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Mensajes del libro «Visión del edificio de Dios, La»
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CAPÍTULO SEIS

LA EXPERIENCIA EN EL LUGAR SANTO

  Ya vimos que si hemos de participar en el edificio de Dios, tenemos que entrar en la experiencia de todos los enseres que se encuentran en el atrio. Sin embargo, las experiencias que tenemos en el atrio únicamente tienen que ver con el aspecto de la justicia; aún necesitamos experimentar la santidad. Los objetos que hemos visto en el atrio simplemente establecen los límites del edificio de Dios; no son realmente la edificación del tabernáculo mismo. Así que, aún necesitamos experimentar el tabernáculo, el propio edificio de Dios. En el atrio están el bronce, la plata y el lino blanco, lo cual nos muestra el juicio de Dios conforme a Sus justos requisitos, la obra redentora de Dios y la justicia de Dios. No obstante, esto sólo nos prepara para que seamos aptos inicialmente para el edificio de Dios. Ahora tenemos que entrar en el tabernáculo mismo, es decir, tenemos que entrar en el Lugar Santo.

  Cuando entramos en el Lugar Santo, la primera impresión que tenemos es que todo es de oro. Allí se halla un candelero hecho de oro puro, y todos los demás objetos que están en el Lugar Santo están recubiertos de oro. Se ve a Dios por todos lados.

  Hablando con propiedad, el edificio de Dios fue construido por medio del bronce, mas no con bronce; fue construido con oro. El oro representa la naturaleza divina de Dios, es decir, representa a Dios mismo. Su edificio es construido mediante Su juicio, pero no con Su juicio. El material del edificio de Dios es Dios mismo. Es preciso que tengamos la naturaleza divina de Dios a fin de ser los materiales útiles para el edificio de Dios. ¿Cómo podemos ser partícipes de la naturaleza divina de Dios? Para ello necesitamos tener la experiencia espiritual del Lugar Santo.

LA MESA DEL PAN DE LA PRESENCIA

  El primer objeto que encontramos en el Lugar Santo es la mesa de madera de acacia, la cual estaba recubierta de oro (Éx. 25:23-24, 30; 40:22-23), sobre la cual estaba el pan de la Presencia, algo que se podía comer. Esta mesa preparada con este pan tipifica a Cristo, nuestro alimento celestial; nosotros podemos alimentarnos de Cristo y disfrutarlo como nuestra comida. El Evangelio de Juan presenta a Cristo como el pan de vida, el cual está tan disponible a nosotros. Si lo recibimos en forma de alimento, participaremos de la vida divina junto con la naturaleza divina (2 P. 1:4).

  Hemos visto que inmediatamente después que el hombre fue creado, Dios lo puso delante del árbol de la vida para que pudiera comer libremente de ese árbol. Esto significa que Dios se presentó al hombre en forma de alimento. La mayoría de nosotros tiene un concepto equivocado acerca de Dios. Pensamos que Él es tan elevado y poderoso y que debemos inclinarnos y adorarlo, postrándonos ante Él. Pero Dios quiere que nosotros lo recibamos como alimento. Él desea que nosotros participemos de Él interiormente mucho más que lo adoremos externamente.

  De joven, me enseñaron después de ser salvo que debía permanecer muy callado al participar de lo que ellos llamaban la mesa de la santa comunión. Me dijeron que en la mesa debemos recordar a Jesús, y centrar todos nuestros pensamientos en Él, meditando sobre Él. Pero más tarde, al leer las Escrituras, descubrí que no me habían enseñado acertadamente. El Señor nos dijo: “Esto es Mi cuerpo que por vosotros es dado; haced esto en memoria de Mí” (1 Co. 11:24). Cuando lo recibimos a Él comiéndole, en realidad lo estamos recordando. La manera en que verdaderamente recordamos al Señor no es meditar en Él, sino comerle, participar de Él. La intención de Dios es forjarse a Sí mismo en nosotros. Debemos considerar que Él es nuestra comida y participar de Él.

