Mensaje 14
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Lectura bíblica: 1 Jn. 2:1-2
En este mensaje continuaremos examinando 1 Juan 2:1-2.
En el versículo 1 Juan dice: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno peca, tenemos ante el Padre un Abogado, a Jesucristo el Justo”. Hemos visto que aquí Juan les dice a sus hijitos, a todos los destinatarios de esta epístola, que su intención al escribirles era que ellos no pecaran; pero que si alguno pecaba, tenían un Abogado, un ayudador o consejero, ante el Padre, a Jesucristo el Justo.
En el versículo 2 Juan dice además que Cristo es “la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo”. Como ya señalamos, el Señor Jesucristo se ofreció a Sí mismo a Dios en sacrificio por nuestros pecados, no sólo para efectuar nuestra redención, sino también para satisfacer a Dios. Su muerte vicaria satisfizo a Dios y lo apaciguó. Por lo tanto, Él es la propiciación entre Dios y nosotros. El Señor Jesús es la propiciación no sólo por nuestros pecados, sino también por los pecados de todo el mundo. Sin embargo, esta propiciación está supeditada a que nosotros la recibamos creyendo en el Señor.
Lo que Juan escribe en esta epístola es muy tierno y delicado. Hace años, cuando leí por primera vez el capítulo 1, me sentí muy contento. No obstante, no entendía por qué Juan había añadido los versículos 1 y 2 del capítulo 2. Me parecía que el problema del pecado había quedado completamente resuelto en el capítulo 1 y que no eran necesarios estos versículos del capítulo 2. Fue más tarde que vine a valorar la importancia de estos versículos.
Según el capítulo 1 de esta epístola, hemos recibido la vida divina y ahora la disfrutamos mediante la comunión de dicha vida. En esta comunión recibimos la luz divina, y en esta luz practicamos la verdad. Sin embargo, aún necesitamos la advertencia en cuanto al pecado que mora en nuestra carne. Debemos tener cuidado y estar alertas con relación al pecado que mora en nosotros.
Cada vez que pecamos, debemos confesar nuestro pecado a Dios. Si confesamos nuestros pecados, Dios es fiel a Su palabra para perdonar nuestros pecados, y Él es justo con relación a Su redención para limpiarnos de toda injusticia. Esto es maravilloso. Con todo, como lo indica 2:1-2, aún necesitamos a una persona, un Abogado ante el Padre, que se ocupe de nuestro caso. Ya que no somos capaces de manejar el caso por nosotros mismos, necesitamos un defensor celestial.
Así, pues, en el capítulo 1, Juan habla de la sangre de Jesús, y en el capítulo 2, de nuestro Abogado. Dios no sólo nos ha provisto la sangre de Jesucristo, la cual fue vertida por nosotros para que fuésemos perdonados y limpiados, sino que también preparó a Cristo para que fuese nuestro Abogado. Primeramente, el Señor Jesús derramó Su sangre y de este modo pagó el precio por nuestra redención. Luego, después de derramar Su sangre, se convirtió en nuestro Abogado, en nuestro defensor celestial, el cual se ocupa de nuestro caso. ¡Cuán maravilloso es que nuestro Abogado hubiese pagado nuestra deuda y se hubiese hecho cargo de nuestro caso!
El hecho de que Cristo sea nuestro Abogado ante el Padre, y no simplemente ante Dios, indica que nuestro caso, del cual se encarga el Señor por nosotros, es un asunto familiar, un caso entre nosotros los hijos del Padre y el Padre. De hecho, nuestro Abogado es nuestro Hermano mayor, el Hijo del Padre.
En la familia divina abunda el amor, pero también abunda la justicia. Por lo tanto, en ella hay normas y también se encuentra la disciplina del Padre. Nunca debemos pensar que en la casa del Padre podemos actuar de forma indisciplinada. Nuestro Padre es ordenado, y en Su casa debe haber mucho más orden que en un tribunal humano. Sin embargo, pese a que nosotros somos hijos que viven en la casa del Padre, muchas veces nos portamos mal. Cometemos errores, rompemos las reglas familiares y ofendemos al Padre. Es por ello que necesitamos que el Señor, nuestro Hermano mayor, sea nuestro Abogado ante el Padre.
El Señor Jesús, quien derramó Su sangre por nosotros, es el Justo. Él no solamente es una persona recta con respecto al Padre, sino también con respecto a nosotros. El Señor es nuestro Paráclito (la transliteración de la palabra griega parákletos, traducida “Abogado”). Él viene a nuestro lado a ayudarnos, nos sirve, cuida de nosotros y nos provee de todo lo que necesitamos. Puesto que necesitábamos la sangre limpiadora, Él nos proveyó Su propia sangre, con la cual nos redimió y nos limpió. Asimismo, puesto que necesitábamos a alguien que se ocupara de nuestro caso, Él es ahora nuestro Abogado, nuestro parákletos.
