
Después de ser salvo, espontáneamente amé las almas de los pecadores y surgió en mí el anhelo de que fuesen salvas. Para ello, empecé a predicar el evangelio y a dar testimonio a mis compañeros de clase; no obstante, después de casi un año de labor, nadie había sido salvo. Pensaba que cuanto más hablara y más explicaciones diera, más eficaz sería en conducir las personas a la salvación. Sin embargo, aunque hablaba mucho acerca del Señor, mis palabras carecían de poder para conmover a los oyentes.
En aquel tiempo conocí a una misionera occidental, la señorita Groves (ella trabajaba con Margarita Barber), quien me preguntó cuántas personas había yo conducido al Señor en el primer año después de que fui salvo. Agaché la cabeza esperando evitar más preguntas, y avergonzado contesté con voz trémula que, a pesar de haber predicado el evangelio a mis compañeros, ellos no me escuchaban, y cuando oían, no creían. Yo pensaba que como no me habían hecho caso, tendrían que sufrir las consecuencias. Ella me dijo con franqueza: “No puedes conducir a los hombres al Señor porque hay una barrera entre tú y Dios. Quizá sea algún pecado oculto que no has desechado o tal vez le debas algo a alguien”. Reconocí que ése era el caso; así que ella me preguntó si estaba dispuesto a corregir aquello. Le respondí que sí.
También me preguntó cómo daba yo testimonio. Contesté que escogía las personas al azar y les testificaba sin preocuparme si estaban interesadas o no. Ella me dijo: “Esa no es la manera correcta. Antes de dirigirte a los hombres debes hablar con Dios; debes orar y hacer una lista de tus compañeros de clase; luego debes pedirle a Dios que te indique por cuáles debes orar. Ora por ellos todos los días, mencionándolos por nombre. Entonces cuando Dios lo permita, debes darles testimonio”.
Después de esta conversación, empecé a resolver mis pecados haciendo restitución, pagando deudas, reconciliándome con mis compañeros y confesando mis ofensas a los demás. También anoté en un cuaderno los nombres de aproximadamente setenta compañeros y empecé a orar por ellos diariamente, mencionando sus nombres ante Dios uno por uno. A veces, oraba por ellos en silencio en las clases. Cuando se presentaba la oportunidad, les daba testimonio y trataba de persuadirlos a creer en el Señor Jesús. A veces mis compañeros se burlaban de mí diciendo: “Ahí viene el predicador; escuchemos su sermón”, pero no tenían ninguna intención de escucharme.
Volví a hablar con la señorita Groves y le dije: “He cumplido con exactitud sus instrucciones. ¿Por qué aún no veo resultados?” Ella contestó: “No te desanimes. Sigue orando hasta que algunos sean salvos”. Por la gracia del Señor, seguí orando diariamente, y cuando se presentaba la oportunidad, daba testimonio y predicaba el evangelio. Le doy gracias al Señor porque al cabo de varios meses, con excepción de una, las setenta personas que había anotado en mi cuaderno fueron salvas.
Aunque algunos fueron salvos, yo todavía no estaba satisfecho, porque en el colegio y en la ciudad muchos todavía no habían recibido al Señor. Sentía la necesidad de ser lleno del Espíritu Santo y de recibir poder de lo alto para conducir más personas al Señor. Entonces llamé a la señorita Margarita Barber. Inexperto en asuntos espirituales, le pregunté si era necesario ser lleno del Espíritu Santo para recibir el poder de traer muchas personas al Señor. Ella contestó: “¡Claro que sí!” Le pregunté cómo podía uno ser lleno del Espíritu Santo, y ella respondió: “Debes presentarte a Dios para que El te llene de Sí mismo”. Le dije que ya me había presentado a Dios, pero cuando volvía a examinar el asunto, me daba cuenta de que todavía actuaba en mi viejo yo. Sabía que Dios me había salvado, escogido y llamado. Aunque todavía no había logrado la victoria absoluta, había sido librado de muchos pecados y malos hábitos y había abandonado muchos asuntos que me estorbaban, seguía sintiendo la falta de poder espiritual para hacer frente a la obra espiritual. Entonces ella me contó la siguiente historia:
Hubo un hermano norteamericano de apellido Prigin que vivió en China. Había obtenido una maestría en la universidad y estaba estudiando para obtener un doctorado. Insatisfecho por la condición de su vida espiritual, buscó al Señor en oración y dijo: “Tengo muy poca fe; no puedo vencer algunos pecados y carezco de poder para servir en la obra”. Durante dos semanas, pidió a Dios específicamente que lo llenara del Espíritu Santo para llevar una vida victoriosa llena de poder. Dios le dijo: “¿Quieres eso realmente? Si es así, no te presentes al examen final dentro de dos meses, pues Yo no necesito una persona con un doctorado”. El se encontró en un dilema. Su graduación era prácticamente un hecho; sería una lástima no presentarse al examen final. El hermano Prigin Se arrodilló a orar y le preguntó a Dios por qué no le permitía recibir su título y ser ministro a la vez. Pero he aquí algo misterioso: cuando Dios pide algo, se mantiene firme y no negocia con nadie.
