
Lectura bíblica: Ro. 7:4, 15-19
Romanos 7 es un capítulo que conocemos muy bien, no sólo porque lo hemos leídos muchas veces, sino porque lo vivimos continuamente. El Señor me puso el sentir de compartir acerca de la manera de ser libres de las exigencias de la ley, es decir, la manera de ser liberados de nosotros mismos.
Antes de hablar de ser libres de la ley y de la manera de ser liberado, quisiera mencionar un requisito. ¿Qué tipo de personas son aptas para hablar de liberación? Pese a que la liberación que Dios da es para todos, no todos la reciben, pues aunque es posible que todos sean librados de la ley, no todos llegan a serlo. El problema, obviamente no está en Dios, sino en el hombre, porque éste no desea ser librado ni está dispuesto a serlo. El apóstol que escribió Romanos 7 fue finalmente liberado porque estuvo dispuesto a serlo a toda costa; él aborrecía algo y quería hacer algo. El problema más grande que confrontamos hoy es que todavía no hemos sido librados. Sin embargo, quisiera preguntar si en lo profundo de nuestro ser verdaderamente aborrecemos el mal genio que no hemos podido vencer. ¿Aborrecemos el pecado que nos hace caer y las cosas que nos hacen tropezar constantemente? ¿O más bien decimos que pecar es común, que todos los cristianos lo hacen y que, por ende, es inevitable? ¿Sentimos verdadero odio por los pensamientos sucios, los hechos pecaminosos, por el mal genio que nos enreda, y la lujuria? ¿Procuramos ser librados de todo eso? El apóstol no solamente habla en este capítulo acerca de liberación, sino también de lo que sentía antes de ser librado. Antes de ser librado, él aborrecía lo que hacía repetidas veces. No podía hacer lo que deseaba y hacía lo que aborrecía. La primera pregunta es si amamos o aborrecemos las cosas que hacemos. El apóstol experimentó la liberación porque en lo profundo de su ser aborrecía sus obras y procuraba desesperadamente ser libre. Estaba tan disgustado con su vida de pecado que no podía tolerar más esa situación, inclusive, deseaba morir con tal de no pecar más. El odiaba esto tanto que deseaba morir. No permitiría que aquello continuara ni un momento más. Experimentó la liberación porque estaba decidido a obtenerla.
Hermanos y hermanas, ¿tienen ustedes este deseo? ¿Han dicho ustedes alguna vez que no pueden continuar esa vida encadenada y enredada con el pecado? ¿Se han dado cuenta de cuán repugnante es vivir así? Las palabras que Dios me ha comisionado hablar aquí, están dirigidas exclusivamente a quienes desean ser librados y consideran que el nivel de su vida cristiana es muy bajo y desean ser librados pero no han hallado cómo. No me dirijo a aquellos que están satisfechos de vivir en el pecado y en el fracaso. No me dirijo a quienes piensan que está bien enojarse, ser lascivo, o tener pensamientos impuros. Y tampoco hablo a aquellos que piensan que sólo necesitan confesar las faltas que cometen y que tan pronto Dios les perdona sus pecados todo está bien. La victoria descrita en Romanos 7 es para aquellos que experimentan los fracasos de Romanos 7. No todos los que son salvos pueden experimentar esta liberación. Solamente quienes aborrecen su vida actual y no desean seguir en lo mismo, pueden experimentar esta victoria. Aquellos que caen continuamente y viven en pecado, sin darse cuenta de que tienen que rechazar estas cosas, nunca podrán obtener liberación de parte de Dios.
Si una persona desea crecer espiritualmente, debe estar primero insatisfecha con su vida presente, ya que el crecimiento comienza con el inconformismo. Uno debe llegar a tal punto que sienta que ya no puede seguir adelante, que llegó al fin de sí mismo, y que su vida es inaceptable. Debe estar harto de vivir bajo el cautiverio del yo, del mundo y del pecado, y no debe tolerar más no hacer lo que él desea y hacer lo que aborrece. Tiene que reconocer que esa vida tan contradictoria debe llegar a su fin y que debe haber una salida. Dios concederá liberación solamente a aquellos que viven en estas condiciones. Por consiguiente, tenemos una gran necesidad delante de Dios de pedirle que nos dé la gracia para no estar contentos con nuestra vida de pecado y de continuo fracaso. Toda victoria comienza cuando uno se da cuenta de sus faltas y de su maldad. Todo aquel que desea ser librado de la ley debe primero llegar al punto en el que no puede seguir adelante; sólo entonces experimentará la liberación. Yo simplemente estoy presentándoles el camino, ya que la verdadera liberación viene exclusivamente de Dios. En otras palabras, yo sólo presento la luz, pero Dios da la revelación directamente. La luz no puede salvar, pero la revelación sí.