Nosotros, que hemos creído en Cristo, nacimos de Dios y llegamos a ser hijos Suyos. Dios es ahora nuestro Padre, y nosotros somos Sus hijos. Puesto que nacimos de Dios, ahora poseemos Su vida. La vida de Dios es divina, eterna e indestructible. Esta vida es el factor básico de la herencia espiritual que tenemos en la salvación de Dios.
Usemos como ejemplo nuestra vida humana. Como seres humanos, poseemos como herencia básica nuestra vida natural, nuestra vida humana, la cual recibimos por nacimiento. Todo cuanto heredamos depende de nuestra vida humana. Cuando una persona muere, perdiendo así su vida humana, ello representa el fin de todo. En ese momento deja de poseer una herencia. Bajo el mismo principio, la vida divina que recibimos mediante la regeneración es nuestra herencia básica en la salvación de Dios. Por consiguiente, la vida es muy crucial. La vida divina es el elemento básico de nuestra herencia espiritual.
Damos gracias al Señor porque tenemos la vida divina y porque esta vida se mueve, opera y actúa en nosotros. El mover de la vida divina en nosotros redunda en la comunión. Por lo tanto, la comunión es resultado de la maravillosa vida divina que recibimos. En esta comunión disfrutamos a Dios, disfrutamos a los apóstoles, disfrutamos a los creyentes y disfrutamos a la iglesia e incluso a las iglesias. Todo este disfrute depende de la comunión de la vida divina, y esta comunión es producto de la vida divina.
Aunque ya recibimos la vida divina y ahora, en la comunión de la vida divina, disfrutamos a Dios, a los apóstoles, a los creyentes y de la vida de iglesia, aún debemos estar alertas con relación al pecado. El pecado no es algo que simplemente se halla en la superficie y que puede ser lavado fácilmente. Al contrario, el pecado reside en nuestra carne. Según las palabras de Pablo en el libro de Romanos, el pecado puede engañarnos, derrotarnos y matarnos. En particular, el pecado que mora en nosotros perjudica nuestra comunión.
Si nuestra comunión es perjudicada por el pecado, perdemos el disfrute que tenemos de Dios. También perdemos el disfrute que tenemos de los apóstoles, de los creyentes y de la vida de iglesia. En otras palabras, una vez que perdemos la comunión, perdemos el disfrute de toda nuestra herencia espiritual. Como resultado, en términos prácticos, venimos a ser como los incrédulos. Los incrédulos no tienen a Dios, y están ajenos al disfrute de los apóstoles, de los creyentes y de la vida de iglesia.
Cuando disfrutamos de la comunión de la vida divina, disfrutamos a Dios, a los apóstoles, a los creyentes y disfrutamos de las iglesias. ¡Qué disfrute tan maravilloso es éste! Pero tan pronto como el pecado opera en nosotros y nosotros pecamos, nuestra comunión se interrumpe. Y cada vez que nuestra comunión se interrumpe, perdemos el disfrute de Dios, de los apóstoles, de los creyentes y de la vida de iglesia. Es muy crucial que veamos esto y tengamos la debida comprensión de ello.
Aunque ya fuimos regenerados y recibimos la vida divina, lo cual nos hizo hijos del Padre, tenemos que reconocer dos cosas: primero, que todavía mora el pecado en nuestra carne; y, segundo, que aún es posible que pequemos. Cada vez que estemos en comunión bajo la luz divina y sintamos que no estamos bien en ciertos aspectos o con ciertas personas, de inmediato debemos confesar nuestros pecados a nuestro Padre justo. Nuestro Padre está siempre dispuesto a perdonarnos. Al igual que un padre humano, quien, aunque ofendido por el mal comportamiento de su hijo, está dispuesto a perdonarlo tan pronto como éste se arrepiente, así también nuestro Padre divino está dispuesto a perdonarnos. Una vez que confesemos nuestros pecados, nuestro Padre será el Dios fiel y justo para nosotros. Él está deseoso de perdonarnos nuestros pecados y limpiarnos de las manchas de nuestras ofensas.
En 1:7 Juan dice que “la sangre de Jesús Su Hijo nos limpia de todo pecado”. Aquí se nos menciona la sangre como una provisión que ha sido preparada para nosotros. Según el tiempo del verbo griego empleado en este versículo, el lavamiento de la sangre permanece vigente y se lleva a cabo continuamente. La sangre de Jesús el Hijo de Dios nos limpia todo el tiempo, continua y constantemente. La provisión de la sangre está siempre disponible, y el lavamiento de la sangre se efectúa continuamente. La sangre siempre está lista para que disfrutemos de su provisión.
