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Mensajes del libro «Ministerio remendador de Juan, El»
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CAPÍTULO NUEVE

TODO LO QUE ABARCA LA UNCIÓN

  Lectura bíblica: 1 Jn. 2:20, 27; Jn. 7:38-39; Éx. 30:23-25

  La unción es otro asunto misterioso revelado en la Primera Epístola de Juan. En mensajes anteriores hablamos sobre la vida, la comunión y el permanecer mutuo de nosotros y Dios. Ahora queremos hablar sobre la unción, la cual, según nos dice Juan, hemos recibido (1 Jn. 2:27). La palabra unción es un sustantivo verbal y es usada de manera metafórica.

LA UNCIÓN EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

  Para entender las metáforas bíblicas es necesario considerar el Antiguo Testamento. Debido a que las cosas espirituales son abstractas y, por ende, de difícil comprensión, Dios usa muchos cuadros, sombras y tipos en el Antiguo Testamento para mostrarnos el significado de tales asuntos espirituales. Éste es un principio bíblico que debemos tomar en cuenta. El Espíritu de Dios es un misterio. Dios es invisible. Su Espíritu es abstracto. Por tanto, a fin de darnos un cuadro de Sí mismo, Él usa el aceite como un tipo visible. Cuando alguien era ungido como rey a fin de que reinara sobre el pueblo de Dios, o alguien era ungido como profeta para que hablara en representación de Dios, esta persona era ungida con aceite. Por medio de este medio visible se representaba al invisible Espíritu de Dios.

  Otro principio en la Biblia es el de la primera mención. La primera mención de cualquier asunto en la Biblia da a conocer el principio que rige dicho asunto. ¿Cuándo fue la primera vez que se usó aceite para ungir a alguien? Esto ocurrió mientras Jacob huía de su hermano e iba al encuentro de su tío Labán (Gn. 28). Aquella noche él soñó con una escalera que llegaba hasta el cielo y escuchó que Dios le hablaba haciéndole una promesa (vs. 11-15). Al despertar, “tomó la piedra que había puesto de cabecera, y la alzó por señal, y derramó aceite encima de ella. Y llamó el nombre de aquel lugar Bet-el” (vs. 18-19). Bet-el significa casa de Dios. Así pues, el aceite derramado sobre aquella piedra guarda relación con la casa de Dios. Cuando algo es ungido con aceite, es asociado con la edificación de la casa de Dios.

  Cuando los hijos de Israel fueron guiados para salir de Egipto y llevados al monte Sinaí, recibieron allí una visión del tabernáculo y de cómo éste debía ser edificado. Después, en Éxodo 30, cuando la construcción del tabernáculo estaba a punto de ser concluida, Dios le dijo a Moisés que preparase el ungüento de la unción con el cual se ungiría el tabernáculo. Este ungüento serviría para ungir todo el tabernáculo, así como el mobiliario, los utensilios y los sacerdotes. El propósito de ungir todo ello era el mantenimiento de la casa de Dios sobre la tierra.

  Dios le mandó a Moisés que hiciera un ungüento compuesto. No debía usar solamente aceite de oliva, sino que debía hacer un compuesto añadiéndole al aceite cuatro especias, con lo cual ese aceite se convertiría en un ungüento. Los estudiantes de la Biblia en general reconocen que el aceite es un tipo del Espíritu Santo; pero, ¿cómo explicar el hecho de que cuatro especias fueron añadidas al aceite de la unción? ¿Por qué había necesidad de que el aceite, junto con esas especias, formara un compuesto?

LAS CUATRO ESPECIAS

  Éstas son las cuatro especias que conformaban el ungüento de la unción, enumeradas indicando su medida así como su significado:

  Mirra 500 siclos muerte

  Canela 250 siclos la dulzura y eficacia de la muerte de Cristo

  Cálamo 250 siclos resurrección

  Casia 500 siclos el poder de la resurrección de Cristo

  Es comúnmente conocido en la tipología bíblica que la mirra representa muerte. La canela es una especia aromática que todavía se usa para cocinar, y ésta nos habla de la dulzura y eficacia de la muerte de Cristo. El cálamo, que es una caña que crece en los pantanos levantándose en el aire, es un cuadro de la resurrección. La casia, la cual era usada en tiempos antiguos como repelente, especialmente contra las serpientes, representa el poder de la resurrección.