  El Señor Jesús es nuestro pan de vida celestial. Al comer de este pan, algo de “oro” será nuestro. Cada vez que nosotros participamos de Cristo como alimento, la naturaleza divina se forja en nuestro ser. En este pan de vida celestial se encuentran las “vitaminas de oro”. A menudo los niños son engañados con el “dulce” que su madre les da. No se dan cuenta de que en realidad están tomando vitaminas recubiertas de dulce. La madre consigue su objetivo de una manera muy agradable. Nuestro pensamiento es que puesto que estamos muy hambrientos, necesitamos que el Señor Jesús nos satisfaga; así, nosotros satisfacemos nuestro deseo al comer el pan de vida. Pero la intención de Dios es impartirnos el oro por medio del pan. Cuando seamos satisfechos con Cristo, también estaremos llenos de la naturaleza divina. Podemos comprobar esto con nuestra experiencia del Señor. Siempre que somos satisfechos con el Señor Jesús, al mismo tiempo tenemos la sensación de que estamos llenos de Dios, que la naturaleza divina se ha impartido en nuestro ser.

  La mesa del pan de la Presencia medía dos codos de largo por uno de ancho. El número uno representa una unidad completa. Si la mesa fuese cuadrada, es decir, de un codo por un codo, ello representaría una unidad completa, pero nos dice aquí que la longitud era de dos codos. Esto representa que se ha provisto una unidad doble, una porción doble, para que la mesa pueda estar preparada a fin de que las personas la disfruten. La altura de la mesa del pan de la Presencia tenía la misma medida que el Arca del Testimonio, un codo y medio. Esto significa que Cristo como nuestro alimento debe ascender a la norma del testimonio de Dios.

EL CANDELERO

  El segundo objeto que encontramos en el Lugar Santo es el candelero (Éx. 25:31-39; 40:24-25), el cual está lleno de luz resplandeciente. Cristo es el pan de vida, y Juan 1:4 nos dice que esta vida es la luz de los hombres. Cuando nosotros recibimos a Cristo como el pan de vida, inmediatamente la luz resplandece en nuestro interior. La vida llega a ser la luz misma. Después que nos alimentamos del pan que está servido sobre la mesa, tenemos un candelero que resplandece en nuestro interior. Cuando tenemos hambre del Señor y oramos-leemos juntos unos cuantos versículos, ¡alabado sea el Señor!, somos nutridos y satisfechos, y junto con esta satisfacción también obtenemos algo que resplandece en nuestro interior. Cuanta más luz recibamos, más de la naturaleza divina tendremos. En el candelero no hay nada de madera; es de oro macizo. La naturaleza divina de Dios entra en nosotros resplandeciendo (2 Co. 4:6).

  El candelero tenía seis ramas, tres ramas a cada lado y una en la mitad, y en cada rama había tres copas, cada una con la forma de una flor de almendro. Cada flor de almendro tenía un cáliz. El cáliz es la parte más externa de la flor, y se compone de hojas florales verdes. Por lo tanto, cada copa del candelero era una flor de almendro, una flor completa. En Palestina, la primera flor que se produce en el año es la flor de almendro. Después de la “muerte” causada por el frío del invierno, el almendro es el que produce la primera flor. Esta flor representa la resurrección. La vara de Aarón, la cual se menciona en Números 17, reverdeció con flores de almendro, lo cual representa la resurrección. El número tres, el cual vemos en el número de ramas a cada uno de los lados del candelero y las tres copas en cada rama, es el número que simboliza la resurrección: el Señor fue resucitado al tercer día. El hecho de que hubiera ramas a ambos lados de la caña del candelero nos habla de un testimonio, puesto que dos es el número que simboliza el testimonio. Por consiguiente, el candelero es el testimonio de la resurrección.

  También había un total de siete lámparas en la caña del candelero. Éstas representan a los siete Espíritus de Dios (Ap. 4:5; 5:6). Los siete Espíritus de Dios son los siete ojos de Cristo. Esto significa que Cristo como Espíritu es la luz de la vida en resurrección. Es sólo como Espíritu que Cristo puede ser la luz de la vida en resurrección. Todas estas cosas son muy significativas para nosotros. Tenemos que estudiar las Escrituras de esta manera. Los sacerdotes vertían aceite en las copas de las ramas que sostenían las lámparas. Así que, la flor de resurrección contiene el aceite. Esto significa que el aceite que se usa para producir luz se halla en el poder de resurrección. La luz debe hallarse en resurrección, y la resurrección se halla con el Espíritu. La luz proviene de los siete Espíritus, que son los siete ojos de Cristo. Cristo no nos mira con dos ojos, sino con siete ojos. Él nos mira por medio de los siete Espíritus de Dios, que son las siete lámparas. Un automóvil en la noche “mira” a otros con los faros encendidos, que son como dos ojos resplandecientes. Cuando Cristo nos mira, ello es semejante al resplandor de la luz. El libro de Apocalipsis nos dice que Sus ojos son como llama de fuego (1:14). Cristo sólo puede ser vida y luz para nosotros en resurrección y como Espíritu. En otras palabras, Cristo como Espíritu de resurrección es la luz de la vida para nosotros.

