Mensaje 15
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Lectura bíblica: 1 Jn. 2:3-6
Antes de empezar a examinar 1 Juan 2:3-6, quisiera decir algo más con respecto al tema de la propiciación. Juan dice en 2:2: “Y Él mismo es la propiciación por nuestros pecados; y no solamente por los nuestros, sino también por los de todo el mundo”. Según el significado bíblico, la propiciación conduce al disfrute, ya que hace posible que haya comunión entre Dios y nosotros. Según lo que Pablo dice en Romanos 3:25, Dios presentó a Cristo como propiciatorio por medio de la fe en Su sangre. Esto indica que Cristo no sólo es Aquel que efectúa la propiciación, sino también el lugar donde ésta se efectúa. Como el lugar de la propiciación, Cristo es el lugar donde Dios y Su pueblo redimido pueden conversar, tener comunión y disfrutarse los unos a los otros.
Juan, en su primera epístola, señala que la provisión de Dios no sólo comprende la sangre de Jesús y la justicia y fidelidad de Dios, sino que además incluye al Abogado, quien defiende nuestro caso ante el Padre y quien es nuestra propiciación, nuestro pacificador. El propio Cristo es de hecho la paz entre Dios y nosotros. Esta paz es la base sobre la cual nosotros y Dios podemos conversar, tener comunión y disfrutarnos los unos a los otros.
En la primera sección que trata sobre correspondientes a la comunión divina (1:5-10), el problema que afecta nuestra comunión es el pecado. Por tanto, si pecamos, debemos confesarlo. Si confesamos nuestros pecados, la sangre de Jesús nos limpiará de nuestros pecados, y entonces el Padre, en Su fidelidad y justicia, nos perdonará nuestros pecados y nos limpiará de toda injusticia. Más aún, nuestro Señor Jesucristo será nuestro Abogado, quien defenderá nuestro caso ante el Padre. Finalmente, esta preciosa persona vendrá a ser nuestra propiciación, proveyendo así una base, un fundamento, sobre el cual podemos disfrutar a Dios y tener comunión con Él y Él con nosotros.
Usemos un ejemplo de la vida familiar para que veamos cómo Cristo, nuestra propiciación, restaura una placentera comunión entre nosotros y el Padre. Supongamos que los hijos de una familia ofenderían a su padre desobedeciéndole. Como resultado, la comunión que ellos han disfrutado con su padre se interrumpe. Sin embargo, supongamos que los hijos después se arrepienten y confiesan su falta a su padre, y él los perdona; con todo, la atmósfera todavía no es completamente agradable. En ese momento es posible que la madre intervenga como pacificadora, como alguien que ayude a todos los involucrados a tener paz y a estar contentos. Puede ser que incluso prepare una comida para la familia, a fin de que todos pasen un tiempo agradable. Esto nos muestra lo que Cristo, nuestra propiciación, hace por nosotros. Después que nosotros confesamos nuestros pecados y somos limpiados por la sangre y perdonados por el Padre, el Señor se ocupa de nuestro caso ante el Padre y finalmente se convierte en el disfrute que apacigua al Padre. Éste es Cristo como nuestra propiciación.
Al considerar este asunto, debemos comprender que esto no es una mera doctrina, sino algo que podemos experimentar. Por experiencia sabemos que cuando confesamos nuestros pecados, sentimos que la sangre nos limpia y el Padre nos perdona. Asimismo, tenemos de inmediato una sensación de disfrute. Ese disfrute es Cristo como nuestra propiciación. Es por medio de este disfrute, por medio de Cristo, nuestra propiciación, que podemos conversar con Dios y Él puede conversar con nosotros, y que juntos podemos disfrutar a Cristo y tener comunión en torno a Cristo. Por lo tanto, Cristo es el disfrute que hace propiciación ante Dios por nosotros. Finalmente, Él se convierte en la base misma de nuestra comunión con el Padre. Es de esta manera que nuestra comunión, la cual había sido interrumpida por el pecado, puede ser restaurada. ¡Alabado sea el Señor porque gracias a estas cinco provisiones —la sangre, la fidelidad y justicia de Dios, el Abogado y la propiciación—, somos restaurados de tal modo que podemos tener una comunión plena con Dios!
