Mensaje 34
(4)
Lectura bíblica: 1 Jn. 4:7-15
En 1 Juan 4:1-6 vemos una sección parentética que sirve de advertencia para que los creyentes disciernan los espíritus. Esto significa que 4:7 continúa lo dicho en 3:24. Los versículos del 7 al 21 de 1 Juan 4 son una extensión de la sección que va de 2:28 a 3:24, en la que se continúa recalcando el amor fraternal mencionado en 3:10-24, como un requisito más elevado correspondiente a la vida que permanece en el Señor.
En 4:7 Juan dice: “Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios”. Juan dice aquí que el amor es de Dios. Esto indica que al amar a otros, nuestro amor debe provenir de Dios. Nuestro amor por los hermanos no debe provenir de nosotros mismos, sino que debe ser un amor que provenga de Dios. Los creyentes, quienes han nacido de Dios y conocen a Dios, se aman unos a otros habitualmente con el amor que procede de Dios y que es la expresión de Dios.
En el versículo 7 Juan dice que todo aquel que ama es nacido de Dios. Aquí el énfasis del apóstol sigue siendo el nacimiento divino por medio del cual la vida divina ha sido impartida en los creyentes, la vida que les da la capacidad de conocer a Dios. Este nacimiento divino es el factor básico del amor fraternal, el cual es un requisito más elevado correspondiente a la vida que permanece en el Señor. Hemos visto que los escritos de Juan recalcan mucho el nacimiento divino (3:9; 4:7; 5:1, 4, 18; Jn. 1:12-13), esto es, nuestra regeneración (3:3, 5). Mediante el nacimiento divino hemos recibido la vida divina, la vida eterna (1 Jn. 1:2) como la simiente divina en nuestro ser (3:9). A partir de esta simiente, todas las riquezas de la vida divina crecen y se expresan desde nuestro interior. Es por esto que podemos permanecer en el Dios Triuno y llevar la vida divina en nuestro vivir humano. El nacimiento divino, por lo tanto, constituye la base de nuestra vida cristiana.
Según lo que dice Juan en 4:7, todo aquel que ama, no solamente es nacido de Dios, sino que también conoce a Dios. Este conocimiento es una capacidad de la vida divina (Jn. 17:3), la cual recibimos mediante el nacimiento divino. La palabra conoce implica también el hecho de experimentar y disfrutar. No podemos conocer a Dios sin experimentarle y disfrutarle. Esto indica que este conocimiento se recibe por experiencia, y no se trata de un conocimiento objetivo de Dios. Conocemos a Dios porque le hemos experimentado y le estamos disfrutando.
En el versículo 8 Juan añade: “El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor”. No conocer a Dios significa no haberle experimentado ni disfrutado. Si usted ha experimentado y disfrutado a Dios, quien es amor, ciertamente el amor brotará de usted.
El que no ha conocido a Dios no posee la capacidad de conocer que es propia de la vida divina, la cual recibimos por el nacimiento divino. El que no ha nacido de Dios ni tiene a Dios como su vida, no ama con el amor de Dios por cuanto no ha conocido a Dios como amor.
En este libro Juan nos dice en dos ocasiones que Dios es amor (4:8, 16). Esta epístola primero dice que Dios es luz (1:5), y luego que Dios es amor. El amor, por ser la naturaleza de la esencia de Dios, es la fuente de la gracia; y la luz, por ser la naturaleza de la expresión de Dios, es la fuente de la verdad. Cuando el amor divino llega a nosotros, se convierte en gracia, y cuando la luz divina resplandece en nosotros, llega a ser la verdad. Estas dos cosas fueron manifestadas de esta forma en el Evangelio de Juan, donde recibimos la gracia y la verdad por medio de la manifestación del Hijo (Jn. 1:14, 16-17). Ahora en esta epístola se nos muestra que es en el Hijo que llegamos al Padre y tenemos contacto con la fuente de la gracia y la de la verdad. Estas fuentes, el amor y la luz, son Dios el Padre a quien podemos disfrutar de manera profunda y detallada en la comunión de la vida divina que tenemos con el Padre en el Hijo (1 Jn. 1:3-7) al permanecer en Él (2:5, 27-28; 3:6, 24).