Los siguientes dos meses fueron muy dolorosos. El último sábado de aquel período nuestro hermano experimentó un intenso conflicto interno. ¿Quería el título o ser lleno del Espíritu Santo? ¿Qué era mejor, un doctorado o una vida victoriosa? Otros podían completar sus estudios y también ser usados por Dios. ¿Por qué él no? El estaba luchando y argumentando con Dios y no sabía qué hacer. Deseaba obtener el doctorado y también quería ser lleno del Espíritu Santo. Pero Dios no cedía. Escoger el título de doctor le haría imposible vivir la vida espiritual, pues ésta requería que renunciara al doctorado. Finalmente, con lágrimas en los ojos, dijo: “Me someto. Aunque he estudiado dos años para obtener este doctorado, meta que por treinta años he anhelado alcanzar, no tengo otra alternativa que no tomar el examen y someterme a Dios”. Después de tomar esa decisión, escribió para notificar a la universidad que no se presentaría el examen el lunes siguiente, abandonando así toda esperanza de obtener su doctorado. Estaba tan exhausto aquella noche que no pudo prepararse para dar un mensaje a la congregación el día siguiente; así que, simplemente les contó cómo se había sometido al Señor. Aquel día, la congregación fue avivada. Tres cuartas partes de la audiencia no pudieron contener las lágrimas. El propio hermano Prigin cobró fuerzas y pudo declarar: “De haber sabido que éste sería el resultado, habría cedido antes”. Su labor subsecuente fue grandemente bendecida por el Señor, y él llegó a tener un profundo conocimiento de Dios.
Cuando visité Inglaterra, tenía la intención de ir a los Estados Unidos para conocer al hermano Prigin, pero el Señor se lo llevó antes de que yo tuviera oportunidad de verlo. Cuando oí este testimonio, le dije al Señor: “Estoy dispuesto a abandonar todo lo que se interponga entre Tú y yo para ser lleno del Espíritu Santo”. Entre 1920 y 1922, confesé mis ofensas a unas doscientas o trescientas personas. Después de un escrutinio más detenido de los eventos ocurridos en mi pasado personal, sentía que todavía había una barrera entre Dios y yo; de lo contrario, tendría vitalidad espiritual. Pero a pesar de experimentar más quebrantos, todavía no tenía fuerzas.
Un día, mientras buscaba un tema en la Biblia para dar un mensaje, la abrí al azar y apareció ante mis ojos Salmos 73:25: “¿A quién tengo yo en los cielos sino a ti? Y fuera de ti nada deseo en la tierra”. Después de leer estas palabras, me dije: “El autor de este salmo puede afirmar eso, pero yo no”. Descubrí entonces que había algo que se interponía entre Dios y yo.
Aprovecho que mi esposa no está presente para relatarles esta historia. Yo estaba enamorado de ella como diez años antes de que nos casáramos, aunque ella todavía no era salva. Cuando le hablaba del Señor Jesús y trataba de persuadirla, ella se reía de mí. Reconozco que la amaba, pero me dolía que se burlara del Señor, en quien yo creía. Me preguntaba quién ocupaba el primer lugar en mi corazón, si ella o el Señor. Recordemos que una vez que los jóvenes se enamoran, es muy difícil que renuncien al objeto de su amor. Le dije al Señor que renunciaba a ella, pero en lo profundo de mi corazón no estaba dispuesto a hacerlo. Después de leer el salmo 73 de nuevo, le dije a Dios: “No puedo afirmar que fuera de Ti nada tengo en la tierra, porque hay alguien a quien amo”. En aquel instante, el Espíritu Santo me mostró claramente que había una barrera entre Dios y yo.