  Todas estas especias componían el ungüento de la unción; lo cual nos muestra que al Espíritu de Dios se le añadió la muerte de Cristo, la dulzura y eficacia de esta muerte, la resurrección de Cristo y el poder de esta resurrección.

EL SIGNIFICADO DE JUAN 7:39

  En mi juventud, al estudiar la Biblia, Juan 7:39 representaba un misterio para mí, pues allí se nos dice: “Pero Él decía esto del Espíritu, que los que habían creído en Él habían de recibir; porque el Espíritu no había sido dado todavía, pues Jesús aún no había sido glorificado” (LBLA). Las palabras “sido dado” se encuentran en cursiva, lo cual nos indica que es una expresión añadida por los traductores de la Biblia. Pero en realidad, la traducción literal es “[...]pues aún no había el Espíritu”. ¿Por qué en Juan 7:39 se nos dice que todavía no había el Espíritu? El Espíritu de Dios es mencionado una y otra vez en el Antiguo Testamento. Por muchos años este versículo me incomodó. Podía ver que “aún no había el Espíritu” guardaba relación con la glorificación de Jesús, pero esto era apenas una vaga idea de lo que se hallaba implícito en este versículo.

  Un día, mientras leía Éxodo 30, este versículo de Juan me fue aclarado. Pude ver que antes de Éxodo 30 el aceite ya estaba presente, pero “aún no había” el ungüento de la unción.

  En Filipenses 1:19 se nos habla de “la abundante suministración del Espíritu de Jesucristo”. ¿Estaba presente el Espíritu de Jesucristo en el Antiguo Testamento? ¡No, “[...] pues aún no había” dicho Espíritu! En el Antiguo Testamento estaba presente el Espíritu de Dios y el Espíritu de Jehová. Cuando Jesús fue concebido, estaba presente el Espíritu Santo (Mt. 1:20). Sin embargo, “aún no había” el Espíritu de Jesucristo. Cuando el Señor habló estas palabras en Juan 7, profetizando que Sus discípulos recibirían el Espíritu, Él todavía no había sido crucificado ni había resucitado. Fue únicamente después que estos dos eventos ocurrieron: la muerte y la resurrección de Cristo, que estas dos especias principales pudieron ser añadidas al aceite puro. ¡Cuán trascendentales fueron Su muerte y Su resurrección! Nunca antes ocurrió algo tan importante como eso.

  Quizás pueda conseguir que el significado de estos eventos sea debidamente apreciado por ustedes al contarles un poco de mi experiencia.

  En el mismo año en que fui salvo, por algunos libros que leí supe que según Romanos 6 yo había sido crucificado con Cristo. ¡Cuánto aprecio sentía entonces por mi muerte con Cristo! ¡Cuán bueno es haber muerto! Cuando uno no puede vencer aquel pecado que le asedia constantemente, ciertamente desea morir. Una persona muerta jamás podría enojarse, pero una persona que está viva reaccionará ante todo lo que le ocurre. ¡Cuán maravilloso ser victoriosos sobre el pecado al morir y ser sepultados!

  Después de leer estos libros, estaba lleno de expectativa por experimentar mi unión con Cristo en Su muerte. Yo había muerto con Él y estaba sepultado con Él. Sin embargo, a medida que tenía que enfrentar las situaciones que iban surgiendo, ¡descubrí que todavía estaba vivo! Cuanto más esperaba estar muerto, más me encontraba reaccionando a cuanto me sucedía. ¡Cuán turbado estaba! Finalmente llegué a la conclusión de que Romanos 6 carecía de toda eficacia práctica. La teoría era correcta: al morir somos libres del pecado. Pero ¿cómo morir? No podía crucificarme a mí mismo. Tampoco podía suicidarme de ninguna otra manera. ¿Cómo iría a resolver este asunto de morir con Cristo?

