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Mensajes del libro «Visión del edificio de Dios, La»
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CAPÍTULO CINCO

LA EXPERIENCIA EN EL ATRIO

  En el capítulo anterior vimos de una manera clara que el tabernáculo es la morada de Dios y que, como tal, es el centro de todo. La visión panorámica nos permite comprender que hay tres clases de ciudades que son contrarias al tabernáculo de Dios. En contraste con el edificio de Dios, vimos las falsificaciones producidas por Satanás. Él intervino primeramente para edificar la ciudad de Enoc y más tarde trató de erigir la ciudad de Babel. De la esfera de Babel, la esfera de la idolatría, Dios llamó a Abraham, el primer padre de los edificadores del tabernáculo. Cuando Abraham se separó de la esfera de Babel, él estaba en la posición correcta que le permitiría alcanzar la meta del edificio de Dios. Él también fue guardado de la ciudad pecaminosa de Sodoma, aunque su sobrino Lot se dejó arrastrar a esa ciudad. Al vivir en una tienda, Abraham asumió la posición de alguien que buscaba la ciudad que tiene fundamentos, la Nueva Jerusalén, que es el propio tabernáculo que Dios finalmente edificará en este universo. La postura de Abraham de separarse de las ciudades de Satanás no era una postura doctrinal; antes bien, era una postura sumamente práctica tomada por causa del verdadero y futuro edificio de Dios.

  Ni Abraham, ni su hijo Isaac, ni su nieto Jacob quisieron edificar una ciudad ni vivir en una casa; todos ellos estaban satisfechos de morar en tiendas. Ellos buscaban la ciudad que tiene fundamentos, la Nueva Jerusalén, el tabernáculo de Dios que sería edificado. Ellos esperaban poder mudarse de sus tiendas al tabernáculo eterno, del cual sus tiendas apenas eran una pequeña sombra.

  Sin embargo, sus descendientes, los hijos de Israel, cayeron al seguir otra dirección: se fueron a Egipto para satisfacer sus apetitos. Allí ellos fueron esclavizados por Faraón, quien los obligó a edificar dos ciudades de mundanalidad, tesoros y deleite. Sin embargo, Dios en Su misericordia los redimió por medio de la pascua y los salvó al librarlos a través del mar Rojo. La redención y salvación efectuadas por Dios sacaron a estas personas caídas de las ciudades de la mundanalidad y las condujeron a una posición apropiada para el edificio de Dios. Después que Dios los hubo liberado de la esclavitud en Egipto, los hijos de Israel por fin fueron libres de todas las falsificaciones de Satanás. Entonces Dios los condujo a Su presencia en el monte Sinaí en el desierto, donde vieron Su gloria y oyeron Su voz. Ésta es la primera vez que se menciona en las Escrituras un grupo de personas que permanecía tan profundamente en la presencia de Dios. El hombre podía disfrutar de la presencia de Dios porque había sido separado de todas las ciudades satánicas.

  Los israelitas no sólo fueron liberados de la esclavitud, sino que además quedaron inservibles para todo lo que no fuera el edificio de Dios. Ya no tenían ninguna utilidad en Babel, ni en Sodoma, ni en las ciudades de almacenaje de Egipto, pues no tenían nada que ver con ellas. Día a día ellos estaban ocupados con el tabernáculo de Dios; contemplaban la gloriosa nube y escuchaban la voz. En un sentido estaban desempleados; no tenían negocios, fábricas ni granjas. Lo único que tenían era la gloria de Dios y la voz de Dios. Mañana y tarde, ellos continuamente estaban ocupados con Dios y Su morada. Día y noche, ellos hablaban únicamente de Dios y de Su tabernáculo. Ésta fue una verdadera emancipación, una liberación de todas las falsificaciones de Satanás relacionadas con la idolatría, los pecados y la mundanalidad; era una emancipación que los condujo a la presencia de Dios y a Su edificio.

