
Por causa de Su economía, a Dios le preocupa lo que el hombre come. Inmediatamente después de que Dios creó al hombre, Él no le dio una lista de cosas que debía o no debía. En vez de ello, lo puso frente al árbol de la vida y le dio un mandamiento con respecto al comer, diciendo: “De todo árbol del huerto podrás comer libremente, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás” (Gn. 2:16-17). Dios no le mandó al hombre que amara a su esposa ni tampoco que adorara y sirviera a Dios. En lugar de ello, le mandó de manera muy enfática que tuviera cuidado con lo que comía. Era como si Dios le dijera: “Si comes del alimento correcto, todo estará bien; pero si comes del alimento equivocado, morirás. Comer es un asunto de vida o muerte”. Si el hombre ingiere el alimento correcto, obtendrá la vida que necesita.
Después que el hombre cayó, Dios vino para salvarlo. En Su salvación Dios también le mandó al hombre que comiera; esta vez le dijo que comiera el cordero, el pan sin levadura y las hierbas amargas (Éx. 12:1-10). Si queremos ser salvos, tenemos que comer el Cordero con el pan sin levadura y las hierbas amargas. Nuestra salvación depende de que comamos a Cristo. Cuando comemos a Cristo como el Cordero, el pan sin levadura y las hierbas amargas, somos redimidos, liberados y purificados. Después de ser redimidos del juicio de Dios y librados de la esclavitud del mundo, debemos viajar por el desierto. A fin de lograr Su propósito, Dios les mandó a los hijos de Israel que comieran maná mientras viajaban por el desierto. Así pues, Dios le mandó al hombre que comiera del árbol de la vida, del cordero y del maná. Al comer a Cristo como el Cordero y el maná, somos salvos, le seguimos a Él por el desierto para el cumplimiento de Su propósito y llegamos a ser la morada de Dios sobre la tierra.
El asunto del comer también está relacionado con el templo que fue levantado en la buena tierra. Si leen detenidamente Deuteronomio 12, notarán que, cuando los hijos de Israel estaban por entrar a la buena tierra, Dios les dio un mandamiento con relación al comer. Les dijo que “comeréis delante de Jehová, vuestro Dios” en el lugar que el Señor había escogido entre todas sus tribus, para poner allí Su nombre (5, Dt. 12:7). La acción de comer mencionada en Deuteronomio 12, 14, 15 y 16 está relacionada con la adoración a Dios. A fin de rendirle a Dios la debida adoración, tenemos que comer. Según el concepto natural y religioso, adorar a Dios depende de que hagamos lo correcto. Este concepto es errado. En la religión es muy importante hacer cosas, pero en la economía de Dios lo importante es comer. Únicamente al comer como es debido podemos adorar a Dios y cumplir su propósito. Por lo tanto, cuando los hijos de Israel estaban por entrar a la buena tierra, Dios les mandó que prestaran atención al comer. Al comer, ellos adoraron a Dios; al comer, derrotaron al enemigo; al comer, edificaron el templo; y al comer, trajeron el reino de Dios. Para los hijos de Israel, el comer lo era todo. La manera es comer.
¿Deseamos adorar a Dios? Entonces debemos comer a Jesús. ¿Deseamos llevar a cabo el propósito de Dios de edificar Su templo? Entonces debemos comer a Jesús. ¿Deseamos derrotar al enemigo de Dios y traer verdadera paz al pueblo de Dios? Entonces debemos comer a Jesús. Si queremos traer el reino de Dios, debemos comer al Señor. En la última etapa del comer, el comer que tiene lugar en la buena tierra, todos los enemigos son derrotados, el terreno es conquistado, el templo es edificado y el reino de Dios es establecido.
