
Hebreos dice que deberíamos entrar en el Lugar Santísimo (10:19) y que deberíamos acercarnos al trono de la gracia (4:16). A fin de entender lo que esto significa, tenemos que conocer los tipos hallados en el Antiguo Testamento. La primera sección tanto del tabernáculo como del templo era el atrio. Luego de pasar por el atrio, una persona entraba a la segunda sección, al Lugar Santo. La sección más interna tanto del tabernáculo como del templo se llamaba el Lugar Santísimo. Dentro del Lugar Santísimo estaba el Arca, y a la tapa del Arca se le llamaba la cubierta expiatoria (Éx. 25:17, 21). La ley estaba dentro del Arca (v. 16). Cada año en el Día de la Expiación la sangre del sacrificio por el pecado era introducida en el Lugar Santísimo y rociada sobre la cubierta expiatoria del Arca (Lv. 16). La cubierta expiatoria del Arca en el Lugar Santísimo equivale al trono de la gracia. Es aquí donde Dios le da gracia al hombre, donde se reúne con el hombre, permanece con el hombre y habla con el hombre (Éx. 25:22). Éste es el tipo visto en el Antiguo Testamento.
Los tipos que se hallan en el Antiguo Testamento describen realidades neotestamentarias. Algunos eruditos de la Biblia dicen que el Lugar Santísimo se refiere al cielo, donde el Señor está hoy. Aunque esto no es incorrecto, el Nuevo Testamento muestra que el Lugar Santísimo está en nosotros. En 1 Corintios se nos dice que los creyentes son el templo de Dios (3:16; 6:19). El templo de Dios tiene tres secciones: el atrio, el Lugar Santo y el Lugar Santísimo. Nuestro cuerpo puede compararse con el atrio, nuestra alma puede compararse con el Lugar Santo y nuestro espíritu, que es la parte más profunda de nuestro ser, puede compararse con el Lugar Santísimo.
El Arca, que tipifica a Cristo, se halla en el Lugar Santísimo. Esto significa que el Señor Jesucristo está en nuestro espíritu. El Lugar Santísimo se refiere a nuestro espíritu, y el trono de la gracia es Cristo, el lugar donde nos reunimos con Dios.
Cuando alguien en el Antiguo Testamento deseaba tener comunión con Dios, iba al templo. El templo tenía tres secciones: el atrio, el Lugar Santo y el Lugar Santísimo. El Arca, que estaba dentro del Lugar Santísimo, era el lugar donde Dios se aparecía al hombre. Dios no moraba en el atrio ni en el Lugar Santo. Dios moraba en el Lugar Santísimo.
El Señor está con nosotros; Él mora en nosotros. ¿En qué parte de nuestro ser mora el Señor? ¿Mora Él en nuestro cuerpo, en nuestra alma o en nuestro espíritu? En 2 Timoteo 4:22 se nos dice: “El Señor esté con tu espíritu”. El Señor está en nuestro espíritu. Por tanto, si deseamos acercarnos a Él, tenemos que estar en nuestro espíritu. Nuestro espíritu es el Lugar Santísimo, donde mora Dios.
Supongamos que vivo con un hermano, y que entre nosotros hay fricción. Quizás yo piense que él siempre es descortés y que no debería ser tan maleducado conmigo. Cuando me acuerdo de las cosas que me ha hecho, me vuelvo a mi mente. Finalmente, mi parte emotiva es agitada de modo que me vuelvo descontento. Cuanto más recuerdo las cosas que me ha hecho, más infeliz me vuelvo. Cuando me enojo, mi voluntad está en confusión. Sin embargo, puesto que soy un creyente, puedo orar en la mañana a fin de acercarme al Señor. Cuando toco al Señor, me vuelvo a mi espíritu. Cuanto más contacto tengo con el Señor en mi espíritu, más soy salvo de mi mente y también de mis emociones. Al tocar al Señor y ser alumbrado por Él, soy salvo de reprender a mi hermano. Este ejemplo nos muestra que nuestro espíritu es el Lugar Santísimo. Siempre que nos volvemos a nuestro espíritu, estamos en el Lugar Santísimo.
En el Antiguo Testamento no todos podían entrar en el Lugar Santísimo. Los levitas no eran los únicos a quienes no les estaba permitido entrar en el Lugar Santísimo, sino que incluso a los sacerdotes no se les permitía entrar en el Lugar Santísimo. El sumo sacerdote era el único que podía entrar en el Lugar Santísimo (He. 9:7). Por tanto, cuando nos volvemos a nuestro espíritu, somos uno con el Sumo Sacerdote. Hay muchos levitas que llevan a cabo actividades externas, pero nosotros deberíamos volvernos a nuestro espíritu. Cuando deseemos discutir con alguien, deberíamos decirle al diablo: “No caeré en tu trampa. No te seguiré en actividades externas. Yo entraré en el Lugar Santísimo”. Espero que esto no llegue a ser una doctrina entre nosotros. Que esto llegue a ser nuestra experiencia.
El Señor no es meramente nuestro Salvador, ni es meramente el Señor de todos, quien está sentado en el trono. Hoy en día Él es el Espíritu vivificante y está en nuestro espíritu. A fin de que nosotros seamos cristianos, no es suficiente que le adoremos externamente. A fin de experimentar al Señor, tenemos que volvernos a nuestro espíritu. El Señor es el Espíritu, y Él está en nuestro espíritu. “El que se une al Señor, es un solo espíritu con Él” (1 Co. 6:17). El Señor es el Espíritu, y nosotros también tenemos un espíritu. Además, el Espíritu está en nuestro espíritu. Por tanto, podemos experimentar al Señor. Estos dos espíritus, nuestro espíritu y el Espíritu, han llegado a ser un solo espíritu. Este espíritu mezclado es el lugar donde podemos experimentar, contactar y disfrutar al Señor.
La purificación efectuada por la sangre del Señor, la cual Él derramó para redimirnos, nos da el derecho a ser uno con el Sumo Sacerdote. Incluso un creyente nuevo puede entrar en el Lugar Santísimo, en su espíritu. Cada vez que nos volvemos a nuestro espíritu, entramos en el Lugar Santísimo donde podemos tocar al Señor. El Señor es el Arca, y la cubierta del Arca es el trono de la gracia. Es aquí donde Dios da la gracia y donde nosotros podemos recibir gracia. Por tanto, deberíamos acercarnos continuamente al trono de la gracia a fin de recibir misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro (He. 4:16).