
Lectura bíblica: Jn. 17:1-5, 11, 12, 16-24
El Evangelio de Juan en los capítulos del 14 al 16 nos relata lo que el Señor le dijo a Sus discípulos la víspera de Su muerte. Después de decir estas maravillosas palabras, Él ofreció una oración al Padre. Y esta oración en Juan 17 son las palabras más profundas que hay en toda la Biblia. Lo dicho allí va más allá de nuestro entendimiento. Incluso, captar el tema central de dicha oración no es fácil.
Nótese que en esta oración, el Señor no oró por asuntos secundarios. No hizo mención alguna con respecto a la sanidad de los enfermos, ni a la salvación de los perdidos. Él oró por algo profundo que está en el corazón de Dios.
Él comenzó esta oración diciendo: “Padre, la hora ha llegado; glorifica a Tu Hijo, para que Tu Hijo te glorifique a Ti” (Jn. 17:1). ¿Sabemos acaso qué significa que el Padre glorifique al Hijo? ¿Y cómo habría de glorificar el Hijo al Padre? ¿De qué manera el Padre y el Hijo pueden ser glorificados? La Biblia nos enseña que gloria es Dios expresado. La ilustración de la electricidad podría ayudarnos a entender esto más claramente. La electricidad se mantiene escondida hasta que se prende el interruptor. Entonces, las luces se encienden. El resplandor de esas luces es, pues, la gloria de la electricidad. Cuando la electricidad resplandece, es glorificada. Al ver el resplandor de aquellas luces podemos percibir de qué manera la electricidad es glorificada al ser manifestada.
Dios también está escondido. Sin embargo, siempre que es expresado, hay gloria. Por ejemplo, cuando el tabernáculo fue erigido, la gloria de Dios llenó aquella tienda (Éx. 40:34-35). Una gran nube que la cubría podía ser vista por los israelitas, quienes, al ver tal indicio de gloria recubriendo el tabernáculo comprendieron que Dios estaba allí.
Esto sucedió nuevamente cuando el templo fue completado. “Al salir los sacerdotes del santuario, la nube llenó la casa de Jehová. Y los sacerdotes no pudieron permanecer para ministrar a causa de la nube, porque la gloria de Jehová había llenado la casa de Jehová” (1 R. 8:10-11). Así, como una bombilla de luz resplandeciente denota la presencia de la electricidad, la nube de gloria mostraba la presencia de Dios.
Cuando el Señor Jesús se hizo hombre, Su gloria estaba escondida por Su humanidad. Su cuerpo físico era como el tabernáculo, dentro del cual se escondía la gloria shekinah. Esta gloria no era visible desde fuera, pero cuando el sumo sacerdote entraba al Lugar Santísimo, él veía la gloria shekinah allí. El tabernáculo tipificaba al Cristo encarnado. La gloria de Dios estaba escondida en el cuerpo físico de Cristo. Un día, en un lugar apartado, en la cima de un monte, Cristo se transfiguró en presencia de Pedro, Jacobo y Juan (Mt. 17:1-8). Allí, “resplandeció Su rostro como el sol, y Sus vestidos se volvieron blancos como la luz”. Dios fue expresado, pero solamente por un tiempo breve, después, la gloria se escondió una vez más.
En Juan 17 el tiempo estaba cerca en que el Señor Jesús debía morir y ser resucitado. Tal vez ustedes no se hayan percatado de esto, pero la resurrección no fue otra cosa que la expresión completa. Consideren la semilla de un clavel. Es pequeña y pasa desapercibida, no obstante, dentro de esta pequeña semilla está escondido todo lo que después florecerá. Mientras esta semilla pueda ser vista por nosotros, no florecerá, es decir, no podremos ver su gloria. Sin embargo, si esta semilla es sembrada en la tierra y muere, ella crecerá y florecerá. Este florecimiento es la liberación de la gloria que estaba escondida en aquella semilla. Así pues, el florecimiento del clavel es su glorificación.