Romanos 7 es un capítulo asombroso; examinemos solamente el versículo 4. En este versículo lo primero que se menciona es esta expresión: “Así también a vosotros, hermanos míos, se os ha hecho morir a la ley”. En otras palabras, estamos muertos a la ley. Hermanos, ¿comprendemos que necesitamos ser librados de la ley? Si yo digo que debemos ser librados del pecado, todos lo entienden, porque el pecado es repulsivo de por sí. Si digo que necesitamos ser librados del mundo, todos asienten porque el mundo crucificó a nuestro Señor y es maligno. Si digo que debemos ser librados de nosotros mismos, también todos lo aprueban porque saben que la carne es maligna. Si digo que debemos ser librados de las impurezas y el libertinaje, todos estarán de acuerdo. Pero si digo que debemos ser librados de la ley, algunos pueden decir que no lo creen necesario. Si el apóstol dice que necesitamos ser liberados del yo, decimos: “Amén”, pero cuando dice que hemos sido libertados de la ley o que estamos muertos a la ley, no sabemos cómo responder. Comprendemos que lo dicho por el apóstol es acertado, pero no sabemos por qué lo dijo. Sabemos qué es la liberación del pecado, del yo y del mundo, pero no entendemos por qué debemos ser librados de la ley. ¿Por qué el apóstol nos dice que somos librados de la ley y que estamos muertos a la ley? ¿Qué tiene que ver la liberación con la ley? Tienen mucha relación entre sí. Ser libres de la ley tiene mucho que ver con ser libres del mundo, del pecado y del yo. Por consiguiente, es muy importante.
Hermanos y hermanas, si deseamos experimentar la liberación, es muy importante que nos demos cuenta de que Dios no tiene esperanzas en nosotros. Si esperamos ser librados, primero debemos entendernos a nosotros mismos y reconocer que no tenemos remedio. Tenemos que ver claramente cómo Dios nos evalúa y cómo nos evaluamos nosotros mismos. Todos nosotros pertenecemos a Cristo y somos de El. Tal vez hayamos sido cristianos por muchos años, pero me temo que hemos vivido una vida de fracasos y frecuentes tropiezos y caídas. ¿Pero qué pasa después de que caemos? Casi toda persona toma una decisión después de cometer una falta, y dice para sí: “La próxima vez obraré mejor y no cometeré el mismo error”. Toda falta trae consigo dolor y remordimiento, y las preguntas surgen una vez más: “¿Por qué lo hice? ¿Por qué caí de nuevo? Soy un creyente y no debo actuar así. ¡Esto es lamentable!” Así que viene el desánimo. Después de la falta, por lo general hay dos resultados: uno decide que la próxima vez no sucederá lo mismo, en segundo lugar, se siente mal al contemplar lo que ha hecho y preguntándose por qué es tan malo. Esto es lo que hacemos constantemente. Cuando uno comete una falta, se duele en el corazón y se pregunta: “¿Cómo pude haber caído tan bajo? Jamás volveré ha hacer semejante cosa. ¡Señor, líbrame de esto!” Esta experiencia es similar a la de Romanos 7. Antes de que el dolor de nuestro corazón desaparezca, habrá otro motivo para sentir más dolor. Aunque esta resolución no produjo resultados, tomamos una segunda decisión. Esto sucede una y otra vez, pero las cosas no mejoran. Este es nuestro caso. ¿Por qué sucede esto? Porque uno todavía no ha sido libertado de la ley, ni ha visto qué es la ley y qué es ser librado de ella.
Si deseamos entender lo que es ser libres de la ley, debemos primero entender la relación que la ley tiene con nosotros. La ley es lo que Dios nos exige en nuestra carne; en ella El nos dice lo que deberíamos y lo que no deberíamos hacer; es lo que Dios nos prohíbe o nos ordena. En síntesis, la ley es lo que Dios exige a todos los que están en Adán. (Dios hace esto con el fin de poner en evidencia la corrupción y la inutilidad de la carne.) Dios no es el único que nos pone bajo la ley, pues nosotros mismos, los que estamos en Adán, también nos ponemos bajo la ley, con la esperanza de complacer a Dios. Nos fijamos preceptos que queremos observar y decimos: “Haré esto y haré lo otro”. Además de los mandamientos que Dios estableció, nosotros mismos nos ponemos otros más que son tan severos como los de Dios. Por consiguiente, Dios nos exige ciertas cosas, y nosotros también exigimos algo de nosotros mismos. Esto significa que todavía tenemos esperanzas en lo que corresponde a Adán, pues pensamos que podemos mejorar y nos esforzamos por avanzar y vencer. Hermanos y hermanas, Dios nos puso bajo la ley, y también nosotros nos pusimos bajo la ley.