La expresión Dios es amor, así como las expresiones Dios es luz (1:5) y Dios es Espíritu (Jn. 4:24), no se usa en un sentido metafórico, sino en un sentido atributivo. Dios, en cuanto a Su naturaleza, es Espíritu, amor y luz. Espíritu denota la naturaleza de la persona de Dios; amor denota la naturaleza de la esencia de Dios; y luz denota la naturaleza de la expresión de Dios. Tanto el amor como la luz están relacionados con el Dios que es vida, la cual pertenece al Espíritu (Ro. 8:2). Dios, el Espíritu y la vida en realidad son una sola entidad. Dios es Espíritu, y el Espíritu es vida, y en esta vida se encuentran el amor y la luz. Cuando el amor divino se hace manifiesto, viene a ser la gracia, y cuando la luz divina resplandece en nosotros, llega a ser la verdad. El Evangelio de Juan revela que el Señor Jesús nos trajo la gracia y la verdad para que pudiésemos recibir la vida divina (Jn. 3:14-16), mientras que la Epístola de 1 Juan revela que la comunión de la vida divina nos lleva al origen mismo de la gracia y de la verdad, el cual es el amor divino y la luz divina. En el Evangelio de Juan, Dios viene a nosotros en el Hijo como gracia y verdad para que nosotros lleguemos a ser Sus hijos (Jn. 1:12-13), mientras que en esta epístola escrita por Juan, nosotros los hijos, en la comunión de la vida del Padre, nos acercamos al Padre para participar de Su amor y de Su luz. Esto es más avanzado y más profundo en la experiencia de la vida divina. Después de recibir la vida divina al creer en el Hijo, según se revela en el Evangelio de Juan, debemos proseguir a disfrutar de esta vida mediante la comunión de dicha vida, tal como se revela en esta epístola.
En 4:9 Juan continúa, diciendo: “En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios, en que Dios envió a Su Hijo unigénito al mundo, para que tengamos vida y vivamos por Él”. En este versículo vemos la intención y el propósito por los cuales Dios envió al Hijo: Dios envió al Hijo para que viviéramos por Él. Vivir por el Hijo o mediante el Hijo implica que tenemos la vida divina. Si no tuviéramos la vida divina, la cual se obtiene por medio de Él, no podríamos vivir por Él. Por lo tanto, vivir por el Hijo implica que le hemos recibido como nuestra vida. Dios envió a Su Hijo, y nosotros le hemos recibido como vida. Ahora vivimos por Él.
En el versículo 9 Juan dice que en esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios. Literalmente, las palabras griegas traducidas “entre nosotros” significan “en nosotros”, es decir, “en nuestro caso”, o “con respecto a nosotros”. Así, pues, en el hecho de que Dios haya enviado a Su Hijo al mundo para que tengamos vida y vivamos por medio de Él, se pone de manifiesto el más elevado y más noble amor de Dios entre nosotros.
En 4:9 Juan dice que Dios envió a Su Hijo unigénito al mundo. Al igual que en 1 Timoteo 1:15, el mundo aquí se refiere a la humanidad caída, a quien Dios amó de tal manera que los vivificó, por medio de Su Hijo, con Su propia vida (Jn. 3:16) a fin de que fuesen hechos hijos Suyos (1:12-13).
Hemos visto que en 1 Juan 4:9 Juan dice que Dios envió a Su Hijo al mundo para que tuviéramos vida y viviéramos por medio de Él. Nosotros, los seres caídos, no sólo somos pecaminosos por naturaleza y en nuestra conducta (Ro. 7:17-18; 1:28-32), sino que también estamos muertos en nuestro espíritu (Ef. 2:1, 5; Col. 2:13). Así que, Dios envió a Su Hijo al mundo no solamente como propiciación por nuestros pecados a fin de que fuésemos perdonados (1 Jn. 4:10), sino también para que viviésemos por Él. En el amor de Dios, el Hijo de Dios nos salva, no sólo de nuestros pecados por Su sangre (Ef. 1:7; Ap. 1:5), sino también de nuestra muerte por Su vida (1 Jn. 3:14-15; Jn. 5:24). Él no solamente es el Cordero de Dios que quita nuestro pecado (1:29), sino también el Hijo de Dios que nos da vida eterna (3:36). Él murió por nuestros pecados (1 Co. 15:3) para que nosotros tuviéramos vida eterna en Él (Jn. 3:14-16) y viviéramos por medio de Él (6:57; 14:19). En esto se manifestó el amor de Dios, el cual es la esencia de Dios.
En 1 Juan 4:10 Juan dice: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros, y envió a Su Hijo en propiciación por nuestros pecados”. La palabra esto se refiere al siguiente hecho: no que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó a nosotros, y envió a Su Hijo en propiciación por nuestros pecados. En esto consiste el más elevado y más noble amor de Dios.
La palabra propiciación indica que el Señor Jesucristo se ofreció a Sí mismo a Dios como sacrificio por nuestros pecados (He. 9:28), no solamente para lograr nuestra redención sino también para satisfacer las exigencias de Dios. En Él como nuestro Sustituto y mediante Su muerte sustitutiva, Dios quedó satisfecho y en paz. Por consiguiente, Él es la propiciación entre Dios y nosotros.