  Nuestra necesidad primordial hoy en día es separarnos de los ídolos; en segundo lugar, debemos guardarnos de los pecados; y en tercer lugar, debemos ser librados de la mundanalidad. Entonces estaremos en la debida posición donde estaremos disponibles para el edificio de Dios.

  El tabernáculo es el primer cuadro completo del edificio de Dios en las Escrituras. Con respecto al tabernáculo había tres secciones principales: el atrio, el Lugar Santo y el Lugar Santísimo. Cada vez que alguien entraba en el tabernáculo, tenía que pasar por el atrio. En el atrio había dos objetos: el altar y el lavacro (Éx. 40:29-30).

EL ALTAR

  El altar es el lugar donde son presentadas todas las ofrendas. Su significado esencial es juicio, redención y consagración. Cuando los israelitas le ofrecían algo al Señor, tenían que traerlo al altar. Todo lo que ellos ofrecían tenía que pasar por el altar; tenía que ser inmolado e incinerado sobre el altar. Esto nos habla de juicio. Es posible que, como cristianos, nos hayamos ofrecido muy apropiadamente al Señor. Es cierto que Dios necesita que nos ofrezcamos a Él, pero lo primero que Él nos exige es que pongamos todo sobre el altar. Él tiene que juzgarnos haciéndonos morir e incinerándonos. Aunque esto nos parezca un panorama aterrador, debemos entender que todo lo natural en nosotros tiene que ser juzgado. Dios jamás podrá aceptar el hombre natural ni su vivir como material para Su edificio. Todo cuanto somos, todo cuanto tenemos y todo cuanto podemos hacer debe ser juzgado por el altar. El altar tipifica la cruz. Debemos ser escudriñados y juzgados por la cruz.

  Ésta es la experiencia cristiana apropiada: mientras pasamos tiempo en la presencia del Señor en comunión con él, tendremos la sensación de que Él nos pide que ofrezcamos todo lo que somos, todo lo que tenemos y todo lo que podemos hacer. Así pues, le ofrecemos todo a Él. Pero después de esto tendremos la sensación de que somos personas pecaminosas, caídas, malignas y corruptas y que somos carnales, anímicos y naturales. Tendremos la sensación de que somos completamente inútiles para el edificio de Dios. Por lo tanto, tenemos que ser puestos en la cruz. ¡Alabado sea el Señor, pues ya fuimos puestos en la cruz!

  Es preciso que captemos la realidad de la muerte de Cristo: éste es el verdadero juicio. Esto significa que, por un lado, Dios exige que ofrezcamos nuestra vida y todo lo que poseemos. Pero por otro lado, significa que comprendemos que no servimos para otra cosa que morir y que ya fuimos puestos en la cruz. Mediante la consagración comprendemos que ya se nos puso fin, que ya fuimos puestos en la cruz. Ésta es la experiencia de pasar por el altar, la verdadera experiencia de la cruz.

  Una vez un hermano se me acercó y me dijo: “Anoche tuve un sueño, y esta mañana acudí al Señor. He visto que el Señor quiere que me ofrezca a Él. Puesto que soy bastante listo en ciertas cosas que podrían ser de mucha utilidad para la edificación de la iglesia, esta mañana sentí la carga de venir a contarle que me he ofrecido al Señor para la edificación de la iglesia”. Le respondí: “Hermano, por un lado, esto es maravilloso, pero, por otro lado, es espantoso. Cuando usted se ofrece de esa manera al Señor para la edificación de la iglesia, esto es algo espantoso”. Sintiéndose profundamente decepcionado, exclamó: “¿Acaso no soy lo suficiente bueno?”. Le contesté: “Hermano, usted no sirve para otra cosa que morir. Olvídese de su propia inteligencia; usted tiene que arrojar eso al océano. El Señor no necesita su inteligencia; eso es algo que debe morir, es algo que tiene que ser juzgado. Su mente inteligente tiene que ser puesta sobre el altar. De hecho, usted tiene que ponerlo todo sobre el altar”.

