Mensaje 16
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1 SAMUEL 16—2 SAMUEL 1
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Lectura bíblica: 1 S. 25:1-44; 1 S. 26; 1 S. 27; 1 S. 28:1-2
En este mensaje seguiremos examinando lo referente a las persecuciones y aflicciones que sufrió David en manos de Saúl.
En 25:1a leemos que Samuel muere, que todo Israel lo llora y que es sepultado en su casa en Ramá.
Samuel muere en paz después de haber disfrutado correcta y plenamente su porción de la buena tierra que Dios había prometido. El disfrutó la buena tierra durante toda su vida, y la disfrutó más que cualquier otra persona del Antiguo Testamento, incluyendo a Josué y Caleb, los cuales pasaron mucho tiempo luchando para tomar posesión de la tierra. Desde su juventud en el tabernáculo hasta el momento de su muerte, Samuel disfrutó de la buena tierra en todos los sentidos.
Samuel fue hecho sacerdote, profeta y juez para traer el reino davídico que llevaría a cabo la economía de Dios en la tierra. El fue quien trajo el reinado y ungió a Saúl y a David, los dos primeros reyes. De esta manera, estableció el reino de Dios y escribió todas sus leyes.
Samuel quedó profundamente desilusionado por el reinado de Saúl y lloró por él (15:35) a tal punto que Dios le dijo: “¿Hasta cuándo llorarás a Saúl, habiéndolo yo desechado para que no reine sobre Israel?” (16:1a).
Samuel quedó desilusionado por el reinado de Saúl, pero murió con la esperanza de que vendría el reinado de David, lo cual le sirvió de consuelo. Murió confiado de que vendría el reinado de David, que tipificaba el reino de Dios. Tengo la certeza de que él murió lleno de gozo a causa de esto.
En 1 Samuel 25:1b-44 se narra cómo se relacionó David con Nabal y Abigail.
Los versículos 2-9 narran cómo David buscó la ayuda de Nabal, un hombre rico. David le envió diez jóvenes, quienes habrían de decirle: “Sea paz a ti, y paz a tu familia, y paz a todo cuanto tienes” (v. 6). Los jóvenes también debían decir: “Te ruego que des lo que tuvieres a mano a tus siervos, y a tu hijo David” (v. 8). David se condujo de manera humilde, pues se consideraba siervo e hijo de Nabal.
Nabal cometió la insensatez de rechazar lo que le pedía David e insultó a los siervos de éste. Nabal les dijo: “¿Quién es David, y quién es el hijo de Isaí? Muchos siervos hay hoy que huyen de sus señores. ¿He de tomar yo ahora mi pan, mi agua, y la carne que he preparado para mis esquiladores, y darla a hombres que no sé de dónde son?” (vs. 10-11). Cuando los siervos de David le contaron lo que había dicho Nabal, David pidió a cada uno de sus hombres que se ciñera su espada (vs. 12-13) y expresó: “Ciertamente en vano he guardado todo lo que éste tiene en el desierto, sin que nada le haya faltado de todo cuanto es suyo; y él me ha vuelto mal por bien. Así haga Dios a los enemigos de David y aun les añada, que de aquí a mañana, de todo lo que fuere suyo no he de dejar con vida ni un varón” (vs. 21-22).
Las palabras de David indican que él se ofendió por la actitud de Nabal. En esto, David no pasó la prueba. El llevó la cruz cuando estuvo bajo Saúl, pero falló respecto a esta pequeña cruz. Si David hubiera tomado la cruz en esta situación, habría alabado al Señor por el hecho de que Nabal no quiso proporcionarles alimentos. Entonces Dios habría intervenido e inspirado a Nabal a arrepentirse y presentarse ante David con abundancia de alimentos. Pero en esta ocasión, David no tomó la cruz.
A menudo pasa lo mismo con nosotros. Nos resulta fácil llevar las cruces pesadas, pero no podemos soportar las livianas. Son las cruces pequeñas las que ponen de manifiesto nuestra carne.
En este capítulo, no solamente vemos la insensatez de Nabal, sino también la sabiduría que Abigail, mujer de Nabal, mostró al apaciguar a David (vs. 14-20, 23-25). Ella “tomó luego doscientos panes, dos cueros de vino, cinco ovejas guisadas, cinco medidas de grano tostado, cien racimos de uvas pasas, y doscientos panes de higos secos, y lo cargó todo en asnos” (v. 18). Cuando ella vio a David, se echó a sus pies, y dijo: “Señor mío, sobre mí sea el pecado; mas te ruego que permitas que tu sierva hable a tus oídos, y escucha las palabras de tu sierva. No haga caso ahora mi señor de ese hombre perverso, de Nabal” (vs. 24-25a). Abigail entonces pidió a David que perdonara la transgresión, y añadió: “Y acontecerá que cuando Jehová haga con mi señor conforme a todo el bien que ha hablado de ti, y te establezca por príncipe sobre Israel, entonces, señor mío, no tendrás motivo de pena ni remordimientos por haber derramado sangre sin causa, o por haberte vengado por ti mismo. Guárdese, pues, mi señor, y cuando Jehová haga bien a mi señor, acuérdate de tu sierva” (vs. 30-31).