El Cristo que comemos en esta última etapa debe ser mayor que el Cordero y el maná; Él debe ser el rico producto de la buena tierra. Cristo es una tierra rica y espaciosa, que produce toda clase de alimentos y minerales. El Cordero y el maná no se comparan con la buena tierra. En nuestra experiencia, Cristo es primeramente el Cordero, luego el maná y, finalmente, la buena tierra. Sin duda alguna, todos ustedes disfrutan a Cristo. Pero ¿qué clase de Cristo disfrutan? ¿Disfrutan a Cristo como el Cordero, como el maná o como la tierra? Algunos de nosotros le disfrutamos únicamente como el Cordero, otros como el maná y otros, incluso, como la tierra.
Al igual que una familia numerosa, la iglesia debe ofrecer estas tres dietas: una para los bebés, otra para los fuertes y otra para los ancianos. A fin de que el propósito de Dios se lleve a cabo, no debemos ser bebés, ni tampoco ser viejos. Debemos ser maduros, mas no viejos. Un día, en la iglesia en Anaheim, declaré que en la vida de iglesia no existe la jubilación. En la vida de iglesia tenemos el crecimiento y la madurez, pero no la jubilación. Aunque tengo setenta y dos años, me considero de veintidós porque diariamente me alimento del producto de la buena tierra. En los primeros años comí mucho el Cordero y el maná, pero ahora como trigo, cebada, uvas, higos, granadas y olivas. También disfruto a Cristo como la vida animal. Es por eso que con Cristo soy fuerte.
Ahora debemos ver cómo podemos comer a Cristo como el producto de la buena tierra. Lo primero que debemos ver es que el maná viene directamente de parte de Dios. Simplemente desciende como la lluvia del cielo. A fin de tener maná, no tenemos que labrar la tierra, sembrar la semilla ni cultivar la tierra. Sin embargo, ni siquiera con relación al maná podemos ser perezosos. Si dormimos hasta tarde en la mañana, no podremos comer el maná, porque éste se derrite con el calor del sol (Éx. 16:21). Además, el maná debía recogerse cada día (vs. 19-21). El maná no podía recogerse un día y guardarse para el día siguiente. Cuando los hijos de Israel intentaron hacer esto, descubrieron que el maná “crió gusanos, y apestaba” (v. 20). Por lo tanto, debemos ser diligentes levantándonos cada mañana y recogiendo el maná para ese día. Aunque en el desierto Dios envió el maná del cielo a la tierra, aun hasta el límite del campamento, Él no lo envió directamente a la boca de los israelitas, ni siquiera adentro de sus tiendas. Ellos tenían que levantarse temprano y recogerlo. Sin embargo, es un hecho que ellos no tenían que sembrar el maná ni cultivarlo. Lo único que tenían que hacer era recogerlo. Comer el maná era así de fácil.
Comer del producto de la buena tierra es muy diferente de comer el maná. A fin de comer el producto de la buena tierra, tenemos que labrar la tierra. Dios nos ha dado la tierra y Él enviará la lluvia, pero nosotros debemos labrar la tierra. La tierra es Cristo. La semilla sembrada en la tierra también es Cristo. Nosotros estamos en Cristo, y Cristo es la tierra. El Cristo que está en nosotros es la semilla, y el Cristo en quien nosotros estamos es la tierra. Fuera de nosotros, Cristo es la tierra; pero dentro de nosotros Él es la semilla. ¡Oh, Cristo lo es todo! ¡Aleluya, nosotros estamos en Él, y Él está en nosotros! No podemos negar que tenemos tanto la tierra como la semilla. No podemos negar que estamos en Cristo como la tierra, ni tampoco podemos negar que Cristo está en nosotros como la semilla. Lo que debemos hacer ahora es labrar la tierra con la semilla.
