hombre.
Algunos dirán que Dios es demasiado elevado para mezclarse con el hombre que es malo. Nosotros hemos sido salvos, redimidos, regenerados, transformados y elevados. Somos humanos, pero ya no somos malos. Somos nobles, incluso espléndidos. Nuestro esplendor completo todavía no se ha manifestado. Cuando Él venga, seremos transfigurados. Entonces, nuestro esplendor se manifestará por completo. No sólo estamos unidos al Señor, sino que también nos hemos mezclado con Él. Él mora en nosotros, y nosotros moramos en Él. ¡Qué asombroso es esto!
Con este trasfondo, ahora estamos preparados para ver que en la eternidad Cristo continuará ejerciendo Su ministerio. En Apocalipsis 21 y 22 se nos muestra Su ministerio eterno. Para entonces, Su ministerio ya no será ejercido en los cielos, pues la Nueva Jerusalén, que es donde Él ministrará, habrá descendido del cielo.
En la eternidad Cristo ejercerá Su ministerio para suministrar a la Nueva Jerusalén. Un río de agua de vida corre desde el trono de Dios y del Cordero (22:1). Tanto Dios como el Cordero son la fuente del agua viva, el agua que abastece a toda la ciudad. A ambas orillas de este río, crece el árbol de la vida (22:2).
De la descripción de estos dos capítulos, podemos ver que esta ciudad es única en su género, también tiene una sola calle, en medio de la cual corre un solo y único río, en el cual crece un solo y único árbol, el cual representa el suministro de vida para toda la ciudad. ¡Una sola ciudad, una sola calle, un solo río y un solo árbol! ¡Qué disfrute es estar aquí! La fuente es el trono de Dios y del Cordero. Desde este trono corre el río, en el río crece el árbol de la vida. ¡Qué tremendo cuadro es este que nos muestra el ministerio de Cristo suministrando a la Nueva Jerusalén por la eternidad! Aquí disfrutamos del tabernáculo, el templo, la vida del Padre, el amor del Hijo, el agua de vida y el árbol de la vida.
Más aún, en esta ciudad nueva no hay luz natural. Aquí no son necesarios ni el sol ni la luna. Dios mismo es la luz. En la presencia de esta luz mayor, todas las otras luces no cuentan para nada. Fuera de la Nueva Jerusalén todavía habrá día y noche (21:25), pero dentro de ella ya no habrá más noche. “La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella; porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lámpara” (21:23). “No habrá más noche; y no tienen necesidad de luz de lámpara, ni de luz del sol, porque el Señor Dios los iluminará” (22:5).
Dios es luz. Cristo el Hijo es la lámpara. El Cordero es la lámpara. Esta lámpara tiene a Dios mismo como su luz. La ciudad, por ser el candelero, resplandece con la luz de Dios que está en el Cordero. Al ver esta ciudad, es difícil determinar de dónde viene la luz que la ilumina. Dios es la luz, pero Su resplandor está en el Hijo, Cristo. Y este resplandor es expresado mediante la ciudad, es decir, por medio nuestro. Nosotros somos la expresión de Cristo, quien tiene en Él a Dios mismo como la luz. Esta luz, que es Dios mismo, resplandece en Cristo en toda la nueva ciudad, y es la que nos satura. Estamos inmersos en Dios mismo, quien es la luz. Seremos la expresión de Cristo que tiene a Dios como la luz.
“Y no habrá más maldición” (22:3). Ciertamente no habrá más maldición. La maldición vino mediante la caída de Adán (Gn. 3:17) y fue contrarrestada por la redención efectuada por Cristo (Gá. 3:13). ¡Ciertamente ninguna maldición podrá sobrevenir!
“Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más duelo, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (21:4). ¡Ya no habrá más llanto! ¡Ni habrá maldición! ¡Ni muerte! ¡Ni duelo! ¡Ni clamor! ¡Ni dolor! ¡Ya no habrá más noche!
¿Qué encontramos en esta ciudad nueva? ¡Aquí encontramos a Dios! ¡Al Cordero! ¡El trono! ¡El río de agua de vida! ¡El árbol de la vida! ¡La luz!
También habrá el reinado, pues “reinarán por los siglos de los siglos” (22:5). Somos los hijos de Dios y disfrutamos de Su vida. Somos la esposa de Cristo, objeto de Su amor. Somos los reyes que gobiernan las naciones, los cuales reinarán por siempre.
Confío en que tenemos un claro panorama de lo que existirá en la eternidad. En todo, Cristo continuará ministrándonos Su suministro.
En el último capítulo encontramos una promesa y un llamado.
“Bienaventurados los que lavan sus vestiduras, para tener derecho al árbol de la vida, y para entrar por las puertas en la ciudad” (22:14). Aquí hay una promesa a los que laven sus vestiduras en la sangre, y es que ellos disfrutarán del árbol de la vida. Después, en el versículo 17, se hace un llamado: “El Espíritu y la novia dicen: Ven. Y el que oye, diga: Ven. Y el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente”. Todos los que respondan a este llamado y vengan, beberán del agua de vida. Aquellos que respondan a este llamado, el cual está vigente, también serán beneficiarios de la promesa hecha anteriormente. Ellos disfrutarán de Cristo como el árbol de la vida y beberán de Él como el Espíritu vivificante. Estos dos versículos son muy profundos, aunque son bastante breves.
Encontramos aquí un cuadro muy claro de lo que tendremos en la eternidad. Nuestro disfrute será el Dios Triuno mismo: el Padre, el Hijo como el Cordero y el Espíritu. Desde el trono de este Dios Triuno corre el río de agua de vida. En esta agua crece el árbol de vida para brindar el suministro de vida. Nosotros estaremos allí como la ciudad a fin de ser la morada de Dios. Dios estará allí como nuestra morada. Él morará en nosotros y nosotros moraremos en Él. ¡Nos mezclaremos el uno con el otro como una sola entidad maravillosa e indescriptible! Cristo seguirá siendo el centro al ministrar eternamente con el fin de mantener a toda la ciudad abastecida de Su constante suministro.
En esta era la vida de iglesia es una miniatura de la Nueva Jerusalén. Nosotros somos la morada de Dios y le tomamos a Él como nuestra habitación; es decir, Él mora en nosotros, y nosotros moramos en Él. Tenemos el trono de Dios y del Cordero. Disfrutamos del río que corre y del árbol de la vida que crece. La iglesia también está llena de luz. El Espíritu habla junto con la iglesia, la novia. La Nueva Jerusalén será la consumación de la vida de iglesia. El anticipo del que disfrutamos ahora tiene el mismo sabor de lo que experimentaremos en plenitud en la Nueva Jerusalén. Al disfrutar de la vida de iglesia, tenemos el sentir de que en realidad disfrutamos del Dios Triuno de acuerdo con la visión de la Nueva Jerusalén.