Los versículos 1 y 2 del capítulo 2 concluyen lo dicho en 1:5-10 con respecto a nuestra confesión y al perdón de nuestros pecados por parte de Dios, pecados que interrumpen nuestra comunión con Dios. Ésta es la primera condición, el primer requisito, que debemos cumplir para disfrutar de la comunión de la vida divina. Los versículos del 3 al 11 del capítulo 2 tratan de la segunda condición, del segundo requisito, que debemos cumplir para mantenernos en comunión con Dios; este requisito consiste en guardar la palabra del Señor y amar a los hermanos.
En el versículo 3 Juan dice: “Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos Sus mandamientos”. Es muy significativo que este versículo comience con la conjunción y. Esta conjunción al comienzo de la oración indica que Juan está por hablar sobre otro requisito necesario para mantener activa nuestra comunión.
Como hemos visto, el primer requisito para mantenernos en la comunión divina es tomar las medidas necesarias con relación al pecado. Si no tomamos las medidas necesarias, el pecado perjudicará nuestra comunión. Por lo tanto, a fin de mantener activa nuestra comunión con el Padre, debemos confesar nuestros pecados. Esto no sólo es válido doctrinalmente, sino también en términos de nuestra experiencia espiritual. Por experiencia sabemos que para mantener nuestro disfrute de la vida divina en la comunión, lo primero que tenemos que hacer es afrontar el problema del pecado. De ahí que, resolver el problema del pecado es la primera condición, el primer requisito, para mantenernos en la comunión de la vida divina. Ahora, puesto que Juan está por hablar sobre el segundo requisito, él empieza el versículo 3 con la conjunción y. Esta palabra alude a otra condición, a otro requisito, que tenemos que cumplir para mantenernos en la comunión divina.
En el versículo 3 Juan dice: “En esto sabemos que nosotros le conocemos”. La palabra griega traducida “conocemos” también podría traducirse “percibimos”. Aquí el significado es percibir, no en doctrina, sino en términos de nuestra experiencia, al guardar los mandamientos del Señor.
Una traducción más literal de las palabras griegas traducidas “le conocemos” sería “le hemos llegado a conocer”. Esto denota que hemos empezado a conocerle y que todavía seguimos conociéndole hasta el presente. Esto se refiere al conocimiento que tenemos de Dios por experiencia en nuestro diario andar, un conocimiento que está relacionado con nuestra comunión íntima con Él.
Hemos empezado a conocer al Señor y todavía seguimos conociéndole. Esta acción continua de conocer al Señor se lleva a cabo por experiencia. Si conocemos al Señor de este modo, o sea, por experiencia, ciertamente guardaremos Sus mandamientos.
En el versículo 4 Juan añade: “El que dice: Yo le conozco, y no guarda Sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él”. En este versículo la palabra verdad denota la realidad de Dios revelada, tal como nos es transmitida en la palabra divina, la cual revela que guardar los mandamientos del Señor debe ser el resultado de conocerle. Si decimos que conocemos al Señor, pero no guardamos Sus mandamientos, la verdad (la realidad) no está en nosotros, y nos hacemos mentirosos.
Recuerdo que de joven me sentía incómodo cuando leía la palabra mandamientos en estos versículos. Pensaba que este término siempre se refería a los Diez Mandamientos de la ley mosaica, y me preguntaba por qué Juan mencionaba aquí esta ley y nos decía que teníamos que guardar los Diez Mandamientos. En realidad, los mandamientos mencionados en este versículo son los mandamientos del Nuevo Testamento, no los mandamientos de la ley mosaica. Estos mandamientos neotestamentarios son los mandamientos que dio el Señor Jesús directamente o que dio por medio de los apóstoles. En el Evangelio de Juan el Señor nos dio el expreso mandamiento de amarnos unos a otros: “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como Yo os he amado, que también os améis unos a otros” (13:34). Este mandamiento de amarnos unos a otros fue dado por el propio Señor Jesús. Por lo tanto, no es un mandamiento del Antiguo Testamento, sino un mandamiento del Nuevo Testamento. Hay otros mandamientos del Nuevo Testamento que fueron dados por el Señor Jesús de manera indirecta, por medio de Sus apóstoles.
Si decimos que conocemos al Señor por experiencia, según el Nuevo Testamento, entonces debemos guardar los mandamientos del Nuevo Testamento. Pero si no guardamos estos mandamientos, esto será una señal de que en realidad no le conocemos, aunque digamos lo contrario. Según lo dicho por Juan en el versículo 4, si decimos que le conocemos, pero no guardamos Sus mandamientos, somos mentirosos, y la verdad no está en nosotros.