  Ningún israelita podía entrar en el tabernáculo sin antes pasar por el altar. Si intentara hacerlo, perecería al instante. De hecho, todos nosotros debemos morir, ya sea sobre el altar o dentro del tabernáculo. Pero es mejor morir sobre el altar, en la cruz, que morir en el tabernáculo. Sólo el Señor es testigo de cuántas veces me he dicho a mí mismo: “Tienes que morir. Tienes que ser puesto en la cruz. Tienes que comprender que ya fuiste puesto en la cruz”. No debemos pensar que somos muy listos. El edificio de Dios no requiere personas inteligentes ni tontas, sino únicamente aquellas que han sido puestas en la cruz, aquellas que han sido inmoladas e incineradas sobre el altar, y que han sido escudriñadas, juzgadas y desechadas.

  El segundo significado del altar es la redención. ¡Alabado sea el Señor! Todo lo que Dios juzga, también lo redime. La redención se logra por medio del juicio y redunda en la resurrección. Todo lo que hagamos morir, Dios lo resucitará en Su redención. Nosotros simplemente nos ponemos en la posición de la muerte. No debemos preocuparnos por saber el paso que sigue. El Espíritu Santo nos introducirá en la vida. Nosotros nos ponemos sobre el altar, y el Espíritu Santo nos introducirá en el tabernáculo. Dios redime lo que juzga. La redención que se logra por medio del juicio es algo que debemos experimentar; esto no es un asunto teológico.

  El tercer significado del altar es la consagración. Inmediatamente después de la redención, el Señor nos exigirá consagrarnos nuevamente. Debemos experimentar la consagración continuamente desde el primer paso hasta el último. Paso a paso, antes del juicio y después de la redención, debemos consagrarnos. En cada situación, debemos estar conscientes continuamente de que somos un pueblo consagrado. Éste es el verdadero significado del altar. Todas las cosas que traemos a Dios deben ser puestas sobre el altar, y deben ser juzgadas, redimidas y consagradas. Es únicamente después de pasar por el altar que todo será verdaderamente consagrado a Dios. Nada puede pertenecer a Dios ni ser realmente Suyo, sino hasta que haya pasado por el altar. Es posible que usted se haya ofrecido al Señor, pero ¿ha pasado por la experiencia de la cruz? ¿Ha experimentado la resurrección y la realidad de la consagración? ¿Tiene usted este altar en su vida diaria? El cuadro del tabernáculo nos muestra que no podemos tener el edificio de Dios en realidad si primero no hemos experimentado el altar. La experiencia del altar debe precederlo todo. Todo lo demás se basa en esta experiencia.

  Ahora presten atención a las medidas del altar. Es un cuadrado, pues mide cinco codos de ancho por cinco de largo, y su altura es de tres codos. El número cinco representa a la criatura (cuatro) más el Creador (uno), quienes juntos llevan la responsabilidad de cumplir los requisitos de Dios. Los Diez Mandamientos y las diez vírgenes (Mt. 25:1-13) se dividen en dos grupos de cinco. Todos éstos son símbolo de la responsabilidad que hay que asumir para cumplir los requisitos de Dios. Por lo tanto, el hecho de que el altar fuera un cuadrado de cinco por cinco nos comunica la idea de que los requisitos de Dios fuesen cumplidos cabalmente y con plena responsabilidad. El número tres simboliza al Dios Triuno. Esto nos habla de la responsabilidad asumida por el altar y de los requisitos que ha cumplido. La cruz de Cristo asciende a la norma del Dios Triuno. La cruz de Cristo ha satisfecho los requisitos de Dios. Y nosotros también, al experimentar la cruz, satisfacemos los requisitos de Dios.