Aunque podamos tener tanto la tierra como la semilla, aún necesitamos la casa de Dios. El Señor mandó que, después de que los hijos de Israel hubieran entrado en la tierra, lo adoraran en el lugar que Él había escogido. Ellos debían adorarlo, no inclinándose delante de Él, sino comiendo delante de Él la mejor porción del producto de la tierra (Dt. 12:7, 17-18; 14:23). Dios parecía estar diciendo a los israelitas: “En la buena tierra, ustedes deben adorarme en el lugar que Yo he escogido, comiendo juntamente conmigo la mejor porción de vuestro producto. No quiero una adoración vacía y religiosa. Cuando vengan a adorarme al lugar que Yo escogí, no vengan con las manos vacías. Vengan con la mejor porción de la cosecha. Vengan trayendo el trigo o la cebada, el vino o el aceite, o el primer nacido de sus rebaños y ganados. Deseo que me adoren con esta porción excelente”. A fin de traer esta porción excelente, los israelitas primero debían tener una cosecha; y la única manera de obtenerla era que laboraran en la tierra, es decir, que realizaran una obra de labranza.
Examinen la situación actual del cristianismo. Debido a que la mayoría de los cristianos comen únicamente el Cordero y el maná, no tienen ninguna cosecha. Cada vez que asisten a lo que ellos llaman culto de la iglesia, van con las manos vacías. Cuando mucho, traen un poco de dinero para darlo como ofrenda. Aunque dicen: “Vamos a la iglesia”, no tienen una cosecha de Cristo que puedan traer consigo.
El maná no puede ser la cosecha que constituye la adoración apropiada que le rendimos a Dios. El maná es algo que nos es dado, no algo que cosechamos. Dios envía el maná como la lluvia del cielo, y nosotros salimos a recogerlo. Eso no es una cosecha. A fin de tener una cosecha debemos laborar en la buena tierra con la semilla. Eso significa que debemos laborar en Cristo como la buena tierra y con Cristo como la buena semilla. Sólo entonces obtendremos una cosecha. ¿Tiene usted una cosecha de Cristo? No me estoy refiriendo al Cristo en quien ha creído para ser salvo. Éste es Cristo como el Cordero. Tampoco me estoy refiriendo a Cristo como el maná. Cuando hablo de una cosecha de Cristo, me refiero al Cristo que usted ha sembrado, al Cristo en quien usted ha laborado y al Cristo quien ha recogido como su cosecha. En el cristianismo actual, cada vez que los cristianos se reúnen, vienen con las manos vacías. Simplemente se sientan en las bancas a esperar que su pastor les de un buen sermón.
De joven, yo fui miembro de cierta denominación. El pastor hacía lo posible por animarnos a orar. Todos los domingos, después de dar su sermón, le pedía a uno de los miembros de la congregación que orara. Cada una de las centenares de personas que estaban sentadas en las bancas escuchando su sermón, temía que la llamaran a orar. Todos los que estábamos sentados en las bancas estábamos vacíos. En términos de experiencia, ninguno de nosotros tenía nada de Cristo en el espíritu.
La adoración que Dios requiere no es así. Dios requiere que vengamos a Él trayendo una cosecha de Cristo. Debemos venir a las reuniones de la iglesia trayendo las riquezas de Cristo. En la reunión un hermano puede testificar: “Hace unos días que mis vecinos me están causando problemas. Pero ¡alabado sea el Señor, por Su gracia he estado experimentando a Cristo! Vine a esta reunión trayendo al propio Cristo que he experimentado. Ciertamente traigo la mejor porción de mi cosecha de Cristo”. Si todos somos así, vendremos a las reuniones de la iglesia cantando, alabando y diciendo: “¡Alabado sea el Señor! ¡Amén! ¡Aleluya! ¡Cristo es mi vida, Cristo es mi fuerza, Cristo es mi victoria, Cristo es mi todo!”. Si somos llenos de las riquezas de Cristo, no nos quedaremos esperando a que sea la hora de la reunión para salir. En cambio, vendremos temprano, deseosos de testificar de nuestra experiencia de Cristo, deseosos de decirles a los hermanos y hermanas cuán rico es el Cristo que hemos experimentado. Ésta es la adoración que Dios desea. Cada vez que demos un testimonio acerca de nuestra experiencia de Cristo, nos sentiremos plenamente satisfechos. Al dar un testimonio así, comemos el alimento sólido de la buena tierra. ¡Cuán diferente es esto de comer el maná!
