Mensaje 22
Lectura bíblica: 2 R. 23:31-37; 2 R. 24; 25:1-30
El pasaje de 2 Reyes 23:31—25:30, donde se narran los reinados de Joacaz, Joacim, Joaquín y Sedequías, y el gobierno de Gedalías, habla de lo trágico que fue la degradación de los hijos de Israel. Los reinados de Israel y de Judá se corrompieron totalmente, obligando a Dios a acabar con ellos. Primero, Dios envió a los asirios, quienes tomaron el reino del norte de Israel. Por una parte, muchos del pueblo fueron llevados cautivos a Asiria; por otra, los asirios trajeron paganos, los cuales se establecieron en la tierra desocupada. Esto produjo mezcla y confusión. El reino del sur, el de Judá, debió haber aprendido de lo que le sucedió a Israel, pero el pueblo persistió en su maldad como nunca antes. Esto obligó a Dios a actuar por medio de los babilonios. El templo fue quemado, y los muros de Jerusalén y la ciudad santa fueron derribados; la tierra santa quedó asolada; y el pueblo santo fue llevado cautivo.
En 2 Reyes 23:31-34 se narra el reinado de Joacaz.
Joacaz empezó a reinar en Jerusalén a la edad de veintitrés años, y reinó sólo tres meses (v. 31).
Joacaz hizo lo malo ante Jehová, conforme a todas las cosas que sus padres habían hecho (v. 32).
Faraón Necao lo encarceló para que no reinase en Jerusalén; también impuso sobre la tierra de Judá una fianza de cien talentos de plata y un talento de oro (v. 33).
Faraón Necao puso por rey a Eliaquim hijo de Josías, y le cambió el nombre por Joacim. Además, tomó a Joacaz y lo llevó a Egipto, y éste murió allí (v. 34).
El reinado de Joacim se narra en 23:35—24:6.
Joacim empezó a reinar en Jerusalén a la edad de veinticinco años, y reinó once años (23:36).
Joacim pagó a Faraón Necao la plata y el oro, los cuales obtuvo del pueblo (v. 35).
Joacim hizo lo malo ante Jehová, conforme a todas las cosas que sus padres habían hecho (v. 37).
Joacim sirvió a Nabucodonosor rey de Babilonia por tres años, pero luego se rebeló contra él (24:1).
Jehová envió a los caldeos, sirios, moabitas y amonitas contra Judá para que la destruyesen, conforme a la palabra de Jehová que había hablado por sus siervos los profetas, y para quitarla de su presencia, por causa de los pecados de Manasés y por todo lo que éste hizo (vs. 2-4).
Joacim durmió con sus padres, y su hijo Joaquín reinó en su lugar (vs. 5-6).
En 2 Reyes 24:7-16 se habla del reinado de Joaquín.
Joaquín empezó a reinar en Jerusalén a la edad de dieciocho años, y reinó tres meses (v. 8).
Joaquín hizo lo malo ante Jehová, conforme a lo que su padre había hecho (v. 9).
El rey de Egipto no volvió a salir de su tierra, pues el rey de Babilonia tomó todo lo que era suyo, desde el río de Egipto hasta el río Eufrates (v. 7).
En el octavo año de Joaquín, Nabucodonosor rey de Babilonia descendió a tomar Jerusalén, y Joaquín rey de Judá, su madre, sus siervos, sus capitanes y sus eunucos, se rindieron ante él. El rey de Babilonia llevó consigo todos los tesoros de la casa de Jehová y los tesoros de la casa real y rompió en pedazos las vasijas de oro que había hecho Salomón para el templo de Jehová. Nabucodonosor llevó cautivo a toda Jerusalén, a todos los príncipes, a Joaquín el rey, a la madre de éste, sus esposas, los eunucos y a todos los hombres valientes del país. Además, se llevó a siete mil hombres de guerra, a mil artesanos y herreros, y a todos los valientes de guerra (vs. 10-16).
Debemos observar que a los treinta y siete años del cautiverio de Joaquín, Evil-merodac rey de Babilonia, en el primer año de su reinado, libertó a Joaquín, sacándolo de la cárcel. Habló con benevolencia a Joaquín y puso su trono más alto que los tronos de los reyes que estaban con él en Babilonia. Joaquín cambió los vestidos de prisionero y comió de la porción especial delante del rey de Babilonia, todos los días de su vida (25:27-30).
En 2 Reyes 24:17—25:21 se narra el reinado de Sedequías.