El Señor Jesús era una semilla. Él era un nazareno menospreciado, sin apariencia hermosa para que le deseemos. Sin embargo, dentro de aquella semilla estaba escondida la gloria divina. Ahora, Él estaba a punto de caer en tierra y morir. Después de que esto sucediera, Él sería levantado de entre los muertos y la gloria divina sería expresada. En otras palabras, Cristo sería glorificado.
La gloria liberada en la resurrección no era otra cosa que el Padre mismo. Así pues, que el Hijo fuese glorificado significaba que el Padre también sería glorificado, pues el Padre estaba escondido en el hombre Jesús. Cuando la gloria resplandeció, tanto el Hijo como el Padre fueron glorificados.
Entonces, ¿cómo es que el Hijo de Dios es glorificado? Por medio de Su muerte y resurrección. ¿Cómo el Padre fue glorificado en el Hijo? Esto sucedió mediante la glorificación del Hijo. Cuando el Hijo fue glorificado, aquella gloria no era otra cosa que el Padre expresado. Por eso el Señor oró: “glorifica a Tu Hijo, para que Tu Hijo te glorifique a Ti” (Jn. 17:1). Entonces, somos glorificados cuando la naturaleza divina es expresada. Queridos santos, estamos abordando algo que el lenguaje humano no puede expresar de forma adecuada; y mi sentir es que me faltan las palabras adecuadas. Pongo mis ojos en el Señor para que ustedes puedan ver lo que yo he visto.
Muchas plantas, después de florecer, dan fruto. Una expresión temporal como el florecimiento es seguida por algo más duradero, el fruto. En mi provincia natal, al norte de China, habían muchos manzanares; así pues, lo que nos interesaba a nosotros no eran las flores de los árboles, sino que año tras año esperábamos llenos de expectativa el mes de septiembre cuando los árboles estaban llenos de frutos. ¡Cuánto disfrutábamos al ir a ver estos manzanos en su glorificación! Incluso, desde lejos ya podíamos oler el aroma de las manzanas. Aquellas manzanas tenían un aroma tan fragante que aun guardábamos algunas con nuestra ropa para que durante los siguientes meses su fragancia impregnase nuestras prendas de vestir.
Cristo, en Su glorificación, ¿se parece más a un clavel o a un manzano? ¡Él es como el manzano! ¡Pero Su fruto es más fragante y hermoso que cualquier flor! ¡Nosotros somos ese fruto! Si Cristo jamás hubiera producido un discípulo después de Su resurrección, habría permanecido como la flor del clavel. Pero después de Su resurrección, ciento veinte discípulos Suyos estaban reunidos en Jerusalén (Hch. 1:15). Después, tres mil fueron añadidos (2:41). En poco tiempo, otros cinco mil fueron añadidos (4:4). Ahora, en toda la tierra, hay “manzanares”, ¡los cuales son fruto de la resurrección de Cristo! De Europa al África, del norte al sur de América, y por todo el Lejano Oriente, ¡estos manzanares se han propagado expresando y glorificando al Señor Jesús!
Una iglesia no es otra cosa que uno de estos manzanares, ¡allí se produce el fruto del Cristo resucitado! Cuando el Señor Jesús como Hijo de Dios es glorificado al ser expresado por nosotros, el Padre también es glorificado. Lo que el Señor Jesús oró aquella noche en Juan 17 era por la vida de iglesia apropiada, en la cual todos Sus discípulos le expresan de la misma manera en que una manzana es la expresión del manzano. ¡Nosotros somos Sus manzanas, expresándole en resurrección, a fin de que el Padre sea glorificado! En otras palabras, la vida de iglesia apropiada es la glorificación del Hijo y el Padre, la glorificación del Padre en el Hijo. La oración del Señor: “glorifica a Tu Hijo, para que Tu Hijo te glorifique a Ti”, se cumple en la vida de iglesia apropiada.
Si entendemos este primer versículo, entonces podremos empezar a entender toda esta oración.
Después, el Señor procede a orar cuatro veces por la unidad de todos los creyentes.