¿Qué quiere decir ser librados de la ley? Es perder por completo la esperanza en nosotros mismos. Abandonemos toda esperanza que tengamos en lo que provenga de nosotros, pues así seremos libres de la ley. Dios permite que pequemos día tras día, para que nos demos cuenta de que somos corruptos e impuros, y de que es imposible mejorar. No podemos vencer ni guardar la ley. No hay ninguna posibilidad de recibir ayuda, ya que somos inútiles y no estamos mejorando. Dios desea que reconozcamos que El nos crucificó en Cristo debido a que somos corruptos y sin esperanza. Cuando reconocemos que no tenemos remedio y que Dios así nos ve, permaneceremos en la posición que Dios nos asigna. El dice que somos corruptos hasta la médula y que no tenemos remedio, y nosotros debemos decir lo mismo. Lo único que podemos hacer es pecar. Dejemos de abrigar esperanzas en nosotros mismos. Es así como somos librados de la ley. ¡Qué gran liberación es ésta! La única manera de ser librados de la ley es creer que no tenemos remedio.
La última vez que estuve en Canadá, conocí a cierto hermano. El era un buen hombre y sabía predicar el evangelio; Dios lo usaba para salvar a muchos pecadores. Ahora él tiene más de sesenta años. Un día íbamos caminando por la calle y hablando, y llegamos a este tema. Me dijo que ésta es la lección que tenemos que predicar continuamente. Le pregunté a qué se refería, y me contó su historia: “Cuando yo era joven, tenía mucho celo. Quería servir eficazmente al Señor, progresar espiritualmente y mejorar. Pero todo me salía mal. Cuanto más trataba de mejorar, peor me volvía, y descubrí que no podía lograrlo. Quedé desanimado y perplejo, mas no encontraba la solución. Un día un hermano me dijo: ‘Mira, Dios no abriga la esperanza que tú tienes en ti mismo. Tú tienes muchas esperanzas en ti mismo, pero ¡Dios no tiene ninguna esperanza en ti!’ Quedé bastante sorprendido y le pregunté qué pensaba Dios de mí. Me dijo: ‘Dios sabe que no tienes fuerza y que nada puedes hacer. Tú no tienes remedio. Por esta razón El te clavó en la cruz. No mereces otra cosa que ser crucificado’. Desde ese día, las escamas de mis ojos empezaron a caer. Vi que Dios no requiere nada de mí, y que yo no puedo hacer nada. Por eso, El me crucificó. Ya que tal es el caso, ¿para qué voy ha seguir luchando?”
Hermanos y hermanas, en teoría y en doctrina sabemos muy bien que la antigua vida adámica es irreparable y sin cura. Pero lo sorprendente es que en nuestra experiencia, todavía tratamos de repararla y de mejorarla; todavía albergamos esperanzas en la vida adámica. Muchas personas dicen: “¡Estoy aterrado de haber cometido tal pecado!” Pero me parece que nos deberíamos sorprender cuando no cometamos ese pecado. ¿Hay algún pecado que no podamos cometer? No. Podemos cometer cualquier pecado, ya que la raíz de todo pecado se halla en nosotros. Dios nos considera desahuciados e irreparables. Por eso nos crucificó. Cuando el Señor murió, también nosotros morimos. Dios nos clavó en la cruz como resultado de habernos evaluado. En efecto, Dios dice que lo único que merecemos es la muerte.