  Por lo tanto, nosotros debemos comprender que es imprescindible que Dios, en el altar y por medio del altar, nos juzgue conforme a Su norma al cumplirse cabalmente y con plena responsabilidad los requisitos de Dios. Esto fue así con respecto al Señor Jesús cuando estuvo en la cruz, y también debe ser igual con respecto a nosotros en nuestra experiencia subjetiva de la cruz. Si hemos de tener parte en el edificio de Dios, debemos ante todo cumplir con los justos requisitos de Dios. Cualquier persona o cosa que sea traída al edificio de Dios debe pasar por el altar de esta manera.

EL LAVACRO

  El siguiente objeto que está en el atrio es el lavacro. Pero antes de compartir sobre el significado del lavacro, debemos mostrar en asociación que el altar estaba cubierto de bronce. Este bronce provenía de los incensarios de bronce de los doscientos cincuenta israelitas que se rebelaron contra Dios y fueron juzgados con fuego. El Señor le mandó a Moisés que reuniera todos estos incensarios de bronce e hiciera láminas de bronce para cubrir el altar (Nm. 16:38-40). Esto, por supuesto, nos comunica la idea de que el altar de bronce tiene por finalidad juzgar por medio del fuego. Es muy significativo que el lavacro también fuera hecho de bronce. Sin embargo, este bronce provenía de los espejos de las mujeres que servían en el tabernáculo (Éx. 38:8). La función de un espejo es reflejar nuestra verdadera imagen y revelar así nuestra verdadera condición. A veces cuando les pedimos a nuestros hijos que se laven la cara, ellos nos contestan indignados diciendo que están limpios. En ese momento resulta útil llevarlos al espejo para que lo vean por sí mismos. De igual manera, el lavacro de bronce revela nuestra condición y nos ilumina. Entonces de inmediato sentimos la necesidad de ser limpios, y el lavacro mismo también nos limpia (40:30-32). Ésta es la verdadera obra del Espíritu Santo (Tit. 3:5). Así pues, primero nuestra condición debe quedar al descubierto, y después necesitamos ser limpiados de nuestra condición caída.

  La clase de bronce que se usó para hacer el lavacro difiere del bronce que se usó para hacer el altar, pero la naturaleza de ambos es la misma. Esto significa que la obra que realiza el Espíritu Santo de revelar nuestra condición y de alumbrarnos depende del juicio de la cruz. El lavacro de bronce viene después del altar de bronce. A partir del altar de bronce se halla el lavacro de bronce. En términos espirituales, esto significa que la función del lavacro proviene del altar. El juicio siempre nos alumbra. Cuando somos juzgados, somos alumbrados. Cuanto más somos juzgados por la cruz, más el Espíritu Santo nos alumbra y nos pone al descubierto. Si no aplicamos la cruz a nosotros mismos, siempre diremos: “Estoy bien; no hay nada malo con respecto a mí”. Si ésta es nuestra actitud, el Espíritu Santo nunca nos revelará nuestra condición, y simplemente permaneceremos en tinieblas. Pero cuando apliquemos la cruz, diciendo: “Oh, soy tan pecaminoso; no sirvo para otra cosa que morir. Tengo que morir y, de hecho, ya morí”, en seguida el Espíritu Santo sacará a luz lo que se halla oculto en nuestro ser. Nos mostrará que estamos mal con respecto a este asunto, que obramos de manera corrupta con respecto a aquello y que en muchos otros aspectos estamos contaminados. Cuanto más apliquemos la cruz, más seremos alumbrados por el Espíritu Santo. El lavacro viene después del altar, pues ambos son de bronce. En el altar de bronce tenemos la experiencia de ser juzgados, y en el lavacro de bronce tenemos la experiencia de ser alumbrados y limpiados. Debemos juzgarnos a nosotros mismos; ésta es la única manera de experimentar el edificio de Dios.

  Nadie sabe cuáles eran las dimensiones del lavacro. Esto significa que la obra del Espíritu Santo de revelar nuestra condición, de alumbrarnos y de limpiarnos es ilimitada e inconmensurable. Entre todos los enseres del tabernáculo, no se proveen las medidas de dos de ellos: el lavacro y el candelero. Esto significa que ambos son inconmensurables e ilimitados.