(1) “Padre santo, guárdalos en Tu nombre [...] para que sean uno, así como Nosotros” (v. 11).
(2) “Para que todos sean uno; como Tú, Padre, estás en Mí, y Yo en Ti, que también ellos estén en Nosotros” (v. 21).
(3) “La gloria que me diste, Yo les he dado, para que sean uno, así como Nosotros somos uno” (v. 22).
(4) “Yo en ellos, y Tú en Mí, para que sean perfeccionados en unidad” (v. 23).
En Juan 17 la glorificación es equivalente a la unidad. Cuando la unidad desaparece, la glorificación se desvanece. Donde hay unidad, el Hijo es glorificado y el Padre es glorificado en el Hijo.
Tal vez ahora ustedes comprendan por qué nos preocupa tanto la situación imperante entre los cristianos hoy. Si existe división entre los santos, ¿habrá glorificación alguna? Una vez que se ha destruido la unidad genuina, no puede haber glorificación del Hijo ni tampoco el Padre es glorificado mediante el Hijo. No obstante, damos gracias al Señor que pese a las divisiones ocurridas en siglos pasados, en cada generación, ha habido quienes buscan al Señor con toda sinceridad y fidelidad, los cuales, dejando atrás asuntos menores, procuraron reunirse a fin de ser uno en Cristo, uno en el Espíritu y uno en el Padre. En todo lugar y época en que hubieron tales reuniones, en que se disfrutaba de la auténtica unidad en el Dios Triuno hubo, también, cierto grado de glorificación del Hijo y del Padre.
La unidad de los creyentes es el tema central de la oración del Señor en Juan 17. Después de cincuenta y cinco años de recibir la misericordia del Señor, puedo testificar que no hay nada más glorioso que los creyentes se reúnan en la unidad verdadera. Cuando al reunirnos lo único que nos interesa es el Señor, entonces somos uno en el Espíritu y uno en el Padre. Tal unidad en el Dios Triuno es la glorificación de la que hablamos. Experimentar esto, incluso en cierto grado, forma parte de la respuesta a la oración del Señor. Esta respuesta del Padre a la oración del Hijo es algo que continúa lográndose. Su respuesta comenzó el Día de Pentecostés, cuando todos los ciento veinte fueron hechos uno, y el Hijo y el Padre fueron glorificados. En los diecinueve siglos subsiguientes, la respuesta a esta oración se ha venido cumpliendo en diversos lugares en toda la tierra.
Incluso, mientras nos reunimos aquí, tengo la convicción de que en cierta medida experimentamos la respuesta dada por el Padre a esta oración. En qué medida esta oración es respondida dependerá de la medida en que renunciemos a nuestras diferencias y tomemos a Cristo como nuestro centro, e incluso, como nuestro elemento constitutivo. Somos uno, no porque tengamos las mismas opiniones, doctrinas o prácticas, sino porque Cristo es nuestra unidad. Él mismo es el contenido de nuestra unidad. Tal unidad es la glorificación del Hijo y del Padre.
De todos los libros de la Biblia, el Evangelio de Juan es el que nos revela más plenamente al Dios Triuno. Los capítulos 14, 15 y 16 constituyen el mensaje dado por el Señor, y el capítulo 17 es Su oración. Estos cuatro capítulos son una revelación completa del Padre, el Hijo y el Espíritu.
En Juan 14:7-11 el Señor habló sobre el Padre, ante lo cual Felipe, neciamente, pidió: “Señor, muéstranos el Padre, y nos basta”. El Señor se mostró sorprendido de que Él hubiera estado por tanto tiempo entre ellos y, sin embargo, Felipe todavía no le conociera. Después de estar día tras día con Él, ¿no se daba cuenta Felipe que verlo a Él era ver al Padre? ¿Cómo podía Felipe pedir que les mostrara al Padre? El Señor estaba en el Padre y el Padre estaba en Él. Incluso, toda palabra que salía de Su boca no era Suya, sino que el Padre permanecía en Él haciendo Sus obras. ¿Acaso Felipe no creía que el Señor estaba en el Padre y el Padre en Él?