Sin embargo, supongamos que yo no he tenido contacto con el Señor ni tengo comunión con Él durante toda la semana. El miércoles tengo una discusión con mi esposa, y ella permanece descontenta conmigo hasta el domingo por la mañana. El domingo, yo le pido que me acompañe a la reunión, pero ella, aún ofendida, me dice que me vaya solo. Así que, llego desanimado, callado y en una condición miserable. Me siento junto a un hermano que está muy ferviente, y me dice: “¡Aleluya!”. Me siento obligado a responder, pero no hay ninguna realidad en lo que digo. A pesar de que muchos se sienten muy nutridos por la reunión, yo no recibo ningún suministro. Más bien, me siento enfermo. Al regresar a casa, no puedo comer. Entonces, debido a que me encuentro en una situación desesperada, empiezo a invocar el nombre del Señor, diciendo: “Oh Señor, me arrepiento por lo descuidado que he sido. Señor, ten misericordia de mí. Límpiame con Tu sangre. ¡Aleluya, soy limpio y perdonado!”. A la mañana siguiente, me levanto temprano y oro-leo la palabra y digo: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era Dios. ¡Amén! ¡Aleluya por el principio! ¡Aleluya por la Palabra! ¡Aleluya por Dios! Oh, en Él, el Verbo, está la vida, y la vida es la luz de los hombres. ¡Aleluya por la vida! ¡Aleluya por la luz!”. Diariamente tengo contacto con el Señor y vivo en el tercer cielo. Tengo una maravillosa semana, en la que disfruto ricamente a Cristo y también lo experimento. Cuando llega el domingo por la mañana, estoy listo para asistir a la reunión con mi esposa. Cuando le digo: “Querida, vamos a la reunión”, ella dice: “¡Amén!”. Mientras vamos a la reunión, alabamos al Señor en el carro. Entramos al salón de reunión muy deseosos de compartir nuestro disfrute de Cristo. Mientras testifico de mi experiencia de Cristo, espontáneamente como al mismo Cristo que he experimentado. Ésta es la experiencia de comer a Cristo como la porción selecta de la cosecha.
A los hijos de Israel se les prohibía comer el diezmo de la cosecha en sus hogares (Dt. 12:17-18). Ellos tenían que reservar esta porción hasta que fueran a adorar a Dios en el lugar escogido por Él y en el tiempo señalado. Entonces traían el diezmo de su cosecha al lugar escogido por Dios. Delante de Dios y junto con Dios y unos con otros, disfrutaban esta porción de Cristo. Este disfrute produce la adoración que Dios busca. También da origen a la vida de iglesia y establece el reino. Este diezmo de Cristo nos provee los minerales que nos convierten en piedras, hierro y cobre. Cuando tenemos estos minerales, somos aptos para edificar el templo, derrotar al enemigo y traer el reino.
En los siguientes mensajes veremos cómo comer a Cristo como el trigo, la cebada y demás alimentos de la buena tierra; también veremos cómo extraer los minerales de la tierra. En este mensaje vimos de modo general el asunto de cómo laborar en Cristo y experimentarlo en nuestra vida diaria. La tierra es nuestra, y la semilla está en nuestras manos. Lo único que necesitamos hacer es labrar la tierra y laborar con la semilla para cultivar a Cristo. No debemos orar así: “Oh Padre, tengo hambre. Haz que llueva el maná”. Esta clase de oración es apropiada para los bebés, pero no para ustedes. Si oran así, Dios les dirá: “No oren de ese modo. Vayan a laborar en la tierra con la semilla. Yo les he dado la tierra y la semilla, pero no puedo darles la cosecha. Ustedes tienen que labrar la tierra y Yo entonces enviaré la lluvia para regar lo que ustedes han laborado. Entonces obtendrán una cosecha”. El noventa por ciento de esta cosecha lo podemos disfrutar de una manera común en cualquier lugar, pero podemos disfrutar el diezmo únicamente en las reuniones de la iglesia. Cuando traemos el diezmo a las reuniones y lo compartimos con los demás, comemos la porción selecta de Cristo.