  En cada una de las ramas del candelero hay tres copas, pero en su caña tiene cuatro copas. El número cuatro simboliza la creación. Sin estas cuatro copas, no encontraríamos ningún indicio en el candelero de que Cristo tiene algo que ver con Sus criaturas. Pero, ¡alabado sea el Señor!, tenemos estas cuatro copas. Cristo como Espíritu es la luz de la vida en resurrección, pero Él todavía tiene algo que ver con la creación. Cristo mismo es parte de la creación; de hecho, Él es el Primogénito de toda creación (Col. 1:15). Por lo tanto, Él también se halla simbolizado por el número cuatro. Todas estas cosas son sumamente significativas; jamás podemos hablar de ellas de forma exhaustiva. Primeramente, Cristo es el pan de vida, y luego esta vida llega a ser la luz, que resplandece en resurrección con el Espíritu.

  Observen ahora que no se especifican las medidas del candelero. Esto significa que el candelero es inconmensurable e ilimitado.

EL ALTAR DEL INCIENSO

  Después del candelero que estaba en el Lugar Santo, tenemos el altar del incienso, sobre el cual se quemaba el incienso aromático a Dios (Éx. 40:26-27). El altar del incienso está estrechamente relacionado con el candelero. Cuando los sacerdotes preparaban el candelero en la mañana y cuando encendían las lámparas en la noche, ellos tenían que quemar el incienso (30:1-8). Esto significa que la acción de encender las lámparas guarda una relación vital con la acción de quemar el incienso.

  ¿Qué significa la acción de quemar el incienso? Cada vez que seamos alumbrados por Cristo, tenemos que volvernos a Dios en oración. Sin embargo, esto no tiene que ver con hacer oraciones comunes; más bien, son palabras que desde nuestro interior expresamos a Dios, las cuales tienen un olor fragante. Tal oración es el olor fragante de Cristo en resurrección, el cual es tan agradable a Dios. Cada vez que somos alumbrados por Cristo en nuestro interior, espontáneamente nos volvemos a Dios y expresamos algo desde lo profundo de nuestro ser. En ese momento tenemos la sensación de que somos agradables a Dios, que somos un aroma muy fragante a Dios. En esto consiste quemar el incienso.

  El incienso es Cristo mismo en resurrección por el cual somos aceptados por Dios. Dios nos acepta en Cristo. Oh, que podamos comprender que cada vez que comemos a Cristo y disfrutamos algo de Él, por un lado, somos satisfechos, pero, por otro, somos iluminados interiormente por Su resplandor. Es mediante esta iluminación que le expresamos algo a Dios que es fragante ante Él; esto es Cristo en resurrección como olor fragante a Dios. Dios nos acepta en el Cristo resucitado. En Él nosotros tenemos una dulce comunión con Dios, y somos aceptados por Él.

  El altar del incienso medía un codo por un codo, lo cual indica que es un cuadrado. Ya vimos en las medidas de la mesa del pan de la Presencia que un cuadrado de un codo en sus lados representa una unidad completa y absolutamente perfecta. El olor fragante del Cristo resucitado es absolutamente perfecto a los ojos de Dios. No podría ser más perfecto. Por otra parte, la altura del altar del incienso era de dos codos, lo cual significa una unidad doble, una porción doble, en forma de ascensión. La mesa del pan de la Presencia se extendía horizontalmente como una doble unidad para nuestro disfrute, pero el altar del incienso está erigido verticalmente como una unidad doble, es decir, está en una posición ascendente, lo cual indica que es un disfrute para Dios.