En las relaciones humanas, un padre y su hijo no son una sola persona. Un hijo no podría decir que su padre está en él, o que él está en su padre. Él no es uno con su padre ni tampoco su padre obra cuando él habla. Tal unidad es imposible en el ámbito terrenal. En todo el universo, únicamente el Hijo de Dios puede decir estas cosas al referirse a la relación que Él tiene con Su Padre. En la Trinidad, podemos distinguir entre el Padre y el Hijo, pues ellos son dos; sin embargo, son uno, pues el Hijo está en el Padre y el Padre está en el Hijo. ¡Qué maravilloso misterio!
Después de conversar con Felipe, el Señor procedió a decir cosas aún más misteriosas (Jn. 14:16-18). “Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre”. Los discípulos ya tenían al Señor como su Consolador. Ahora, Él pediría al Padre que les enviara a otro Consolador, el Espíritu de realidad. Este segundo Consolador moraría en ellos, mientras que el primero sólo podía estar entre ellos. “No os dejaré huérfanos”, dijo el Señor, “vengo a vosotros”. ¡Qué extraño! ¿Quién vendría a ellos? ¿El Señor o el Espíritu de realidad? ¿Eran acaso Dos los que venían? No, sino solo Uno. La venida del Espíritu era la venida del propio Señor. Cuando el Consolador estuviera en ellos, el Señor estaría en ellos.
Cuando abordamos el tema de la Trinidad, no es posible tocar fondo. He estudiado este tema una y otra vez, una hora tras otra, procurando entender qué decía el Señor. Cuanto más leía y estudiaba estos pasajes, más me internaba en un laberinto sin fin. Finalmente, hice a un lado mis estudios analíticos y simplemente acepté Juan 14 tal como está escrito. Allí, simplemente se nos dice que el Padre está en el Hijo, y que el Hijo está en el Padre. También se nos dice que el Espíritu de realidad vendría. Él hará que el Padre y el Hijo sean reales para nosotros. Que uno de ellos esté con nosotros significa que los Tres están con nosotros. No obstante, los tres no están aquí separados, pues son Uno solo.
Consideren su experiencia. ¿No tienen acaso al Padre, el Hijo y el Espíritu? ¿Dónde están? Ellos están simultáneamente en nuestro espíritu, así como también en los cielos, sentado en el trono. ¡Éste es el Dios que disfrutamos!
Cuando me reunía con la Asamblea de los Hermanos, me enseñaron a orar al Padre en el nombre del Hijo y por el poder del Espíritu. Bajo ciertas circunstancias, pero rara la vez, se debía orar al Hijo. Y decían que jamás debíamos orar al Espíritu Santo. Yo intenté seguir sus enseñanzas, pero descubrí que esto me incomodaba. ¿Dónde estaba el Padre a quien oraba? ¿Cómo distinguirlo del Hijo al orar? ¿Dónde estaba el Espíritu? Finalmente, salí de toda esta confusión. Todos ellos están con nosotros, el Nuevo Testamento nos lo dice, pues los Tres son Uno.
En Juan 4:24 se nos dice que: “Dios es Espíritu”. El tercero de la Trinidad es el Espíritu Santo. El Hijo, en resurrección, fue hecho el Espíritu vivificante (1 Co. 15:45). ¿Es acaso el Padre un Espíritu, el Hijo otro Espíritu vivificante y el Espíritu Santo un tercer Espíritu? ¿Hay acaso tres Espíritus? Por supuesto que no. Estos tres son un solo Espíritu. ¡Mi deseo es simplemente compartir con ustedes mi disfrute del Dios Triuno! Día tras día, desde la mañana hasta la noche, el Padre, el Hijo y el Espíritu son mi pleno disfrute. ¡Cuán feliz estoy de tener al Dios Triuno en mí!