Sedequías, tío de Joaquín, fue puesto por rey por el propio rey de Babilonia en lugar de Joaquín, y su nombre fue cambiado de Matanías a Sedequías (24:17).
Sedequías empezó a reinar en Jerusalén a la edad de veintiún años, y reinó once años (v. 18).
Sedequías hizo lo malo ante Jehová, conforme a todo lo que había hecho Joacim, y además se rebeló contra el rey de Babilonia (vs. 19-20).
En el noveno año del reinado de Sedequías, en el décimo día del décimo mes, Nabucodonosor rey de Babilonia descendió a Jerusalén y levantó torres contra ella alrededor, hasta que se abrió una brecha en el muro de la ciudad en el año undécimo del rey Sedequías. Entonces el ejército caldeo persiguió al rey, lo capturó, lo trajo ante el rey de Babilonia y pronunció juicio contra él. Allí degollaron en su presencia a los hijos de Sedequías, le sacaron los ojos a Sedequías y lo llevaron a Babilonia atado con cadenas (25:1-7).
En el mes quinto, a los siete días del mes, siendo el año diecinueve de Nabucodonosor, Nebuzaradán, capitán de la guardia y siervo de Nabucodonosor, vino a Jerusalén y quemó la casa de Jehová, la casa del rey, y todas las casas de Jerusalén, y también las casas de los príncipes. El ejército caldeo derribó los muros alrededor de Jerusalén. Nebuzaradán llevó cautivos a los del pueblo que habían quedado en la ciudad, a los que se habían pasado del lado del rey de Babilonia, y a los que habían quedado de la gente común, mas dejó a los pobres de la tierra para que labrasen las viñas y la tierra. Los caldeos quebraron las columnas de bronce y la fuente de bronce que estaban en la casa de Jehová, y llevaron el bronce a Babilonia, junto con los calderos, las paletas, las despabiladeras, los cucharones, y todas las vasijas de bronce, junto con los incensarios, y los cuencos de oro y de plata. El capitán de la guardia tomó al sumo sacerdote, al segundo sacerdote, a tres guardias, a un eunuco, a cinco varones de los consejeros del rey, al escriba del capitán del ejército, y a sesenta varones del pueblo de la tierra, y los llevó ante el rey de Babilonia, quien los hirió y los mató. Así fue llevado cautivo Judá de su tierra (vs. 8-21).
Los versículos 22-26 narran el gobierno de Gedalías.
Nabucodonosor puso por gobernador a Gedalías sobre el pueblo que dejó en tierra de Judá (v. 22). Y cuando todos los príncipes de las tropas oyeron esto, vinieron a Gedalías, y éste les hizo juramento diciendo: “No temáis de ser siervos de los caldeos; habitad en la tierra y servid al rey de Babilonia, y os irá bien” (vs. 23-24).
En el séptimo mes, vino Ismael, de estirpe real, con diez varones, y mató a Gedalías y a los judíos y caldeos que estaban con él. Entonces todo el pueblo y los capitanes del ejército se fueron a Egipto, por temor a los caldeos (vs. 25-26).
Finalmente, después de ser gobernado por los babilonios, persas y griegos, Israel llegó a formar parte del imperio romano. Poco tiempo después de que el imperio romano tomara la tierra santa, nació el Señor Jesús. El linaje de la genealogía de Cristo se redujo considerablemente, pero damos gracias al Señor y lo alabamos porque en Su soberanía, el linaje de la genealogía de Cristo nunca dejó de existir. La familia real de David fue destruida, pero Dios preservó el linaje de David para un día hacerse hombre mediante la encarnación. Este evento trajo a Dios a la humanidad y lo introdujo en ella. Esto cambió la era en todo el universo, incluyendo los cielos.
Dios vino para ser un hombre y vivió en la tierra, entró en la muerte y después de pasar por ella, entró en resurrección. En resurrección, el Dios encarnado, el postrer Adán en la carne, fue hecho el Espíritu vivificante. El hecho de que el Dios-hombre fuera hecho el Espíritu vivificante es aún más importante que la encarnación. La encarnación introdujo a Dios en una persona, pero el postrer Adán, como Espíritu vivificante, impartió a Dios en millones de seres humanos. Todos nosotros fuimos regenerados por medio de la resurrección de Cristo (1 P. 1:3). Dios se hizo hombre, y este hombre fue hecho Espíritu vivificante para hacer germinar a millones de personas que Dios escogió y redimió, y vivir en ellas, hacer con ellas Su morada, e incluso hacer Su hogar en ellas, siendo El mismo el elemento. Este edificio hace que El sea uno con todos los redimidos y forme un nuevo hombre universal. La Cabeza de este nuevo hombre es Cristo, y el Cuerpo lo conforman los millones de personas que Dios redimió y regeneró.