  A medida que pasaba el tiempo y continuaba leyendo libros espirituales, aprendí acerca del poder de la resurrección de Cristo. Las palabras de Pablo: “a fin de conocerle, y el poder de Su resurrección” (Fil. 3:10), despertaron mi apetito. Ciertamente deseaba experimentar el poder de la resurrección. Pero en esto también fracasé. Pese a que nací en el cristianismo organizado y después pasé por la Asamblea de los Hermanos, los círculos de los hermanos de la vida interior y por el movimiento pentecostal, en ninguno de esos lugares pude experimentar el poder de la resurrección.

  Con el tiempo, descubrí que tanto la muerte como la resurrección de Cristo se hallan en el Espíritu compuesto.

  Después de la resurrección de Cristo, el Espíritu de Dios (el Espíritu Santo) llegó a ser el Espíritu de Jesucristo. En ese entonces se añadieron al Espíritu Santo los elementos de Cristo, de Su muerte, de Su resurrección, del poder o eficacia de Su muerte y del poder de Su resurrección. Todos estos elementos han sido ahora compuestos en el Espíritu de Dios.

  Creo que ahora ustedes podrán captar el significado de que estas cuatro especias hallan sido añadidas al aceite: la mirra, que nos habla de la muerte de Cristo, la canela, que nos habla de la dulzura y eficacia de Su muerte; el cálamo, que nos habla de Su resurrección; y la casia, que nos habla del poder de la resurrección.

  Los números relacionados con el ungüento de la unción también son muy significativos. Cuatro, el número total de especias, representa las criaturas y, por tanto, denota la humanidad de Cristo. Si combinamos las dos especias del medio, tenemos tres medidas de quinientos siclos cada una. El número tres nos habla de la divinidad de Cristo. Éste es el número del Dios Triuno: el Padre, el Hijo y el Espíritu. Pero ¿por qué la unidad del medio, de quinientos siclos, está partida en dos? Esto indica que Aquel que está en medio en la Deidad fue quebrantado; tal partición en dos unidades nos habla de la cruz.

  Todos estos elementos a los cuales hacen alusión tanto las especias como sus medidas, ahora componen este Espíritu, este Espíritu que “aún no había” antes de la resurrección de Cristo. ¿Cómo podríamos aplicarlos de manera práctica a nosotros?

  De acuerdo a lo que se nos dijo en el pasado, experimentamos la muerte de Cristo y el poder de Su resurrección en primer lugar por medio de creer que fuimos crucificados con Cristo. Yo hice esto: creí que había sido crucificado con Él. Creía con toda certeza en esto. No obstante, cuando era irritado por lo que ocurría en mi entorno, reaccionaba. Entonces se me enseñó que no basta con creer, sino que también debo considerarme muerto. Así pues, comencé, en segundo lugar, a considerar esto como un hecho. Del mismo modo en que consideraba un hecho que dos más dos son cuatro, intenté considerar como un hecho que yo había muerto con Cristo. ¡Practiqué mucho considerar esto como un hecho! Descubrí que cuanto más lo hacía, menos experimentaba morir con Cristo y más vivo estaba.

  Entonces, ¿cómo podemos aplicar esto de manera práctica? ¡Debemos tomar este ungüento compuesto!

TOMAR EL ESPÍRITU COMPUESTO

  Hace algunos días tuve un dolor de muelas muy fuerte y me vi obligado a acudir a una sala de emergencias en un hospital. El problema era que uno de mis dientes estaba deteriorándose y se había infectado. Después de una breve cirugía, se me dieron treinta pastillas de un antibiótico para aniquilar la infección. No tenía necesidad de pedirle a un cirujano que matase la bacteria, sino que yo mismo tenía que tomar las pastillas. Al hacerlo, el poder aniquilador del antibiótico entraría en mi organismo y mataría los gérmenes causantes de la infección. Pues bien, en nuestro ser natural tenemos muchos gérmenes, ¡pero el antibiótico para todos ellos es el Espíritu! Simplemente tenemos que ingerir el Espíritu.