LA TRANSFORMACIÓN QUE OPERA EN EL LUGAR SANTO

  Es mediante todas estas experiencias que somos revestidos de oro, el material del edificio de Dios. Por medio de estas experiencias llegamos a ser el material apropiado y, de hecho, llegamos a ser parte del edificio. Antes de las experiencias que tenemos en el atrio interior, lo que teníamos era en su mayor parte bronce, plata y lino; pero no teníamos nada de oro. Y antes de la experiencia que tenemos en el atrio exterior con su lino fino, lo único que teníamos era barro y la suciedad de nuestra naturaleza caída. Pero por medio de la obra del altar de bronce y del lavacro de bronce fuimos purgados y purificados de todo lo de Babel, de Sodoma y de las ciudades de almacenaje de Egipto. Fuimos hechos lino blanco, la justicia de Dios; y llegamos a estar bien con Dios y con los hombres. Sin embargo, no teníamos nada de oro, sino hasta que aprendimos a disfrutar a Cristo, hasta que lo recibimos en nuestro interior cada día como nuestra comida. Ahora, cuanto más le comemos, más luz recibimos; y cuanto más intensa se hace la luz, más olor fragante podemos ofrecer a Dios. Es mediante estas experiencias que somos revestidos de oro, la naturaleza divina de Dios. Necesitamos ser completamente revestidos de Dios como oro. Esto sólo es posible a medida que nos alimentamos de Cristo y lo disfrutamos como el pan de vida y a medida que somos alumbrados con Él, quien es la luz de la vida, y somos aceptados por Dios en la fragancia de Su resurrección. Es necesario que verdaderamente experimentemos a Cristo de esta manera, en lugar de simplemente escuchar enseñanzas acerca de Él.

  Por muchos años el Señor me ha hecho mantener la práctica de entrar continuamente en el Lugar Santo para disfrutar a Cristo. Cuanto más le disfrutamos como el pan de vida, más Él llega a ser la luz en nuestro interior, que nos alumbra y nos hace volver al Padre para que expresemos la dulzura y la fragancia de Cristo. No debe haber ninguna separación, ninguna clase de velo, entre el Padre y nosotros. Podemos experimentar lo agradable que Cristo es para el Padre, y también podemos experimentar lo agradable que Él es para nosotros en la fragancia de Su resurrección. Al experimentar esta bendita presencia y al ser aceptados por Dios, espontáneamente somos revestidos del oro divino.

  Participar de la naturaleza divina de Dios no tiene nada que ver con nuestro esfuerzo por mejorar nuestra conducta. Cuando nos esforzamos por mejorar nuestro comportamiento exterior, todavía nos hallamos en el atrio exterior. Debemos proseguir a experimentar a Cristo en el interior del tabernáculo. Debemos desistir de todo esfuerzo por enmendar nuestra conducta externa y entrar en un disfrute profundo de Cristo. Entonces experimentamos internamente la mezcla de Cristo con nosotros. Tenemos que experimentar a Cristo de esta manera. Cuando estamos en el interior del tabernáculo, nunca estamos conscientes del bien o el mal; nuestro único pensamiento es disfrutar del pan de vida. Estamos completa y absolutamente ocupados con Cristo como nuestro deleitoso alimento. Cuanto más lo disfrutamos a Él, más vida tenemos. Y cuanto más lo experimentamos como vida, más somos alumbrados por Él. Este aumento en vida nos lleva a tener más comunión fragante con Dios. De esta manera, somos revestidos de Dios en Cristo, el propio oro, de una manera más completa.