Las epístolas de Pablo indican que nosotros, los creyentes, debemos vivir en Cristo, quien como Espíritu vivificante es la realidad de la resurrección. La resurrección representa, por un lado, el fin de todo lo viejo y lo natural, y por otro, un nuevo principio mediante la germinación. A los ojos de Dios, todo lo que pertenece a la vieja creación fue aniquilado, y la nueva creación fue germinada. Los creyentes somos la nueva creación, que existe por completo en la esfera de la resurrección.
Sin embargo, la mayoría de los que están en el recobro del Señor no viven en resurrección en la vida diaria. Tal vez los santos tengan un buen carácter y una buena conducta, pero esto viene principalmente del árbol del conocimiento del bien y del mal. Por una parte, conocemos la vida de resurrección, y por otra, inconsciente e involuntariamente, llevamos una vida conforme al principio del bien y del mal, y no según el principio de la vida.
El deseo original de Dios era que el hombre no viviera por su propia vida, sino por la vida de El. Por esta razón, después de crear al hombre, le indicó que debía participar del árbol de la vida, a fin de tomar a Dios como su vida y vivir por El. Esto implica que el hombre creado por Dios necesitaba ser regenerado. La regeneración no sólo fue necesaria porque el hombre se haya degradado hasta el punto de necesitar otra vida, sino que aun antes de su caida y de que el pecado entrará en el género humano, Dios deseó regenerar al hombre.
Puesto que somos personas regeneradas, no debemos vivir por nuestra vida natural y humana, sino por la vida de Dios en resurrección. Ahora poseemos dos vidas: la vida creada y la vida regenerada, la vida natural y la vida de resurrección. Nuestra vida natural —el yo, el viejo hombre y la carne— fue aniquilada por Cristo en la cruz. Pero no sólo fuimos terminados, sino también regenerados. La muerte de Cristo nos aniquiló y Su resurrección, cuya realidad es el Espíritu mezclado con nuestro espíritu, nos regeneró. Ahora, a diario, en todas las cosas, grandes y pequeñas, incluyendo la manera en que nos peinamos, la forma en que hablamos con los demás, no debemos hacer nada por nosotros mismos, sino por Aquel que está unido y mezclado con nosotros. Esto es aplicar la muerte de Cristo a nuestra vida diaria.
Si practicamos esto, en nuestra experiencia seremos crucificados y conformados a la muerte de Cristo. Entonces podremos declarar junto con Pablo que hemos sido crucificados juntamente con Cristo y que ya no vivimos nosotros mas vive Cristo en nosotros (Gá. 2:20). Cuando Pablo estaba en prisión, él pudo declarar que para él el vivir era Cristo (Fil. 1:21). El era uno con Cristo, le vivía y le magnificaba por el suministro abundante del Espíritu (vs. 19-20).
Cuando Cristo vivió en la tierra, Su vida fue pura y santa; no obstante, El nunca hizo nada por Sí mismo ni habló nada de Sí mismo. Todo lo que hizo y todo lo que habló, lo hizo por el Padre (Jn. 5:19, 30; 7:16; 8:28; 12:49-50). Durante treinta y tres años y medio, llevó una vida crucificada, viviendo siempre por el Padre. Ahora nosotros somos la continuación de Cristo, y debemos llevar una vida crucificada todos los días. Por eso se nos exhorta a orar sin cesar (1 Ts. 5:17). En todo debemos consultarle a El.
Vivir en resurrección significa rechazar nuestra vida natural, negarnos a ella y ponerla en la cruz, a fin de ser configurados a la muerte de Cristo. Por ende, estamos en resurrección, viviendo por el Cristo pneumático, el Cristo vivificante, quien es el Dios Triuno consumado.
No debemos olvidar que, como creyentes de Cristo, somos personas especiales: somos Dios-hombres. Somos cristianos, Cristo-hombres, y no debemos vivir por nosotros mismos, sino por El, quien está unido a nosotros. Esto es lo que significa ser configurado a la muerte de Cristo y vivir en resurrección.