  Además del antibiótico para matar a los gérmenes, necesitamos ser nutridos. Los antibióticos aniquilan toda infección, pero no nos proveen la nutrición que necesitamos. Necesitamos comer los alimentos adecuados para recibir el suministro apropiado y mantenernos con buena salud. El antibiótico de la muerte de Cristo mata los gérmenes y el alimento nutritivo de la resurrección de Cristo nos provee el suministro que necesitamos.

  Por supuesto, tenemos que asegurarnos de tomar los antibióticos y los alimentos. Si hubiera dejado aquellas pastillas de antibiótico sobre mi mesa en lugar de ingerirlas, como se me indicó, mi infección no habría sido aniquilada. Es posible que tengamos a nuestra disposición los alimentos más nutritivos, pero si no los comemos, no nos harán ningún bien. Sin la medicina ni los alimentos, mi infección podría comenzar nuevamente en pocos días.

  ¿Cómo tomamos el Espíritu compuesto?

  Recuerdo que hace más de cincuenta años nuestro pastor nos dijo que Jesús es el maná celestial, el pan de vida que vino del cielo. Él nos dio muchos mensajes sobre Juan 6, pero jamás nos dijo cómo podíamos ingerir este pan o comer del maná. Realmente yo no descubrí este secreto sino hasta 1958, treinta y tres años después que fui salvo. Entonces di un mensaje en Taipei acerca de comer a Jesús. Después de aquella reunión un hermano que era un catedrático se me acercó, y después de darme un apretón de manos me dijo: “Hermano Lee, el mensaje de esta noche fue muy bueno”. Yo esperé antes de responder, pues ¡sabía que algo no le había parecido bien! “Pero”, me dijo, “usar la palabra comer, especialmente al decir que tenemos que comer a Jesús, es poco civilizado”.

  “Hermano”, le respondí, “no soy el primero en usar una expresión tan poco civilizada, sino que el Señor Jesús fue el primero, pues Él dijo en Juan 6:57 ‘el que me come, él también vivirá por causa de Mí’. El Señor mismo nos dijo que le comiéramos”.

  Tal vez ustedes hayan escuchado sermones sobre Jesús como el pan de vida. ¿Se les dijo alguna vez cómo comer de este pan? Es probable que se les haya dicho que comer del pan vivo es equivalente a meditar en la palabra de Dios. Yo intenté hacer eso. Solía leer un pasaje de la Palabra para después cerrar mis ojos y meditar. En poco tiempo, ¡las aves del cielo me venían a visitar! ¡Pensaba en mi suegro o mi mente viajaba a Hong Kong, Londres o Nueva York!

  No fue sino hasta 1958 que el Señor me mostró cuán necesario es que le comamos. Pero, ¿cómo le comemos? Basados en Juan 6 podemos ver claramente que no podemos separar al Señor Jesús del Espíritu. Después de decir que tenemos que comer de este pan (v. 51) y de que Él mismo es comestible (vs. 55-57), el Señor procede a decir: “El Espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha; las palabras que Yo os he hablado son espíritu y son vida” (v. 63). En este versículo hay dos palabras claves: el Espíritu y la Palabra. Tenemos la Palabra en la Biblia y al Espíritu dentro de nosotros. Estos son los medios por los cuales podemos comer y beber al Señor.

Por medio de orar-leer la Palabra

  La manera de comer al Señor es por medio de orar la Palabra. Incluso antes de 1958 experimentamos algo acerca de acudir a la Biblia en oración. Leíamos un pasaje y después orábamos sobre aquello que habíamos leído. Incluso usábamos los mismos versículos como nuestra oración. Acudíamos a la Palabra no con una mente dispuesta a la lectura, sino con un espíritu de oración. De este modo, éramos nutridos.