Hermanos y hermanas, cuán diferente es nuestra evaluación a la de Dios. Nosotros creemos que podemos hacer algo, vencer, ser santos y progresar espiritualmente, pero Dios no abriga tal esperanza. Somos pecado de pies a cabeza; somos completamente inútiles. No hay forma alguna de salvarnos, excepto por medio de la muerte. Sin muerte no hay liberación. Pensamos que todavía tenemos la oportunidad de mejorarnos y de obtener la victoria, pero eso no es posible. Vemos el primer factor, el cual es la evaluación que Dios hace de nosotros, cuánto piensa El que valemos. Los que pueden comprender esto son los más bienaventurados. Un sinnúmero de creyentes ha experimentado repetidos tropiezos, contaminación, fracasos, decepciones y caídas antes de ver que Dios no tiene ningunaesperanza en ellos. Cuanto más pronto veamos esta realidad, mejor, porque éste es el punto de partida de toda liberación. La verdadera emanación de vida comienza ahí. Debemos ver que sólo merecemos la muerte. Cuanto más temprano veamos esto, más rápido creceremos. Todo el problema radica en la perspectiva que tengamos de la vida adámica. Hemos oído en incontables ocasiones que la vieja vida de Adán no se puede reparar ni alterar. Pero, ¿cuántos han comprendido que la única solución es la muerte? Conocer la doctrina es una cosa, pero entender la realidad es otra. Las doctrinas sólo nos ayudan a entender intelectualmente, pero recibir la visión requiere revelación en nuestro espíritu. Todo lo que no viene de la revelación o de la visión no cuenta porque no tiene ningún efecto.
Ser libres de la ley significa ser liberados de lo que Dios exige, lo cual indica que hicimos a un lado la esperanza de complacer a Dios. A esto llegamos cuando entendemos lo que son la vida adámica y la obra de Cristo. Ya no tenemos ninguna esperanza de complacer a Dios. Si todavía pensamos que podemos complacerle por nuestro propio esfuerzo, todavía no hemos sido librados de la ley, y no podremos evitar el dolor ni el desánimo. Sólo cuando sabemos que Dios ya no tiene ninguna esperanza en nosotros, dejamos de desanimarnos.
Ya vimos que primero necesitamos ser libertados de la ley, pero ¿cómo podemos serlo? Sólo por medio de la muerte ya que mientras vivamos, la ley pesará sobre nosotros. Una persona que está viva no quebranta la ley por temor al castigo que le sobreviene. A esto se refiere el apóstol cuando dijo que mientras el esposo vive, la ley exige ciertas cosas de la esposa. Sin embargo, si él muere, el poder de la ley no le exige a ella esas cosas. Por tanto, para ser librado de lo que exige la ley, se requiere la muerte. Mientras vivamos, la ley seguirá haciéndonos exigencias.
En esta ocasión, no discutiremos la manera en que la ley de Dios nos exige que hagamos o no hagamos ciertas cosas; solamente examinaremos las exigencias que nos hacemos a nosotros mismos. ¿Cuándo hacemos esto? Si nos levantamos tarde hoy, decidimos que mañana nos levantaremos temprano. Decidimos vencer cuando nos hemos contaminado o cuando luchamos noche y día contra el pecado, cuando estamos en la corriente turbulenta del mundo o cuando percibimos que nuestra conducta está mal. Pensamos que podemos obtener la victoria. En tales circunstancias, todavía nos contamos como vivos. Pero si hacemos esto, no veremos la obra de Cristo en nosotros. Si verdaderamente conocemos a Dios, nos daremos cuenta de que El ya abandonó toda esperanza en nosotros. Por eso no tuvo otra opción que clavarnos en la cruz. Si pudiéramos ver que sólo somos dignos de muerte, terminarían todas nuestras resoluciones. Esta también es mi condición. Muchas veces decido que jamás volveré a hacer algo, pero inmediatamente me pregunto de nuevo: ¿Acaso no soy digno de muerte? Si lo soy, ¿por qué he de seguir tomando decisiones? Por consiguiente, debemos ver que la manera de vencer no es tomar resoluciones ni abrigar la esperanza de que la próxima vez será diferente, sino permanecer en el lugar en donde Dios nos ha puesto. Debemos dejar de tomar resoluciones y de confiar en mejorarnos. No debemos luchar para vencer, porque sabemos que todo ello es obra de la vieja vida de Adán. Debemos dejarlas en la muerte y olvidarlas. Si verdaderamente permanecemos en la muerte, venceremos y experimentaremos liberación de todas estas cosas. Así que, la muerte es nuestro único camino y la única manera de ser salvos. Ni el mundo ni el pecado ni el yo pueden tocar a una persona muerta. Si consideramos todas estas cosas muertas, no nos tocarán jamás.