En 4:9 vemos que Dios envió a Su Hijo para que tuviéramos vida y viviéramos por Él; luego, en 4:10 vemos que Dios envió a Su Hijo en propiciación por nuestros pecados. Si unimos estos dos versículos, descubrimos que el hecho de que Dios enviara a Su Hijo en propiciación por nuestros pecados no era la meta, sino más bien el procedimiento para llegar a la meta, la cual es que tuviéramos vida y viviéramos por medio del Hijo. Por consiguiente, Dios envió a Su Hijo en propiciación por nosotros con la intención de que tuviéramos vida y viviéramos por medio de Él.
En 4:11 Juan añade: “Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros”. Esto equivale a amar con el amor de Dios tal como Él nos amó.
En 1 Juan 4:12 leemos: “Nadie ha visto jamás a Dios. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y Su amor se ha perfeccionado en nosotros”. La palabra visto indica que si nos amamos unos a otros con el amor de Dios, tal como Él nos amó, lo expresamos según Su esencia, a fin de que otros puedan ver en nosotros lo que Él es en esencia.
Nadie ha visto jamás a Dios. Pero si nos amamos unos a otros con Dios como amor, manifestaremos a Dios. Ya que Dios es manifestado en el amor que tenemos unos por otros, los demás podrán ver a Dios en este amor.
En el versículo 12 Juan dice que si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros. Amarnos unos a otros es un requisito necesario para permanecer en Dios (4:13), y permanecer en Dios es un requisito necesario para que Él permanezca en nosotros (Jn. 15:4). Por lo tanto, cuando nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y Su amor es manifestado perfectamente en nosotros.
La expresión el amor de Dios hallada en 2:5 denota Su amor en nosotros, el cual viene a ser nuestro amor para con Él, con el cual le amamos. Las palabras Su amor halladas en 4:12 denotan el amor de Dios que está en nosotros, que viene a ser nuestro amor para con otros y con el cual nos amamos unos a otros. Esto indica que debemos tomar el amor de Dios como nuestro amor, a fin de amarle a Él y amarnos unos a otros.
En el versículo 12 Juan también dice que el amor de Dios es perfeccionado en nosotros. El amor de Dios ya es perfecto en Dios mismo, pero aún necesita ser perfeccionado en nosotros. Para ello es necesario que el amor de Dios llegue a ser nuestra experiencia. Si el amor de Dios permanece en Dios, estará perfeccionado en Dios mismo. Pero cuando este amor llega a ser nuestra experiencia y disfrute, es perfeccionado en nosotros. El amor que ya es perfecto en Dios necesita perfeccionarse en nosotros a medida que nosotros disfrutamos este amor.
La palabra griega traducida “perfeccionado” es teleióo, y significa “completar”, “llevar a cabo”, “terminar”. En Dios mismo, Su amor es perfecto y completo; pero, en nosotros, Su amor necesita ser perfeccionado y completado en su manifestación. El amor de Dios nos fue manifestado cuando Dios envió a Su Hijo para que fuera un sacrificio propiciatorio y vida para nosotros (4:9-10). Sin embargo, si no nos amamos unos a otros con este amor que nos fue manifestado, es decir, si no lo expresamos amándonos unos a otros con el amor con el cual Dios nos amó, dicho amor no es manifestado de manera perfecta y completa. Este amor es perfeccionado y completado en su manifestación cuando lo expresamos en nuestro vivir al amarnos habitualmente unos a otros. Cuando llevamos una vida en la que nos amamos unos a otros con el amor de Dios, hacemos que ese amor se manifieste en nosotros de manera perfecta y completa. Es entonces que, mientras nosotros vivimos en Su amor, los demás pueden contemplar a Dios manifestado en la esencia de Su amor.
En 4:13 Juan dice: “En esto conocemos que permanecemos en Él, y Él en nosotros, en que nos ha dado de Su Espíritu”. Las palabras en esto significan “en el hecho de que Dios nos ha dado de Su Espíritu, conocemos que permanecemos en Él y Él en nosotros”. El Espíritu que Dios nos ha dado para que more en nosotros (Jac. 4:5; Ro. 8:9, 11) da testimonio en nuestro espíritu (v. 16) de que moramos en Dios y de que Él mora en nosotros. El Espíritu que permanece en nosotros, es decir, el Espíritu que mora en nosotros, es el elemento y la esfera en que nosotros permanecemos y moramos en Dios, y Él permanece y mora en nosotros mutuamente. El Espíritu nos permite tener la certeza de que nosotros y Dios somos uno, de que permanecemos el uno en el otro, de que moramos el uno en el otro. Esto queda evidente en nuestra vida diaria, en la cual expresamos habitualmente Su amor.