En el versículo 5 Juan agrega: “Pero el que guarda Su palabra, en éste verdaderamente el amor de Dios se ha perfeccionado; en esto sabemos que estamos en Él”. Aquí palabra es sinónimo del término mandamientos que aparece en los versículos 3 y 4, ya que abarca todos los mandamientos. Mandamientos recalca el requerimiento judicial, mientras que palabra alude al espíritu y la vida como suministro para nosotros (Jn. 6:63).
La palabra del versículo 5 alude a la totalidad, a la suma, de todos los mandamientos. Sin importar cuántos mandamientos haya, todos ellos en conjunto son la palabra del Señor. De ahí que en el versículo 5 Juan habla de guardar la palabra del Señor. Con esto él se refiere a guardar las propias palabras que el Señor habló directamente o por medio de los apóstoles.
En el versículo 5 Juan nos dice que en el que guarda la palabra del Señor se ha perfeccionado el amor de Dios. En este versículo, la palabra griega traducida “amor” es agápe. Esta palabra denota un amor más elevado y más noble que la palabra filéo (véanse las notas 1 y 2 de 2 Pedro 1:7). Cuando en esta epístola se habla de amor, solamente se usa esta palabra griega y sus formas verbales. Aquí la expresión el amor de Dios denota nuestro amor para con Dios, el cual es generado por Su amor dentro de nosotros. El amor de Dios, la palabra del Señor y Dios mismo están relacionados entre sí. Si guardamos la palabra del Señor, el amor de Dios ha sido perfeccionado en nosotros. Esto depende exclusivamente de la vida divina, la cual es Dios mismo. El amor de Dios es Su esencia interna, y la palabra del Señor nos abastece de esta esencia divina con la cual amamos a los hermanos. Por lo tanto, cuando guardamos la palabra divina, el amor divino es perfeccionado mediante la vida divina, por la cual vivimos.
La palabra perfeccionado es de suma importancia. La palabra griega traducida “perfeccionado” es teleióo, y significa completar, llevar a cabo, terminar. En Dios mismo, Su amor es perfecto y completo en sí. Sin embargo, en nosotros, Su amor necesita ser perfeccionado y completado en su manifestación. El amor de Dios nos fue manifestado cuando Dios envió a Su Hijo para que fuera un sacrificio propiciatorio y vida para nosotros (4:9-10). Sin embargo, si no nos amamos unos a otros con este amor que nos fue manifestado, es decir, si no lo expresamos amándonos unos a otros con el amor con el cual Dios nos amó, dicho amor no es manifestado de manera perfecta y completa. Este amor es perfeccionado y completado en su manifestación cuando lo expresamos en nuestro vivir al amarnos habitualmente unos a otros. Cuando llevamos una vida en la que nos amamos unos a otros con el amor de Dios, hacemos que ese amor se manifieste en nosotros de manera perfecta y completa. Así que, al vivir nosotros en el amor de Dios, los demás pueden contemplar a Dios manifestado en la esencia de Su amor.
Juan concluye el versículo 5 diciendo: “En esto sabemos que estamos en Él”. El pronombre Él se refiere al Señor Jesucristo. La frase en Él es una expresión enfática que indica que somos uno con el Señor. Puesto que somos uno con el Señor, quien es Dios, Su esencia de amor llega a ser nuestra. Tal esencia nos es suministrada por la palabra de vida del Señor para que andemos en amor y podamos así disfrutar de la comunión de la vida divina y permanecer en la luz (v. 10).
Al leer el versículo 5, tal vez nos preguntemos si allí el amor de Dios se refiere al amor con el cual Dios nos ama o al amor con el cual nosotros le amamos. La Versión China habla de nuestro amor hacia Dios, es decir, del amor con el cual nosotros amamos a Dios. Pero la expresión en inglés [y también en español] pareciera indicar que Juan está hablando del amor con que Dios nos ama.
Si examinamos el texto griego y tenemos en cuenta el contexto, comprenderemos que esta expresión del versículo 5 denota nuestro amor para con Dios. Sin embargo, este amor es generado por el amor de Dios, del cual disfrutamos. Primero, nosotros disfrutamos del amor de Dios y, por ende, el amor de Dios es nuestro disfrute. Luego, el amor de Dios, del cual disfrutamos, produce en nosotros un amor con el cual nosotros amamos a Dios. Con esto vemos que el amor de Dios llega a ser nuestro disfrute y produce en nosotros amor hacia Dios. Por un lado, éste es el amor con el cual nosotros amamos a Dios; por otro, este amor es producido por el amor de Dios, del cual nosotros disfrutamos.