  El problema fundamental y el asunto principal hoy es que todo lo que somos, todo lo que tenemos y todo lo que podemos hacer tiene que ser puesto sobre el altar, es decir, tiene que ser puesto en la cruz. Una vez que seamos juzgados, redimidos y nos hayamos consagrado, estaremos continuamente en la posición en la cual la luz resplandecerá sobre nosotros. El Espíritu Santo continuamente sacará a luz nuestra condición y nos alumbrará y limpiará. Cuando pasamos por el altar de bronce y por el lavacro de bronce de esta manera, realmente experimentamos el juicio de Dios. Ésta es la primera experiencia que tenemos del edificio de Dios. No servimos para otra cosa que ser juzgados, y tenemos que experimentar de manera concreta este juicio.

LAS BASAS DE BRONCE

  Después de las experiencias del altar y del lavacro, proseguimos a experimentar las basas de bronce (Éx. 27:10-17). Éstas son las basas de las paredes del atrio. Todas las columnas que sostenían los cortinajes del atrio estaban apoyadas sobre estas basas de bronce. En nuestra experiencia espiritual esto significa que el fundamento, la base de las paredes del atrio, provienen del juicio de Dios. Después que experimentemos la cruz y la obra del Espíritu Santo de descubrirnos y limpiarnos, pondremos el fundamento de las paredes del atrio. Esto establece la línea divisoria del edificio de Dios. Todo lo que esté fuera de esta línea divisoria no pertenece al edificio de Dios. Cuando experimentamos el altar y el lavacro de bronce, vemos las basas de bronce que han sido puestas como fundamento para establecer la línea divisoria del edificio de Dios. El resultado de nuestra experiencia de ser juzgados y limpiados es que obtenemos el fundamento del atrio, las basas de bronce. En el pasaje donde se proveen las especificaciones del tabernáculo, se menciona el altar de bronce antes de las basas de bronce. En términos espirituales, esto significa que las basas provienen del altar. Tenemos que experimentar primero la acción de la cruz y la obra del Espíritu Santo de descubrirnos, alumbrarnos y limpiarnos. Tenemos que experimentar estos objetos de manera exhaustiva; entonces echaremos el fundamento, el cual llegará a ser la línea divisoria del edificio de Dios. Teniendo esta línea divisoria, podremos separar lo que está dentro del edificio de Dios de lo que está fuera; podremos discernir claramente lo que debe mantenerse fuera y no debe introducirse. Lo que establece los límites del edificio de Dios es el juicio de la cruz y la limpieza provista por el Espíritu Santo. Todo lo que pertenece al edificio de Dios tiene que ser juzgado por la cruz así como puesto al descubierto y limpiado por el Espíritu Santo. De lo contrario, se hallará fuera del edificio. Todo el que se crea inteligente y apto para participar en el edificio de Dios no se ha juzgado a sí mismo y no posee una línea divisoria. Si no tenemos esta línea de separación, si no hay atrio, entonces el mundo entero será el atrio para la edificación de la iglesia. ¡Eso es completamente errado! Por lo tanto, necesitamos la línea de separación, esto es, necesitamos el juicio efectuado por la cruz y la obra del Espíritu Santo de descubrirnos y limpiarnos. Esto es bastante claro.

LAS COLUMNAS

  Sobre las basas de bronce como fundamento tenemos las columnas de bronce (vs. 10-16), y en las columnas tenemos los ganchos de plata y las varillas conectivas de plata (v. 17). Las Escrituras nos dicen que las columnas eran hechas de bronce. ¿Cuál es el significado de estos objetos? Nuevamente vemos que, sobre la base del juicio, tenemos la redención. El juicio trae consigo la redención, y la redención viene por medio del juicio o acompañada de juicio. Según la tipología, la plata siempre simboliza la redención.