En el versículo 13 Juan nos da a entender que podemos saber que permanecemos en Dios. Permanecer en Dios es morar en Él, o sea, permanecer en nuestra comunión con Él, para experimentar y disfrutar el hecho de que Él permanezca en nosotros. Esto significa practicar nuestra unidad con Dios conforme a la unción divina (2:27) al llevar una vida que practica Su justicia y Su amor. Todo lo anterior es efectuado por la operación del Espíritu compuesto y todo-inclusivo, quien mora en nuestro espíritu y constituye el elemento básico de la unción divina.
En el versículo 13 Juan también dice que Dios “nos ha dado de Su Espíritu”. La palabra griega traducida “de” es ek, la cual significa “proveniente de”. Dios nos ha dado de Su Espíritu. Esto es muy parecido a lo dicho en 3:24 y casi lo repite, lo cual comprueba que esto no significa que Dios nos haya dado algo de Su Espíritu, como por ejemplo los diversos dones mencionados en 1 Corintios 12:4, sino que Él nos ha dado al Espíritu mismo como el don todo-inclusivo (Hch. 2:38). Por consiguiente, de Su Espíritu es una expresión que implica que el Espíritu de Dios, el cual Dios nos ha dado, es abundante e inmensurable (Fil. 1:19; Jn. 3:34). Mediante este Espíritu abundante e inmensurable, sabemos con plena certidumbre que nosotros y Dios somos uno, y que permanecemos el uno en el otro.
Al examinar 1 Juan 4:11-13, comprobamos que no debemos enseñar jamás a los santos a amar con su amor natural, con un amor que es ajeno al propio Dios. En lugar de ello, todos necesitamos ver que Dios permanece en nosotros, y que nosotros permanecemos en Él. Esto tiene que ver con la coinherencia, es decir, con una mezcla continua, una unión orgánica. Dios no sólo está en nosotros, sino que permanece en nosotros, mora en nosotros. Mediante esta mezcla, esta unión orgánica, Él llega a ser nosotros, y nosotros llegamos a ser Él. Por lo tanto, puesto que Dios es amor, este amor llega a ser nuestro elemento constitutivo. Ya que nosotros llegamos a ser lo que Él es, nuestro amor por los demás será en efecto el propio Dios; es decir, amaremos a otros con Dios como amor. Así, puesto que Dios permanece en nosotros y nosotros permanecemos en Él, amamos con Dios mismo como amor.
En 4:14 Juan dice: “Y nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha enviado al Hijo, como Salvador del mundo”. Tal como en 4:9 y Juan 3:16, aquí la palabra mundo denota a la humanidad caída.
El hecho de que el Padre enviara al Hijo para que fuese nuestro Salvador fue un acto externo a nosotros, el cual tenía como fin que al confesar nosotros que Jesús es el Hijo de Dios, Él pudiera permanecer en nosotros y nosotros en Él (4:15). Los apóstoles contemplaron esto y dieron testimonio de ello. Éste es el testimonio externo. Pero, además de esto, Dios realizó un acto interno para con nosotros al enviar Su Espíritu para que morara en nosotros como la prueba interna de que nosotros permanecemos en Él y Él en nosotros (v. 13).
En 4:9, 10 y 14 el apóstol Juan dice tres veces que Dios envió a Su Hijo. Dios envió al Hijo para que tuviéramos vida y viviéramos por Él; Él envió al Hijo en propiciación por nuestros pecados; y Él envió al Hijo como Salvador del mundo.
En 4:15 Juan dice: “Todo aquel que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios”. Dios el Padre envió a Su Hijo como Salvador del mundo con el propósito de que los hombres creyeran en Él confesando que Jesús es el Hijo de Dios para que así Dios permaneciera en ellos y ellos en Dios. Pero los herejes cerintianos no confesaban esto; así que, Dios no permaneció en ellos, ni ellos permanecieron en Dios. No obstante, todo aquel que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios. De este modo, llega a ser uno con Dios en la vida y la naturaleza divinas.
Tal vez pensemos que Juan aquí podría haber dicho que todo aquel que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, recibirá el perdón de pecados, o tendrá vida eterna. Sin embargo, aquí Juan dice que todo aquel que confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios. Debiéramos usar este versículo en nuestra predicación del evangelio; debiéramos decirles a las personas que si creen en el Señor y confiesan que Jesús es el Hijo de Dios, recibirán el perdón de sus pecados y serán salvas. Asimismo debiéramos decirles que si confiesan que Jesús es el Hijo de Dios, Dios entrará en ellas y permanecerá en ellas, y ellas podrán permanecer en Dios. Ésta es la manera más elevada de predicar el evangelio. ¿Ha predicado usted alguna vez el evangelio de esta manera? Cuando prediquemos el evangelio, digámosles a las personas que si creen en el Señor Jesús, confesando que Él es el Hijo de Dios, Dios entrará y permanecerá en ellas, y ellas permanecerán en Dios.