En 2:1 Juan dice: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis”. Esto indica que la intención de Juan era que los creyentes no pecaran. Ésta también debe ser nuestra intención. Debemos orar: “Oh Señor, guárdame de pecar. Señor, mantenme en Tu presencia y en Tu comunión. Señor, líbrame continuamente del pecado”. Con todo, sin importar cuán alertas estemos con respecto al pecado, siempre existe la posibilidad de que pequemos. Siempre que cometamos algún pecado, debemos confesarlo a Dios. La provisión de la sangre estará lista para limpiarnos, y el Padre estará dispuesto a perdonarnos nuestros pecados y a limpiarnos de todas las manchas producidas por nuestras ofensas.
Después de abarcar estos asuntos en el capítulo 1, Juan prosigue a mostrarnos en el capítulo 2 que la provisión divina no sólo comprende la sangre de Jesús y la fidelidad de Dios, sino también la persona viva de Cristo, nuestro Abogado. Como Aquel que derramó Su sangre por nosotros, esta persona es ahora nuestro Abogado celestial que se encarga de nuestro caso. Él está calificado para serlo porque es Aquel que es justo, Aquel que es recto ante el Padre.
En 2:2 Juan dice que Aquel que es nuestro Abogado ante el Padre es también la propiciación por nuestros pecados. Cada vez que los hijos de Dios ofenden al Padre, la comunión entre ellos se interrumpe. Además, deja de haber paz entre ellos; y en lugar de paz hay desasosiego. Los hijos de Dios, al percatarse de esta situación, deben hacer una confesión ante el Padre, quien estará listo para perdonarlos y limpiarlos. La sangre limpiadora ya fue provista, y el Padre mismo es fiel para perdonarnos y justo para limpiarnos. Pero, ¿cómo puede ser restaurada la paz entre el Padre y Sus hijos? Tal vez pensemos que mientras haya perdón y limpieza, automáticamente habrá paz. No obstante, aún necesitamos que nuestro Abogado sea nuestra propiciación entre el Padre y nosotros, de modo que el Padre sea apaciguado y la paz sea restaurada.
Usemos una vez más el ejemplo de nuestra vida familiar. A menudo es la madre la que apacigua al padre a favor de los hijos. Supongamos que en cierta familia los hijos ofenden al padre, y se pierde la paz y hay desasosiego. Luego, los hijos se arrepienten y confiesan sus faltas al padre, y el padre los perdona. Con todo, la atmósfera que se percibe entre los hijos y el padre no es del todo agradable. En ese momento, una madre sabia hablaría tanto con los hijos como con el padre. Por una parte, podría decirles a sus hijos: “Hijos, ya todo está bien. Su padre ya los perdonó”; por otra, podría decirle a su esposo: “¿No es maravilloso que nuestros hijos se hayan arrepentido y te hayan confesado sus faltas?”. Como resultado, se restauraría la paz entre el padre y los hijos, al ser la madre la propiciación, la pacificadora.
En el capítulo 1 de 1 Juan vemos que ya tenemos la sangre que nos limpia, y la fidelidad y la justicia del Padre, por las cuales Él nos perdona y nos limpia. Sin embargo, aunque nuestro problema es resuelto por medio de nuestra confesión, la limpieza de la sangre, y el perdón y la limpieza del Padre, nosotros necesitamos al Cristo que es nuestro Abogado ante el Padre y nuestra propiciación. Él es quien hace la paz, Aquel que apacigua al Padre por nosotros. Como el Pacificador, Él hace que todos los partícipes, el Padre y los hijos, estén contentos y en paz. Entonces, de inmediato volvemos a gozar de la comunión. Éste es el cuadro que vemos en estos versículos de primera epístola escrita por Juan.
Todas las provisiones divinas deben dejar en nosotros una profunda impresión; ellas son: el lavamiento de la sangre, la fidelidad de Dios, la justicia de Dios, el Abogado y la propiciación. Con respecto a Dios, tenemos las provisiones de Su fidelidad y de Su justicia; y con relación a Cristo, tenemos las provisiones de Su sangre y de Su misma persona como nuestro Abogado y nuestra propiciación. Día tras día, nosotros los que tenemos la vida divina y el disfrute de esta vida en la comunión, debemos estar alertas en cuanto al pecado. Con todo, si pecamos, debemos de inmediato hacer confesión de ello. De este modo, experimentaremos la eficacia de todas estas provisiones, es decir, experimentaremos el lavamiento de la sangre del Señor, la fidelidad y la justicia del Padre, por las cuales somos perdonados y limpiados, y Cristo mismo será nuestro Abogado y nuestra propiciación para que el Padre sea apaciguado y sea restaurada la paz entre nosotros y Él. Por medio del Cristo que es nuestro Abogado y nuestra propiciación, nosotros podremos nuevamente estar en paz con el Padre y disfrutar de comunión con Él.