LOS CORTINAJES

  Sobre los ganchos y las columnas del atrio colgaban los cortinajes (vs. 9-15). Estos cortinajes eran semejantes a cortinas. Eran hechos de lino torcido, muy resistente, puro y limpio. Según la tipología, el lino simboliza la justicia (Ap. 19:8). Esto significa que tenemos juicio, redención y justicia delante de los ojos de Dios y de los hombres. Mediante las experiencias que tenemos del altar y del lavacro, todo es limpiado y enmendado y, por tanto, llega a ser correcto y justo. Ésta es la manera en que obtenemos la justicia, el lino fino, el cual es la pared de separación del atrio de la morada de Dios, como un testimonio de la justicia de Dios exhibida plenamente entre Su pueblo. Cuando los cortinajes son puestos sobre las columnas que están en las basas, los que miran el tabernáculo desde afuera ven algo blanco, puro y limpio. Ésta es la línea de separación, la cual nos separa para que seamos la expresión de Dios, el edificio de Dios. Debemos tener esta línea de separación de justicia, la cual esté basada en el juicio de Dios y en Su redención, como un testimonio de la justicia de Dios al mundo pecaminoso.

  Todos los cortinajes medían cinco codos de altura y se dividían en secciones conforme a las columnas, y cada sección era de cinco codos por cinco codos (vs. 9-15, 18). Los cortinajes del lado norte y del lado sur medían cien codos de longitud, con sus veinte columnas. Los del lado occidental, es decir, los del lado posterior, medían cincuenta codos de longitud, con sus diez columnas; y los cortinajes que estaban a ambos lados de la entrada del tabernáculo medían quince codos de longitud, con sus tres columnas. Por lo tanto, todos los cortinajes estaban divididos en secciones que eran cuadradas de cinco codos por cinco codos, las cuales correspondían al tamaño del altar. Esto significa que todos los cortinajes correspondían a los justos requisitos de Dios que eran satisfechos sobre el altar. Por consiguiente, los cortinajes estaban allí como un testimonio de todo lo que se efectuaba sobre el altar. La parte superior del altar, que era un cuadrado de cinco codos por cinco codos, proveía la base para que se cumplieran los requisitos de Dios, mientras que las secciones cuadradas de los cortinajes, que tenían las mismas medidas, estaban allí verticalmente como un testimonio de todo lo que el altar cubre y cumple. Cuando la cruz haya operado en nosotros, nuestro vivir y andar diario vendrá a ser un testimonio de la obra de la cruz. En nuestro vivir y andar diario deben manifestarse estos cortinajes puros y blancos como un testimonio a los de afuera. Todo lo que somos y todo lo que hacemos debe corresponder a la obra de la cruz. Entonces seremos aptos para tener parte en el edificio de Dios.

LA PURIFICACIÓN EFECTUADA EN EL ATRIO

  A fin de que la obra de edificación de Dios se haga real para nosotros, a fin de que se practique la vida de iglesia, las personas tienen que ser juzgadas y purificadas en el atrio. Los israelitas, quienes habían de ser edificados conjuntamente como el edificio de Dios, eran personas caídas. En cierto punto en la historia ellos cayeron en el mundo de los ídolos, luego participaron en el mundo de los pecados, y finalmente se esclavizaron en el mundo de los tesoros y el deleite. Para aquel tiempo ellos habían sido separados de todo ello para ser los materiales aptos para el edificio de Dios. El primer paso para que fueran edificados era que tenían que ser juzgados y purificados. Mediante el juicio ellos pudieron ser redimidos, y mediante la redención y la purificación ellos podían llegar a ser limpios, puros, justos y rectos, de modo que no sólo estuviesen bien con Dios, sino también con los hombres.