  Después de 1958, los santos que fueron ayudados con aquel mensaje comenzaron a poner en práctica comer a Jesús por medio de comer la Palabra. Poco a poco, la práctica de orar-leer llegó a ser común entre nosotros. Descubrimos que la mejor manera de obtener nutrimento espiritual de la Palabra de Dios es no solamente leer la Palabra, sino también orar la Palabra. Cuando leemos la Palabra, usamos nuestros ojos para ver, nuestra mente para entender y nuestro corazón para recibir. Cuando oramos, ejercitamos nuestro espíritu para digerir lo que hemos entendido y recibirlo. Orar-leer la palabra de Dios consiste en ejercitar nuestro espíritu a fin de digerir la Palabra, en vez de usar nuestra mente para estudiarla y entenderla. Todos los que oramos-leemos la Palabra podemos testificar del nutrimento que recibimos al practicar esto. Así pues, comer es ingerir al Señor por medio de orar Su Palabra.

Por medio de invocar Su nombre

  ¿Cómo podemos beber de Él? Cuando invocamos Su nombre, tenemos el sentir de que hemos tomado una bebida muy refrescante. Durante el día, si invocamos: “¡Oh Señor Jesús!” unas cuantas veces, habremos tomado una buena bebida. Con frecuencia, en el curso de mi día de trabajo, me siento cansado de escribir, estudiar y leer, así como también de recibir a tantas personas en mi despacho. Cuando hago una pausa para invocar: “¡Oh Señor Jesús!”, me siento refrescado. Me gusta decirle al Señor: “Señor, continúo amándote. Oh Señor Jesús, todavía te amo”. Esto hace que mi día sea muy distinto. En este país, a las personas les gusta detenerse a tomar una taza de café; pero el verdadero refrigerio no viene de una taza de café, sino de invocar el nombre del Señor.

  En Romanos 10:9 se nos dice: “que si confiesas con tu boca a Jesús como Señor, y crees en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo”. Se nos ha criticado por decir que somos salvos por medio de invocar el nombre del Señor. ¿Pero acaso basta con creer en lo que se nos dice al escuchar un mensaje evangelístico sin invocar al Señor? Supongamos que una persona que no es salva escucha el evangelio. Esta persona reconoce que es un pecador y cree que Jesús es el Hijo de Dios quien murió por sus pecados en la cruz, además, ella cree que, habiendo resucitado, ahora Él es el Redentor y Salvador. ¿Bastará con esto? Romanos 10 añade: “Porque no hay distinción entre judío y griego, pues el mismo Señor es Señor de todos y es rico para con todos los que le invocan; porque: ‘Todo aquel que invoque el nombre del Señor, será salvo’”. (vs. 12-13). Aquí podemos distinguir dos aspectos; el primero es creer, el segundo es invocar el nombre del Señor. Aquel que crea en el evangelio podría decir: “Señor Jesús, soy un pecador. Perdóname. Creo en que Tú moriste por mí”. Así es como esta persona invoca el nombre del Señor, si bien lo hace de manera deficiente o débil. Podríamos decir que esta persona es salva, pero de manera deficiente o débil. Después, sin embargo, cuando se encuentra a solas en su cuarto, tal vez sienta que tiene la urgencia de invocar: “¡Oh Señor Jesús! ¡Aleluya! ¡Tú moriste por mí!”. Ahora, esta persona es salva en un mayor grado. Cuanto más levanta la voz para invocar, más prevaleciente será su experiencia de la salvación.

  Tenía un amigo que era incrédulo. Cuando fue salvo, rodó por el piso arrepintiéndose y declarando que era un pecador. Nadie le dijo que rodara por el piso ni que gritara. Entonces, él invocó: “¡Señor Jesús! ¡Señor Jesús!”. Él fue salvo de una manera cabal.

  Pero no solamente los pecadores pueden saciar su sed por medio de invocar al Señor. Si bien tengo más de cincuenta y cinco años con el Señor, todavía experimento que siempre que invoco el nombre del Señor, soy refrescado. Las personas podrían decir que no es muy civilizado clamar así. Tal vez sea verdad, pero yo lo disfruto. Me importa más disfrutar de la comida que tener buenos modales en la mesa.