Demos un paso más y démonos cuenta de cómo morimos. El versículo 4 dice: “Así también a vosotros, hermanos míos, se os ha hecho morir a la ley mediante el cuerpo de Cristo”. Así podemos ver que nuestra muerte se lleva a cabo “mediante el cuerpo de Cristo”. De la misma manera que Cristo murió, nosotros morimos. Cristo murió, y nosotros también. Este no es un suicidio espiritual, en el cual nos consideramos muertos, ni es la declaración constante de que estamos muertos esforzándonos por dar la impresión de que estamos muertos. Por el contrario, cuando vemos el hecho cumplido por Cristo en la cruz y nos damos cuenta de que Dios nos incluyó en esa muerte, somos guiados a la inevitable conclusión de que estamos muertos. Las dos experiencias espirituales más asombrosas son: en primer lugar, ver el plan de Dios, es decir, lo que El planeó para nosotros y lo que El piensa que debemos hacer; por ejemplo, El nos da por muertos. La segunda experiencia consiste en ver lo que Dios hizo en Cristo por nosotros. Estas dos vivencias son maravillosas. Vemos lo que Dios obtuvo por nosotros, cómo llegamos a ser uno con Cristo, y también cómo, estando en El, podemos recibir lo que El efectuó. Cuando Cristo fue crucificado, nosotros fuimos incluidos en Su muerte, porque Dios nos incluyó en El. Cuando Su cuerpo fue partido, nosotros también fuimos partidos. Su crucifixión es nuestra crucifixión. Por tanto, nosotros y Cristo somos uno solo. Por esto prestamos atención al bautismo. Muchas personas dicen que el bautismo es solamente un rito exterior y sin importancia. No; es un testimonio de algo interno. Creemos que cuando Cristo murió, nosotros también morimos. Después de la muerte viene la sepultura; por eso, somos sepultados en las aguas del bautismo. Si no creemos que estamos muertos, no podemos ser enterrados. El hecho de que estamos dispuestos a ser enterrados indica que creemos que ya morimos. Por consiguiente, ser bautizado equivale a creer que Cristo murió y que nosotros también morimos. Por eso somos sepultados. El entierro es una prueba de que estamos muertos. Cuando Cristo fue crucificado, nosotros fuimos incluidos en El. Cuando el velo se rasgó, también se rasgaron los querubines tejidos en él. El velo se rasgó de arriba hacia abajo, pues fue Dios quien lo hizo. Al mismo tiempo, El rasgó los querubines de arriba hacia abajo, porque éstos estaban hilvanados en el velo. Sabemos que el velo representa el cuerpo de Cristo, y los querubines a las criaturas. Por consiguiente, cuando Cristo murió, toda la creación murió. Esto es lo que significa estar muerto a la ley mediante el cuerpo de Cristo.
La manera de ser liberados no es considerarse muertos deliberadamente. Aquellos que predican la doctrina de considerarse muertos predican una enseñanza falsa. ¿Cuál es la enseñanza correcta? Es darse por muerto en Cristo. No morimos solos, sino mediante el cuerpo de Cristo. Cristo murió, y puesto que nosotros estamos unidos a El, también nosotros morimos. La clave hacia la victoria es no mirarse a uno mismo aparte de Cristo, y nunca prestar atención al yo que está fuera de Cristo. A esto se refiere el Señor en Juan 15 cuando dice que debemos habitar en El. Esto significa que no nos debemos ver aparte de Cristo. Lo que está por fuera sigue siendo horrible y no se puede mejorar. Si deseamos mirarnos a nosotros mismos, sólo lo podemos hacer en Cristo. Una vez que miramos al yo fuera de Cristo, caemos inmediatamente. Muchas veces olvidamos lo que Cristo llevó a cabo. Nos enojamos y nos sentimos frustrados; nos preguntamos por qué somos como somos. Continuamos fracasando, cayendo y, como resultado, desmayamos. Recordemos que esto es lo que hace alguien que está fuera de Cristo. En Cristo ya morí a la ley. Si alguien no ha recibido esta liberación, lo invito a que se mire a sí mismo solamente en Cristo, pues en El, Dios nos crucificó después de habernos juzgado irreparables. No tenemos manera de ser salvos excepto mediante la muerte. Por lo tanto, Dios nos da por muertos, pues nos crucificó en Cristo. Así que somos libres de las exigencias de la ley. Debemos mantenernos firmes sobre dos hechos. El primero consiste en que Dios nos considera desahuciados. Sólo la muerte puede librarnos de la ley. El segundo consiste en que en Cristo Dios nos crucificó. En el primero Dios nos destinó para algo, y en el segundo, Dios llevó a cabo aquello para lo que nos había destinado. Dios sabe que sólo la muerte puede librarnos. Fuimos despedazados y no hay manera de repararnos. La base de nuestra redención es la cruz. Por eso, debemos aceptar este hecho en nuestra vida diaria, a fin de ser libertados de la ley. Si nos mantenemos sobre esta base, no encontraremos obstáculos. Por supuesto, debemos confesar nuestras faltas y pedirle perdón a Dios por cometerlas, pero no debemos mirar atrás, porque todas las faltas y la degradación provienen de la vieja vida adámica. A los ojos de los hombres no hay nada mejor que pedirle al Señor que nos dé fortaleza para no volver a hacer lo mismo. Pero a los ojos de Dios, esto es superfluo, porque ya morimos en Cristo y no necesitamos tomar más resoluciones. Estamos muertos; nuestra historia se terminó junto con nuestras ideas y decisiones. Los hombres piensan que es bueno tomar resoluciones, pero éstas son débiles como cañas, no sirven para pelear contra el enemigo, y son totalmente inútiles para Dios.