  Sin embargo, aunque los israelitas fueron rescatados de todas las ciudades pecaminosas y mundanas, ellos todavía se acordaban de su pasado; se acordaban de las cebollas y de los ajos de Egipto y aún conservaban su gusto por estas cosas. En el desierto ellos se cansaron de comer el maná celestial y dijeron: “Esto no sabe a nada. Día a día comemos lo mismo. Regresemos a Egipto, volvamos a los deleites que satisfacen nuestro paladar. Estamos hartos de esta comida tan insípida”. Esto es un cuadro del cristianismo de hoy. Todos nosotros provenimos de este trasfondo tan corrupto y maligno; estamos llenos de toda clase de mal. Por lo tanto, tenemos que ser juzgados y puestos a muerte, limpiados y purificados por las experiencias que tenemos en el atrio. Estas experiencias establecen la línea divisoria que nos separa y nos guarda de los ídolos, los pecados y la mundanalidad. La obra de la cruz y la obra del Espíritu Santo nos guardan de estas cosas. Debemos experimentar el altar de bronce, que representa la cruz, y el lavacro de bronce, que representa la limpieza efectuada por el Espíritu Santo. Debemos ser juzgados por la cruz y purificados por el Espíritu Santo; lo cual hará posible que tengamos parte en el edificio de Dios.

  Noten que el atrio está fuera del edificio. Es sólo cuando pasamos por el atrio que podemos entrar en el edificio de Dios, en el tabernáculo mismo. Esto no tiene que ver con doctrina, sino que es algo que debemos experimentar. ¿Por qué son tantos los cristianos que no experimentan la edificación apropiada de la iglesia en la tierra hoy? Porque algunos todavía están en Babel, en Sodoma o en Egipto. No hay duda de que algunos han salido de estas esferas malignas, pero todavía están llenos de los gérmenes idólatras, los gérmenes pecaminosos y los gérmenes de los deleites mundanos. En las así llamadas iglesias de hoy, uno puede a veces escuchar anuncios acerca de placeres y diversiones. Éstos son gérmenes. Es imposible tener una vida de iglesia apropiada de esta manera. La razón es que muchos todavía no han experimentado el juicio del altar ni la purificación del lavacro. Por lo tanto, ningún fundamento ha sido puesto para establecer una línea divisoria.

  El edificio de Dios debe tener una línea divisoria muy clara y definida. Todo lo que se encuentre dentro de esta línea pertenece a Su edificio; y todo lo que esté por fuera de ella pertenece a Babel, a Sodoma o a las ciudades de almacenaje. El cristianismo degradado de hoy no tiene una línea divisoria apropiada, pues carece de esta línea tan necesaria. Estos límites jamás han sido desarrollados; nunca han sido trazados. Las personas todavía participan de los ídolos, de los pecados y de los tesoros de deleites mundanos. Nunca han experimentado el altar de bronce ni el lavacro de bronce. Nunca han sido juzgados ni puestos a muerte sobre el altar, ni han sido limpiados ni purificados por el lavacro. Si hemos de practicar la vida de iglesia y tener parte en el edificio de Dios, debemos primero experimentar el altar de bronce junto con el lavacro de bronce. Entonces pondremos las basas de bronce echadas como el fundamento para que se establezca la línea divisoria. Es por medio de estas experiencias que la línea divisoria del edificio de Dios es trazada.

  En el atrio conocemos y experimentamos la cruz, por medio de la cual todo es juzgado, muerto e incinerado. Junto con la cruz también experimentamos la obra del Espíritu Santo, quien pone al descubierto nuestra condición, nos alumbra, limpia y purifica. Todo lo que no concuerde con Dios y Su justo proceder debe ser juzgado y purificado. Todos los placeres y deleites mundanos deben ser excluidos del edificio de Dios; deben ser eliminados y depurados. Debemos experimentar el juicio de la cruz junto con la purificación del Espíritu Santo. Entonces seremos personas apropiadas y rectas, que están bien con Dios y con los hombres. Tendremos la justicia tipificada por los cortinajes de lino blanco, que cuelgan de las columnas que están apoyadas sobre las basas de bronce, las cuales establecen los límites del testimonio de Dios. Es dentro de estos límites que existe la posibilidad de que nosotros obtengamos la realidad del edificio de Dios y practiquemos la vida de iglesia.

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