¡El capítulo 15 de Juan es aún más glorioso que el capítulo 14! “Yo soy la vid verdadera, y Mi Padre es el labrador”, declara el Señor. Reflexionemos sobre lo que se halla implícito en este cuadro. El Padre es la fuente, el origen, de esta vid. Fue plantada por Él, es cultivada por Él, y recibe todo su suministro de Él. Él es su suelo, su sol y su aire. El Hijo es una vid, la cual corporifica al Padre. Todo cuanto el Padre es, tiene y hace, se halla envuelto en esta Vid.
Cuando llegamos a Juan 15:26, se menciona al Espíritu: “Pero cuando venga el Consolador, a quien Yo os enviaré del Padre, el Espíritu de realidad, el cual procede del Padre, Él dará testimonio acerca de Mí”. La preposición griega que aquí se tradujo dos veces como “del” no tiene un equivalente preciso en nuestro idioma, pues en realidad significa: “del” y “con”. El Espíritu, pues, viene del Padre y con el Padre. No es posible separarlos; así que, cuando el Espíritu viene, el Padre también viene con Él.
Esto se aplica al Hijo también. Él vino del Padre y con el Padre. Mientras estuvo en la tierra, Él no estaba solo, pues el Padre estaba con Él (Jn. 8:16, 29). Donde Él estaba, el Padre también estaba. Los Tres de la Trinidad son distintos entre Sí, pero no están separados. Cuando tenemos al Padre, tenemos al Hijo. Cuando tenemos al Hijo, tenemos al Padre (1 Jn. 2:23). Con el Hijo, también tenemos al Espíritu. El Padre es la fuente de la vid. El Hijo es la vid. El Espíritu es la savia de vida de la vid.
Esta gran vid es el organismo del Dios Triuno. Todo cuanto el Padre es, está en este organismo, corporificado en la vid, que es el segundo de la Trinidad. Dentro de la vid circula la corriente de vida del Espíritu. El Espíritu es el que lleva consigo las riquezas del Padre a fin de sustentar a la vid con sus pámpanos. Ésta es la misma vid en la cual fuimos injertados. ¡Fuimos injertados en este organismo del Dios Triuno!
¿Quiere decir esto que somos deificados? Se me ha acusado de enseñar que hay cuatro en la Deidad: el Padre, el Hijo, el Espíritu y la iglesia. Nosotros no somos objeto de adoración, pero ciertamente poseemos la vida divina y la naturaleza divina. Sin duda alguna, los pámpanos comparten con la vid la misma vida y naturaleza. Nosotros somos hijos de Dios. Puesto que Dios es nuestro Padre, ciertamente poseemos Su vida y naturaleza. Somos miembros del Cuerpo de Cristo. Ciertamente somos uno con la Cabeza.
Juan 14 nos revela la relación que tienen entre Sí el Padre, el Hijo y el Espíritu. Juan 15 procede a hablarnos de la vid y los pámpanos. Juan 16 vuelve a hablarnos del Dios Triuno.
“Pero cuando venga el Espíritu de realidad, Él os guiará a toda la realidad [...] os hará saber las cosas que habrán de venir. Él me glorificará; porque recibirá de lo Mío, y os lo hará saber. Todo lo que tiene el Padre es Mío; por eso dije que recibirá de lo Mío, y os lo hará saber” (16:13-15). Todo cuanto el Padre tiene, es del Hijo. El Hijo es, por tanto, la corporificación del Padre. Todo cuanto el Hijo tiene, fue dado al Espíritu. El Espíritu es, por tanto, quien hace real para nosotros al Hijo. Entonces, todo cuanto el Espíritu tiene es transmitido a nosotros. Esta secuencia nos muestra que, a la postre, ¡todo llega a ser nuestro! Todo cuanto el Padre tiene pertenece al Hijo, y lo que es del Hijo es recibido por el Espíritu. Y aquello que el Espíritu recibió nos lo hace saber a nosotros. Así, ¡el Espíritu, el Hijo y el Padre son nuestros para que los poseamos!