  En este Espíritu compuesto está la muerte de Cristo con su eficacia, Su resurrección y el poder de Su resurrección. Este Espíritu es la corporificación de la Palabra. El Espíritu y la Palabra son inseparables el uno del otro. Es el Espíritu el que da vida [...] ¡las palabras que os he hablado, son espíritu y son vida! Nosotros tenemos ambos, tanto la Palabra como el Espíritu. El Espíritu está compuesto por todos los elementos divinos y excelentes, por la humanidad de Cristo, y por Su muerte y resurrección. ¡Él es el Espíritu todo-inclusivo!

  “Pero vosotros tenéis la unción del Santo, y todos vosotros tenéis conocimiento [...] Y en cuanto a vosotros, la unción que vosotros recibisteis de Él permanece en vosotros, y no tenéis necesidad de que nadie os enseñe; pero como Su unción os enseña todas las cosas, y es verdadera, y no es mentira, así como ella os ha enseñado, permaneced en Él” (1 Jn. 2:20, 27).

  Cuanto más oramos-leemos y más invocamos Su nombre, más seremos ungidos con Su humanidad. Este ungüento compuesto es como una pintura. Cuanto más pintamos nuestra casa, más capas de pintura son añadidas a ella. Asimismo, por medio de orar-leer e invocar el nombre del Señor, la pintura espiritual se añadirá a nuestro ser una capa tras otra. Entonces, dentro de nosotros tendremos tanto la humanidad de Cristo como Su divinidad. Tendremos también la eficacia de Su muerte, mediante la cual todo lo negativo en nuestro ser es aniquilado; y tendremos el poder de Su resurrección, con el cual somos nutridos, fortalecidos y recibimos el sustento del suministro celestial.

  En la vida de iglesia disfrutamos del Dios Triuno. Disfrutamos a Cristo. Disfrutamos tanto de Su humanidad como de Su divinidad, de Su muerte y de la eficacia de Su muerte, de Su resurrección y del poder de la resurrección. Nadie puede negar que experimentamos tal disfrute ni aun quienes nos critican diciendo que somos demasiado emotivos. Desechemos tales críticas. Sigamos orando-leyendo. Sigamos invocando el nombre del Señor Jesús. Satanás, el enemigo, odia la vida de iglesia, y él también odia las prácticas de orar-leer e invocar el nombre del Señor. Pero para nosotros, tales prácticas son nuestro deleite.

  Por medio de orar-leer e invocar el nombre del Señor experimentamos el ungüento compuesto. Este ungüento que está en nuestro interior se mueve y es muy activo. La palabra unción es la forma sustantiva del verbo ungir. Así pues, la unción no es otra cosa que el mover del ungüento; en otras palabras, es la acción del Espíritu compuesto.

  En el Nuevo Testamento este Espíritu compuesto es llamado “el Espíritu”. Muchas veces, Pablo usa esta expresión para referirse al Espíritu Santo o al Espíritu de Dios. Por ejemplo, él dice: “El Espíritu mismo da testimonio juntamente con nuestro espíritu” (Ro. 8:16). Es por medio de este Espíritu compuesto y todo-inclusivo que disfrutamos de Cristo, le vivimos y obtenemos la vida de iglesia. Es el Espíritu quien hace que la vida de iglesia sea tan llena de vida, tan rica y animante.

  Cuando Juan habló sobre la unción en su epístola, debe haber tenido en mente Éxodo 30:23-25. Este pasaje de los escritos de Moisés es la fuente que da origen a este asunto de la unción. En tiempos de Moisés apenas se tenía el tipo de la unción. Pero hoy, nosotros tenemos la realidad: el Espíritu compuesto y todo-inclusivo. Lo disfrutamos a Él por medio de orar-leer la Palabra y por medio de invocar el nombre del Señor. Después, Juan, en Apocalipsis, el último libro de la Biblia, usó el término el Espíritu más que ningún otro término o título para referirse al Espíritu de Dios (2:7, 11, 17, 28; 3:6, 13, 22; 14:13; 22:17). Esto nos muestra que, al final, la Biblia enfatiza “el Espíritu” para que podamos experimentar al Dios Triuno con todo lo logrado y obtenido por Él.

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