  En el atrio obtenemos la justicia de Dios, pero en el Lugar Santo obtenemos la santidad de Dios. La santidad de Dios es Su naturaleza, es Dios mismo. Sólo Dios es santo. Con respecto a Dios no hay nada común ni ordinario. Cuando somos revestidos del oro divino, también somos hechos santos. Ser santos significa ser divinamente “de oro”. En el atrio llegamos a estar bien con Dios y con los hombres. Todo está bien, pues todo lo malo ha sido eliminado en la cruz y ha sido limpiado por el lavacro. Sin embargo, únicamente somos justos, no santos. En cambio, dentro del Lugar Santo, lo crucial no es ser limpiados del pecado y de toda contaminación, sino participar del pan de vida, disfrutar a Cristo primeramente como vida, luego como la luz que brilla en nuestro interior y por último como olor grato delante de Dios. ¿Han tenido ustedes este tipo de experiencias de Cristo? Debo confesarles que yo experimento al Señor de esta manera cada día. Día a día me alimento de Cristo, disfruto algo de Él y siento que algo resplandece dentro de mí y también percibo un grato olor que asciende a Dios. Espontáneamente digo: “¡Oh Padre! ¡Mi querido Dios!”. ¡Cuán dulce es esto! Ésta es la oración en la que quemamos incienso a Dios. Es únicamente de esta manera y es sólo entonces que nuestra oración se convierte en incienso, pues es en ese momento que estamos en la luz y en el Espíritu de resurrección. Cuando disfrutamos a Cristo de esta manera tan viviente, somos revestidos de oro. Nuestra intención es disfrutar a Cristo como alimento, luz y grato olor a Dios, pero la intención de Dios es añadir a nosotros más de Su naturaleza divina, para revestirnos más de oro. Es así como somos hechos aptos para el edificio de Dios.

  El propósito de Dios no se cumple simplemente cuando somos juzgados, purificados y librados de las cosas negativas. Ya vimos los pasos que son necesarios para que se cumpla la plena intención de Dios, los cuales se presentan en forma esquemática en Génesis 1 y 2. Todos estos pasos revelan que la intención y el propósito originales de Dios es hacer del hombre el material apropiado para el edificio de Dios. Los pasos de juzgar y purificar únicamente se ocupan de las cosas negativas, las cuales provinieron de la caída del hombre. Si el hombre nunca hubiese caído, esto no sería necesario. Así que, después que el hombre es purificado, Dios entonces prosigue a cumplir Su plan original.

  Primeramente, en el atrio tenemos que ser juzgados y purificados de las huestes satánicas, de los pecados y de la mundanalidad. Entonces podemos entrar en el Lugar Santo para disfrutar a Cristo. Allí, en lugar de esforzarnos por mejorar nuestro comportamiento externo, nos ocupamos de Cristo cada día. Lo disfrutamos como nuestro alimento, nuestra vida, nuestra luz, nuestro incienso y nuestro todo. Por medio de esto, somos transformados en nuestra naturaleza.

  Es fácil ayudar a los cristianos a comprender que deben abandonar la idolatría y los pecados, pero no es tan fácil ayudarlos a ver cómo la mundanalidad los aleja del propósito de Dios. Es aún más difícil ayudarlos a discernir la diferencia entre corregir su comportamiento externo y disfrutar a Cristo interiormente. Si tan sólo pudiéramos ser llevados del lugar donde somos corregidos externamente al disfrute constante e interno de Cristo, experimentaríamos una gran liberación. Cuando entramos en el Lugar Santo, no nos interesa otra cosa que disfrutar a Cristo internamente.

  Como cristianos que somos, debemos proseguir hasta entrar en el Lugar Santo. No debemos contentarnos simplemente con ser justos en nuestra conducta y comportamiento externos. No debemos contentarnos con el lino fino de justicia que está en el atrio. Debemos proseguir hasta entrar en el Lugar Santo a fin de disfrutar a Cristo mismo como alimento, vida, luz e incienso aromático. Estas experiencias que tenemos en el Lugar Santo son muy superiores a las que tenemos en el atrio.

  La intención de Dios es que nosotros avancemos del atrio, donde experimentamos la obra de la cruz de eliminar lo negativo y el lavamiento efectuado por el Espíritu Santo, y que entremos en el Lugar Santo donde disfrutamos las experiencias positivas de Cristo halladas en la mesa, en el candelero y en el altar del incienso. Dios usa el atrio para recobrarnos al purificarnos de nuestra condición caída. Sin embargo, el hecho de eliminar las cosas negativas es sólo el comienzo. Debemos avanzar positivamente para disfrutar a Cristo en el Lugar Santo, experimentándolo como la vida que continuamente resplandece en nuestro interior, lo cual nos introduce en una dulce comunión con Dios. Mediante estas experiencias que tenemos de Cristo en la esfera de la vida interior, seremos transformados por el bien del edificio de Dios.

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