Vuestra experiencia les confirmará esto. Ustedes ciertamente tienen la certeza de que el Espíritu mora en ustedes. El Espíritu es quien hace real al Hijo. El Hijo que está en nosotros es la corporificación del Padre. ¿Cómo podemos saber que los Tres están en nosotros? ¡Por el Espíritu! Él es real para nosotros, pues Él nos consuela en nuestra tristeza, nos ilumina en nuestra oscuridad, y nos incomoda cuando nos desviamos. ¿Tenía usted tales experiencias antes de ser salvo? Poseemos este sustento y suministro interno desde que creímos en Él. Esta Persona tan rica es quien hace real para nosotros al Hijo, quien es la corporificación del Padre. Por tanto, ¡el Dios Triuno está dentro de nosotros a fin de que le disfrutemos todos los días y a cada hora!
Después de estos tres capítulos: Juan 14, 15 y 16; en los cuales se nos revelan las riquezas del Dios Triuno, el Hijo, levantando Sus ojos al cielo, oró: “Padre, la hora ha llegado; glorifica a Tu Hijo, para que Tu Hijo te glorifique a Ti” (17:1). ¿Cómo habría de suceder esta glorificación? Por la unidad de los creyentes (vs. 11, 21, 22, 23).
Al Hijo se le dio potestad sobre toda carne para que dé vida eterna a todos los que el Padre le dio (v. 2). Ahora Él ora diciendo: “Padre santo, guárdalos en Tu nombre, el cual me has dado, para que sean uno, así como Nosotros. Cuando estaba con ellos, Yo los guardaba en Tu nombre, el cual me has dado, y Yo los guardé” (vs. 11-12). La vida y el nombre son inseparables. Sin la vida del Padre, ¿cómo podríamos tener Su nombre? Si no hubiéramos nacido de Él, Él no sería nuestro Padre. Dios es nuestro Padre porque tenemos Su vida. Por tanto, podemos invocarle: “¡Abba, Padre!”.
Además de impartir a los creyentes la vida eterna, el Señor nos dice que “Yo les he dado Tu palabra; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco Yo soy del mundo [...] Santifícalos en la verdad; Tu palabra es verdad [...] Y por ellos Yo me santifico a Mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad. Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en Mí mediante la palabra de ellos, para que todos sean uno; como Tú, Padre, estás en Mí, y Yo en Ti, que también ellos estén en Nosotros; para que el mundo crea que Tú me enviaste” (vs. 14-21).
La palabra dada por el Señor a los creyentes los separa del mundo. Ellos no pertenecen al mundo, sino a Él. La palabra santificadora los guarda del mundo, aun cuando están en el mundo.
Por tanto, mediante la palabra, la vida y el nombre, los creyentes pueden ser conducidos a la unidad.
“La gloria que me diste, Yo les he dado, para que sean uno, así como Nosotros somos uno. Yo en ellos, y Tú en Mí, para que sean perfeccionados en unidad” (vs. 22-23). Al Hijo se le dio la vida y naturaleza del Padre a fin de que Él exprese al Padre. La gloria del Hijo es que Él exprese al Padre al tener la vida y naturaleza del Padre. Supongamos que el presidente de la nación tuviese un hijo al cual envía como su representante. La gloria de este hijo consistirá en expresar la vida y naturaleza del presidente. El Hijo de Dios recibió la gloria del Padre por el hecho de que Él posee la vida y naturaleza del Padre a fin de expresarlo.
Esta misma gloria es la que el Hijo nos dio. Nosotros somos partícipes de la vida y naturaleza del Padre y tenemos tanto la posición como el derecho de expresarlo. ¡Somos poseedores de esta gloria!
Así pues, somos conducidos a la unidad mediante la vida, en el nombre, por la palabra y en gloria. Esta unidad es auténtica debido a que es una unidad en el Dios Triuno. Estamos mezclados con Él en tal unidad.
Esta unidad es la razón por la que estamos aquí. La unidad en el nombre del Padre por medio de Su vida. La unidad en el Dios Triuno mediante Su palabra, la cual nos separa del mundo. La unidad en la gloria para expresar a Dios con Su naturaleza y vida. ¡Ésta es la glorificación del Hijo y el Padre! ¡Y ésta es la vida de iglesia!