En realidad es bastante difícil saber a cuál amor se refiere Juan en el versículo 5. Hemos visto que este amor es el amor de Dios que nosotros disfrutamos, y también que es el amor que se produce en nosotros y con el cual nosotros amamos a Dios. El amor viene de Dios hacia nosotros y llega a ser nuestra experiencia y disfrute. El resultado es que este amor produce en nosotros amor hacia Dios. Por lo tanto, este amor proviene de Dios, pasa a través de nosotros y regresa a Dios. ¡Qué amor tan maravilloso es éste y cuán relacionado está con nuestra experiencia!
El amor mencionado en el versículo 5 es tanto el amor de Dios para con nosotros como nuestro amor hacia Él. Es el amor de Dios que se convierte en nuestro amor a medida que nosotros disfrutamos del amor divino. Cuando el amor de Dios llega a ser nuestro amor, sentimos dentro de nosotros amor para con Dios; luego, cuando nosotros experimentamos el amor de Dios, el amor que proviene de Él ahora regresa a Él.
Hemos señalado que en el versículo 5 Juan dice que el amor de Dios se perfecciona en aquel que guarda Su palabra. El amor de Dios en sí mismo es absolutamente perfecto, y no necesita ser perfeccionado, pues ya es perfecto y está completo. Sin embargo, el amor de Dios se convierte en el amor con el cual nosotros le amamos a Él, y este amor sí necesita ser perfeccionado. Nosotros amamos a Dios con el amor que se genera en nosotros a medida que experimentamos el amor divino. Aunque tengamos este amor, y amemos a Dios con ese amor, con todo, nuestro amor sigue siendo muy limitado y muy lejos de ser perfecto. Por lo tanto, el amor con el cual amamos a Dios necesita ser perfeccionado. A medida que crezcamos en la vida divina, nuestro amor por Dios también crecerá.
El amor que sentimos por Dios, de hecho, no es nuestro. Sigue siendo el amor de Dios; pero es el amor de Dios el que llega a ser nuestra experiencia y que produce en nosotros amor por Dios. A medida que experimentamos y disfrutamos el amor divino, nosotros amamos a Dios. Ahora este amor debe ser perfeccionado.
Creo firmemente que todos los que estamos en el recobro del Señor podemos afirmar que amamos a Dios. Pero debemos preguntarnos a qué grado o en qué medida le amamos. Tal vez algunos de nosotros amemos al Señor a un grado bastante elevado, pero este amor todavía no es perfecto. Quisiera recalcar el hecho de que el amor de Dios en sí mismo es perfecto; pero el amor que se produce en nosotros a medida que experimentamos y disfrutamos el amor de Dios, necesita crecer, aumentar y ser perfeccionado.
Al estudiar 2:5, puede ser que surjan en nosotros dos preguntas acerca del amor mencionado en este versículo: la primera es si este amor es el amor de Dios o nuestro amor; y la segunda es por qué el amor de Dios necesita ser perfeccionado. Yo creo que a estas alturas ya habremos recibido una respuesta apropiada a ambas preguntas.
En este versículo, el amor de Dios no se menciona en un sentido objetivo; al contrario, Juan nos habla del amor de Dios en un sentido subjetivo. Aquí Juan se refiere al hecho de que el amor de Dios llegue a ser nuestro disfrute a fin de producir en nosotros amor por Dios. Así que, ahora sabemos que aquí el amor de Dios se refiere al amor divino que nosotros experimentamos, el cual llega a ser el amor con que nosotros amamos a Dios.
También hemos visto que este amor necesita ser perfeccionado. El amor de Dios, visto en un sentido objetivo, no necesita ser perfeccionado. Pero con respecto a nuestra experiencia, en un sentido subjetivo, el amor de Dios sí necesita ser perfeccionado en nosotros. El amor con el cual amamos a Dios, es decir, el amor que se produce a medida que nosotros disfrutamos del amor de Dios, ciertamente necesita ser perfeccionado. Nuestro amor para con Dios aún no es completo, perfecto, ni absoluto. Sin importar cuánto amemos a Dios, este amor todavía no ha sido perfeccionado. Por consiguiente, necesitamos que nuestro amor hacia Dios sea perfeccionado, y que sea perfeccionado cabalmente.