Aquel mismo día prediqué un mensaje, pero no sabía lo que decía. En realidad, estaba hablando con Dios, pidiéndole que fuera paciente y me diera fuerzas para poder renunciar a ella. Le pedí a Dios que pospusiera Su exigencia con respecto a este asunto. Pero Dios nunca argumenta con el hombre. Pensé en irme a la desolada región del Tíbet a evangelizar allí, y le sugerí muchas otras empresas a Dios, esperando que El se conmoviera y no me pidiera que renunciara a quien yo amaba. Pero cuando Dios pone el dedo sobre algo, no lo quita. No importó cuánto oré; no pude seguir adelante. No tenía ningún entusiasmo por mis estudios y, al mismo tiempo, carecía del poder del Espíritu Santo, que con tanta diligencia buscaba. Estaba desesperado. Oraba continuamente, esperando que mis súplicas hicieran que Dios cambiara de parecer. Doy gracias al Señor porque en todo esto El quería que yo aprendiera a negarme a mí mismo, a poner a un lado el amor humano y a amarlo exclusivamente a El. De lo contrario, habría sido un cristiano inútil en Sus manos. El cortó mi vida natural con un cuchillo afilado, para que yo aprendiera una lección que nunca antes se me había enseñado.
En cierta ocasión, prediqué un mensaje y regresé a mi cuarto con un terrible peso en el corazón; le dije al Señor que regresaría al colegio el lunes siguiente y procuraría ser lleno del Espíritu Santo y del amor de Cristo. Durante las dos semanas siguientes, encontré que aún así no podía proclamar con certidumbre las palabras de Salmos 73:25. Pero alabo al Señor porque poco tiempo después fui lleno de Su amor y estuve dispuesto a renunciar a la que amaba y declaré con denuedo: “¡La dejaré! ¡Ella nunca será para mí!” Después de esta declaración finalmente pude proclamar las palabras de Salmos 73:25. Ese día yo estaba en el tercer cielo. El mundo me parecía más pequeño, y era como si estuviese montado en las nubes, cabalgando sobre ellas. La noche en que fui salvo fue eliminada la carga de mis pecados, pero en aquel día, el 13 de febrero de 1922, cuando renuncié a la persona a quien yo amaba, mi corazón fue vaciado de todo lo que antes me había ocupado.
[En esa época, el hermano Nee escribió el siguiente himno:
¡Cuán amplio, inmenso e ilimitado El amor de Cristo por mi! ¿En qué otra parte podía este vil pecador Recibir bendiciones con tanta gracia?
Para volverme a El, Mi Señor dio todo lo Suyo; Para que contento llevara la cruz Y lo siguiera hasta el fin.
Ahora he renunciado a todo, Para ganar a este Cristo bendito; Ahora la vida o la muerte no me preocupan. ¿Qué más me puede restringir?
Mis seres queridos, el bienestar, la ambición, la fama: ¿Qué me pueden ofrecer? Mi Señor lleno de gracia se hizo pobre por mí; Por El me haría pobre yo.
Ahora amo a mi precioso Salvador, Sólo a El deseo complacer. Ante El toda ganancia se convierte en pérdida, Y las comodidades ya no sirven.
¡Tu eres mi consuelo, Señor lleno de gracia! No tengo otro como Tú en los cielos. ¿Y con quién más que Tú Quisiera estar en la tierra?
Aunque lleguen la soledad y las pruebas, Mis quejas elevaría. Esto solamente te pediría, Señor: ¡Rodéame de Tu amor!
Oh Señor lleno de gracia, ahora Te suplico, Guíame en cada etapa; Apóyame y fortaléceme para atravesar Esta era tenebrosa y maligna.
El mundo, la carne, y Satanás también, Tientan tanto a mi alma; Sin Tu amor y poder que fortalecen Puedo perder Tu nombre.
El tiempo, querido Señor, se acorta; Libera mi alma de lo terrenal. Cuando vengas, cantaré con alegría, ¡Aleluya a Ti!]
A la semana siguiente comenzaron las personas a ser salvas. El hermano Weigh, quien era mi compañero de clase, puede testificar que hasta ese momento yo había sido muy exigente en mi forma de vestir. Solía llevar una túnica de seda con puntos rojos; pero aquel día me deshice de mi ropa fina y mis zapatos elegantes. Fabriqué engrudo en la cocina, y recogiendo un montón de carteles con mensajes evangélicos, salí a la calle a pegarlos en las paredes y a repartir folletos cristianos. En aquellos días en Fuchow, provincia de Fukien, esto era un acto muy radical.
Comencé a extender el evangelio a partir de mi segundo semestre en la universidad en 1922, y muchos de mis compañeros de clase fueron salvos. Oraba diariamente por aquellos que había anotado en mi cuaderno. A partir de 1923 comenzamos a alquilar o a pedir prestados salones con el fin de extender la obra evangelizadora. Centenares de personas fueron salvas en aquel tiempo. De la lista que tenía en mi cuaderno, sólo uno no fue salvo. Esto es evidencia de que Dios escucha tales oraciones. El desea que oremos primero por los pecadores que deseamos que sean salvos. En esos pocos años hubo muchas oportunidades en las que comprobamos este hecho.