David respondió a la petición de Abigail bendiciendo a Jehová que la había enviado para que en ese día se encontrasen, y la bendijo por haber impedido que él derramara sangre y se vengara por su propia mano. Entonces David recibió de su mano lo que le había traído y le dijo: “Sube en paz a tu casa, y mira que he oído tu voz, y te he tenido respeto” (v. 35). Así vemos cómo el enojo de David se desvaneció ante la sabiduría de Abigail.
Cuando Abigail refirió todas estas cosas a Nabal, “desmayó su corazón en él, y se quedó como una piedra. Y diez días después, Jehová hirió a Nabal, y éste murió” (vs. 36-38).
Este capítulo concluye narrando la unión matrimonial de David y Abigail (vs. 39-44). La belleza y sabiduría de Abigail cautivaron a David, quien, después de la muerte de Nabal, la tomó por esposa. En esto vemos el punto débil de la vida de David. El prevaleció y venció en casi todas las circunstancias, pero fue débil en cuanto a lo sexual. David venció al león y al oso, pero no pudo vencer la concupiscencia. Al final, su debilidad y lujuria contaminaron el reinado de la santidad de Dios. Este hecho puso de manifiesto la raíz de su fracaso posterior, cuando asesinaría a Urías y tomaría a Betsabé.
El capítulo veintiséis relata que Jehová entregó a Saúl en manos de David, pero David no lo mató por temor a Dios, pues Saúl seguía siendo el ungido de Dios. Esto indica que antes de ser rey, David estableció un buen orden y modelo que muestran que en el reino de Dios debemos honrar la ordenación divina y respetar y tener en gran estima la autoridad de Dios. De esta manera, cuando David fue hecho rey, todo quedó en el debido orden.
David se escondió en el collado de Haquila, y notificaron a Saúl al respecto (v. 1).
Saúl volvió a perseguir a David (vs. 2-4) y salió con tres mil hombres escogidos de Israel para buscarlo en el desierto de Zif. David envió espías y supo con certeza que Saúl venía en camino.
En los versículos 5-16, vemos que Jehová entregó a Saúl en manos de David, pero éste no quiso matarlo. Saúl “estaba tendido durmiendo en el campamento, y su lanza clavada en tierra a su cabecera; y Abner y el ejército estaban tendidos alrededor de él” (v. 7). Abisai dijo a David: “Hoy ha entregado Dios a tu enemigo en tu mano; ahora, pues, déjame que le hiera con la lanza, y lo enclavaré en la tierra de un golpe, y no le daré segundo golpe” (v. 8a). Entonces él incitó a David a que matara a Saúl enclavándole en la tierra, pero David no quiso matar a Saúl por temor a Dios porque Saúl seguía siendo el ungido de Dios (vs. 9-11). David respondió a Abisai: “Guárdeme Jehová de extender mi mano contra el ungido de Jehová” (v. 11a). David fue débil al enojarse con Nabal y al tomar a Abigail, mujer de éste, pero con respecto a Saúl, fue todo un éxito.
En los versículos 17-20 vemos que David apela a Saúl. Cuando Saúl reconoció la voz de David, éste le preguntó: “¿Por qué persigue así mi señor a su siervo? ¿Qué he hecho? ¿Qué mal hay en mi mano?” (v. 18).
David pidió a Saúl que no lo echara de modo que ya no tuviera parte en la heredad de Jehová, la buena tierra, y sirviera a otros dioses (vs. 19b-20a). Para David, el hecho de permanecer en la buena tierra era la mayor bendición. Ser arrojado de la buena tierra e ir a otra tierra para servir a otros dioses era una maldición. Con eso vemos que este libro trata del disfrute que tenemos de la buena tierra, es decir, del deleite que tenemos de Cristo.
En su apelación a Saúl, David se comparó a sí mismo a una pulga y a una perdiz de los montes (v. 20b).
Aunque Saúl era malvado, no dejaba de ser humano y fue conmovido por las palabras de David y se arrepintió (vs. 21-25).
Saúl reconoció que había pecado, actuado neciamente y errado en gran manera (v. 21).
Saúl dijo a David: “Bendito eres tú, hijo mío David; sin duda emprenderás tú cosas grandes, y prevalecerás” (v. 25). Sin embargo, Saúl no dijo nada acerca del reino, pues quería que su hijo Jonatán tomara la sucesión al trono.
“Dijo luego David en su corazón: Al fin seré muerto algún día por la mano de Saúl; nada, por tanto, me será mejor que fugarme a la tierra de los filisteos, para que Saúl no se ocupe de mí, y no me ande buscando más por todo el territorio de Israel; y así escaparé de su mano” (27:1). Después de pensar en eso, David y sus hombres se pasaron a Aquis (vs. 2-3).
Debido a que David se había fugado a la tierra de los filisteos, Saúl dejó de buscarle (v. 4). Saúl se sentía tranquilo porque David había salido de la tierra santa. Esto indica que David había hecho lo correcto al irse momentáneamente de la tierra santa.
David se quedó en Siclag (27:5—28:2). Según el versículo 7, David moró en la tierra de los filisteos durante un año y cuatro meses. En ese período, atacó y destruyó a los gesuritas, a los gesritas y a los amalecitas, pero al rey Aquis le decía que había atacado el sur de Judá (vs. 8-12).
En 28:1-2 vemos que Aquis hizo a David su guardaespaldas de por vida.