Ya vimos que Dios nos crucificó juntamente con Cristo; sin embargo, esto no es suficiente. Necesitamos ser unidos a otro, a aquel que resucitó de entre los muertos, a fin de que llevemos fruto para Dios. No solamente necesitamos liberación, sino también unirnos al Señor. Sin esto, nuestra labor será en vano. Por esta razón, Dios no sólo nos crucificó, sino que también nos unió a quienes fuimos librados de la ley con el Cristo resucitado. Así que, por una parte nos proveyó la salida, y por otra, la entrada. Por una parte tenemos una ruptura, y por otra, una unión. Fuimos libertados de la ley y ahora estamos unidos a Cristo y le pertenecemos a El. Esta es la resurrección a la que nos referimos. Más aún, esto no es algo individual, ya que la resurrección lleva muchos hijos a la gloria. Juan 12:24 dice: “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo; pero si muere, lleva mucho fruto”. Originalmente sólo había una vida, Ahora esta vida ha pasado a muchas semillas. Sólo había un organismo, pero ahora hay muchos. Solamente existía un grano de trigo, pero éste se ha convertido en muchos granos. De la misma manera, cuando Cristo murió, El impartió Su vida en todos los creyentes. En El también tenemos dos hechos. El primero es que fuimos incluidos en la muerte de Cristo. Cuando El murió, nosotros también morimos; El segundo es que resucitamos con Cristo. Dios depositó Su vida en nosotros. Esta vida está en toda persona regenerada. No quisiera extenderme mucho en este tema, porque mi intención es centrarme en el primer hecho.
Los que resucitamos en Cristo debemos llevar fruto para glorificar a Dios. Dios nos dio la vida de Cristo, por lo cual podemos expresar Su vida. El grano que fue sembrado es exactamente igual a los treinta, sesenta o cien granos que broten. Si plantamos cebada, obviamente no saldrá trigo ni pepinos. Lo que crezca será lo que se plantó; no habrá cambios. Si lo que se planta es trigo, sin duda alguna brotará trigo. ¿Cómo, entonces, podemos expresar una vida similar a la vida de Cristo, una vida que lleve fruto para glorificar a Dios? Solamente hay una manera: debemos permitir que Cristo viva por nosotros. Cristo no solamente murió por nosotros en la cruz, sino que también vive por nosotros en nosotros. ¿Cómo podemos vivir la vida de Cristo? La única manera en que esto puede ser posible es que Cristo nos dé Su vida. Por consiguiente, debemos tener la vida de Cristo a fin de poder llevar fruto que glorifique a Dios.
Ahora que todo esto les ha sido presentado, espero que comprendamos que Dios abandonó toda esperanza en nosotros y nos desahució. Aunque nosotros pensamos que hay esperanzas y que nos queda algo de fuerza, Dios ya perdió toda esperanza en nosotros. El nos crucificó. Cuando estamos fuera de Cristo y sentimos que todavía estamos vivos y disponibles, inmediatamente caemos. Por consiguiente, solamente nos debemos ver en Cristo. Cuando estamos en El, solamente hay dos hechos: estamos muertos y resucitamos. La parte resucitada está en Cristo. Por consiguiente, Dios desea que vivamos por Su vida. Al mismo tiempo, todo lo que está en Adán murió. Si nos asimos a este hecho, nos hallamos muertos a la ley. Recuerden que no solamente estamos muertos al mundo, al yo y al pecado, también estamos muertos a la ley. De esta manera, no tendremos más esperanza en nosotros mismos, sino que permaneceremos firmes en la posición en la que Dios nos puso.